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La alta doctrina espiritual
La altura idealista de la doctrina de Cristo y de los Apóstoles es mantenida por los primeros Padres, y por varios documentos primitivos, como Dídaque, Pastor de Hermas, Carta a Diogneto, Actas de los mártires, etc. Así enseña, por ejemplo San Cipriano (+258):
«Sea nuestra conducta como conviene a nuestra condición de templos de Dios, para que se vea de verdad que Dios habita en nosotros. Que nuestras acciones no desdigan del Espíritu: hemos comenzado a ser espirituales y celestiales y, por consiguiente, hemos de pensar y obrar cosas espirituales y celestiales» (Sobre Padrenuestro 11-12).
Exhortaciones apostólicas de altísima perfección son dirigidas a todos los cristianos, también a los que no han dejado el mundo; también aquellas que, pasando la frontera de lo meramente razonable, se adentran por el campo espiritual de «la locura y el escándalo de la cruz» (+1Cor 1,23), como el consejo de no defenderse y preferir sufrir la injusticia (1Pe 2,20-22; 1Cor 6,1-7), o los referentes a la comunicación de bienes (Hch 4,32).
La comunidad apostólica de Jerusalén
La Iglesia apostólica de Jerusalén es el testimonio más autorizado y prestigioso del idealismo cristiano primitivo. San Lucas, su cronista, da de aquella comunidad cristiana, tan próxima a Jesucristo, una visión realmente admirable, centrada sobre la comunión. Los que han creído en el Evangelio, permanecen constantes «en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la comunidad de vida, en la fracción del pan [eucaristía] y en las oraciones» (Hch 2,42), y entre ellos no hay pobres (+2,42-47; 4,32-37; 5,12-16). La palabra koinonía, característica de los Hechos de los apóstoles, y ausente de todo el resto del Nuevo Testamento, expresa tanto la comunión espiritual («un solo corazón y una sola alma»), como la comunión material de bienes («todo lo tenían en común, no había pobres entre ellos»).
Yavé, en el Antiguo Testamento, dice a Israel: «no habrá pobres entre los tuyos» (Dt 15,4). Y también en los griegos puede hallarse algún precedente de este ideal. Un proverbio decía «koina ta filon» (entre amigos, todo es común; Dupont, Études 505-508). Pero ese sueño sólo va a realizarse en Cristo, en la Iglesia. En la primera comunidad de Jerusalén, en efecto, había un servicio diario en favor de los necesitados (6,1s), y de hecho no había pobres entre los discípulos de Jesús (4,34), pues quien tenía bienes los ponía a disposición de los apóstoles, para que pudieran ayudar a los necesitados. La entrega de los bienes propios no era obligatoria, como se ve en el elogio que se hace de la actitud de Bernabé, chipriota, que «poseía un campo, lo vendió y llevó el precio, y lo depositó a los pies de los apóstoles» (4,37). Y esa misma libertad para dar los bienes propios se atestigua en el caso de Ananías y Safira (5,4).
La Iglesia primera forma así comunidades utópicas, cuya calidad social de vida es sin duda distinto y mejor que la del mundo tópico, el existente en la sociedad global. Los cristianos están en el mundo, pero son claramente distintos del mundo. Como se dice muy exactamente en un texto de los Hechos, «nadie de los otros se atrevía a unirse a ellos, pero el pueblo los tenía en gran estima; y crecía más y más el número de los creyentes» (5,13-14). En efecto, en Jerusalén, como hemos visto, pero también en otros lugares, como veremos, los cristianos inspiran admiración, respeto y atracción, al menos entre los hombres de buena voluntad. La Iglesia de Cristo constituye así un nuevo orden que, por el momento, se restringe a la misma comunidad cristiana, y que no es en absoluto un programa de renovación social de toda la sociedad. No es, pues, al menos entonces, un intento político.
Jerusalén, modelo para siempre
Importa, sin embargo, afirmar que esta perfecta koinonía de Jerusalén es presentada en los Hechos y es considerada en toda la tradición cristiana como el ideal de una vida eclesial perfecta. Y ésta es una verdad que hoy conviene recordar.
Actualmente algunos ven aquella experiencia de Jerusalén como un caso notable, carismático, pero apenas significativo. Hace poco, por ejemplo, en una reunión de profesores de teología, sobre este tema, afirmaba uno de ellos que «la comunión de bienes de los cristianos primeros de Jerusalén fue tal fracaso, que hizo necesario organizar una colecta para sacarlos de la ruina». Esta afirmación es errónea, y no halla base en ningún dato histórico. La colecta aludida en 2 Corintios 8-9 se produce hacia el año 57, y San Lucas en los Hechos, quince o treinta años más tarde, pone como ideal la koinonía, lo que no hubiera hecho de haber sido ésta un fracaso.
Pero, a fin de cuentas, el lapsus del aludido profesor no tiene mayor importancia. Lo que sí tiene importancia es la mentalidad que revela. En efecto, ahí está operante la convicción -expresada por ese mismo profesor- de que «los cristianos, si quieren evangelizar el mundo, deben asumir las formas de vida comunitaria que están vigentes en la sociedad secular, y que todo intento cristiano de vida social distinta y mejor que la del mundo está condenado al fracaso, por ser utópico, o si se quiere, a-histórico». Y éste sí es ya un error más grave, pues la comunidad cristiana evangeliza realmente en la medida en que es distinta y mejor que el mundo de su tiempo.
Conviene, pues, dejar bien establecido la validez perenne del ideal comunitario de la primera Iglesia apostólica. El origen de la primera koinonía eclesial de Jerusalén «ha de buscarse en la comunidad de los discípulos con Jesús en el tiempo de su ministerio» (Rasco, Actus 301). En efecto, la Tradición católica posterior no ve en la koinonía jerosolimitana sólamente una floración carismática admirable, pero no ejemplar, esto es, no imitable. Por el contrario, venera aquella comunión primera de corazones y bienes como un supremo ideal de la Iglesia para todos los siglos, y en prueba de ello le da el nombre de vita apostolica.
La koinonía de Jerusalén fue el ideal realizado en alguna medida por otras Iglesia locales de los primeros siglos. Lo cual nos hace de nuevo comprobar que no fue una aislada experiencia admirable, pero apenas significativa, sino que formó parte del ideal común cristiano de la Iglesia de los mártires.
No me alargo a demostrarlo aquí, pues este tema será objeto de más largos desarrollos en un libro que preparo, y que quizá se titule Evangelio y utopía. Diré ahora brevemente que la comunión de bienes materiales, de una u otra forma realizada, entre quienes viven en comunión de bienes espirituales, es un ideal propuesto en no pocos documentos cristianos antiguos (2Cor 8-9; Dídaque IV,8; Carta a Bernabé XIX,8; Pastor de Hermas V comp.3,7). Este ideal, incluso, en uno u otro grado, era un dato real de las comunidades cristianas, que podía ser aducido como argumento elogioso por los Padres apologistas (Arístides, Apología XIV,8; San Justino, I Apología XIV,2-3).
Clemente de Alejandría
Como no nos es posible comprobar aquí ese idealismo cristiano primitivo en la enseñanza de muchos Padres, lo observaremos sólamente en un autor que, por varias circunstancias, puede ser especialmente significativo: Clemente de Alejandría (+215).
Probablemente ateniense, hijo de paganos, converso al cristianismo, hacia el 200, está al frente de la escuela teológica de Alejandría. Laico, según parece, es un hombre muy culto y sensible a la belleza. Es al mismo tiempo un cristiano entusiasta, sin complejo alguno ante el mundo de su tiempo, que produce tantos mártires. Aquí nos interesa especialmente observar cómo presenta el ideal de la vida cristiana perfecta, cuando aún no existen los monjes, sino sólo pastores y laicos.
En el Protréptico expone Clemente una visión muy crítica del mundo secular, mostrando un cuadro terrible de sus absurdos intelectuales y de su degradación moral. Ve el mundo pagano, que él conoce perfectamente, con amor y compasión, pero, ciertamente, sin el menor sentimiento de inferioridad. Y lo mismo se expresa en su obra el Pedagogo. Los paganos son viejos, frente a los cristianos, que son los jóvenes de este mundo (I,20,3-4). En contraste a la «vieja locura» del mundo pagano (I,20,2), los cristianos representan la juventud permanente de la humanidad (I,15,2).
La visión que tiene Clemente de la vida cristiana perfecta queda expuesta sobre todo en su obra el Pedagogo, compuesta de tres libros (SChr 70, 108 y 158). Nuestros pecados nos han hundido en tal miseria que necesitamos absolutamente la guía y ayuda del Pedagogo, el Verbo encarnado (lib. I). Une Clemente el Evangelio con la mejor ascesis de los filósofos griegos, fijándose también en múltiples aspectos concretos de la vida en el mundo: costumbres, comida y vestido, trabajos y diversiones, etc. Todo ha de ser evangelizado (lib. II-III).
En la espiritualidad del gran Clemente alejandrino se refleja el idealismo característico de la Iglesia primera. Fuerte ruptura con los pensamientos y costumbres del mundo, y entusiasta impulso a la nueva vida evangélica, tan distinta de la secular. En lo referente, por ejemplo, a la oración, para Clemente el cristiano verdadero, el espiritual, guarda de Dios «memoria continua: ora en todo lugar, en el paseo, en la conversación, en el descanso, en la lectura, en toda obra razonable, ora en todo» (Stromata VII,7). Por la noche conviene «levantarse del lecho para bendecir a Dios; y felices aquellos que se despiertan para él» (Pedagogo IX,79,2).
Viviendo así, también los casados, por supuesto, avanzan hacia la perfección cristiana. Concretamente, «la esposa casta, consagrando su tiempo a su marido, honra a Dios sinceramente, mientras que si se dedica a adornarse, se aparta tanto de Dios como de un casta vida conyugal, y viene a ser como una prostituta» (II,109, 3-4). Todos los aspectos que forman la vida ordinaria -comidas, vestidos, trabajos y ocios, diversiones y conversaciones, sueño y vigilia- son iluminados por Clemente con la luz de las más altas enseñanzas de Cristo y de los Apóstoles.
Henri-Irénée Marrou, en la presentación del Pedagogo, comenta: «Sí, es realmente una moral auténticamente cristiana. Clemente, para describirla, emplea acentos que anuncian el futuro desarrollo de la espiritualidad monástica», pues evoca con frecuencia «una atmósfera característica, la que será propia del hesycasmo: «tranquilidad, calma, serenidad, paz» (II,60,5; +112,2); la paz, tema favorito del Pedagogo (II,32,1), la oración perpetua (III,101,2), el culto isangélico (II,79,2; 109,3). Y sin embargo, Clemente no piensa de ningún modo en retirar al cristiano del mundo: su moral es una moral para fieles casados (II,X), que aceptan sus responsabilidades sociales (III,78,3). El estado del matrimonio no se opone ni a la piedad ni a la santidad (II,109,4; 39,1); y el hecho de estar cargado de familia no constituye un impedimento para seguir a Cristo (III,38,2) (SChr 70,61).
Efectivamente, Clemente no vincula necesariamente la perfección a un estado (+Stromata VII,12,70, 6-8). Él, como Cristo y los apóstoles, exhorta a todos los cristianos, casados o célibes, ricos o pobres, a la más alta perfección evangélica.
Acierta, pues, Marrou cuando señala que la espiritualidad propuesta por Clemente es plenamente laical y secular. No parece acertar igualmente cuando ve en ella «una anticipación de la espiritualidad monástica». ¿Monástica?... La espiritualidad dada a los laicos por Clemente y los primeros Padres no es monástica, es simplemente evangélica, y de hecho está continuamente fundamentada en el Evangelio y en los escritos apostólicos. A lo largo de nuestra exploración histórica hemos de ver cómo esta grave equivocación reaparece con acentos cada vez más significativos y consecuencias más graves.
Resumen
He aquí algunos rasgos fundamentales de la espiritualidad cristiana en los tres primeros siglos:
-La condición efímera y pecadora del mundo es patente para los cristianos, que pretenden guardarse de él y convertirlo. Todavía se entiende fácilmente que mundanizarse es una forma de apostasía. Y todavía se comprende la absoluta necesidad de Cristo, esto es, de la fe, del bautismo, de la Iglesia, de la evangelización del mundo. Es un tiempo de muchas conversiones y la Iglesia, gozosamente consciente de la victoria de Cristo sobre el mundo, va creciendo en todas partes.
-El peligro espiritual de mundanizarse es escaso. De hecho, recluídos por la hostilidad del mundo circundante, los cristianos viven como en un claustro. El mundo secular es muy peligroso para el cuerpo de los cristianos, pero no tanto para el alma, pues su hostilidad es frontal, no insidiosa. No es, pues, grande por entonces el peligro de una conciliación cómplice entre cristianos y mundo, pues está claro que sólo es posible ser cristiano en abierta ruptura, al menos afectiva, con el mundo.
-La santidad tiene forma martirial. Como dice Clemente alejandrino, «llamamos al martirio perfección, y no porque el hombre llegue por él al término de su vida, como los otros hombres, sino porque en él se manifiesta la obra perfecta de la caridad» (Stromata IV,4,14). La forma de la santidad es entonces el martirio, y de hecho los mártires son los únicos santos venerados. Y es de notar que quizá en esta época la Iglesia venera más santos laicos que pastores, pues aunque la persecución se dirige especialmente contra éstos, los mártires laicos son más numerosos.
El vínculo que une martirio y perfección se ve siempre, por supuesto, a la luz de la Pasión de Cristo. Si Cristo consumó, esto es, perfeccionó su caridad y su ofrenda en el martirio del Calvario, igualmente los cristianos se consuman, esto es, se hacen perfectos en el martirio. Como decía San Ignacio de Antioquía, «a cambio de sufrir unido a él, todo lo soporto, ya que aquel mismo que se hizo [en la Cruz] hombre perfecto (teleios), es quien me fortalece» (Esmirniotas 4,2). «Entonces seré de verdad fiel a Cristo, cuando no apareciera ya al mundo» (Romanos III,2).
Las persecuciones guardan a la Iglesia en la santidad. En efecto, continuamente la Iglesia se ve obligada en sus miembros fieles a actos heroicos de fidelidad, y continuamente se ve purificada de aquellos miembros infieles que no quieren ser confesores de la fe, ni tampoco mártires por su causa. Así la Iglesia se mantiene como una santa Vid, sana, vigorosa y creciente: «Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, [mi Padre] lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto» (Jn 15,2).
-La primacía de la gracia es profundamente captada en la vida cristiana, pues todavía el cristianismo se entiende mucho más que como una obligación moral, cumplida sobre todo por el esfuerzo del hombre, como un don indecible del Dios inefable, es decir, como un regalo y una alegría. Baste este texto para recordarnos el tono constante de la época:
«Mirad cuán grande ha sido la misericordia del Señor para con nosotros -exclama un autor del siglo II-, que no ha permitido que sacrificáramos ni adoráramos a dioses muertos, sino que quiso que, por Cristo, llegáramos al conocimiento del Padre de la verdad» (Funk 1,149).
-La fe en la gracia de Cristo lleva a afirmar claramente la vocación universal a la santidad, pues el Evangelio es norma de vida para todos. Y el Evangelio, sin duda, es camino perfecto hacia la perfección. Según hemos visto, la doctrina y la disciplina de la Iglesia primera pone a todos los fieles en camino de perfección, lo que no significa, claro está, que sean todos quienes lo sigan.
Conviene recordar aquí que, en un primer momento, los herejes gnósticos se apropian de los términos peculiares de la perfección (perfectos, pneumáticos, espirituales, gnósticos), como si sólo en ellos se realizaran; y los contraponen a los que ellos estiman cristianos psíquicos, la masa imperfecta de la Iglesia, y a los hylicos, los reprobados.
Sin embargo, los Padres de la época, Ireneo, Clemente, Orígenes, niegan tajantemente que la perfección cristiana sea un don de naturaleza, y afirman siempre que es el término de un proceso de perfeccionamiento obrado por la gracia de Dios y la libertad del hombre. Es, pues, el crecimiento cristiano en gracia y caridad lo que hace pasar de hombre carnal o animal (psíquico) a hombre espiritual (pneumático) (+San Ireneo, Adv. hæreses IV).
-Hay ya pastores y laicos, y también vírgenes y ascetas. Y todos los fieles deben imitar a los pastores, vírgenes y ascetas, pues en ellos se realiza el Evangelio en plenitud. La espiritualidad, por lo demás, todavía centrada en lo más central, es profundamente unitaria, y apenas estimula sino las actitudes cristianas fundamentales. Y por eso mismo, no existiendo aún monjes y religiosos, todavía se entienden como evangélicas muchas prácticas ascéticas que más tarde, en tiempos más relajados, serán consideradas erróneamente como «monásticas».
-El ejemplo de los primeros cristianos, la «vita apostolica», se considera un ideal permanente. Se ven, pues, como simplemente evangélicos los ideales de vida cristiana reflejados, por ejemplo, en los Hechos de los Apóstoles.