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Domingo
Entrada: «Señor, da la paz a los que esperan en ti y deja bien a tus profetas; escucha la súplica de tu siervo y la de tu pueblo Israel» (Eclo 36,18).
Colecta (del Veronense): «¡Oh Dios, creador y dueño de todas las cosas, míranos; y, para que sintamos el efecto de tu amor, concédenos servirte de todo corazón».
Ofertorio (del Misal anterior y antes del Gelasiano y Gregoriano): «Sé propicio a nuestras súplicas, Señor, y recibe con bondad las ofrendas de tus siervos, para que la oblación que ofrece cada uno en honor de tu nombre sirva para la salvación de todos».
Comunión: «¡Qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios! Los humanos se acogen a la sombra de tus alas» (Sal 35,8). O bien: «El cáliz de nuestra acción de gracias nos une a todos en la sangre de Cristo; el pan que partimos nos une a todos en el cuerpo de Cristo» (1 Cor 10,16).
Postcomunión (del Misal anterior y antes del Gelasiano y Gregoriano): «La acción de este sacramento, Señor, penetre en nuestro cuerpo y nuestro espíritu, para que sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida».
Ciclo A
La primera y tercera lecturas nos hablan del perdón de los pecados. En la segunda San Pablo desea que no vivamos para nosotros mismos, sino para el Señor.
En la Iglesia, comunidad de redimidos y reconciliados con el Padre en el Corazón de su Hijo muy amado, se nos garantiza el perdón divino y se nos impone amorosamente el perdón recíproco entre todos. Nada más exigente para la genuina convivencia cristiana en el Misterio de la Iglesia, que el acontecimiento mismo de nuestra Pascua: nuestra reconciliación con Dios y con los hermanos.
–Eclesiástico 27,33–28,9: Perdona la ofensa a tu prójimo y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. Ya la revelación profética del Antiguo Testamento preparaba el mandato divino del perdón de las injurias, como una expresión de la humilde y perpetua necesidad que también nosotros tenemos del perdón divino.
Es evidente que quien no quiere perdonar no puede presentarse ante nadie para ser perdonado y, menos ante Dios. No está en buenas disposiciones de alma para obtener el perdón. Con la medida con que medimos seremos medidos. Para este perdón mutuo necesitamos estar despojados de nuestro amor propio, que es el gran enemigo de nuestra felicidad, de nuestra paz, de nuestra santidad. Sólo con amor divino podemos amar al prójimo como Dios quiere. Ante todo y sobre todo abnegación propia. Esto es lo que prepara el camino que nos lleva a la reconciliación con Dios y con los hermanos, que son todos los hombres.
–Bien nos lo muestra el Salmo 102: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia... Él perdona todas nuestras culpas y cura nuestras enfermedades, rescata nuestra vida de la fosa y nos colma de gracia y de ternura. No está siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestra culpas. Como se levanta el cielo sobre la tierra se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso así aleja de nosotros nuestros delitos». Nosotros, dentro de nuestras limitaciones, hemos de hacer lo mismo con los que nos ofenden. Así estaremos dispuestos para bendecir al Señor con todo nuestro ser y no olvidar sus beneficios».
–Romanos 14,7-9: En la vida y en la muerte somos del Señor. Porque hemos sido perdonados para Cristo y redimidos por su amor, el perdón fraterno es, entre nosotros, una exigencia de nuestra pertenencia a Cristo, el Señor. El vivir y morir para el Señor tiene habitualmente un sentido sacrificial, cultual. El cristiano está invitado a renunciarse a sí mismo, a la propia afirmación, exaltación y gloria para afirmar con toda su vida el dominio de Dios. Comenta San Cirilo de Alejandría:
«Se ha dicho que Cristo tuvo hambre, que soportó la fatiga de largas caminatas, la ansiedad, el terror, la tristeza, la agonía y la muerte en la cruz. Sin ser presionado por nadie, por sí mismo ha entregado su propia alma por nosotros, para ser Señor de vivos y muertos (Rom 14,9). Con su propia carne ha pagado un rescate justo por la carne de todos, con su alma ha llevado a cabo la redención de todas las almas, aunque si Él ha vuelto a tomar su vida, es porque, como Dios, Él es viviente por naturaleza» (Sobre la Encarnación del Unigénito 4).
–Mateo 18,21-35: «Perdonar hasta setenta veces siete», esto es, siempre. El Evangelio nos exige un corazón perdonado por el Padre y hecho a descubrir a Dios y perdonar a todos, incluso a los propios enemigos. Se terminó con el Evangelio la ley del talión: ojo por ojo y diente por diente. San Juan Crisóstomo dice:
«De modo que no encerró el Señor el perdón en un número determinado, sino que dio a entender que hay que perdonar continuamente y siempre. Esto por lo menos declaró por la parábola puesta seguidamente. No quería que nadie pensara que era algo extraordinario y pesado lo que Él mandaba de perdonar hasta setenta veces siete. De ahí añadir esta parábola con la que intenta justamente llevarnos al cumplimiento de su mandato, reprimir un poco de orgullo de Pedro y demostrar que el perdón no es cosa difícil, sino extraordinariamente fácil.
«En ella nos puso delante un propia benignidad a fin de que nos demos cuenta, por contraste, de que, aun cuando perdonemos setenta veces siete, aun cuando perdonemos continuamente todos los pecados absolutamente de nuestro prójimo, nuestra misericordia al lado de la suya, es como una gota de agua junto al océano infinito. O, por mejor decir, mucho más atrás se queda nuestra misericordia junto a la bondad infinita de Dios, de la que, por otra parte, nos hallamos necesitados, puesto que tenemos que ser juzgados y rendirle cuenta» (Homilía 61,1, sobre San Mateo).
Ciclo B
Las lecturas primera y tercera nos evocan la pasión del Señor. Santiago, en la segunda lectura, nos enseña que la fe ha de ser autenticada con las obras. El anuncio hecho por Jesús de su propia Pasión evoca en nuestra fe el misterio de la Cruz, como clave de nuestra autenticidad cristiana. Esto nos recuerda que la ley de la Cruz es ley fundamental en la obra de Cristo, y, por lo mismo, debe serlo para todos nosotros: «Los que son de Cristo se conocen en que tienen crucificados sus cuerpos con sus vicios y concupiscencias» (Gal 4,24).
–Isaías 50,5-9: Ofrecí la espalda a los que me golpeaban. El tercer canto del profeta Isaías sobre el Siervo de Dios nos traza ya la semblanza victimal del Cordero Redentor: absoluta docilidad obediencial al Padre y signo de contradicción (Lc 2,34) entre los hombres.
Se subraya de modo especial en este pasaje de Isaías la suma confianza del Siervo en el Señor, no obstante los sufrimientos y las humillaciones inauditas. Ha cumplido su misión de portavoz de Dios con una firmísima y con una constancia inflexible. No podemos prescindir de Cristo en la lectura de este pasaje bíblico. Él sufrió al máximo los tormentos del Siervo y nadie como Él estuvo unido a la voluntad del Padre. Enseña San Gregorio Nacianceno:
«Sobre todos los demás el Salvador y Señor de todos, que no solo se anonadó tomando forma de siervo (Flp 2,6) y ofreció su rostro a los salivazos y a las bofetadas, y fue contado entre los delincuentes (Is 50,6:53,12); que se ofreció en expiación por las manchas de los pecados y lavó, en hábito de esclavo, los pies de sus discípulos (Jn 13,4-5)... Y para terminar brevemente: bella es la contemplación y hermosa asimismo la acción; aquélla, subiendo hasta el Santo de los Santos, luchando y consagrando nuestra alma a aquello para lo que está creada; ésta recibiendo a Cristo, sirviéndole y mostrando el amor con las obras» (Sermón 14,2-4).
–Con el Salmo 114 decimos: «Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida. Amo al Señor porque me escucha, porque inclina su oído hacia mí. Me envolvían olas mortales, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y en angustia... Pero el Señor arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída».
–Santiago 2,14-18: La fe, si no tiene obras, está muerta. Para el cristiano, la autenticidad de su fe se mide por su amor sacrificado, que se hace palpable en las obras de amor a Dios y al prójimo. Siempre será necesario inculcar una vida santa con la práctica de las virtudes, especialmente de la caridad, de lo contrario no tenemos más que una fe muerta. Los Santos Padres han insistido mucho en esto y, en general, toda la vida de la Iglesia. Así San Agustín dice que:
«Deben basarse todas tus obras en la fe, porque ‘‘el justo vive de la fe’’ y ‘‘la fe obra por el amor’’. Que tus obras tengan por fundamento la fe, porque creyendo en Dios te harás fiel» (Comentario al Salmo 32).
Y San Juan Crisóstomo explica:
«Mira que ni siquiera le pregunta el Señor [a Bartimeo] si tiene fe, como solía hacer otras veces, pues sus gritos y su abrirse paso entre la gente ponía bien de manifiesto su fe a los ojos de todos» (Homilía 66 sobre San Mateo).
También San Gregorio Magno dice:
«Ni la fe sirve sin obras, ni las obras sin fe, a no ser que se hagan para alcanzar la fe, como Cornelio, que antes de ser creyente mereció ser oído por sus buenas obras» (Homilía 1 sobre Ezequiel).
«No cree verdaderamente sino quien, en su hogar, pone en práctica lo que cree. Por eso, a propósito de aquéllos que de la fe no poseen más que palabras, dice San Pablo: “profesan conocer a Dios, pero le niegan con las obras”» (Homilía 26 sobre los Evangelios).
Y San Jerónimo:
«¿De qué sirve invocar con la voz a quien niegas con las obras?» (Homilía sobre los Evangelios).
–Marcos 8,27-35: Tú eres el Mesías... El Hijo del hombre tiene que padecer mucho. Pese a la incomprensión de los propios discípulos, Cristo Jesús proclamó la ley de la Cruz, necesaria para Él y también para los que le quieran seguir.
Es ciertamente una lección dura, pero propuesta con toda claridad por el mismo Jesucristo. Los Evangelistas cuando escribían los Evangelios estaban viendo que las palabras del Señor se cumplían en muchos cristianos contemporáneos suyos, probados incluso con la persecución. Dios ha realizado la salvación del mundo en el anonadamiento de su propio Hijo, con una muerte en la cruz. Comenta San Agustín:
«El hombre se perdió por primera vez a causa del amor a sí mismo. Pues, si no se hubiese amado, hubiera antepuesto a Dios a sí mismo, hubiera estado siempre sometido a Dios; no se hubiera inclinado a hacer su propia voluntad descuidando la de Él. Amarse uno a sí mismo no es otra cosa que querer hacer la propia voluntad. Antepón la voluntad de Dios; aprende a amarte, no amándote» (Sermón 96,2).
Ciclo C
Las lecturas primera y tercera nos refieren la misericordia del Señor con respecto al pecador arrepentido. San Pablo en la segunda lectura se presenta como el pecador perdonado, el perseguidor convertido. Se insiste en la necesidad de la conversión, tanto más necesaria cuanto mayor es el peligro cotidiano de ser infieles al designio divino, de identificarnos cada vez más con su Hijo muy amado (Rom 8,29).
Solo con una actitud constante de renovación en Cristo conseguiremos mantener la aptitud para participar en la herencia de los santos en la Luz (Col 1,12), para la que el Señor nos ha destinado.
–Éxodo 32,7-11.13-14: El Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado. Dios mantiene siempre la Alianza de la salvación. Aunque se rompa la fidelidad por parte del hombre o del pueblo elegido, no se rompe el proceso de la misericordia divina, abierta siempre al perdón para el arrepentido. Se dice en la Carta de Bernabé (4,6-8):
«... No os asemejéis a ciertos hombres que no hacen sino amontonar pecados, diciéndoos que la alianza es tanto de ellos como vuestra. Porque es nuestra, pero aquéllos, después de haberla recibido de Moisés, la perdieron absolutamente... Volviéndose a los ídolos la destruyeron, pues dice el Señor: Moisés, Moisés, baja a toda prisa, porque mi pueblo, a quien saqué yo de Egipto, ha prevaricado (Ex 32,7; 3,4; Dt 9,12). Y cuando Moisés lo comprobó, arrojó de sus manos las dos tablas, y se rompió su alianza, para que la de su amado Jesucristo fuera sellada en nuestro corazón con la esperanza de la fe en Él».
–Con el estribillo del arrepentimiento del hijo pródigo: «Me pondré en camino, adonde está mi padre» se dicen algunos versos del Salmo 50: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado... Oh Dios, crea en mí un corazón puro... un corazón quebrantado y humillado Tú no lo desprecias».
–1 Timoteo 1,12-17: Jesús vino para salvar a los pecadores. Para el verdadero convertido a Cristo, como Pablo, su pecado y toda su vida pasada en la infidelidad le sirven de aguijón para intensificar su amor a Cristo y su ansiedad insobornable por la santidad. San Pablo evoca el momento más decisivo de su vida, cuando de obstinado enemigo de Cristo y de los cristianos, vino a ser su seguidor y apasionado Apóstol. Ha sido una acción espléndida de la gracia divina. San Agustín ha comentado con frecuencia este pasaje paulino:
«Cuando el Apóstol Pablo perseguía a los cristianos, arrestándolos dondequiera que los hallare, presentándolos a los sacerdotes para que los oyeran en tribunal y los castigasen, ¿qué pensáis que hacía la Iglesia? ¿Oraba por él o contra él? La Iglesia que había aprendido la lección de su Señor, quien pendiente de la Cruz dijo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, pedía eso mismo para Pablo, mejor, para Saulo en aquel entonces, a fin de que tuviera lugar en él lo que efectivamente realizó» (Sermón 56,3).
–Lucas 15,1-32: Habrá alegría en el cielo por un pecador que se convierta. Ante el misterio del Corazón Redentor de Cristo, todo hombre es siempre recuperable para la salvación y la santidad. La Iglesia muestra muchos ejemplos de esto y es una consoladora revelación que nos garantiza toda la historia de la salvación. San Ambrosio escribe:
«Un poco más arriba has aprendido cómo es necesario desterrar la negligencia, evitar la arrogancia, y también adquirir la devoción y a no a entregarte a los quehaceres de este mundo, ni anteponer los bienes caducos a los que no tienen fin; pero, puesto que la fragilidad humana no puede conservarse en línea recta en medio de un mundo tan corrompido, ese buen médico te ha proporcionado los remedios, aun contra el error, y ese juez misericordioso te ha ofrecido la esperanza del perdón. Y así, no sin razón, San Lucas ha narrado por orden tres parábolas: la de la oveja perdida y hallada después, la de la dracma que se había extraviado y fue encontrada, y el hijo que se había muerto y volvió a la vida; y todo esto para que aleccionados con este triple remedio, podamos curar nuestras heridas, pues “una cuerda triple no se rompe” (Eclo 4,12).
«¿Quién es este padre, ese pastor y esa mujer? ¿Acaso representan a Dios Padre, a Cristo y la Iglesia? Cristo te lleva sobre sus hombros, te busca la Iglesia y te recibe el Padre. Uno porque es Pastor, no cesa de llevarte; la otra, como madre, sin cesar te busca y el Padre te vuelve a vestir. El primero por obra de misericordia; la segunda cuidándote, y el tercero, reconciliándote con Él. A cada uno de ellos le cuadra perfectamente una de esas cualidades: El Redentor viene a salvar, la Iglesia asiste y el Padre reconcilia. En todo actuar divino está presente la misma misericordia, aunque la gracia varíe según nuestros méritos. El Pastor llama a la oveja cansada, es hallada la dracma que se había perdido, y el hijo, por sus propios pasos, vuelve al Padre y vuelve arrepentido del error que le acusa sin cesar» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib. VII, 207-208).
Lunes
Años impares
–1 Timoteo 2,1-8: Pedid por todos los hombres a Dios, que quiere que todos los hombres se salven. Oración en la asamblea litúrgica: Orar por todos. Cristo es el Mediador. Representar a la humanidad ante Dios, mostrarse solidario de ella ante Él; estas son las condiciones esenciales de la oración cristiana. Cristo ha sido el primero en asumirlas, pues se ofreció por todos en la cruz. San Clemente Romano nos ha dejado en el siglo I un bello testimonio de la oración por los gobernantes:
«Danos ser obedientes a tu omnipotente y santísimo nombre y a nuestros príncipes y gobernantes sobre la tierra... Dales, Señor, salud, paz, concordia y constancia, para que sin tropiezo ejerzan la potestad que por Ti les fue dada... Endereza Tú, Señor, sus consejos conforme a lo bueno y acepto en tu presencia, para que ejercitando en paz y mansedumbre y piadosamente la potestad que por Ti les fue dada, alcancen de Ti misericordia» (Carta a los Corintios I,60-61).
Comenta San Agustín:
«San Pablo mandaba rezar por los reyes cuando éstos perseguían a la Iglesia. Pero a los que entonces perseguían mientras oraban por ellos, ahora los defiende después de haber sido escuchado en beneficios de ellos» (Sermón 149,17).
–Sigue la misma idea en el Salmo 27: «Bendito el Señor que escuchó mi voz suplicante. Escucha mi voz suplicante cuando te pido auxilio, cuando alzo las manos hacia tu santuario. El Señor es nuestra fuerza y nuestro escudo, en Él hemos de confiar pues nos socorre, por eso hemos de alegrarnos y cantarle agradecido. Él es nuestro Pastor y nuestro guía, nuestro apoyo y salvación». San Juan Crisóstomo dice:
«La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Por ella, nuestro espíritu, elevado hasta el cielo, abraza a Dios con abrazos inefables; por ella, nuestro espíritu espera el cumplimiento de sus propios anhelos y recibe unos bienes que superan lo natural y visible» (Homilía 6 sobre la oración).
Años pares
–1 Corintios 11,17-26: Evitar las divisiones. Amar y fomentar la unidad cuyo símbolo y eficacia es la Eucaristía. San Pablo recuerda la tradición apostólica sobre la sinaxis eucarística. La perspectiva de Pablo es la de la significación de la asamblea litúrgica: ésta es símbolo de la reunión de todos los hombres en el Reino y en el Cuerpo de Cristo. Una asamblea dividida no puede dar testimonio de esta unión y viene a ser un contrasigno. Comenta San Agustín:
«Recibid, pues el Cuerpo de Cristo, transformados ya vosotros mismos en miembros de Cristo, en el Cuerpo de Cristo; recibid y bebed la Sangre de Cristo. No os desvinculéis, corred al vínculo que os une; no os estiméis en poco, bebed vuestro precio... Si recibís santamente este sacramento que pertenece al Nuevo Testamento y os da motivos para esperar la herencia eterna, si guardáis el mandamiento nuevo de amaros unos a otros, tendréis vida en vosotros, pues recibís aquella carne de la que dice la Vida misma: «el pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo» y «Quien no come mi carne y bebe mi sangre, no tendrá vida en Mí» (Sermón 228,B,3).
–Cantamos con el Salmo 39 la frase que repetimos en la liturgia eucarística: «Proclamad la muerte del Señor hasta que vuelva». Tú no quieres sacrificios ni ofrendas de animales y cosas, sino el sacrificio eucarístico, reactualización sacramental del sacrificio eucarístico. Él dijo: «Aquí estoy para hacer tu voluntad» (cf. Heb 10,7). «Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas». Proclamaré la salvación de Dios ante todos los hombres. No cerremos nuestros labios, para que se alegren y gocen contigo todos los que te buscan y todos juntos digamos: «Grande es el Señor». Hemos de tener los mismos sentimientos de Cristo: «Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre» (Jn 4,34).
–Lucas 7,1-10: La gran fe del centurión. San Ambrosio afirma que esa fe representa al pueblo pagano, que se hallaba aprisionado por las cadenas de la esclavitud al mundo, enfermo de pasiones mortales, y que había de ser sanado por la bondad del Señor. En la curación del siervo del centurión, Jesús se contenta con la palabra y responde así al elogio de la eficacia de la palabra pronunciada por el centurión, cuando éste último invita a Cristo a servirse únicamente de su palabra para realizar la curación. La Iglesia ha recogido las palabras del centurión en la Misa, antes de la comunión, para expresar su fe en Cristo, realmente presente en la Eucaristía.
Todos los días nos pide Dios que tengamos fe en su Palabra, que nos llega a través de la Iglesia. La fe lo ilumina todo con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Dice San León Magno:
«No es la sabiduría terrena la que descubre la fe, ni la opinión humana la que puede conseguirla: el mismo Hijo único del Padre es quien la ha enseñado y el Espíritu Santo quien la instruye» (Sermón 75, Pentecostés).
Y San Ambrosio comenta:
«Observa cómo la fe da un título para la curación. Advierte también que aun en el pueblo gentil hay penetración del misterio: el Señor va, el centurión quiere excusarse y, dejando la arrogancia militar, se llena de respeto, dispuesto a creer y a rendirle honor. La fe de este hombre la antepone a aquellos elegidos que ven a Dios (interpretación del nombre de Israel). Observa la economía: es probada la fe del señor, la salud del siervo es robustecida. El mérito del dueño puede ayudar también a sus servidores, no solo en cuanto al mérito de la fe, sino también en cuanto al celo de la conducta» (Comentario a San Lucas lib. V,85-88).
Martes
Años impares
–1 Timoteo 3,1-13: Cualidades de los responsables de la comunidad cristiana, para ser capaces de conducir a la Iglesia adecuadamente. Comenta San Agustín:
«Si conviene que la conducta del obispo sea irreprochable, ¿será acaso decoroso que la del cristiano sea reprochable? Obispo es un término griego que en nuestra lengua puede traducirse por ‘inspector’ o ‘visitador’: Nosotros somos obispos, pero con vosotros somos cristianos. Recibimos el nombre particular debido del hecho de visitar; todos recibimos el nombre común [de cristiano] del hecho de la unción. Si todos hemos sido ungidos, todos participamos en el combate. Mas ¿por qué os visitamos si nada bueno vemos en vosotros?» (Sermón 176, A).
En el rito de la ordenación episcopal, con un texto de principios del siglo III, se pide:
«Concede, oh Padre, que conoces los corazones, a este servidor que has escogido para el episcopado, que apaciente tu sagrado rebaño, sirviéndote de noche y de día; que haga complaciente tu rostro y que ofrezca las oblaciones de tu Iglesia santa; que pueda perdonar los pecados en virtud del Espíritu del Sacerdocio supremo, según tu mandato.., que te complazca por la naturaleza y pureza de su corazón, presentándote un nuevo perfume, por tu Hijo Jesucristo».
Todos debemos reverencia santa a la jerarquía eclesiástica: obispos, presbíteros y diáconos. Por todos ellos hemos de orar al Señor.
–Con el Salmo 100 cantamos al Señor: Andaré con rectitud de corazón. Cantemos la bondad y la justicia del Señor, caminemos por el camino perfecto y suspiremos por la venida del Señor, andemos con rectitud de corazón, apartemos nuestros ojos de intenciones viles, oremos por los que oran mal para que se conviertan. No prestemos oídos a los que difaman al prójimo, oremos por los engreídos y de corazón arrogante. Hagamos el bien a todos, a ejemplo de Cristo, el Rey-Mesías que se entregó al servicio de todos y formar junto a Él un reino de leales que buscan la verdad, la justicia, la sencillez y sobre todo amar como Él amó.
Años pares
–1 Corintios 12,12-14.27-31: Todos formamos el Cuerpo de Cristo. Los dones espirituales o naturales no deben ser factor de división, sino que deben contribuir a la unión. Comenta San Agustín:
«A Cristo lo constituyen muchos miembros, que son un único Cuerpo. Descendió del cielo por misericordia y no asciende nadie sin Él, puesto que también nosotros estamos en Él por la gracia... No se trata de diluir la dignidad de la Cabeza en el Cuerpo, sino de no separar la Cabeza de la unidad del Cuerpo» (Sermón 263, A,2).
Y San Juan Crisóstomo:
«Cabría esperar otra consecuencia y decir, así también la Iglesia; pero no... Porque lo mismo que la cabeza y el cuerpo forman un mismo hombre, así Cristo y la Iglesia forman un mismo Cuerpo; y así en lugar de nombrar a la Iglesia, nombra a Cristo» (Homilía sobre 1 Cor, 12, 12-13).
San Agustín:
«Cristo entero está formado por la Cabeza y el Cuerpo, verdad que no dudo que conocéis bien. La Cabeza es nuestro mismo Salvador, que padeció bajo Poncio Pilato y ahora, después que resucitó de entre los muertos, está sentado a la diestra del Padre. Y su Cuerpo es la Iglesia. No esta o aquella Iglesia, sino la que se halla extendida por todos el mundo. Ni es tampoco solamente la que existe entre los hombres actuales, ya que también pertenecen a ella los que vivieron antes de nosotros y los que han de existir después, hasta el fin del mundo. Pues toda la Iglesia, formada por la reunión de los fieles –porque todos los fieles son miembros de Cristo–, posee a Cristo por Cabeza, que gobierna su Cuerpo desde el Cielo. Y, aunque esta Cabeza se halle fuera de la vista del Cuerpo, sin embargo, está unida por el amor» (Comentario al Salmo 56,1).
–Con el Salmo 99 decimos: «Somos su pueblo y ovejas de su rebaño». Aclamemos al Señor, tierra entera, sirvámosle con alegría, entremos en su presencia con vítores. Él Señor es Dios. Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño. Él es nuestro Pastor, conocemos su voz y Él nos conoce a nosotros. Formamos un solo Cuerpo. Él es nuestra Cabeza. El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades. Un solo corazón y una sola alma. Todos los dones al servicio de todos, con gran amor a ejemplo de Jesucristo.
–Lucas 7,11-17: Resurrección del hijo de la viuda. Comenta San Ambrosio:
«Este pasaje también es rico en un doble provecho; creemos que la misericordia divina se inclina pronto a las lágrimas de una madre viuda, principalmente cuando está quebrantada por el sufrimiento y por la muerte de su hijo único... Mas, aunque los últimos síntomas de la muerte hayan hecho desaparecer toda esperanza de vida y que los cuerpos de los difuntos están próximos al sepulcro, sin embargo, a la palabra de Dios, los cadáveres, dispuestos a perecer, resucitan, se entrega el hijo a la madre, se llama de la tumba, se arranca del sepulcro. ¿Cuál es esta tumba, la tuya, sino las malas costumbres? Tu tumba es la falta de fe; tu sepulcro es esta garganta que profiere palabras de muerte. Este es el sepulcro del que Cristo te libra; resucitarás de esa tumba si escuchas la palabra de Dios.
«Aunque existe un pecado grave que no puede ser lavado con las lágrimas de tu arrepentimiento, llora por la madre Iglesia, que interviene por cada uno de sus hijos como una madre viuda por sus hijos únicos; pues ella se compadece, por un sufrimiento especial que le es connatural, cuando ve a sus hijos arrastrarse hacia la muerte por vicios funestos. Somos nosotros entrañas de sus entrañas; pues también existen entrañas espirituales... Somos nosotros las entrañas de la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, hechos de su carne y de sus huesos. Que llore, pues, la piadosa madre y que la multitud la asista; que no solo la multitud, sino una multitud numerosa compadezca a la buena madre. Entonces tú te levantarás del sepulcro; los ministros de tus funerales se detendrán y comenzarás a pronunciar palabras de vida; todos temerán, pues, por el ejemplo de uno solo, serán muchos corregidos; y más aún, alabarán a Dios que nos ha concedido tales remedios para evitar la muerte» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib. V, 89-92).
Miércoles
Años impares
–1 Timoteo 3,14-16: Grande es el misterio que veneramos: la obra de Cristo en favor de la salvación de los hombres. La comunidad cristiana es el nuevo templo, el nuevo sacerdocio que es ejercido de modo especial por el sacerdocio ministerial. La Carta a los Hebreos trata de esa liturgia nueva que es toda la comunidad cristiana que se dirige en una procesión solemne hacia el monte Sión, la Jerusalén celeste. San Ireneo escribe:
«No hemos llegado al conocimiento de la economía de nuestra salvación si no es por aquellos por medio de los cuales nos ha sido transmitido el Evangelio. Ellos entonces lo predicaron, y luego, por voluntad de Dios, nos lo entregaron en las Escrituras, para que fueran columna y fundamento de nuestra fe (1 Tim 3,15). Y no se puede decir, como algunos tienen la malicia de decir, que ellos predicaron antes de que alcanzaran el conocimiento perfecto. Los cuales se glorían de enmendar a los mismos apóstoles. Porque, después de que nuestro Señor resucitó de entre los muertos..., fueron llenados de todos los dones y alcanzaron el conocimiento perfecto» (Contra las herejías 3,1,1-2).
–Por eso damos gracias al Señor de todo corazón con el Salmo 110 en compañía de los rectos, en la asamblea litúrgica: «Grandes son las obras del Señor, dignas de contemplación para los que las aman. Esplendor y belleza son sus obras, su generosidad dura por siempre, ha hecho maravillas memorables, da alimento a sus fieles (la Eucaristía), recuerda siempre su alianza (en Cristo, con pacto sellado por su sangre redentora); muestra a su pueblo la fuerza de su obrar (la Redención)». El Señor es con toda verdad piadoso y clemente». La Iglesia tiene que vivir y proclamar sobre la tierra el misterio del Hombre-Dios. La Eucaristía cumple su misión entre los hombres debido a que engendra a los miembros de la verdadera humanidad aunándolos en la unidad familiar del Padre, la Casa del Dios vivo, al mismo tiempo que los envía a sus responsabilidades humanas.
Años pares
–1 Corintios 12,31-13,13: La mayor de todas es el amor. El gran himno de la caridad. La lección esencial de este pasaje consiste en la manera en que San Pablo supera todas las definiciones humanas del amor, comprendidas también aquéllas que están más espiritualizadas y hasta las que son más heroicas.
Si San Pablo canta un amor tan distinto de los comportamientos humanos y que, sin embargo, es un acto humano, es porque nuestra conducta no se apoya en un catálogo de actos o en una obligación meramente legal, sino en la presencia activa de Jesucristo en nosotros, con todo lo que esto supone en el cumplimiento de su amor. Comenta San Agustín:
«Quien abandona la unidad, viola la caridad, y quien viola la caridad, tenga lo que tenga, es nada. Aunque hable las lenguas de los hombres y de los ángeles, aunque conozca todos los misterios, aunque tenga toda la fe hasta transplantar los montes... si no tiene caridad nada es y de nada le vale. Inútilmente posee cuanto posee, quien carece de aquella única cosa que hace útil todo lo demás. Abracémonos, pues, a la caridad, esforcémonos en guardar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz» (Sermón 88,21).
San Gregorio Magno enseña:
«El amor es paciente, porque lleva con ecuanimidad los males que le infligen. Es benigno porque devuelve bienes por males. No es envidioso porque como no apetece nada en este mundo, no sabe lo que es envidiar las prosperidades terrenas. No obra con soberbia, porque anhela con ansiedad el premio de la retribución interior y no se exalta por los bienes exteriores. No se jacta, porque solo se dilata por el amor de Dios y del prójimo e ignora cuanto se aparta de la rectitud. No es ambicioso, porque, mientras con todo su ardor anda solícito de sus propios asuntos internos no sale fuera de sí para desear los bienes ajenos. No busca lo suyo, porque desprecia como ajenas cuantas cosas posee transitoriamente aquí abajo, ya que no reconoce como propio más que lo permanente.
«No se irrita, y, aunque las injurias vengan a provocarle, no se deja conmover por la venganza, ya que por pesados que sean los trabajos de aquí, espera para después premios mayores. No toma en cuenta el mal, porque ha afincado su pensamiento en el amor de la pureza, y mientras que ha arrancado de raíz todo odio, es incapaz de alimentar en su corazón ninguna aversión. No se alegra por la injusticia, ya que no alimenta hacia todos sino afecto y no disfruta con la ruina de su adversarios. Se complace con la verdad, porque amando a los demás como a sí mismo, cuanto encuentra de bueno en ellos le agrada como si se tratara de un aumento de su propio provecho» (Morales sobre el libro de Job 10,7,8,10).
–«Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad». Así cantamos con el Salmo 32. «Demos gracias a Dios con la cítara. Toquemos en su honor con el arpa de diez cuerdas, cantémosle un cántico nuevo acompañando los vítores con bordones. Él nos ha enseñado el camino recto del amor. La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales. Él ama la justicia y el derecho y su misericordia llena la tierra. Somos pueblo del Señor. Él nos rescató de la esclavitud. Su misericordia es eterna».
–Lucas 7, 31-35: Cristo se duele de la incredulidad del pueblo. No creyó ni en Juan Bautista ni en Él. Se escandalizan de Él. Comenta San Ambrosio:
«Aunque no es incongruente con el carácter de los niños que, no teniendo aún la sabia gravedad de la edad madura, agitan y mueven su cuerpo a la ligera, sin embargo, pienso que se puede entender esto en un sentido más profundo: es que los judíos no han creído primero en los Salmos, ni luego en las lamentaciones de los profetas: los Salmos invitaban a las promesas, las lamentaciones los apartaban de los errores... Toma tú la cítara, a fin de que tocado por el plectro (o palillo) del Espíritu, la cuerda de tus fibras interiores den el sonido de la buena obra. Toma el arpa, a fin de que produzca el acorde armoniosos de vuestras palabras y vuestros actos. Coge el tamborín, para que el espíritu haga cantar interiormente el instrumento de tu cuerpo y que el ejercicio de tu actividad traduzca la amable dulzura de nuestras costumbres» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, lib. VI, 5-10).
Jueves
Años impares
–1 Timoteo 4,12-16: Cuídate tú y cuida la enseñanza; así te salvarás tú y salvarás a los que te escuchan. Durante su vida pública, confía Jesús a sus discípulos ciertas misiones transitorias. Sólo después de su resurrección reciben de Él una orden precisa, que los instituye a la vez predicadores, apóstoles y doctores. San Jerónimo comenta:
«A Timoteo, que había formado desde su infancia en las letras sagradas, le da instrucciones y exhorta al estudio de la Escritura, para que no descuide la gracia que le fue dada por la imposición de las manos del colegio de los presbíteros (1 Tim 4,13ss)... Porque la santa rusticidad no aprovecha más que a sí misma, y si por una parte con su vida meritoria edifica a la Iglesia de Cristo, por otra la daña al no ser capaz de resistir a los que la destruyen» (Carta 53, 3, a Paulino, presbítero).
–Dios hizo maravillas en la predicación del Evangelio. Así lo proclamamos con el Salmo 110: «Grandes son tus obras, Señor. Justicia y verdad son las obras de sus manos, todos sus preceptos merecen confianza, son estables para siempre jamás y se han de cumplir con verdad y rectitud. Envió la redención a su pueblo, ratificó para siempre su alianza, su nombres es sagrado y temible. Primicia de la sabiduría es el temor del Señor, tienen buen juicio los que lo practican; la alabanza del Señor dura por siempre».
Años pares
–1 Corintios 15,1-11: San Pablo predica su mensaje salvífico del Evangelio y sobre todo el Misterio Pascual del Señor que padeció, murió y resucitó. Reducida así a lo esencial, la fe transmitida por San Pablo se reduce esencialmente al acontecimiento pascual. No se trata solo de un acontecimiento histórico ni de sus pruebas, sino también de su significación doctrinal: Cristo muere por nuestros pecados, lo que supone que estamos muertos al pecado y esto hemos de actuarlo en todo momento. La misma resurrección es considerada en su significación doctrinal. De este modo, la resurrección de Cristo introduce un régimen religioso inédito que nos afecta directamente: implica un nuevo es-tilo de vida, signo de nuestra resurrección (cf. Rom 6,1-6; 1 Cor 15,20; 2 Cor 4,14). San Juan Crisóstomo dice:
«Para Pablo no se trata de ayunar, sino de sufrir hambre; sin embargo, él mismo se llama un aborto (1 Cor 15,8)... Porque este hombre no obraba jamás a la ligera, sino siempre con motivo justo y razonable; y perseguía designios opuestos con tanta sabiduría que obtenía siempre los mismos elogios... Pablo glorificándose (2 Cor 11,21–12,10), se ha atraído más honor que otros disimulando grandes virtudes; nadie, en efecto, hace tanto bien ocultando sus méritos como este hombre revelando los suyos» (Homilìa 5 sobre las alabanzas de Pablo).
«¿Tú has visto a Pablo como león furioso en sus correrías en todos los sentidos? Míralo ahora con la mansedumbre de un cordero: ¡qué cambio tan súbito! Mira a aquél que en otro tiempo encadenaba, metía en prisión, perseguía con ahínco y combatía a cuantos creían en Cristo, bajando por la muralla en una espuerta para poder escapar de las trampas de los judíos, huido de noche a Cesarea y de allí enviado a Tarso para no ser despedazado por el furor de los judíos. ¡Has visto, querido, cómo ha cambiado! ¡Has visto cómo se ha transfigurado! Has visto cómo, después de haberse beneficiado de la generosidad de lo alto, él puso de su parte su generosidad, quiero decir el celo, el fervor, la fe, la decisión, la paciencia, la grandeza de alma, la firmeza inflexible. Por ello ha merecido un mayor socorro de lo alto que le ha hecho exclamar: “yo he trabajado más que todos ellos; pero, no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo” (1 Cor 15,10). Ese ejemplo, yo os lo pido, imitadlo, vosotros que ahora habéis merecido abrazar el yugo de Cristo, y recibido la gracia de la filiación» (Ocho Catequesis 4,10-11).
–Cantamos el Salmo 117, lleno de espíritu pascual: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque su misericordia es eterna. La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa. No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor». Su resurrección nos conducirá a la resurrección final. Damos gracias al Señor, que es nuestro Dios, y lo alabamos.
–Lucas 7,36-50: Se le perdonó mucho porque amó mucho. Comenta San Agustín:
«Creyó que no la conocía porque no la rechazó ni le prohibió acercarse y permitió ser tocado por una pecadora... Alimentas al Señor y no sabes por quién has de ser alimentado tú. ¿De dónde deduces que Él no sabía quien era aquella mujer, sino de que toleró que le besara los pies, se los secara y ungiese? Si tal vez se hubiera acercado a los pies del fariseo, hubiera dicho las palabras de Isaías respecto a esa gente: “Apártate, no me toques, que estoy limpio”. No obstante, la impureza se acercó al Señor para regresar limpia; se acercó enferma, para volver sana; arrepentida para convertirse en seguidora de Cristo. Oyó el Señor el pensamiento del fariseo. De este hecho puede comprender ya el fariseo si no podía ver que era una pecadora, Él que podía oír su pensamiento» (Sermón 99,2-3).
Viernes
Años impares
–1 Timoteo 6,2-12: Tú, practica la justicia. El Apóstol debe evitar las querellas por las palabras y atender al ejercicio de las virtudes cristianas. En eso consiste el combate espiritual para alcanzar la vida eterna. Comenta San Agustín:
«He aconsejado a los ricos. Oíd ahora los pobres. Los primeros, dad; los segundos, no robéis. Los unos dad de vuestra riqueza; los otros frenad vuestras apetencias. Escuchad los pobres al Apóstol: Es una gran ganancia la piedad con lo suficiente. Tenéis en común con los ricos el mundo, pero no la casa. Tenéis en común con ellos el cielo y la luz. Buscad lo que basta; buscad eso, nada más. Las demás cosas oprimen, no elevan; cargan, no honran... Nació el rico, nació el pobre. Os encontrasteis caminando al mismo tiempo por un camino. Tú no oprimas; tú no engañes. Este necesita, aquel tiene. A ambos los hizo el Señor. A través del que tiene socorre al necesitado; a través de quien no tiene prueba al que tiene. Lo hemos escuchado; lo hemos dicho; hermanos, preocupémonos, oremos, lleguemos» (Sermón 85,5-7).
–Dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos. Con el Salmo 48 decimos: «¿Por qué habré de temer los días aciagos, cuando me cerquen y acechen los malvados que confían en su opulencia y se jacten de sus inmensas riquezas? Nadie puede salvarse ni dar a Dios un rescate... No te preocupes si se enriquece un hombre y aumenta el fasto de su casa; cuando muera, no se llevará nada, su fasto no bajará con él». Todo esto no quiere decir abandono de los bienes de este mundo. El sentido es el que de tal modo utilicemos las cosas temporales que no perdamos las eternas. “Todas las cosas son para vosotros, vosotros para Cristo y Cristo para Dios”, dice San Pablo.
Años pares
–1 Corintios 15,12-20: La resurrección de Cristo, fundamento de nuestra fe. Desde el día de Pentecostés se convierte la resurrección del Señor en el centro de la predicación apostólica. Habían sido testigos de la presencia del Señor resucitado. Era un inmenso bien que los había impactado y lo difunden por doquier. Oigamos a San Agustín:
«El ser liberado del cuerpo de esta muerte no equivale a carecer de cuerpo. Lo tendrás, pero no será el cuerpo de esta muerte. Será el mismo y no será el mismo. Será el mismo porque existirá la misma carne; no será el mismo porque no será mortal. La forma de liberación del cuerpo de esta muerte consistirá en que lo mortal se vista de inmortalidad, lo corruptible de incorruptibilidad... En Adán mueren todos, de aquí proceden tus gemidos, de aquí tu lucha con la muerte; de aquí el cuerpo de esta muerte. Pero como todos mueren en Adán, del mismo modo todos recibirán la vida en Cristo... Entonces habrás sido liberado del cuerpo de esta muerte, pero no por tu poder, sino por la gracia de Dios a través de Jesucristo» (Sermón 154,17).
–«Al despertar me saciaré de tu semblante». Oremos con el Salmo 16: «Señor, escucha mi apelación, atiende a mis clamores, presta oído a mis súplicas, que en mis labios no hay engaño... Muestra las maravillas de tu misericordia, Tú que salvas de los adversarios a quien se refugia a tu derecha... Yo con mi apelación vengo a tu presencia»... Lo que consta al cristiano es el estar convencido de que Dios es preferible al mundo entero y que la suprema felicidad consiste en vivir con Él ahora y luego en la vida eterna, para saciarnos en la contemplación de su rostro.
–Lucas 8,1-3: Las mujeres que acompañaban a Jesús y le ayudaban con sus bienes. La Iglesia primitiva tuvo gran veneración de estas mujeres que seguían a Jesús y le ayudaban. Es un inmenso bien contribuir a las obras de apostolado.
Durante veinte siglos de cristianismo han sido muchas las mujeres que han hecho un firme y eficaz apostolado; otras, no pudiendo hacer esos ministerios han contribuido con sus bienes a la ayuda de tales obras de caridad que la Iglesia ha prodigado siempre por doquier, de modo que sin esa aportación no se hubiera podido realizar la inmensa labor apostólica, que se ha hecho y hace la Iglesia. Otras, muy especialmente han contribuido y contribuyen eficacísimamente con su vía de oración y de sacrificio en la vida religiosa contemplativa, como muchas veces lo ha manifestado con gratitud la competente jerarquía de la Iglesia. Oigamos a San Agustín:
«El mismo Señor poseía bolsa, en la que depositaban las cosas necesarias y encerraba también el dinero para sus propias necesidades y las de quienes le acompañaban. En efecto, cuando el evangelista dice que sintió hambre (Mt 4,2; 21,18) no mentía. Quiso sentir hambre por ti, para que tú no sintieras hambre en aquel que, siendo rico, se hizo pobre para que nosotros participáramos en su riqueza (2 Cor 8, 9). También el Señor tuvo bolsa, y se nos narra que ciertas mujeres devotas lo seguían a los lugares a donde iba a evangelizar y le servían de sus propios haberes, entre las cuales estaba también la mujer de un cierto Cusa, procurador de Herodes (Lc 8,3)» (Comentario al Salmo 103,3).
Sábado
Años impares
–1 Timoteo 6,13-16: Fidelidad a la profesión de fe cristiana. El pastor de almas no puede ejercer su misión más que en un incesante combate, que debe librar con vigor si quiere permanecer fiel a su compromiso bautismal y al mandamiento solemne de la Iglesia. San Gregorio de Nisa dice:
«Dios se deja contemplar por los que tienen el corazón purificado. “A Dios nadie lo ha visto jamás”, dice San Juan (Jn 1,18); y San Pablo confirma esta sentencia con aquellas palabras tan elevadas: “a quien ningún hombre ha visto ni puede ver” (1 Tim 6,16). Ésta es aquella piedra leve, lisa y escarpada, que aparece como privada de todo aguante intelectual; de ella afirmó también Moisés en sus decretos que era inaccesible, de manera que nuestra mente nunca puede acercarse a ella por más que se esfuerce en alcanzarla, ni puede nadie subir por sus laderas escarpadas» (Homilía 7 sobre las bienaventuranzas).
El pastor ideal es ante todo el que dirige los combates de la fe. Esto es fundamental en la doctrina paulina. Lo esencial en ese combate no es la lucha contra los enemigos de la fe; la fe es un combate en la medida en que la creencia lleva automáticamente consigo la fidelidad y la constancia, la lucha consigo mismo para obtener la victoria personal y la preocupación por la fe y la salvación de los demás, sobre todo cuando se es responsable de una comunidad. Por eso ha de ser constante nuestra oración por los que rigen la Iglesia o algunas de sus partes.
–La doxología paulina a Cristo, Rey de reyes y Señor de los señores, que posee la inmortalidad y habita en una luz inaccesible, ha sugerido el Salmo 99 para aclamar al Señor, para servirle con alegría y entrar en su presencia con vítores. «El Señor es Dios. Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño. Entremos por sus puertas con acción de gracias, con himnos y bendiciendo su nombre. El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades». A Él le debemos la fe, y todo lo que con ella nos ha otorgado, gracias a la predicación de los apóstoles y la de sus mismos sucesores. Todos nos ayudamos en el combate de la fe con la oración, con el ejemplo, con las palabras sinceras.
Años pares
–1 Corintios 15,35-37.42-49: Se siembra lo corruptible, y resucita lo incorruptible. Escuchemos a San Cirilo de Alejandría:
«Uno murió por todos para que todos vivamos por Él. Cuando la muerte tragó al Cordero muerto por todos, en Él y con Él nos vomitó a todos. Destruido el pecado, ¿cómo no quedaría destruida también la muerte, que viene de él? Muerta la raíz, ¿cómo quedaría el tallo en pie? Muerto el pecado, ¿qué causa habrá para que muramos nosotros? Así, pues, con solemne exultación, digamos ante la muerte del Cordero: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde tu aguijón?” (1 Cor 15,35). Como dice el Salmista: a toda maldad se le tapa la boca (Sal 106, 42); no podrá acusar ya a los pecadores por su enfermedad. Dios es el que purifica (Rom 8,33). Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho maldito por nosotros; para que todos huyamos de la maldición del pecado (Gal 3,13)» (Comentario al Evangelio de San Juan 2). Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial.
–Con el Salmo 55 decimos: «Caminamos en presencia de Dios a la luz de la vida. Confiamos en el Señor cuya promesa alabamos, en Él confiamos y no tememos. Doy gracias al Señor porque libró mi alma de la muerte, mis pies de la caída». Él nos resucitará. «El primer hombre, hecho de tierra era terreno; el segundo hombre es del cielo».
–Lucas 8,4-15: Parábola del Sembrador. Hemos de ser tierra buena que acoge la semilla de la palabra de Dios, que colabora con la gracia divina, que con un corazón noble y generoso da a los demás el trigo bueno y sabroso de la vida espiritual intensa, para hacer que todos se conviertan también en tierra buena y generosa, para hacer lo mismo. Escribe San Gregorio de Elvira:
«La Escritura testifica que el campo es el mundo... ¿Cuáles son estos hijos e hijas entre los que el Señor se dice Lirio entre espinas? Llama hijo e hijas a los creyentes. Mas como en la Iglesia hay muchos que engendran abrojos y espinas, por lo deseos mundanos, por las riquezas, los honores y ambiciones dice el Evangelio: andando entre los afanes, riquezas y placeres de la vida no llegan a madurar (Lc 8,14)? La Iglesia vive entre ellas, ya que, por cierto, la mayor parte de los creyentes se dedica a los cuidados seculares. Mas el que llegue a despreciarlos brillará como lirio entre los otros, a los que llama espinas» (Tratado sobre el Cantar de los Cantares 3).