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«Tanto nos ha amado Dios que llegó a entregarnos, por el sacrificio, a su Hijo... que nos amó y se entregó por nosotros» (Jn 3,16; Gál 2,20).
–Oración (del Misal anterior, tomada del Gelasiano): «Señor, Dios nuestro; Jesucristo, tu Hijo, al derramar sus sangre por nosotros, se adentró en su misterio pascual; recuerda, pues, que tu ternura y tu misericordia son eternas, santifica a tus hijos y protégelos siempre».
O bien (del Gelasiano): «Oh Dios, que por la Pasión de Cristo, Señor nuestro, has destruido la muerte, consecuencia del primer pecado, que a todos los hombres alcanza; te pedimos nos hagas semejantes a tu Hijo; así, quienes por nuestra naturaleza humana somos imagen de Adán, el hombre terreno, por la acción de tu gracia, seamos imagen de Jesucristo, el hombre celestial».
En el Calvario sobraron espectadores y faltaron creyentes. Sobró curiosidad y faltó amor. Sobró irresponsabilidad y faltó humilde sinceridad religiosa, salvo la Virgen María, la Madre de Jesús, San Juan, el discípulo amado, y las piadosas mujeres. Tengamos los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús... «hecho por nosotros obediente hasta la muerte y muerte de Cruz» (cf. Flp 2,5 ss.).
–Isaías 52,13-53.12: Él fue traspasado por nuestras rebeliones. El cuarto cántico de Isaías sobre el Siervo de Dios nos presenta al Mesías como Víctima vicaria y solidaria, machacada por nuestros pecados. Varón de dolores; castigado y herido por nuestras iniquidades.
–Con el Salmo 30 decimos: «A Ti, Señor, me acojo, no quede yo nunca defraudado; Tú eres justo, ponme a salvo. A tus manos encomiendo mi espíritu; Tú, el Dios leal, me librarás»
–Hebreos 4,14-16; 5,7-9: Experimentó la obediencia y se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen. Es una proclamación del Sacerdocio Mediador de Cristo, el Inocente, el Hijo muy amado, Víctima de nuestros pecados. Por ello es causa de salvación para cuantos creen en Él.
–Juan 18,1-19,42: Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. La meditación de la Pasión evoca los acontecimientos del Calvario. No interesa tanto lo anecdótico de los sucesos, cuanto la obediencia, el Amor victimal y la inocencia redentora con que Jesús nos amó y se entregó por nosotros. Oigamos a San Agustín:
«Marchaba, pues, Jesús para el lugar donde había de ser crucificado, llevando su cruz. Extraordinario espectáculo: a los ojos de la piedad, gran misterio; a los ojos de la impiedad, grande irrisión; a los ojos de la piedad, firmísimo cimiento de la fe; a los ojos de la impiedad documento de ignominia; a los ojos de la piedad, un rey que lleva, para en ella ser crucificado, la cruz que había de fijarse en la frente de los reyes; para los ojos de la impiedad, la mofa de un rey que lleva por cetro el madero de su suplicio. En la Cruz había de ser despreciado por los ojos de los impíos, y en ella ha de ser la gloria del corazón de los santos, como diría después San Pablo: “No quiero gloriarme, sino en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo” (Gál 6,14). Él recordaba su cruz llevándola sobre sus hombros; llevaba el candelabro de la lucerna encendida, que no debía ser puesta debajo del celemín» (Tratado 119,1 sobre el Evangelio de San Juan).