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Domingo
Entrada: «Hazme justicia, oh Dios, defiende mi causa contra gente sin piedad; sálvame del hombre traidor y malvado. Tú eres mi Dios y protector» (Sal 42,1-2).
Colecta (inspirada en la antigua liturgia hispana, llamada también mozárabe): «Te rogamos, Señor Dios nuestro, que tu gracia nos ayude para que vivamos siempre de aquel mismo amor que movió a tu Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo».
Ofertorio (Gelasiano): «Escúchanos, Dios Todopoderoso, tú que nos has iniciado en la fe cristiana, y purifícanos por la acción de este sacrificio»
Comunión: «El que está vivo y cree en Mí, no morirá para siempre» (Jn 11,26). O bien: «Mujer, ¿ninguno te ha condenado? Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante, no peques más» (Jn 8,10-11). O bien: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24-25).
Postcomunión (Veronense): «Te pedimos, Dios Todopoderoso, que nos cuentes siempre entre los miembros de Cristo, en cuyo Cuerpo y Sangre hemos comulgado».
Ciclo A
Las lecturas de hoy nos recuerdan nuestra vocación de resucitados en Cristo. También en este domingo tenía lugar el escrutinio o examen selectivo de los catecúmenos que se preparaban para recibir el bautismo en la Vigilia Pascual. Reavivemos con ellos nuestra fe cristiana.
–Ezequiel 37,12-14: Os infundiré mi espíritu y viviréis. La salvación divina es proclamada por el profeta Ezequiel como una iniciativa de Dios, que infunde nueva vida a un pueblo aniquilado y sin capacidad propia para regenerarse. Orígenes compara el bautismo de los cristianos con el paso del Jordán:
«Cuando llegues a la fuente del bautismo, entonces también tú, por ministerio de los sacerdotes, atravesarás el Jordán y entrarás en la tierra prometida, en la que te recibirá Jesús, el sucesor de Moisés, y será tu guía en el nuevo camino» (Homilía sobre el libro de Josué).
–Con el Salmo 129 proclamamos: «Desde lo hondo a Ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz, estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa».
–Romanos 8,8-11: El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros. La vocación cristiana comporta el paso de la muerte y del pecado a la vida divina, bajo la acción santificadora del Espíritu renovador. «Quien no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo» (Rom 8,8). San Juan Crisóstomo hace una penetrante observación:
«Si Cristo vive en el cristiano, allí está también el Espíritu divino, la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Donde no está este Espíritu, allí reina de verdad la muerte, y con ella la ira de Dios, el rechazo de las leyes, la separación de Cristo, el destierro de este huésped... Pero, cuando se tiene en sí al Espíritu, ¿qué bienes nos pueden faltar? Con el Espíritu se pertenece a Cristo, se le posee, se compite en honor con los ángeles. Con el Espíritu se crucifica la carne, se gusta el encanto de una vida inmortal, se tiene la prenda de la resurrección futura, se avanza rápidamente por el camino de la virtud. Esto es lo que Pablo llama dar muerte a la carne» (Homilía 13 sobre Romanos).
–Juan 11,1-45: Yo soy la resurrección y la vida. Jesús es la resurrección y la vida para los cuerpos, mediante su poder vivificante frente a la muerte; para las almas, mediante su poder de seducción frente al pecado. Comenta San Ambrosio:
«Vendrá Cristo a tu sepultura y cuando vea llorar por ti a Marta, la mujer del buen servicio, y a María, la que escuchaba atentamente la Palabra de Dios, como la Santa Iglesia que ha escogido para sí la mejor parte, se volverá a misericordia. Cuando a la hora de tu muerte vea las lágrimas de tantas gentes, preguntará: ¿Dónde lo habéis puesto? Es decir, ¿ en qué lugar de los reos está? ¿en qué orden de los penitentes? Veré al que lloráis, para moverme por su sus propias lágrimas, veré si está muerto al pecado aquel cuyo perdón pedís. Así, pues, viendo el Señor Jesús el agobio del pecador no puede menos de derramar lágrimas; no puede soportar que llore sola la Iglesia. Se compadece de su Amada y dice al difunto: Sal fuera... Manifiesta tu propio pecado y serás justificado» (La penitencia 2,7,54-57).
Ciclo B
La liturgia cuaresmal, preparación para el misterio pascual, se encuentra en su momento más intenso. Hemos de disponernos a vivir la Pasíon, Muerte y Resurrección de Jesús profundamente, adentrándonos en el misterio de su Corazón. Él es el Hijo de Dios hecho hombre, en condición victimal solidaria por nuestros pecados. A profundizar en este conocimiento interno de Cristo Paciente, Muerto y Resucitado apunta la pedagogía litúrgica de esta quinta semana de Cuaresma.
–Jeremías 31,31-34: Haré una alianza nueva y no recordaré el pecado. La Antigua Alianza preparaba al creyente para el misterio de Cristo, pero solo la Nueva Alianza santificaría interiormente al pecador. Dios forma a su pueblo, por los profetas, en la esperanza de la salvación, en la espera de una alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (Is 2,2-4), que será grabada en sus corazones (Jer 31,31-34; Hb 10,16).
Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades (Ez 36), una salvación que incluirá a todas las naciones (Is 49,5-6; 53,11). Serán, sobre todo, los pobres y los humildes del Señor quienes mantendrán esta esperanza. El anuncio de Jeremías se perfecciona en Cristo. Él es la Palabra definitiva del Padre. No habrá otra Palabra más elocuente que ésta.
–Con el Salmo 50 decimos: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado...»
–Hebreos 5,7-9: Aprendió a obedecer y se ha convertido en centro de salvación eterna. Jesús, autor de la Nueva Alianza por su Sacerdocio y su inmolación, es el único que puede renovarnos, hasta convertirnos realmente en hijos de Dios. San Juan Crisóstomo:
«Cuando el Apóstol habla de estas súplicas y del clamor de Jesús no quiere hablar de las peticiones que hizo para Sí mismo, sino para los que creerían en Él. Y puesto que los hebreos no tenían todavía la elevada concepción de Cristo que hubieran debido poseer, San Pablo dice que fue escuchado, como el mismo Señor dijo a sus discípulos para consolarlos: “Si me amaseis, os alegraríais de que fuera al Padre, porque el Padre es mayor que yo”... Eran tan grande el respeto y la piedad del Hijo que Dios Padre no pudo menos que tener en cuenta sus súplicas, salvando a su Hijo y salvando también a todos los que le obedecen» (Homilía 11, sobre Hebreos).
–Juan 12,20-33: Si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto. Por la humillación victimal de Cristo Jesús se ha hecho posible la glorificación perfecta del Padre y la santificación real del creyente. Comenta San Agustín:
«Pero el precio de estas muertes [la de los mártires] es la muerte de uno solo. ¡Cuántas muertes compró muriendo Aquél que de no haber muerto, no hubiera hecho que se multiplicara el grano de trigo. Oísteis las palabras que dijo al acercarse su pasión, es decir, al acercarse nuestra redención: “Si el grano de trigo caído en tierra, no muere, permanece solo; pero si muere da mucho fruto” (Jn 12 24-25). En la Cruz realizó un gran negocio; allí fue abierto el saco que contenía nuestro precio: cuando la lanza del que lo hería abrió el costado, brotó de Él el precio de todo el orbe» (Sermón 329,1).
Sólo una compenetración plena, viva y amorosa, con el misterio del Amor que llevó a Cristo hasta la Cruz por nosotros, puede redimirnos de una piedad frívola en la celebración litúrgica de estos días.
Ciclo C
El proceso de conversión cuaresmal apunta a su fin. La liturgia de este domingo proclama la finalidad positiva y santificadora de la verdadera renovación pascual y de la genuina reconciliación cristiana. No se trata solo avivar el arrepentimiento por nuestra vida, marcada por el pecado, de detestar y superar el pecado.
La conversión cristiana no puede cifrarse simplemente en la purificación religiosa del pecado, a estilo hindú o budista. Tiene que apuntar a una nueva vida en Cristo, a una cristificación real de todo nuestro ser. La Pascua cristiana no es solo muerte al hombre viejo y al pecado. Es esencialmente una verdadera resurrección con Cristo, para vivir una vida nueva, empeñada en la santidad que solo en Él, con Él y por Él es posible para nosotros.
–Isaías 43,16-21: Mirad que realizo algo nuevo y daré bebida a mi pueblo. Isaías proclama la liberación mesiánica como un nuevo éxodo, como una nueva obra de Dios, para dar vida a su pueblo. San Gregorio de Nisa dice:
«Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien; era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un Salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un Libertador» (Or. Catech. 15).
Y ese libertador vino, no por nuestros méritos, sino solo por el infinito amor de Dios. Libérrimamente realizó Cristo la Redención.. «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).
–Con el Salmo 125 proclamamos: «El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres... cuando el Señor cambió la suerte de Sión nos parecía soñar; la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares...»
–Filipenses 3,8-14: Todo lo estimo pérdida comparado con Cristo, configurado, como estoy, con su muerte. Para el cristiano, como para Pablo, la conversión a Cristo deberá significar una total renuncia al pasado, para alcanzar a vivir una vida nueva en Cristo, por Cristo y con Cristo. Este desprendimiento ha sido vivido por todos los santos, desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días, y lo será siempre. San Ignacio de Antioquia habla de la muerte, del desasimiento, para poder resucitar a la vida nueva:
«No os doy yo mandatos, como Pedro y Pablo. Ellos eran apóstoles, yo no soy más que un condenado a muerte... Pero si logro sufrir el martirio, entonces seré liberto de Jesucristo y resucitaré libre con Él. Ahora, en medio de mis cadenas es cuando aprendo a no desear nada» (Carta a los Romanos 3,1-2).
–Juan 8,1,11: El que esté sin pecado que tire la primera piedra. La renovación pascual es necesaria para todos. Cualquier puritanismo condenatorio de la conducta ajena está más del lado de los fariseos inmisericordes que del Evangelio. Todos necesitamos la conversión a una vida nueva. San Gregorio Magno dice:
«He aquí que llama a todos los que se han manchado, desea abrazarlos, y se queja de que le han abandonado. No perdamos este tiempo de misericordia que se nos ofrece, no menospreciemos los remedios de tanta piedad, que el Señor nos brinda. Su benignidad llama a los extraviados, y nos prepara, cuando volvamos a Él, el seno de su clemencia. Piense cada cual en la deuda que le abruma, cuando Dios le aguarda y no se exaspera con el desprecio. El que no quiso permanecer con Él, que vuelva; el que menospreció estar firme a su lado, que se levante, por lo menos después de su caída... Ved cuán grande es el regazo de su piedad y considerad que tiene abierto el regazo de su misericordia» (Homilía 33 sobre los Evangelios).
Lunes
Entrada: «Misericordia, Dios mío, que me hostigan, me atacan y me acosan todo el día» (Sal 55,2)
Colecta (del Sermón 61 de San León Magno): «Señor, Dios nuestro, cuyo amor nos enriquece sin medida con toda bendición: haz que, abandonando nuestra vida caduca, fruto del pecado, nos preparemos como hombres nuevos, a tomar parte en la gloria de tu Reino».
Comunión: «Mujer, ¿ninguno te ha condenado? Tampoco yo te condeno. Anda y, en adelante, no peques» (Jn 8,10-11). O bien: «Yo soy la luz del mundo –dice el Señor–. El que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).
Postcomunión: «Te pedimos, Señor, que estos sacramentos que nos fortalecen, sean siempre para nosotros fuente de perdón y, siguiendo las huellas de Cristo, nos lleven a Ti, que eres nuestra vida».
–Daniel 13,1-9.15-17. 19-30.33-62: Tengo que morir siendo inocente. La lectura es del conocido episodio de Susana, liberada por el joven Daniel, que descubre la trama de los verdaderos culpables. Es una prefiguración de la salvación por el acto redentor de Cristo. El Antiguo Testamento era el Testamento de la justicia: el pecado, al menos ciertos pecados, habían de ser expiados por la muerte del pecador.
El Nuevo Testamento, por el contrario, es el Testamento de la gracia. En él no se mata al pecador, sino que se le salva por la penitencia. Se le da fuerza para resistir a las pasiones y al pecado y para elevarse hasta la vida de las virtudes y de la santidad. San Jerónimo anima al pecador:
«No dudéis del perdón, pues, por grande que sean vuestras culpas, la magnitud de la misericordia divina perdonará, sin duda, al enormidad de vuestros muchos pecados» (Coment. al profeta Joel 3,5).
Y el beato Isaac de Stella:
«La Iglesia nada puede perdonar sin Cristo y Cristo nada quiere perdonar sin la Iglesia. La Iglesia solamente puede perdonar al que se arrepiente, es decir, a aquél a quien Cristo ha tocado ya con su gracia. Y Cristo no quiere perdonar ninguna clase de pecado a quien desprecia a la Iglesia» (Sermón 11).
–Dios permite las pruebas del justo, hasta tal extremo que a veces parece que se ha olvidado de él. Es necesario esperar en Dios contra toda esperanza, como Abrahán. El auxilio divino llega siempre en el momento preciso, como en el caso de Susana y en tantos otros. Con el Salmo 22 proclamamos: «El Señor es mi Pastor: nada me puede faltar... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque Tú, Dios mío, vas conmigo... Tu bondad, Señor y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin términos».
–Si el Evangelio es Juan 8,1-11, véase el Domingo anterior Ciclo C. Si es Juan 8,12-20: Yo soy la luz del mundo. En El Antiguo Testamento ya se veía al Mesías como luz del mundo, puesto que viene a revelar la Verdad de Dios. El tema de la luz es amplísimo en la Escritura. La primera palabra de Dios en el Génesis es: «Hágase la luz» y al final del Apocalipsis se canta a Cristo como «Estrella luciente de la mañana». Dios es Luz indeficiente. Y la segunda Persona de la Santísima Trinidad, es «Luz de Luz», según decimos en el Credo. Clemente de Alejandría, a fines del siglo II, invoca a Cristo como Luz del mundo, con estas palabras:
«¡Salve, Luz! Desde el cielo brilló una Luz sobre nosotros, que estábamos sumidos en la oscuridad y encerrados en la sombra de la muerte; Luz más pura que el sol, más dulce que la vida de aquí abajo. Esa Luz es la vida eterna, y todo el que de ella participa, vive, deja el puesto al día del Señor. El universo se ha convertido en luz indefectible y el Occidente se ha transformado en Oriente. Esto es lo que quiere decir la nueva creación; porque el Sol de justicia que atraviesa en la carroza el universo entero, imitando a su Padre, que hace salir el sol sobre todos los hombres (Mt 5,45) y derrama el rocío de la Verdad» (Protréptico 11,88,114).
Martes
Entrada: «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (Sal 26,14).
Colecta (del misal anterior y antes, del Gelasiano): «Concédenos, Señor, perseverar en el fiel cumplimiento de tu santa voluntad, para que en nuestros días crezca en santidad y en número el pueblo dedicado a tu servicio».
Comunión: «Cuando Yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia Mí, dice el Señor» (Jn 12, 32).
Postcomunión: «Concédenos, Dios Todopoderoso, que, participando asiduamente en tus divinos misterios, merezcamos alcanzar los dones del Cielo».
–Números 21,4-9: Los mordidos de serpiente quedarán sanos si miran a la serpiente de bronce... Esta lectura nos permite ver el poder y fecundidad de la Cruz. «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre para que todo el que cree en Él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15). San León Magno dice:
«¡Oh admirable poder de la Cruz!... En ella se encuentra el tribunal del Señor, el juicio del mundo, el poder del Crucificado. Atrajiste a todos hacia ti, Señor, a fin de que el culto de todas las naciones del orbe celebrara mediante un sacramento pleno y manifiesto, lo que realizaban en el templo de Judea como sombra y figura... Porque tu Cruz es fuente de toda bendición, el origen de toda gracia; por ella, los creyentes reciben de la debilidad, la fuerza; del oprobio, la gloria; y de la muerte, la vida» (Sermón 8 sobre la Pasión).
Y San Teodoro Estudita:
«La Cruz no encierra en sí mezcla del bien y del mal como el árbol del Edén, sino que toda ella es hermosa y agradable, tanto para la vista cuantos para el gusto. Se trata, en efecto, del leño que engendra la vida, no la muerte; que da luz, no tinieblas; que introduce en el Edén, no que hace salir de él...» (Disertación sobre la adoración de la Cruz).
–El autor del Salmo 101 es un pobre gravemente enfermo, pero que no ha perdido la confianza de ser salvado de su enfermedad, pues conoce las frecuentes visitas de Dios a su pueblo.
Por profundo que sea nuestro abatimiento, alcemos nuestros ojos a Dios, como Israel los levantó al signo que le presentaba Moisés y contemplemos a Jesucristo, nuestra salvación, en la Cruz. El Señor nos librará, aunque por nuestros pecados nos sintamos condenados a muerte: «Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti, no me escondas tu rostro el día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mí, cuando te invoco, escúchame en seguida... Que el Señor ha mirado desde su excelso santuario, desde el cielo se ha fijado en la tierra, para escuchar los gemidos de los cautivos y librar a los condenados a muerte».
–Juan 8,21-30: Cuando levantéis al Hijo del Hombre sabréis que soy yo. Jesús anuncia su pasión con expresiones veladas. Hay que creer en Cristo para escapar de la muerte eterna. La respuesta definitiva será la exaltación de Jesucristo. San Germán de Constantinopla contempla la Cruz y la obediencia de Cristo:
«A raíz de que Cristo se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (cf. Flp 2,8), la Cruz viene a ser el leño de obediencia, ilumina la mente, fortalece el corazón y nos hace participar del fruto de la vida perdurable. El fruto de la obediencia hace desaparecer el fruto de la desobediencia. El fruto pecaminoso ocasionaba estar alejado de Dios, permanecer lejos del árbol de la vida y hallarse sometido a la sentencia condenatoria que dice: “volverá a la tierra de donde fuiste formado” (Gén 3,19). El fruto de la obediencia, en cambio, proporciona familiaridad con Dios, dando cumplimiento a estas palabras de Cristo: Cuando yo sea levantado en alto atraeré a todos a Mí (Jn 12,32). Esta promesa es verdad muy apetecible» (Sobre la Adoración de la Cruz).
Miércoles
Entrada: «Dios me libró de mis enemigos, me levantó sobre los que resistían y me salvó del hombre cruel» (Sal 17,48-49s).
Colecta (del misal anterior y, antes, del Veronense y Gelasiano): «Ilumina, Señor, el corazón de tus fieles, purificado por las penitencias de Cuaresma; y Tú que nos infundes el piadoso deseo de servirte, escucha paternalmente nuestras súplicas».
Comunión: «Dios nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la Redención, el perdón de los pecados» (Col 1,13-14)
Postcomunión: «Dios Todopoderoso: el sacramento que acabamos de recibir sea medicina para nuestra debilidad, sane las enfermedades de nuestro espíritu y nos asegure tu constante protección».
–Daniel 3,14-20.91-92.95: Dios envió a un ángel a librar a sus siervos. Los tres jóvenes aceptan morir en el horno antes que renegar de su fe en un solo Dios verdadero. Pero son librados de las llamas, al igual que un día Cristo será rescatado de la muerte.
Los que se mantienen fieles al Señor, no obstante la persecución, triunfan de un modo o de otro. Toda persecución es una prueba del justo, de su fe en el poder de Dios.. Pertenece al misterio de la lucha del mal contra el bien, del vicio contra la virtud. Revela el juicio de Dios en cuanto que anuncia el juicio escatológico y el advenimiento del Reino. El justo obra libremente por amor a Dios. Dice San Jerónimo:
«Él, que promete estar con sus discípulos hasta la consumación de los siglos, manifiesta que ellos habrán de vencer siempre, y que Él nunca se habrá de separar de los que creen» (Com. al Evangelio de S. Mateo 21,3).
Y Orígenes:
«El Señor nos libra del mal no cuando el enemigo deja de presentarnos batalla valiéndose de sus mil artes, sino cuando vencemos arrostrando valientemente las circunstancias» (Tratado sobre la oración 30).
Todo es figura de Cristo en su Pasión. El fuego no toca a sus siervos. Los enemigos se imaginan haber aniquilado a Jesús. Pero Dios destruye sus esperanzas y planes. El condenado, el vencido, se levanta glorioso al tercer día de entre los muertos.
–La Iglesia desde sus primeras persecuciones vio en los tres jóvenes arrojados al horno de Babilonia su propia imagen: los jóvenes perseguidos, castigados, condenados a muerte, perseveran en la alabanza divina y son protegidos por una brisa suave que los inmuniza del fuego mortal.
También la Iglesia, en medio de sus persecuciones continúa alabando al Señor con el Cántico de Daniel: «A Ti gloria y alabanza por los siglos. Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres... Bendito tu nombre santo y glorioso. Bendito eres en el templo de tu santa gloria. Bendito sobre el trono de tu reino. Bendito eres Tú, que sentado sobre querubines, sondeas los abismos. Bendito eres en la bóveda del cielo. A Ti gloria y alabanza por los siglos».
–Juan 8,31-42: Si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres. Únicamente el Hijo de Dios revela la verdad que libera de la esclavitud del pecado. Ser hijos de Abrahán no es cuestión de raza, sino de ser, como él, justo y creyente. Ser hijos de Abrahán es, en concreto, ser hijos de Dios por la fe en Cristo. Al no creer, los judíos manifiestan que no son sino hijos del diablo. La presunción de ser hijos de Abrahán es tan infundada como la de ser libres cuando se es esclavo del pecado. San Agustín dice:
«Eres, al mismo tiempo, siervo y libre, dice San Agustín: siervo porque fuiste hecho, libre porque eres amado de Aquel que te hizo, y también porque amas a tu Hacedor» (Coment. al Salmo 99,7).
La libertad que Cristo nos ha otorgado consiste ante todo en la liberación del pecado (Rom 6,14-18) y en consecuencia, de la muerte eterna, y del dominio del demonio; nos hace hijos de Dios y hermanos de los demás hombres (Col 1,19-22). Esta libertad inicial, adquirida en el bautismo, ha de ser desarrollada luego con la ayuda de la gracia.
Jueves
Entrada: «Cristo es mediador de una alianza nueva; en ella ha habido una muerte; y así los llamados pueden recibir la promesa de la vida eterna» (Heb 9,15).
Colecta (Veronense): «Escucha nuestras súplicas, Señor, y mira con amor a los que han puesto su esperanza en tu misericordia; límpialos de todos sus pecados, para que perseveren en una vida santa y lleguen de este modo a heredar tus promesas».
Comunión: «Dios no perdonó a su perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros. Con Él nos lo ha dado todo» (Rom 8,28).
Postcomunión: «Después de haber recibido los dones de nuestra salvación, te pedimos, Padre de misericordia, que este sacramento con que ahora nos alimentas nos haga partícipes de la vida eterna».
–Génesis 17,3-9: Serás padre de muchedumbre de pueblos. Dios promete a Abrahán que será el comienzo de una dinastía, de una gran multitud, de una alianza y de la tierra de promisión. Según la doctrina de San Pablo, los hombres son llamados por la fe en Cristo a convertirse en hijos de Abrahán y en herederos de las promesas. La teología de esta alianza es una fe inquebrantable en la voluntad de Yahvé de establecer una alianza divina con un pueblo representado en Abrahán.
A pesar de todas las dificultades por parte del pueblo, que se aparta del recto camino establecido por Dios, éste es fiel a la promesa. Dios no puede fallar. Todo se consumó perfectamente en Cristo y en los que lo siguen, en su santa Iglesia. San Ambrosio dice:
«Es cosa normal que, en medio de este mundo tan agitado, la Iglesia del Señor, edificada sobre la piedra de los Apóstoles, permanezca estable y se mantenga firme sobre esta base inquebrantable contra los furiosos asaltos del mar (Mt 16,18). Está rodeada por las olas, pero no se bambolea, y aunque los elementos de este mundo retumban con inmenso clamor, ella, sin embargo, ofrece a los que se fatigan la gran seguridad de un puerto de salvación» (Carta 2,1-2).
La descendencia de Abrahán por Cristo permanece segura en la promesa de Dios. Él es fiel y se acuerda de su alianza eternamente.
–Con el Salmo 104 meditamos la historia de la salvación y las promesas de Dios, que tendrán su pleno cumplimiento en Cristo y sus seguidores. Por eso necesitamos recordar que Dios tiene siempre presente su alianza.
Somos los verdaderos hijos de Abrahán. El Señor es fiel a sus promesas, ¿por qué, pues, perder la paz ante las dificultades que nos suceden? «Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su Rostro. Recordad las maravillas que hizo, sus prodigios, las sentencias de su boca. ¡Estirpe de Abrahán, su siervo, hijos de Jacob, su elegido! El Señor es nuestro Dios, Él gobierna toda la tierra. Se acuerda de su alianza eternamente, de la palabra dada por mil generaciones, de la alianza sellada con Abrahán, del juramento hecho a Isaac»
–Juan 8,51-59: Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo por ver mi día. Jesucristo da cuenta de su existencia eterna: antes que naciera Abrahán ya existía Él. Esto provoca una reacción adversa entre sus enemigos: por ser la Vida le quieren dar muerte. Pero todavía no ha sonado la hora en el plan divino de la salvación y Jesús se esconde. La venida de Cristo al mundo se ha realizado en un momento determinado de la larga historia humana, y en un espacio concreto.
Los Santos Padres se alegran al ver que en Cristo se cumplen todas las promesas de Dios. El enlace entre el Israel antiguo y la Iglesia es visto por San Agustín de esta manera:
«Aquel pueblo no se acercó por eso, esto es, por la soberbia. Se convirtieron en ramos naturales, pero tronchados del olivo, es decir, del pueblo creado por los patriarcas; así se hicieron estériles en virtud de su soberbia; y en el olivo fue injertado el acebuche. El acebuche es el pueblo gentil. Así dice el Apóstol que el acebuche fue injertado en el olivo, mientras que los ramos naturales fueron tronchados. Fueron cortados por la soberbia e injertado el acebuche por la humildad» (Sermón 77,12).
Viernes
Entrada: «Piedad, Señor, que estoy en peligro; líbrame de los enemigos que me persiguen. Señor, que no me avergüence de haberte invocado» (Sal 30,10.16.18).
Colecta (del misal anterior y, antes, del Veronense y Gregoriano): «Perdona las culpas de tu pueblo, Señór, y que tu amor y tu bondad nos libren del poder del pecado, al que nos ha sometido nuestra debilidad».
Comunión: «Jesús, cargado con nuestros pecados, subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado» (1Pe 2,24).
Postcomunión: «Este don que hemos recibido, Señor, nos proteja siempre, y aleje de nosotros todo mal».
–Jeremías 20,10-13: El Señor está conmigo como fuerte soldado. El profeta Jeremías es una figura de Jesucristo en su Pasión, como ya hemos recordado varias veces. Fue perseguido, pero el Señor lo sostuvo. El profeta manifiesta su dolor con un lenguaje similar al de muchos salmos, como el de la antífona de entrada. Han intentado matarlo hasta sus propios familiares y vecinos. Pero él confía firmemente en el Señor, en Él ha puesto su seguridad.
El cristiano, que vive en la caridad de Cristo, ha de ir más lejos, seguro por el Amor de Dios manifestado en su muerte. Sin temor a los que matan el cuerpo, pensará solo en confesar a Dios ante los hombres con su fe y su conducta. (Mt. 10,26-33; Jn 10,38). Santo Tomás de Aquino dice:
«El Señor padeció de los gentiles y de los judíos, de los hombres y de las mujeres, como se ve en las sirvientas que acusaron a Pedro. Padeció también de los Príncipes y de sus ministros, y de la plebe... Padeció de los parientes y conocidos, y de Pedro, que le negó. De otro modo, padeció cuanto el hombre puede padecer. Pues Cristo padeció de los amigos que lo abandonaron; padeció en la fama, por las blasfemias proferidas contra Él; padeció en el honor y en la honra por las irrisiones y burlas que le infligieron; en los bienes, pues fue despojado hasta de sus vestidos; en el alma, por la tristeza, el tedio, y el temor; en el cuerpo, por las heridas y los azotes» (Suma Teológica 3, q.46, a.5).
–Con el Salmo 17 meditamos el dolor y las afrentas en las persecuciones. Es como la oración de Cristo en su Pasión. Fue perseguido, pero también triunfó. El cristiano puede recitar este salmo en sus tribulaciones y dolores: «En el peligro invoqué al Señor y me escuchó. Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza, Dios míos, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte. Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos. Me cercaban olas mortales; torrentes destructores, me envolvían las redes del abismo, me alcanzaban los lazos de la muerte. En el peligro invoqué al Señor, grité a mi Dios; desde su templo Él escuchó mi voz y mi grito llegó a sus oídos»
–Juan 10,31-42: Intentaron detener a Jesús, pero se escabulló de las manos. Ante sus adversarios, dispuestos a prenderle, Jesús afirma su filiación divina. Él es Aquel a quien el Padre consagró y envió al mundo. El Padre está en Él y Él en el Padre. El misterio de la Palabra hecha carne ha de ser aceptado por la fe. ¡Los enemigos de Jesús! Pero, ¿no nos ponemos también nosotros en las filas de los enemigos de Jesucristo? ¿No es cada pecado un desprecio de Jesús, de sus preceptos, de su doctrina, de sus bienes, de sus promesas, de su gracia divina...? Dice San Basilio:
«En esto consiste precisamente el pecado, en el uso desviado y contrario a la voluntad de Dios de las facultades que Él nos ha dado para practicar el bien» (Regla monástica, 2,1).
Y Orígenes:
«Quien soporta la tiranía del príncipe de este mundo por la libre aceptación del pecado, está bajo el reino del pecado» (Tratado sobre la oración 25).
Sábado
Entrada: «Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. Soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (Sal 21,20.7).
Colecta (Gelasiano): «Señor, tú que realizas sin cesar la salvación de los hombres, y concedes a tu pueblo en los días de Cuaresma gracias más abundantes, dígnate mirar con amor a tus elegidos y concede tu auxilio protector a los catecúmenos y a los bautizados».
Comunión: «Cristo fue entregado para reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,52).
Postcomunión: «Humildemente te pedimos, Señor, que así como nos alimentas con el cuerpo y la sangre de tu Hijo, nos des también parte en su naturaleza divina»
–Ezequiel 37,21-28: Los haré un solo pueblo. El profeta Ezequiel asegura no solo el retorno de Israel a su tierra, sino también su purificación. Los miembros del pueblo elegido se congregarán bajo el báculo de un nuevo David, que reinará para siempre, luego de pactar una alianza eterna.
Todo ello se realiza en Cristo, verdadera presencia de Dios en su pueblo. Todo es nuevo y eterno en Cristo, lo que muestra su trascendencia mesiánica. Los judíos no lo ven. No quieren verlo. De momento tampoco lo ven los Apóstoles. Lo verán más tarde. San Teófilo de Antioquía dice:
«Dios se deja ver de los que son capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienes bañados de tinieblas y no pueden ver la luz del sol» (Libro I, 2,7).
Y San Agustín:
«Que tus obras tengan por fundamento la fe, porque creyendo en Dios, te harás fiel» (Coment. al Salmo 32).
–El canto de Jeremías 31,10-13 es un anuncio de libertad y de unidad para el pueblo de Dios disgregado en Babilonia: Dios dará la libertad a Israel. Si antes del cautiverio el pueblo de Dios conoció la división en dos reinos, ahora, el que dispersó a Israel lo reunirá. Fue el pecado y la infidelidad lo que dividió al pueblo de Israel, lo que disgregó ya en los días de Babel a la humanidad entera.
Pero Dios reunirá definitivamente a su pueblo. Así lo ha prometido por los profetas y con ese fin envió a su Hijo Unigénito: «Escuchad, pueblos, la palabra del Señor, anunciadla en las islas remotas; El que dispersó a Israel lo reunirá, lo guardará como pastor a su rebaño. Porque el Señor redimió a Jacob, lo rescató de una mano más fuerte. Vendrán con aclamaciones a la altura de Sión, afluirán hacia los bienes del Señor».
–Juan 11,45-56: Jesús debía morir para reunir a los hijos de Dios dispersos. La resurrección de Lázaro acrecienta el número de los que creen en Jesús, pero provoca la conjura de los sacerdotes y fariseos contra Él. El Sumo Sacerdote, sin caer en la cuenta, profetiza la muerte de Jesús por el pueblo y esto será el signo de la reunión de los hijos de Dios dispersos por el mundo. Comenta San Agustín:
«También por boca de hombres malos el espíritu de profecía predice las cosas futuras, lo cual, sin embargo, el evangelista lo atribuye al divino ministerio que como pontífice ejercía... Caifás solo profetizó acerca de los judíos, en la cual estaban las ovejas de las cuales dijo el Señor: No he venido sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel.
«Pero el evangelista sabía que había otras ovejas que no pertenecían a este redil, a las cuales convenía atraer, para que hubiese un solo redil y un solo pastor. Todas estas cosas han sido dichas según la predestinación, porque entonces los que aún no habían creído no eran ovejas suyas ni hijos de Dios» (Tratado sobre el Evangelio de San Juan 49,27).