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Por su suprema perfección y dignidad, la persona está relacionada directamente con el amor. Se puede dar incluso la siguiente definición de la persona: «Un ser capaz de amar y ser amado con amor de donación» (Jaime Bofill, 1967, 19).
Siguiendo a Aristóteles, el Aquinate sostiene que amar es querer el bien para alguien (Cf. STh I-II, 26, 4 in c.). Hay dos especies de amor humano: el amor de posesión y el amor de benevolencia o de donación.
El amor de posesión, que se tiene a los seres irracionales, y que por aberración puede tenerse a las personas, no es desinteresado, porque en el fondo es amor de sí. Aunque hay un objeto amado, el amor no se detiene en él, sino que vuelve al sujeto del que parte. En cambio, el amor de donación, que merecen las personas, no es interesado, porque sólo se busca el bien de lo amado, que aparece como un fin del mismo sujeto.
Si el amor de donación es bilateral, entonces es amor de amistad. La reciprocidad es una exigencia de la comunicación plena a que aspira todo amor. El amor de amistad es esencialmente amor mutuo. En la amistad siempre se precisa la correspondencia, aunque el grado de amor entre ambas personas no sea exactamente el mismo y exista una cierta desnivelación. Al igual que en el mero amor de donación, en la amistad se dan también distintos grados.
Además de las propiedades de benevolencia y reciprocidad, la amistad debe poseer una tercera cualidad esencial: la unión afectuosa. El amigo, en la verdadera amistad, es «sentido» como «otro yo»; se está unido afectivamente con él. Sentimentalmente la persona se transforma en el amigo, aunque real y efectivamente continúa conservando su propio ser.
En el amor de amistad, se da otra unión, la real o efectiva, que es un efecto de la amistad. Se trata de una unión que es una comunicación o comunión de vida, una convivencia. La vida que se comunica en la amistad es la vida personal, la propiamente humana. Por ello, en la donación recíproca amistosa, los amigos se intercambian sus pensamientos, voluntades y afectos, que pertenecen a la propia intimidad personal y son sus mejores bienes propios. De ahí que Santo Tomás defina, con Aristóteles, la amistad como «mutua benevolencia y comunicación en las operaciones de la vida» (Aristóteles, Ética, VIII, 2,3; y Santo Tomás, STh II-II, 25, 3 in c.).
Se infiere de esta importante consecuencia de la amistad, que no es posible tener amor de amistad, en sentido estricto, con los seres irracionales, tanto los inertes como los vivientes, plantas y animales, porque con ellos no se puede entablar una comunicación en la vida humana, la cual es según la razón. Solo la persona puede despertar un amor pleno, el amor de donación recíproca, que se constituye por una unión afectuosa y origina una comunicación de vida personal.
Incluso el mismo amor de amistad permite dar una nueva definición de persona. Por su bondad individual, puede decirse que la persona es un ente capaz de ser fin en sí mismo; y, por tanto, el ente capaz de ser amado por sí mismo. Solo la persona puede despertar un amor pleno, el amor de donación recíproca, que se constituye por una unión afectuosa y origina una comunicación de vida personal. Por ello, podría definirse la persona como lo que es sujeto y objeto de amor no posesivo .
A diferencia de los otros vivientes, las personas tienen una vida personal, una vida biográficamente descriptiva, de la cual merece la pena ocuparse y comprenderla en lo posible. Son las únicas que tienen biografía, porque tienen una vida individual, única, una vida como proceso unitario que no se explica únicamente por las características o propiedades de la naturaleza humana en general.
En efecto, en las biografías no se determinan características o propiedades universales del hombre, sino que se intenta explicar de alguna manera la vida del hombre individual, la vida de una persona. La vida personal es la que se comunica en las relaciones de amor de donación desinteresada. En la donación recíproca amistosa, los que se aman se intercambian los pensamientos, las voluntades, los afectos y todo aquello que pertenece a la propia intimidad personal, y que son sus mejores bienes propios.
Las personas han nacido para la amistad, para no vivir en soledad. Es el amor el que sitúa al hombre en la familia y en la sociedad. La naturaleza del amor de amistad explica porque el hombre en ninguna de sus etapas de la vida está hecho para la soledad, ya que ésta se supera siempre con el amor.
La aspiración de la persona a la amistad no es únicamente a ser comprendida, apreciada, acogida y, por tanto, amada, sino también a dar, a impartir amor. El amor en su plenitud implica donación. En este sentido, amar es dar.
Puede afirmarse que vivir como persona es amar. El sentido de la vida humana es amar. La sabiduría consiste en saber amar. El hombre tiene que saber amar el mundo, sobre todo al mundo de las personas, con su historia y sus sentimientos. Para entender profundamente la realidad, es preciso amarla, y si es una persona tener amistad con ella.
No es una tarea fácil, porque el amor de amistad implica el desprendimiento de todo egoísmo. Y la lucha interna contra el amor en exceso de sí mismo, del que brotan todos los deseos desordenados de bienes, y que misteriosamente está arraigado en la naturaleza humana como un hábito o una disposición permanente, va acompañada de sufrimiento. El amor de amistad supone perfección, porque es un enriquecimiento, ya que es una comunicación con lo que hay de más valioso en el universo entero: una persona. De ahí que le acompañe también el gozo, la máxima dicha.
También el amor de amistad sirve para compensar una imperfección metafísica de la persona humana. La persona es un ser singular que vive entre otros seres singulares y tiene necesidad de comunicarse con ellos para perfeccionarse, y lo hace con su entendimiento. Con la universalidad e infinitud de su conocimiento intelectual, supera y trasciende su misma singularidad.
El conocimiento le es útil al hombre para reparar su deficiencia en cuanto parte del todo, de toda la realidad creada, porque, como indica Santo Tomás,
«una cosa puede ser perfecta de dos modos. De uno, en cuanto a la perfección de su ser, que le compete según su propia especie. Sin embargo, puesto que el ser específico de una cosa es distinto del ser específico de otra, por ello, a la perfección tenida de este modo, por cualquier cosa creada, tanto le falta de perfección absoluta cuanto más perfecta se encuentra en otras especies, de suerte que la perfección de una cosa, en sí misma considerada, es imperfecta, como parte que es de la perfección de todo el universo, la cual surge de las perfecciones de todas las cosas singulares unidas entre sí» ( De veritate, q. 2, a. 2, in c).
Por ser parte del todo, el hombre posee esta clase de perfección, que, en realidad, es una perfección imperfecta. Sin embargo, la persona humana tiene otra perfección que compensa esta limitación. Como también explica seguidamente el Aquinate:
«Para que hubiese algún remedio a esta imperfección, se encuentra otro modo de perfección en las cosas creadas, según el cual la perfección, que es propia de una cosa, se encuentra en otra; y esta es la perfección del cognoscente en cuanto tal, porque, según esto, al ser conocido algo por el cognoscente, el mismo conocido de algún modo está en el cognoscente; y, por esto, dice Aristóteles, en III De Anima que "el alma es en cierto modo todo", porque está hecha para conocerlo todo. Y según este modo, es posible que en una cosa exista toda la perfección del universo. De donde ésta es la última perfección a que podría llegar el alma, según los filósofos, que en ella se describiese todo el orden del universo y sus causas, en lo que pusieron el fin último del hombre» (De veritate, q. 2, a. 2 in c.).
El conocimiento es perfeccionante del sujeto singular. No obstante, para el logro de la perfección y, por tanto, de la felicidad de la persona humana, aún reconociendo el gran valor del conocimiento intelectual, hay que tener en cuenta además el valor de la voluntad.
En una primera aproximación a la cuestión, puede pensarse que la función de esta última facultad es querer el bien de la inteligencia, que es un bien para el hombre. Sin embargo, no es éste el único papel de la voluntad.
La compensación a la perfección imperfecta, que es la persona humana, se realiza en un proceso, que se puede dividir en cuatro fases. En la primera, el conocimiento capta la esencia abstracta y universal de todo objeto, incluida la de otra persona. Después, en la segunda, también la inteligencia valora su bondad o participación en el ser. En la tercera, la voluntad lo querrá si es bueno o lo rechazará, si es malo. Ello implica que el sujeto tomará personalmente posición ante el objeto, no sólo en el orden cognoscitivo sino en el real. Se define él mismo ante él. En la cuarta y última, intervienen nuevas facultades, que permitan llegar a la posesión de lo querido.
Si el objeto conocido, valorado y querido es material y sensible se necesitarán las facultades locomotrices. Tales facultades permitirán conseguir la unión real, fin y efecto del amor de posesión y de amistad. Sin embargo, no son las mismas facultades, si el objeto es espiritual, y, por tanto, personal. En este caso la facultad que permite unirse con él volvera a ser la inteligencia. Será ella la que proporcionará a la voluntad la presencia real de su bien querido. Lo espiritual en su misma individualidad sólo puede ser poseído por el entendimiento. Esta nueva posesión intelectual, pero ya completa, por apoderarse del objeto en su individualidad o personalidad, es lo que se llama contemplación.
Esta contemplación intelectual, que da la felicidad, no es un conocimiento de esencias o naturalezas universales, que es el único posible para los entes materiales. Por serlo, tales entes son en sí mismos opacos o ininteligibles para el conocimiento intelectual. Por ello, es preciso desmaterializarlos, aunque entones se pierde la individualidad, ya que la materia es el principio de individuación. Como indica el Aquinate:
«Lo singular en las cosas materiales no puede nuestro entendimiento conocerlo directa y primeramente. La razón de ello es que el principio de la singularidad en las cosas materiales es la materia individual (...) por lo que nuestro entendimiento no es cognoscitivo directamente más que de lo universal» (STh I, 86, 1 in c.).
El universal es inteligible por su inmaterialidad. De manera que, como también declara Santo Tomás,
«algo es entendido en acto porque es inmaterial, y no en razón de que es universal; sino que más bien lo universal tiene ser inteligible, porque es abstraído de los principios materiales individuantes» (De Anima, q. un., a. 2, ad 5). Y asimismo dice: «lo universal en tanto es inteligible, en cuanto es separado de la materia» (De veritate, q. 2, a. 2, ad 4).
La universalidad es sólo una condición para la inteligibilidad de las esencias de lo material. La singularidad no impide la inteligibilidad.
«Si en nosotros no se da intelección de los singulares que existen en las cosas corpóreas, no es por razón de la singularidad, sino por razón de la materia, que en ellos es el principio de la individuación (STh I, 56, 1 ad 2).
De ahí que, para entender su esencia, deba separarse de la materia, perdiendo entonces su singularidad y adquiriendo la universalidad. Por consiguiente, si se prescinde de la individualidad, no es porque en cuanto tal sea ininteligible, ni siquiera por su «accidentalidad», sino únicamente porque es material.
Por ser la inmaterialidad, y no la universalidad, lo que constituye la inteligibilidad, debe atribuirse el carácter de inteligible al ente espiritual, a la substancia inmaterial, singular, subsistente, que posee un ser propio. También al espíritu humano, independientemente de que esté atravesado de contingencia y temporalidad. Afirma, por ello, Santo Tomás:
«Es manifiesto que las substancias separadas son inteligibles en acto, y, sin embargo, son ciertos individuos» (De anima, q. un, a. 2, ad 5).
La persona humana, con su inteligencia, asimila de los entes materiales unícamente su esencia específica, a la que se une, pero también por la voluntad puede referirse a lo individual y lo concreto, a las cosas en su propio ser, en el ser que poseen en la realidad. Puede, además, unirse a ellas, si son personas, afectivamente, con la voluntad, y efectivamente, con la inteligencia por la contemplación.
Todavía es preciso distinguir la contemplación amorosa de la estética, que realiza también funciones análogas, aunque no proporciona una felicidad plena. La contemplación estética sólo satisface la tendencia de conocer lo individual y de querer conocer lo bueno, pero no la de unirse a ello en la realidad. En cambio, en la contemplación amorosa, la persona no sólo conoce y quiere, sino que por querer afectivamente se une a lo conocido y querido.
Es el amor personal el que provoca esta unión en un conocimiento individual, que constituye la contemplación amistosa. En este nuevo acto intelectual se enriquece el sujeto, porque no se recibe la forma del objeto, como en el mero acto intelectual, ni la forma en su bondad, como en la contemplación estética, sino todo el objeto en su ser individual.
La relación de amistad, la que merecen las personas, es la más perfecta de todas precisamente por finalizar en la contemplación. Sólo se puede contemplar a la persona, substancia espiritual, que se hace presente en nosotros en el ser mismo individual que posee en la realidad. Con la contemplación se realiza la «intimidad» o «comunión» con el amigo, se comparte una misma vida interior. Por esto, el amor de amistad busca la «convivencia» con el amigo, su íntimo conocimiento, la compenetración.
La contemplación amorosa hace presente a la voluntad y al entendimiento a la otra persona en su ser concreto e individual. Gracias a la misma voluntad, a su acto de amor espiritual, se consigue la unión afectiva y a su vez se logra la efectiva con el entendimiento, ambas en su misma realidad individual. Podría decirse que la actividad de la contemplación no es un mero entender, un satisfacer la curiosidad, ni tampoco el sólo agrado o complacencia que produce lo bello, lo bueno conocido, sino que, por implicar la posesión real, provoca siempre la confidencia, es decir, el diálogo.
Con esta doctrina de la contemplación se advierte que, aunque el tomismo sea un sistema de pensamiento, y, por tanto, no la realidad misma, sin embargo, la realidad está en él, tanto en punto de partida como en el final, ya que vuelve a ella. A esta realidad a la que vuelve es a la persona y a su perfección. La doctrina de la contemplación amistosa no es, por ello, algo meramente temático en la interpretación y desarrollo del tomismo. Su noción y preeminencia debe considerarse otra tesis, la séptima, que se podría incorporar a la XXIV Tesis tomistas.
La doctrina de la contemplación y de su primacía es fundamental en el pensamiento de Santo Tomás. Su idea de la perfección se basa en la primacía de la contemplación sobre la acción, aunque reconoce que ésta última es necesaria, porque el hombre no es espíritu puro y debe lograr su perfección como hombre. Sin embargo, la acción no se presenta como opuesta a la contemplación, sino que es un instrumento suyo, su preparación, o bien, otras veces un efecto.