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La dependencia de la criatura

De la doctrina de la participación en el orden del ser también se derivan, además de la tesis tomista de la distinción real entre la esencia y el ser: la confirmación de la estructuración actopotencial del ente; la consideración de la finitud, no como un mal metafísico, sino como el modo de participar del bien; la contingencia de los entes participados; y también el carácter dependiente de las criaturas.

La creación, considerada desde las criaturas, no es más que «la misma dependencia del ser creado respecto del principio que la origina» (Summa Contra Gentes, II, c. 18). Lo que revela que la entidad participada implica su dependencia de la causa que le da el ser. La creación proporciona la verdadera entidad y situación de la criatura. Lo esencial de la noción de creación es la necesaria dependencia total a la causa que da el ser. Esta es la situación de toda criatura con repecto a Dios.

El ser, el constitutivo entitativo intrínseco y fundamental, origen de todas las perfecciones y de la misma existencia, no es algo que pertenezca propiamente a ningún ente. Todos los entes necesitaron de la acción de Dios para comenzar a ser y a existir, siguen necesitándola de modo ininterrumpido para continuar siendo.

El desconocimiento o la falta de reflexión sobre esta verdad metafísica, puede llevar a una posición érronea y muy peligrosa, el concebir el mundo o las criaturas en relación con Dios como un ente comparado con otro mayor. De tal manera que por grande que fuera la distancia entre ambos, siempre la criatura podría sumar su perfección a la de Dios.

La criatura, tal como la concibe Santo Tomás, por el contrario, no es reductible a un mismo género con el Creador. Nunca puede sumarse con Él. Todo el ser de la criatura depende de Dios. Su relación con el «Ipsum Esse Subsistens», con la Perfección incircunscrita, ilimitada, que encierra en sí toda perfección, que no puede ganar ni perder perfección alguna, es la de receptor de todas sus perfecciones.

Las criaturas y Dios no se pueden situar, pues, en un mismo plano, ni aún manteniendo una separación infinita. Hay que pensar siempre que están en níveles distintos, que, a su vez, entre sí guardan una distancia infinita. De ahí que el lenguaje humano sobre Dios, cuyo contenido significativo siempre se inicia en el plano de lo creado, tiene que ser analógico.

La total dependencia de la criatura está implicada en la misma idea de creación. También conlleva que la causalidad de Dios lo abarca todo, es abolutamente universal.

«Todo lo que puede tener razón de ser está contenido entre los posibles absolutos, con relación a los cuales se dice que Dios es omnipotente. Pero nada se opone a la razón de ser más que el no-ser. Luego lo único que repugna a la razón de absolutamente posible, que está sometido a la omnipotencia divina, es lo que en sí mismo y simúltáneamente entraña el ser y el no-ser, pues lo que no está sujeto a la omnipotencia, y no por insuficiencia del poder divino, sino porque no puede tener razón de factible, ni siquiera de posible (...) por lo cual más exactamente es decir que no puede ser hecho que no decir que Dios no puede hacerlo» (STh I, 25, 3 in c.), porque la causalidad de Dios es universal y omnímoda.

Enseña Santo Tomás que toda criatura es un ser dependiente absolutamente de Dios en todo. Necesita del influjo actual de Dios. Abandonada en sí misma volvería a la nada. La criatura está radicada en Dios. Este estatuto metafísico de dependencia de la criatura, le lleva a afirmar que el mismo obrar de toda criatura depende de Dios. El ser que produce un agente creado con su obrar, no es por virtud propia, sino por Dios.

Todo «ser creado es efecto propio de Dios, lo mismo que el encender es efecto propio del fuego» (STh I, 8, 1 in c.).

Debe admitirse que ningún agente creado puede producir por sí solo efecto alguno, ni, por tanto, un nuevo ente, porque no tiene el ser contenido intrínsecamente en su esencia ni en su virtud operativa, sino de un modo extrínseco, recibido. De ahí que,

«la causa de suyo contingente necesita que algo exterior a ella la determine a producir el efecto» (STh I, 19, 3 ad 5).

El agente, si no recibe un nuevo poder extrínseco dado por Dios, no puede ser causa.

«Lo que es tal por esencia es causa propia de lo que es tal por participación, como el fuego es la causa de todo lo encendido. Unicamente Dios es ente por su propia esencia, y todos los demás lo son por participación, porque solamente en Dios el ser es su esencia. Según esto, el ser de cualquier existente es efecto propio de Dios, de modo que todo el que da el ser a una cosa lo hace en cuanto obra por virtud divina» (Summa contra Gentiles, III, c. 66).

Por ello, tal como se concluye, en la segunda vía de la demostración de la existencia de Dios,

«es necesario que exista una causa eficiente primera» (STh I, 2, 3, in c.). De manera que «en lo que hace la naturaleza interviene Dios como causa primera» (I, 2, 3 ad 2).

Dios, en la creación, no sólo da el ser y lo conserva, sino que continúa su acción influyendo en el obrar de las criaturas. Sin embargo, podría pensarse, como se sostiene en muchas posiciones modernas, que

«al decirse que Dios es causa de las acciones de las criaturas, se habrá de entender esto en cuanto que les da la virtud por la que ellas obran. Más esto lo realiza Dios todo al principio, al hacer las cosas. Luego, parece que después ya no obra en las criaturas al obrar éstas» (STh I, 105, 5, ob. 3).

El Aquinate responde a esta dificultad presentando, de este modo conciso, su tesis central sobre la relación entre el obrar de Dios y el obrar de la criatura:

«Dios no sólo da las formas a las cosas, más también las conserva en el ser, y las aplica a obrar, y es fin de todas las acciones» (STh I, 105, 5 ad 3).

Justifica esta tesis, por una parte, afirmando que

«obrar Dios en las cosas, se ha de entender de tal modo que tengan ellas, no obstante, sus propias operaciones respectivas». Lo contrario, el negar el carácter de verdaderas causas de las criaturas, no es posible defenderlo. «En primer lugar, porque con esto se eliminaría de las cosas creadas el orden de causa y efecto; lo cual podría suponer falta de poder en el Creador, pues del poder del agente depende el que este comunique a su efecto la virtud de obrar» (STh I, 105, 5 in c.).

La intervención divina en la acción de las criaturas, al igual que la creación y la conservación por Dios de las mismas, se explica, como indica Santo Tomás en otro lugar,

«no porque sea insuficiente su poder, sino porque es tanta su bondad, que comunica a las mismas criaturas la prerrogativa de la causalidad» (STh I, 22, 3 in c.).

Debe tenerse en cuenta asimismo que Dios crea y actúa en el mundo, pero no necesita de él, ni de nada ni de nadie.

«El obrar a impulsos de alguna indigencia es exclusivo de agentes imperfectos, capaces de obrar y de recibir. Pero esto está excluido de Dios, el cual es la generosidad misma, puesto que nada hace por su utilidad, sino todo solo por su bondad» (STh I, 44, 4 ad 1).

Añade nuestro autor que tampoco puede negarse el obrar creatural:

«En segundo lugar, porque en vano se les habrían dado a las cosas las potencias operativas que en ellas vemos, si no obrasen nada tales potencias. Más aún, de algún modo, las mismas cosas creadas parecerían existir todas inútilmente, al carecer de respectivas operaciones propias, que es para lo que existen todos lo seres».

Continúa argumentando que, por otra parte, el mismo obrar de la criatura exige que Dios actúe como Causa primera. Obra en todo el que obra y es su causa en el triple sentido de causa final, causa eficiente primera y a modo de causa formal.

«En primer lugar, a modo de fin. Porque, como toda operación es por algún bien, real o aparente, y nada es o aparece bueno sino en cuanto participa alguna semejanza del sumo Bien, que es Dios, síguese que Dios mismo es causa de toda operación en razón de fin».

En segundo lugar, Dios obra en toda acción de la criatura como Causa eficiente primera, porque

«es claro asimismo que, cuando hay muchos agentes ordenados, siempre el segundo obra en virtud del primero, puesto que el primer agente mueve al segundo a obrar. Y, conforme a esto, todas las cosas obran en virtud de Dios mismo; resultando de aquí que Dios es causa de las acciones de todos los agentes».

En tercer lugar,

«Dios no sólo mueve las cosas a obrar aplicando sus formas y potencias a la operación, algo así como el artífice aplica la sierra a cortar, a la cual a veces el artífice no ha dado la forma, sino que Dios da, además, la forma a las criaturas que obran y las conserva en el ser (...) al modo como se dice que el sol es causa de la manifestación de los colores en cuanto da y conserva la luz mediante la cual éstos se manifiestan».

Dios, actúa, por tanto, no formalmente, como causa formal, sino eficientemente, en cuanto que da todas las formas, las conserva y las aplica a la acción. Hace pasar a las cosas del estado de potencialidad de obrar al de actualidad, que tienen cuando obran, y en el modo concreto que lo hacen.

Por último, añade Santo Tomás:

«Como las formas de las cosas están dentro de ellas, y tanto más cuanto estas formas son superiores y más universales, y, por otra parte, Dios es propiamente en todas las cosas la causa del ser mismo en cuanto tal, que es en ellas lo más íntimo de todo, síguese que Dios obra en lo más íntimo de todas las cosas» (STh I, 105, 5 in c.).

Todo ella muestra que Dios actúa como Causa primera y todo agente creado como causa segunda. La moción divina penetra en lo más profundo de la acción dándole lo que tiene de ser, y, por tanto, esta acción de la criatura procede totalmente de Dios, como Causa primera, pero asimismo procede de la misma criatura, como causa segunda, que es así también agente. De manera que

«Dios obra suficientemente en las cosas como causa primera, sin que por eso resulte superflua la operación de las criaturas como causa segunda» (STh I, 105, 5 ad l).

La acción de la criatura procede, por tanto, de dos agentes: de la misma criatura, que realmente obra, y de Dios, que actúa para toda acción de la criatura.

«La misma acción no puede proceder de dos agentes de un mismo orden; pero no hay inconveniente en que una sola y misma acción proceda de dos agentes como primero y segundo» (STh I, 105, 5 ad 2).

Queda así salvado el carácter de auténtica y total causa de la criatura -negado por el ocasionalismo-, que actúa como causa segunda. También el que Dios sea auténtica y total causa del obrar de la criatura, porque lo es como Causa primera, de manera que no hay ninguna actividad que no reciba su influjo.

En definitiva, como dice Santo Tomás de un modo más conciso y sintético, las criaturas al actuar por su propia virtud son movidas por Dios, porque

«Dios es causa de toda acción: en cuanto da la facultad de obrar, en cuanto la conserva, en cuanto la aplica a obrar, y en cuanto en virtud suya obra toda virtud. Y si a esto añadimos que Dios es su propio poder de obrar, y que está dentro de cada una de las cosas no como parte constitutiva, sino como conservador de su ser, se sigue que Él obra inmediatamente en todo el que obra, sin excluir el obrar de la voluntad» (De Potentia, q. 3, a. 7 in c.).

Se desprende que este influjo activo de Dios sobre las causas segundas es inmediato, porque da la eficacia actual a la causa segunda, y así Dios interviene directamente en la acción. Dios no se limita a dar el poder de obrar, sino que interviene asimismo en las mismas acciones hasta el final. También es físico, porque actúa como causa eficiente con su propia acción, no de una manera atractiva o persuasiva sobre cada acción del agente creado para que éste actúe, sino real y eficazmente. Por último, es anterior por naturaleza a la acción, al igual que la causa es anterior naturalmente a su efecto.

El influjo previo de la Causa primera, aunque continúa después, es el que hace que obren las causas segundas. Por este carácter de ser previo se ha denominado a este influjo divino «premoción», término que no fue utilizado por Santo Tomás, porque, en realidad, no es más que una explicitación de esta propiedad, ya que la moción siempre es previa. Él mismo lo declara:

«La moción del motor precede al movimiento del móvil en naturaleza y causa» (Summa Contra Gentiles, III, c. 149).

La criatura depende de Dios, tanto en su ser como en su obrar. La dependencia es constitutiva de la criatura. Declara el Aquinate:

«Dios no sólo dio el ser a las cosas cuando comenzaron a ser, sino que también lo produce en ellas mientras son, conservándolas en el ser; e igualmente no sólo les dio, al crearlas en un principio, las virtudes operativas, sino que también las causa constantemente en las cosas». Tanto es así que «si cesara la influencia divina, cesaría toda operación» (Summa contra Gentiles, III, c. 67).

Dios obra en y por todas las causas segundas. Dios actúa como Causa primera y todo agente creado, incluida la voluntad libre del hombre, como causa segunda, subordinada a la primera.

«Ya en la misma ejecución, Dios se relaciona inmediatamente de alguna manera con todos los efectos, pues todas las causas segundas obran en virtud de la causa primera, de tal modo que parece obrar en todo, porque pueden serle atribuidas todas las obras de las causas segundas, como se atribuye al artesano la obra del instrumento, pues es más propio decir que el cuchillo es obra del artesano, que obra del martillo» (Compendium Theologiæ, c. 135, 274).

Con su moción, análoga a las mociones creadas, e incomprensible para nosotros, Dios obra como sirviéndose de las causas segundas.