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«Apóstol de los tiempos modernos»

En la celebración del sexto centenario de la canonización de Santo Tomás, el filósofo francés Jacques Maritain dijo en Aviñón, donde el papa Juan XXII lo había canonizado el 18 de julio de 1323, que «su doctrina aparece como la única poseedora de energías harto poderosas y suficientemente puras como para obrar con eficacia (...) sobre el universo entero de la cultura, para restablecer en el orden a la inteligencia humana y, con la gracia de Dios, conducir así por los senderos de la Verdad al mundo que agoniza por falta de conocer» (Maritain, 1942, 79).

Precisó seguidamente, en su conferencia, que «el mal, que sufren los tiempos modernos, es ante todo, un mal de la inteligencia; comenzó por la inteligencia y ahora ha llegado hasta las más profundas raíces de la inteligencia ¿Por qué admirarnos si el mundo aparece como envuelto por las tinieblas? Si tu ojo estuviere malo, todo tu cuerpo estará entenebrecido (Mt 6, 23) (...) En el comienzo de todos nuestros desórdenes, podemos apreciar, por de pronto y ante todo, una ruptura de las normas supremas de la inteligencia. La responsabilidad de los filósofos es aquí inmensa» (Maritain, 1942, 80).

Los principales síntomas de este mal son tres. El primero, de orden racional.

«La inteligencia cree afirmar su poder negando y rechazando, tras la teología, la metafísica como ciencia, renunciando a conocer la Causa primera y las realidades inmateriales y alimentando una duda, más o menos refinada, que hiere a la vez la percepción de los sentidos y los principios de la razón, es decir, aquello mismo de que depende nuestro conocimiento. Este presuntuoso hundimiento del conocer humano se puede calificar con una sola palabra: agnosticismo».

El segundo es de orden religioso.

La inteligencia «rechaza el orden sobrenatural que considera imposible, y esa negación se extiende a toda la vida de la gracia. Digámoslo con una sola palabra: naturalismo».

El tercero, moral, porque

«la inteligencia se deja seducir por el espejismo de una concepción mítica de la naturaleza humana que atribuye a esta naturaleza las condiciones propias del espíritu puro y que la supone, en cada uno de nosotros, tan pura y tan íntegra como lo es en el ángel su propia naturaleza; de ahí que nos reivindique, con el completo dominio sobre la naturaleza, esa autonomía superior, esa plenitud de propia suficiencia (...) Esto es lo que, dando a la palabra su pleno sentido metafísico, se puede llamar individualismo; y que fuera más exacto calificar de angelismo» (Ib. 82).

Advierte Maritain que «los males que estamos sufriendo han penetrado de tal manera en la substancia humana, han causado destrucciones tan generales, que todos los medios defensivos, todos los apoyos extrínsecos, debidos, ante todo, a la estructura social, a las instituciones, al orden moral de la familia y de la ciudad -y de los que tanto la verdad como las más altas adquisiciones de la cultura tienen entre los hombres, tan apremiante necesidad-, se encuentran si no destruidos, al menos quebrantados. Todo cuanto era firme se halla comprometido, "las montañas se mueven y saltan". El hombre está solo frente al océano del ser y de los trascendentales. Lo cual es, para la naturaleza humana, una situación anormal y tan peligrosa como posible. Pero en todo caso es la mejor prueba de que, en adelante, todo depende de la restauración de la inteligencia» (Ib. 84).

Para remediar este mal intelectual y sus consecuencias hay que tener presente, en primer lugar, que «nada inferior a la inteligencia puede remediar ese mal que la aqueja y que vino por ella; al contrario, la inteligencia misma es quien lo debe subsanar. Si no se salva la inteligencia, no se salvará nada» (Ib. 82). De manera que «ante todo la Verdad; "la verdad os hará libres" (Jn 8, 32). Desgraciados de nosotros si no llegamos a comprender que ahora, como en los días de la creación del mundo, el Verbo es el principio de las obras de Dios» (Maritain, 1942, 84).

En segundo lugar, que «Santo Tomás es, ante todo y particularmente, el apóstol de la inteligencia (...), razón por la que debemos considerarle como el apóstol de los tiempos modernos» (Ib. 88). Por consiguiente, «el tomismo -y es ésta la (...) razón por la que Santo Tomás debe ser llamado el apóstol de los tiempos modernos- es el único que puede librar la inteligencia de los tres errores señalados al principio» (Ib. 91).

Debe también tenerse, en cuenta, en tercer lugar, que, «Apóstol de la inteligencia, doctor de la verdad, restaurador del orden intelectual, Santo Tomás no escribió para el siglo XIII, sino para nuestro tiempo. Su tiempo es el tiempo del espíritu que domina los siglos. Sostengo que es un autor contemporáneo, el más actual de todos los pensadores» (Ib. 92-93).

Sus primeros biográfos notaron que todo era nuevo en él, los problemas, el método de tratarlos, las razones, la enseñanza, etc.

«Ya Guillermo de Tocco no cesaba de insistir sobre la modernidad de Fray Tomás. A decir verdad, esta modernidad es la antípoda de la modernidad que se preconiza hoy día y en la que los hombres ponen sus complacencias. Porque Santo Tomás tiende a lo nuevo accidentalmente, no buscando sino lo verdadero, mientras hoy se busca lo nuevo como tal y lo verdadero se busca tan sólo accidentalmente. Desde entonces se tiende mucho más a destruir lo antiguo que a mejorarlo, y a exaltar la originalidad de cada sujeto pensante más que a conformar el pensamiento al objeto. Es la completa inversión del orden: semejante método, esencialmente particularista y negativo, es, en realidad, esencialmente retrógrado. Todas la verdades adquiridas se han de ir así fatalmente destruyendo una tras otra» (Ib. 94).

Sobre este mal intelectual, que se manifiesta en el actual agnosticismo, naturalismo e individualismo o angelismo, indica Maritain en otro lugar que

«se trata de la enfermedad anunciada por San Pablo para un tiempo que había de venir, pero de la que ningún tiempo parece haber salido totalmente indemne. Bien es verdad que nuestro tiempo parece detentar brillantemente el récord. Se lee, en efecto, en la Epistola segunda a Timoteo: "Vendrá un tiempo en que no sufrirán la sana doctrina; antes, por el prurito de oír, se amontanarán maestros conforme a sus pasiones y apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas" (II Tim, 4, 3)».

Comenta Maritain:

«Hay que notar que San Pablo hace desempeñar a los profesores un papel central en la difusión de esta enfermedad (...) esta enfermedad, muy contagiosa, según parece tendrá su foco entre los expertos o los profesores. Y el prurito en los oídos se hará tan general que ya no se podrá escuchar más la verdad, y se recurrirá a las fabulas (epi tous mythous, escribe San Pablo), a los mitos -a propósito, helos ya ahí a esos queridos mitos, esos mitos de los que tanto uso hacemos-. Pero, naturalmente, no se trata de los grandes mitos venerables de la juventud de la humanidad; nuestros comezones se relacionan con mitos de decrepitud, mitos infecundos y fabricados (por profesores)-, en particular con los mitos de la desmitologización» (Maritain, 1967d, 40).

Otro síntoma de esta enfermedad, relacionado con el agnosticismo, es la «cronolatría» o «la fijación obsesiva sobre el tiempo que pasa, la cronolatría epistemológica». Con esta obsesión por el tiempo que pasa, por la moda, desaparece toda verdad. «¿Acaso un autor superado ha podido decir algo verdadero? Después de todo, ello no es inconcebible; pero esto no cuenta, ya que, habiendo sido superado, ya no existe lo que dijo».

Señala también que «esta cronolatría lleva consigo vastos sacrificios humanos, o dicho de otro modo, comporta un componente masoquista. Pensar en la admirable abnegación (no por modestia sin duda, sino por voluntad de desaparecer) de eso que hoy se llama un exegeta, produce vértigo. Se mata trabajando, da la sangre de sus venas, para encontrarse superado a los dos años y así continuará durante toda su vida. Y cuando se muera, estará definitivamente superado. Su trabajo servirá a otros para superar y para hacerse superar a su vez. Pero de su propio pensamiento, de ése no quedará absolutamente nada» (Maritain, 1967d, 40-41).

Considera que, en cambio, «no se encuentra semejante abnegación masoquista en los filósofos, porque la moda para ellos dura más (veinte años; quizás treinta años, en los casos más favorables). Tienen tiempo para hacerse ilusiones, pueden esperar que, por lo menos durante su vida, no llegarán a ser superados. Pero lo que es sorprendente es la forma que reviste en ellos la cronolatría epistemológica. Cada uno toma el relevo poniendo en duda, para encontrar algo nuevo, aquello que dijeron sus próximos predecesores (de golpe, irremisiblemente superados). En este sentido, a este hombre sólo interesa el presente.

«Los linajes que han precedido al suyo le importan un comino (están ya superados); ahora bien, mi linaje, el mío, está aquí (en la medida en que continua engendrando), y esto es todo lo que necesito, no tengo ninguna necesidad de saber si en su punto de partida ha faltado o no a la verdad; el punto al que la curva ha llegado antes de mí es la única base de la que puedo partir; es tabú» (Ib. 41).

Tanto lo pasado como la moda presente no tienen en el fondo valor, porque, «en una u otra forma, siempre se trata de lo efímero, sea para ser devorado por el tiempo, sea para aceptar lo que él engendró (en mi linaje, en el mío) hasta que yo, a mi vez, entre en liza».

Frente a la «cronolatría», recuerda Maritain, «inquietándose por la verdad, y aprehendiendo la verdad, el espíritu trasciende el tiempo. Incorporar las cosas del espíritu a la ley de lo efímero, que es la de la materia y la de lo puramente biológico, hacer como si el espíritu estuviera sometido al dios de las moscas, he aquí el primer signo, el primer gran síntoma de la enfermedad denunciada por San Pablo» (Ib. 41-42).

Distinto síntoma, también conexionado con el primero, el agnósticismo filosófico, es el agnosticismo ante verdades del sentido común, o ante «la prefilosofía espontánea, que es para el hombre como un don de la naturaleza incluido en el equipo de primera necesidad, que se llama el sentido común y disfrazado tanto como apresado por el lenguaje común». Advierte Maritain sobre esta nueva señal, que denomina «logofobía»: «Desconfiemos cuando, so pretexto de que son unas "categorías del lenguaje", oigamos denigrar las nociones primeras que las gentes tendrían gran apuro en justificar porque resultan de intuiciones primitivas nacidas en el preconsciente del espíritu, pero que están en las raíces de la vida humana (verdaderamente humana) y de la comunidad humana (verdaderamente humana).»

Declara seguidamente: «Cuando todo el mundo no hace caso de esas cosas (oscuramente percibidas por el instinto del espíritu) que son el bien y el mal, la obligación moral, la justicia, el derecho, o incluso el ser extramental, la verdad, la distinción entre substancia y accidente, el principio de identidad, etc., es que todo el mundo empieza a perder la cabeza».

Frente a los actuales argumentos sofísticos, replica Maritain:

«Que se invoque todo lo que se quiera el "slogan" de las categorías del lenguaje. No es el lenguaje el que hace los conceptos; son los conceptos los que hacen el lenguaje. Y el lenguaje que los expresa los traiciona siempre más o menos. Hay lenguas primitivas que no tienen palabra para designar la idea de ser, eso no significa de ninguna manera que el hombre que habla esa lengua no tenga esa idea en el espíritu. Además, no hay nunca palabras para los que más nos importaría decir. ¿No es por causa de esto por lo que necesitamos poetas y músicos?» (Maritain, 1967d, 42).

La negación de estas tesis serían «tesis extrañas», según expresión del mismo Santo Tomás.

«Tales opiniones que destruyen los principios de alguna parte de la filosofía son posturas extrañas, así como el decir que nada se mueve, lo cual destruye los principios de la ciencia de la naturaleza. Algunos hombres son inducidos a la afirmación de tales posturas en parte por protervia, otros en parte por algunas razones sofísticas que no pueden resolver, como se dice en el libro IV de la Metafísica» (De malo, q. 6, a un., in c.).

Explica más adelante Maritain: «La prefilosofía, que es (o era, pues he notado que se está deshaciendo) un don de naturaleza para el hombre de nuestra cultura occidental, depende de un doble privilegio que ésta ha derrochado en mayor o menor escala: por una parte, fue vivificada y exaltada por la tradición judeocristiana (privilegio sobrenatural en su origen: la revelación), y por otra parte (y este es el privilegio de que hablo ahora), nació del "milagro griego", que no es de ninguna manera un milagro, sino un despertar normal de la propia naturaleza rationalis, el gran despertar que es debido al tránsito plena y decididamente consentido del espíritu humano bajo el regimen "solar" del Logos» (Maritain, 1967d, 48).

Debe reconocerse el valor de todas las culturas, pero no se pueden igualar. «Cada edad, aun la más primitiva, tienen ciertamente su valor, al cual debemos hacer justicia imperativamente; y si la edad siguiente es una edad superior, el hombre, al pasar por ella, sufre sin embargo pérdida; pero las ganancias son mayores (...) Hay edades más o menos afortunadas, más o menos privilegiadas. Hay unos mundos de civilización, unos grupos humanos, unos hombres individuales que son objeto de una cierta elección para una determinada obra o bajo un aspecto dado; hablo en este momento de una elección natural (o de los elegidos de la Historia, como se diría hoy) (...) Dios es también el Dios de la naturaleza, y todo artista elige a su propio gusto para crear y perfeccionar su obra».

No se puede negar que «la cultura occidental es, por decir verdad -o era-, una cultura privilegiada (...) La prefilosofía del sentido común propia del hombre de esta cultura es -o era-, una prefilosofía privilegiada en la que las nociones de sentido común (realmente comunes a todos los hombre) se encuentran (o se encontraban) en un grado de elaboración notablemente más elevado. Y es esto lo que está desapareciendo ante nuestros ojos» (Maritain, 1967d, 48-49).

Nota que, en estos momentos, los pueblos con otras culturas, «al ocupar su sitio en esta "civilización moderna", a la que el mundo entero está hoy invitado de bueno o mal grado, los pueblos cuyas civilizaciones se habían desarrollado bajo el signo de las grandes sabidurías iniciáticas de Oriente, guardan en el fondo del corazón ternura y veneración por esas grandes sabidurías (y ojalá puedan preservar y transmitirnos muchas verdades que merecen la inmortalidad), pero no parecen esforzarse por rejuvenecerlas y darles nuevo vigor; ellos saben que esas sabidurías pertenecen a un pasado del que ellos mismos se despegan. esos pueblos pasan a la edad tecnocrática y a la altura occidental desgraciadamente en el mismo instante en que ésta parece degenerar; rinden su tributo a la empresa griega de liberación de la razón adulta en el instante en que esta empresa periclita».

Es innegable, tal como es todavía más patente en nuestros días, que estos otros pueblos están «expuestos a pérdidas incalculables, por necesidad, pero por una ganancia problemática; porque al entrar en la civilización moderna dejan el régimen cultural de sus propias sabidurías de antes, y el mismo mundo en que entran se aparta de la alta sabiduría racional (y suprarracional) a la que había sido llamado». La cultura occidental les ofrece unas ciencias sobre los fenómenos, y, con el consiguiente «poder sobre la materia, y un sueño embriagador de perfecta dominación de las cosas visibles (y hasta de las invisibles), pero también la abdicación del espíritu que renuncia a la Verdad por la Verificación, a la Realidad por el Signo» (Ib. 49-50).

El pensamiento del Aquinate es la solución para eliminar estos males. «La doctrina ordenada por Santo Tomás reúne todas las propiedades, altamente excepcionales, que pueden desearse para tan aventurado éxito. No es la doctrina de un hombre, es todo el trabajo de los Padres de la Iglesia, de los investigadores de Grecia y de los inspirados de Israel (sin olvidar las etapas anteriores franqueadas por el espíritu humano, y sin olvidar tampoco el complemento suministrado por el mundo árabe) lo que esta doctrina conduce a la unidad» (Maritain, 1967d, 180).

En este sentido, escribió Santiago Ramírez: «Con razón se le ha comparado a un mar inmenso y tranquilo adonde afluyen las aguas de todos los continentes. Deja irse al fondo todas las impurezas arrastradas, y en sus aguas sosegadas se transparenta como en un espejo terso el azul de los cielos y el concierto de los astros» (1975, 120).

Establece Maritain que «es esencial para el hombre aspirar a la verdad; el hombre tiene la capacidad de lograr la verdad por sus propias fuerzas -aunque sea tropezando y zigzagueando en el camino, camino que no tiene fin-, en las cosas que dependen de la experiencia de los sentidos o en aquellas a las que esta experiencia nos da acceso indirectamente. Esto, respecto a la filosofía y a las innumerables ciencias».

Además, añade, «tiene el hombre la capacidad -ahora le toca a la teología- de llegar a un cierto saber auténtico de las cosas divinas, cuando sus fuerzas naturales trabajan a la luz de la fe, que las sobreeleva y anima»

De estas tesis infiere: «Puesto que hay verdades de orden racional cuya certidumbre puede ser adquirida por el espíritu del hombre, ¿no se deduce de ello que un conjunto orgánico de verdades fundamentales, o sea, una doctrina (¡pues sí, una doctrina; aunque se sientan molestos los prejuicios reinantes!), una doctrina que sea esencialmente fundada en verdad es posible en el orden filosófico y también -cuando se trata de adquirir por modo racional alguna inteligencia del misterio revelado-, en el orden teológico? Se puede tener esto por improbable. La cuestión no es ésa. La cuestión es saber si de suyo ello es posible. La respuesta afirmativa se impone claramente».

Su argumentación es la siguiente: «Ciertamente, es necesario, puesto que el hombre está hecho para la verdad, que una doctrina esencialmente fundada en verdad sea posible a nuestro espíritu, con una condición, sin embargo (y esto tiene mayor alcance de lo que se piensa): a condición de que no sea la obra de un solo hombre (mil veces demasiado débil para salir del paso airosamente, en tres o cuatro décadas, de un problema tan enormemente arriesgado), sino que se apoye, con el respeto necesario para el sentido común y la inteligencia común, sobre el esfuerzo del espíritu humano desde los tiempos más remotos, y que abarque el trabajo de generaciones de pensadores con puntos de vista distintos; todo eso reunido y unificado un día por uno o varios hombres de genio (suponiendo que éstos aparezcan entre las contingencias de la historia)» (Maritain, 1967d, 138-139).

Es algo posible, pero parece improbable. Sin embargo,

«lo improbable ocurre a veces (...) Fue así, gracias a una muy larga historia en la que el Oriente y el Occidente cristianos (incluso, en un momento, a través del Islam) estuvieron implicados por igual y gracias al genio excepcional, y excepcionalmente favorecido por el momento histórico (cómo también por las gracias de lo alto) (...), que nunca pudo hablar más que el napolitano y el latín (...) y que no creía tener ninguna misión profética, pero que había leído a todos los Padres y "todos los libros", entonces conocidos, y sabía la Biblia de memoria (...) Y no sin temblar ni llorar, se encontraba investido con la más pesada de las cargas: ordenar y organizar el inmenso trabajo de saber y de sabiduría gracias al cual los siglos de fe habían tratado de adquirir por la razón algún entendimiento del misterio divino, enunciado fragmentariamente por los profetas y plenamente por el Verbo Encarnado» (Maritain, 1967d, 178).

La doctrina de Santo Tomás también lleva a la verdad. La unidad conseguida no es «un punto de estancamiento, ya que esta doctrina es un organismo inteligible hecho para crecer siempre y para extender a través de los siglos su insaciable avidez de nuevas adquisiciones. Es una doctrina abierta y sin fronteras; abierta a toda realidad donde quiera que esté esa realidad, y a toda verdad venga de donde venga» (Ib. 180).

La filosofía de Santo Tomás tiene la característica esencial de la apertura universal. Está abierta a toda la realidad, en todas sus dimensiones y aspectos, y a todas las otras filosofías. En ello, está su mayor originalidad, porque, como sostiene Gilson, el Aquinate creó «una filosofía que, por su fondo más íntimo, era irreductible a cualquiera de los sistemas del pasado y, por sus principios, permanece perpetuamente abierta al futuro» (Gilson, 1965a, 502).

Una tercera característica esencial, señalada por Maritain, es que el pensamiento de Santo Tomás es un pensamiento libre. «Y porque es así una doctrina abierta, una hambre y una sed nunca saciadas de la verdad, la doctrina de Santo Tomás es una doctrina indefinidamente progresiva; y una doctrina libre de todo, salvo de lo verdadero» (1967d, 181).

Por su absoluta apertura, el pensamiento tomista está intrísecamente orientado hacia la entidad o realidad, la unidad, la verdad y el bien -que expresan los llamados conceptos trascendentales, que se explican desde el de ente-, es un bien para el hombre, una ayuda para su perfección y, por tanto, para la felicidad del hombre. Como declara Gilson,

«la felicidad del tomismo es la alegría de la libertad, que se siente al acoger toda verdad venga de donde venga. La palabra suprema sobre esta libertad del hombre cristiano es la de San Agustín Dilige, et quod vis fac, ama y haz lo que quieras. Exactamente, idénticamente en el mismo espíritu y con el mismo sentido profundo, pero con ningún otro, el discípulo de Santo Tomás puede decir a su vez: "Cree y piensa lo que quieras". Como la caridad, la fe es liberadora».

Afirma, en consecuencia, que «un tomista es un espíritu libre. Esta libertad no consiste con seguridad en no tener Dios ni maestro, sino más bien en no tener otro maestro que Dios, que libra de todos los otros. Pues Dios es la única protección del hombre contra las tiranías del hombre» (Gilson, 1962, 249).

Decía Chesterton, en su biografía sobre Santo Tomás: «No será posible ocultar a nadie en adelante el hecho de que Santo Tomás de Aquino fue uno de los grandes libertadores del entendimiento humano. Los sectarios de los siglos XVII y XVIII fueron sencillamente obscurantistas y formaron la leyenda obscurantista de que el escolástico fue un obscurantista» (1948, 26).

No es extraño, porque los hombres de la cristiandad medieval eran humanistas. Ellos insistían «en la inmensa importancia del ser humano dentro del esquema teológico de los seres. Pero no eran humanistas que marchan por un sendero de progreso conducente al modernismo y a un escepticismo general, pues en su propio humanismo ellos afirmaban un dogma, ahora con frecuencia mirado como el más supersticioso superhumanismo; afirmaban aquella conmovedora doctrina de la Encarnación que para los escépticos es la más difícil de creer. No puede haber un punto más rígido en la doctrina cristiana que la divinidad de Cristo» (Chesterton, 1948, 29).

Afirma Chesterton que «nadie puede entender la grandeza del siglo XIII sin parar mientes en que lo que entonces ocurrió fue un desarrollo de cosas nuevas producido por algo viviente. En ese sentido fue realmente más valiente y libre que lo que llamamos Renacimiento, que fue una resurrección de cosas viejas, descubiertas en algo sin vida. En ese sentido el medievalismo no fue un renacimiento, sino más bien un nacimiento. No moldeó sus templos sobre las tumbas ni invocó a los dioses muertos de Hades. Produjo una arquitectura tan nueva como la ingeniería moderna, y en verdad que aún está siendo la más moderna arquitectura. Sólo que en el Renacimiento fue seguido por la arquitectura más anticuada. En ese sentido el Renacimiento podía llamarse el Relapso. Dígase lo que se quiera del Gótico y el Evangelio, según Santo Tomás, ellos no fueron un relapso. Fue un gran empuje similar al esfuerzo titánico de la ingeniería gótica, y su fortaleza estaba en un Dios que hace nuevas todas las cosas» (Ib. 33).

Concluye Maritain estas consideraciones sobre el pensamiento del Aquinate, afirmando que «esta doctrina procede del maestro más grande en realismo -un realismo integral, tan consciente de la realidad del espíritu como de la del cuerpo- que haya existido jamás» (Maritain, 1967d, 181).

Igualmente sostiene Chesterton que «es un hecho de indiscutible importancia que Santo Tomás fue un hombre de un talento privilegiado que reconcilió a la religión con la razón, que la extendió hacia las ciencias experimentales, que insistió en que los sentidos son las ventanas del alma y que la razón tiene un derecho divino a alimentarse de los hechos, y que es incumbencia de la fe digerir la comida fuerte de la más recia y práctica de las filosofías paganas» (Chesterton, 1948, 26).

Por ello, indica también: «Fue una idea muy especial de Santo Tomás que el hombre ha de ser estudiado en su íntegra hombreidad, que el hombre no es tal sin su cuerpo, de igual modo que no es hombre sin el alma. Un cadáver no es un hombre y un espíritu tampoco es hombre. La escuela anterior de Agustín y aun de Anselmo habían descuidado esto, tratando al alma como el único tesoro necesario, envuelto por cierto tiempo en una despreciable servilleta. Incluso aquí eran menos ortodoxos siendo más espirituales» (Ib. 29-30).

En definitiva, la unidad, la apertura, y la libertad, y los consecuentes humanismo y realismo, propios de la doctrina de Santo Tomás, se explican, porque tienen su fundamento, tanto en el sentido de cimiento como en el de originación, en una original metafísica del ser.

De ahí que, concluye Maritain: «La metafísica de Santo Tomás no es la metafísica de Aristóteles, porque es la metafísica de Aristóteles enteramente transfigurada; lo que quiere decir que el teólogo Santo Tomás, para servir a la teología, humildemente, y sin jactarse de ello, llevó la sabiduría metafísica al grado de la toma intuitiva más fundamental y más universal de que la razón es capaz. Una metafísica nacida de la intuición del acto de ser -cuyo objeto primero es esta realidad inteligible absolutamente primordial y que todo abarca-, es por naturaleza capaz de abrazarlo todo» (Maritain, 1967d, 185).

Gilson considera que el ámbito filosófico «más propio» del Aquinate es el de la Metafísica, la parte de la filosofía que intenta de penetrar en el nivel más profundo de la realidad, en donde reside su fundamento, y todavía de un modo más preciso el del «esse», el del ser, base de todos los demás constitutivos de la realidad. Sin embargo, muchas veces ha pasado desapercibido. «Un signo advierte, sin embargo, de su presencia, no siempre, pero sí con frecuencia. Es cuando, después de haber enumerado dos, diez o veinte razones en favor de una cierta conclusión, y a veces incluso incluyéndola en la serie, Santo Tomás escribe la palabra esse, que pertenece a todo el mundo, pero de la que hace un uso que sólo a él pertenece» (Gilson, 1962, 254).

Nota Chesterton, con respecto al pensamiento tomista, que «hay algo que se extiende por toda la obra de Santo Tomás de Aquino como una gran luz; algo que es primario y quizá fue inconsciente en él; algo que él hubiera quizá pasado por alto como una cualidad personal de poca importancia; algo que ahora podemos expresar con una palabra de periodismo barato y que para él hubiera carecido de sentido y significación. Sin embargo, el único término significativo de ese algo es optimismo».

El optimismo de Santo Tomás fue más verdadero que el que se significa, cuando se aplica el término en nuestros días.

«Él creyó en la vida con una convicción más sólida y colosal (...) Uno lo respira, en cierto modo, en sus primeras frases acerca de la realidad del Ser. Si el mórbido intelectual del Renacimiento se supone que dice "ser o no ser: he ahí el problema", el macizo doctor medieval responde, ciertamente, con voz de trueno: "Ser: he ahí la respuesta"» (Chesterton, 1948, 93).

Confiesa Gilson que Santo Tomás asigna «a la metafísica la interpretación más profunda de la noción de ser que jamás haya propuesto filosofía alguna (...) es la más profunda de todas (...) Si hubiese encontrado algo más inteligente y más cierto que lo que Santo Tomás ha dicho del ser, me habría dedicado a hacerlo llegar a mis contemporáneos. Pero, por el contrario, he llegado a pensar que su metafísica es cierta, profunda, fecunda (...) Lo siento, pero cuando veo tras de mí seis siglos de especulación durante los cuales la filosofía no logró siquiera conservar la verdad que había recibido en herencia, no veo razón alguna para despojarme de la mía sin esperanza de encontrar otra con que reemplazarla» (Gilson, 1962, 286-287).

Puede decirse, por todo ello, que Santo Tomás es sumamente actual. Hay una actualidad anecdótica y superficial, propia de lo que está de moda Este es el significado de «las actualidades de librería y las de las mass media of communication». Existe otra actualidad, profunda e íntrínseca, que es independiente de la moda e incluso de actitudes hostiles, que expresa la necesidad más íntima del hombre contemporáneo.

Como indica también Maritain, refiriéndose a lo actual como lo adecuado y necesario, «hay una actualidad que aun debiendo manifestarse en el tiempo, está de suyo, por encima del tiempo, y es la de la verdad. Estando esencialmente fundada en verdad, y, por lo tanto (...) abierta a todo el porvenir, la doctrina de Santo Tomás tiene, de suyo, una actualidad supratemporal» (1967, 186).

Está por encima de todo tipo de cronolatría.

«El método de Santo Tomás, por el contrario, es esencialmente universalista y positivo. Tiende, en efecto, a conservar todo el bagaje de la adquisición humana para aumentarlo y perfeccionarlo, e implica la desaparición, cada vez más completa de la personalidad del filósofo ante la verdad del objeto. Si se adhiere a Aristóteles no es porque vea en él a un pensador de moda, recientemente importado por los árabes, sino porque ha reconocido en él al mejor intérprete de la razón natural que estableció la filosofía sobre fundamentos conformes a su naturaleza» (Maritain, 1942, 94).

Santo Tomás integró la filosofía aristotélica al pensamiento cristiano para proporcionarle nuevos elementos verdaderos. No veía la filosofía de Aristóteles incompatible con la fe cristiana. Creía que el desacuerdo entre el pensamiento cristiano y el del pensador musulmán Averroes, que se seguía en la Facultad de Artes de la Universidad de París, no era atribuible al propio Aristóteles, sino una deformación suya. Su polémica con el llamado averroísmo latino tenía una triple función: combatir sus errores contra la fe; mostrar su interpretación incorrecta del aristotelismo, defender la ortodoxía de su integración del auténtico aristótelismo en la síntesis teológico-filosófica cristiana. Este último motivo fue la causa de que se llegaran a condenar como heterodoxas tesis sustentadas por el Aquinate.

Esta última empresa no implicaba el abandono del pensamiento de San Agustín. Lo que hizo en realidad Santo Tomás fue integrar desde todas las tesis esenciales de San Agustín, que no minimiza nunca, la concepción filosófica aristótelica. Las doctrinas de Aristóteles, al ser subsumidas bajo los principios del agustinismo, quedaron profundamente renovadas.

Señala Chesterton, por ello, que «el movimiento tomista en metafísica (... fue) una expansión y una liberación. Pero fué enfáticamente un movimiento expansivo de la teología cristiana, enfáticamente aseguramos que no fue una contracción de la teología bajo influencias paganas ni aun humanas (...) (el tomista) era más teólogo, más teólogo ortodoxo, más dogmático, por haber recobrado a través de Aristóteles el más retador de todos los dogmas, el desposamiento de Dios con el hombre y, por consiguiente, con la materia».

Para el pensador inglés, «Santo Tomás hizó al cristianismo más cristiano, haciéndolo más aristotélico (...) Comparado con un judío, o con un musulmán, o con un budista, o con un deísta, y aun con otras alternativas más obvias, un cristiano quiere decir, un hombre que cree que la deidad o la santidad se ha unido a la materia, penetrando así en el mundo de los sentidos» (Chesterton, 1948, 32-33).

Comenta seguidamente que «algunos escritores modernos, no viendo este punto tan sencillo, incluso han hablado como si la aceptación de Aristóteles fuese una especie de concesión a los árabes, como si un párroco modernista hiciese una concesión a los agnósticos. Lo mismo podrían decir que las cruzadas fueron una concesión a los árabes como que el Aquinatense, rescatando a Aristóteles de Averroes hizo otra concesión a lo árabes. Los cruzados quisieron recobrar el lugar donde el cuerpo de Cristo había yacido, porque creyeron, recta o erróneamente, que era un lugar cristiano. Santo Tomás quiso recobrar lo que era esencialmente el cuerpo mismo de Cristo, el cuerpo santificado del Hijo del hombre, que vino a ser un medio milagroso entre el cielo y la tierra. Y quería el cuerpo con todos sus sentidos, porque creía, recta o erróneamente, que era una cosa cristiana. Santo Tomás eligió, si se quiere, el camino más humilde siguiendo a Aristóteles. Así hizo Dios cuando trabajó en el taller de José» (Ib. 34).

Siendo éste el sentido de la incorporación de la filosofía aristotélica al pensamiento cristiano realizada por Santo Tomás, confiesa Maritain: «No somos ciertamente tan ingenuos como para pretender -accediendo a la invitación de algunos- hacer con los filósofos modernos, al tomarlos por maestros y al adoptar sus principios, con Descartes, por ejemplo, y hasta con Kant y Hegel, lo que Santo Tomás hizo con Aristóteles. ¡Como si pudiéramos hacer con el error lo mismo que con la verdad y como si para edificar una casa fuera menester cambiar continuamente su fundamento!» (Maritain, 1942, 96).

Por el contrario, afirma Maritain terminantemente que «lo que se necesita y basta es que se ponga a salvo el depósito, y que quienes aman la verdad puedan fácilmente encontrarla» (Ib. 97). Para esto último, indica también, «lo que se nos exige es hacer brillar la luz de Santo Tomás en la vida intelectual del siglo, pensar bajo esa misma luz a nuestro tiempo, poner todas nuestras fuerzas en informar, animar y ordenar por ella, todos los materiales palpitantes de vida y cargados, muchas veces, de una preciosa cualidad humana, que el mundo y su arte, su filosofía, su ciencia, su cultura levantaron primero, para destruirlos luego, desgraciadamente, en el intervalo de cuatro siglos» (Ib. 96).

Parece asimismo que, por ello, «lo que se nos exige es esforzarnos por salvar todo cuanto queda todavía asimilable en el mundo moderno y retomar, para conducirlas al orden perfecto de la sabiduría, estas constelaciones en movimiento, esas vías lácteas espirituales que, por el peso del pecado, tienden hacia la disolución y la muerte».

Aunque, advierte Maritain a continuación: «Por cierto que no me hago ilusiones sobre el feliz éxito de semejante empresa. Una esperanza tal supondría ilusionarme grandemente sobre la naturaleza del hombre y el curso de su historia» (Ib. 96-97).

Por ser de orden intelectual la raíz de todos de los males, que sufre la cultura contempóranea, podría parecer que, para su remedio, haya que confiar únicamente en soluciones filosóficas. Al empezar a ocuparse de estos males, advertía Maritain: «Nada inferior a la inteligencia (...) la puede subsanar». Sin embargo, concluye precisando que «debemos invocar también algo superior a la inteligencia, es decir, la caridad infusa. Porque si es verdad que el retorno al orden intelectual debe ser obra de la misma inteligencia, es también cierto que la inteligencia, en esta obra propia, necesita la ayuda de Aquel que es el principio de su luz y que no reina en las almas sino por la caridad» (Ib. 97).

Es necesaria la gracia de Dios para recibir adecuadamente el pensamiento de Santo Tomás, como lo fue también en su elaboración, porque

«si bien la filosofía y la teología de Santo Tomás están exclusivamente fundamentadas y establecidas sobre las necesidades objetivas que se imponen, sea a la razón natural, sea a la razón iluminada por la fe, la inteligencia humana, sin embargo, es tan débil por naturaleza, y debilitada aún más por el primer pecado, y el pensamiento de Santo Tomás es de una intelectualidad tan elevada que, de hecho, del lado del sujeto, fueron menester, para que este pensamiento se nos comunicase, todas las gracias sobrenaturales cuyo socorro le aseguraban la eminente santidad y la singular misión del Doctor Angélico; y es necesaria, y lo será siempre para que viva sin alteración entre los hombres, la confortación superior de esos dones del Espíritu Santo que están presentes en todo cristiano y que aumentan en nosotros por medio de la gracia santificante y de la caridad» (Ib. 97).

Advierte Maritain que la misma obra tomista podría ser afectada por el «peligro de la moda», tomando el término en el primer sentido de presencia en un momento dado. «En la medida en que sea examinada por espíritus insuficientemente preparados y formados y más o menos influídos por los prejuicios modernos, la filosofía tomista correrá el riesgo de ser estudiada sin la luz conveniente y de sufrir, por ende, interpretaciones menguadas, llenas de partidismos y tergiversaciones» (Ib. 97).

Para evitar este peligro hay un camino. «Santo Tomás mismo nos lo enseña con su doctrina y, más eficazmente aún, con su ejemplo. ¿No confesó acaso a su compañero Reginaldo que la oración había sido la principal fuente donde bebiera su ciencia? ¿No sucedía, por ventura, que cuantas veces quería estudiar, discutir, escribir o dictar, recurría primero al secreto de la oración, gimiendo ante Dios para que le llenase de la verdad? ¿No eran acaso en él la sabiduría metafísica y la sabiduría teológica la peana y el trono de la sabiduría del Espíritu Santo? ¿No fue elevado, por ventura, este Doctor, el más grande entre todos los doctores, a una vida mística tan grande que, aquello mismo que de Dios había saboreado en el éxtasis, terminó por tornárselo insípido el saber humano? Por haber entrevisto muy bien la luz eterna murió antes de haber concluído su trabajo» (Ib. 98).

Es necesaria la oración, para que Dios nos dé el bien de su gracia. Recuerda Maritain:

«Aquella unión en Santo Tomás de la vida de estudio y de la vida de oración (...) He aquí el secreto de su santidad al par que de su sabiduría. He aquí el secreto del singular esplendor de su magisterio. El magisterio -nos enseña él mismo- es una obra de la vida activa y es preciso confesar bien alto que a veces no se encuentran en él más que las cargas y estorbos propios de la acción, ocúltase también allí un peligro para la vida del espíritu, en la pesada revuelta de conceptos que constituye la labor pedagógica y que está siempre expuesta, si no se la vigila constantemente, a hacerse material y mecánica. Santo Tomás ha sido un profesor completo, porque fue más que un simple profesor, ya que en él el discurso pedagógico descendía por entero de las simplicísimas cumbres de la contemplación» (Ib. 98-99).

Santo Tomás, por consiguiente, no es sólo el apóstol de los tiempos modernos, por ser un apóstol de la inteligencia, sino también de la gracia de Dios. Como explica Maritain, «existe todavía una última razón por la que conviene dar a Santo Tomás el apelativo de apóstol de los tiempos modernos. Apóstol no es solamente aquel que es enviado al mundo para predicar la palabra de Dios a los ignorantes y a los infieles, para convertir las almas a la verdad y ensanchar así el cuerpo místico del Salvador. Apóstol es también aquel que conserva y aumenta la fe en las almas, aquel que se da a la Iglesia para ser en ella columna, baluarte y luz, y para servir, a título de doctor de la verdad, al acrecentamiento de su misteriosa vida de gracia y de santidad» (Ib. 101-102)

La Iglesia, en la liturgia del día de su festividad, proclama su excelencia y dignidad, fruto de la gracia de Dios, rogando que podamos comprender su doctrina y aprender de su vida, en la siguiente oración:

«Oh Dios, que hiciste de santo Tomás de Aquino un varón preclaro por su anhelo de santidad y por su dedicación a las ciencias sagradas, concédenos entender lo que él enseñó e imitar el ejemplo que nos dejó en su vida».

La actual Liturgia de las Horas, la «Segunda lectura» del día de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, incluye las cuatro primeras lecturas de su Oficio de la Fiesta del Santísimo Cuerpo de Cristo. En la última de ellas se lee:

«Finalmente, nadie es capaz de expresar la suavidad de este sacramento, en el cual gustamos la suavidad espiritual en su misma fuente y celebramos la memoria del inmenso y sublime amor que Cristo mostró en su pasión. Por eso, para que la inmensidad de este amor se imprimiese más profundamente en el corazón de los fieles, en la última cena, cuando, después de celebrar la Pascua con sus discípulos, iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento como el memorial perenne de su pasión, como el cumplimiento de las antiguas figuras y el mayor de los milagros por Él obrados, y lo dejó a los suyos como singular consuelo en las tristezas de su ausencia».

También Maritain señala que «hay todavía un rasgo que aparece como supremo retoque del arte divino, atento a delinear de una manera perfecta la figura de sus santos: el principe de la metafísica y de la ciencia sagrada es también el Doctor del Santísimo Sacramento; complementa así y consuma su oficio de servidor del Verbo eterno, Verbo iluminador de las inteligencias, Verbo arquetipo de todo esplendor, Verbo descendido a la carne y oculto entre nosotros bajo la blancura del pan. He allí la inmensidad divina, he allí la benignidad y la humanidad de la Verdad, a quien Santo Tomás sirve y a quien nosotros también servimos y que desea seamos llamados, no sus servidores, sino sus amigos. La misma Verdad es la que quiere communicársenos a todos en luz y substancia por la visión y que entretanto se nos comunica, en luz por la doctrina y por la contemplación y, en substancia por la Eucaristía. Distribuída, repartida entre todos por la enseñanza o por el sacramento, permanece, sin embargo, entera y sin fractura. Aquí reúne los espíritus en la claridad que desciende del Verbo increado, allá une el cuerpo místico de Cristo en la comunión del Cuerpo y de la Sangre del Verbo encarnado» (1942, 101).

Santo Tomás es Guía de los estudios (Studiorum Dux), Doctor común (Doctor Communis), y Doctor Eucarístico (Doctor Eucharisticus), tal como también lo proclamo Pío XI.

Por ello, se pregunta Maritain: «¿No es acaso el principal carácter de la piedad católica de los tiempos modernos ese inmenso desarrollo de la devoción al Santísimo Sacramento, que precede y acompaña la devoción al Sagrado Corazón? La fiesta de Corpus Domini, ¿no es la gran fiesta moderna de la Iglesia? Mientras el mundo desciende, la Iglesia, que dispone de ascensiones en su corazón, ¿no reune, con solicitud materna cada vez más apremiante, a las almas en torno al Cuerpo del Señor? Doctor Eucarístico, santo Tomás es, por un título elevadísimo, el apostól e instructor de los tiempos modernos (...) Santo Tomás camina ante todas las edades, conduciendo la custodia» (Ib. 102).

En definitiva, Santo Tomás es imprescindible, porque «en una época profundamente atormentada por el ansia, con frecuencia extraviada y distraída en las cosas de abajo, de un reino de corazón y de una vida de amor, la doctrina de Santo Tomás es la única que sostiene el primado práctico absoluto de la caridad en nuestra vida y que nos invita al festín del amor más verdadero, es decir, de la caridad sobrenatural, sin negar por eso la inteligencia y su superioridad metafísica, ni adulterar la caridad misma contaminándola sea de formalismo social, sea de complacencia sensual» (Ib. 93).