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Reflexiones críticas

La presente relación histórico-crítico-doctrinal ha pretendido, como en muchos casos semejantes, curar el equívoco que existe sobre el tema y, a la vez, clarificar su contenido doctrinal observándolo en su mismo desarrollo temporal. Se acaba de ver que, contrariamente a lo que tengo leído por ahí, la conocida clasificación de León XIII sobre el liberalismo tiene plena vigencia y de ningún modo el Pontífice se refirió solamente a una interpretación o a una clase de liberalismo al que condenó, sino que se refirió a todo liberalismo; parece que ni siquiera aquella clasificación (obligada por lo difuso del tema) logró, hasta hoy, disipar la confusión.

Es signo característico de este tema la extrema confusión a la que, hoy, muchos interesados en seguir siendo «liberales», contribuyen de múltiples maneras. Si se piensa en el significado exacto del término «confusión», se aplica muy propiamente al tema; porque, en efecto, «confundir» es mezclar dos o más cosas de naturaleza diversa de modo que las partes de unas se incorporen a las de las otras; nuestra expresión proviene de cum y fundo, y este último verbo (que nada tiene que ver con fundo, as, are = fundar), cuyo infinitivo es fundere, significa derramar, fundir; de modo que «confundir» es juntar en uno, mezclar, o juntar mezclando, desfigurar. Y eso es, exactamente, lo que pasa con el tema «liberalismo», respecto del cual, a fuerza de agregar, de quitar, añadir o delimitar, se ha logrado mezclar; es decir, confundir.

Pero, por debajo de esta confusión, según se ha visto, existe un común denominador, cierta esencia siempre permanente que especifica al liberalismo, ya sea que niegue, que ignore o simplemente separe el orden sobrenatural trascendente en relación al orden natural temporal. Esta última posibilidad (la «emancipación del orden político respecto del orden religioso», como dice el cardenal Billot), afirmando y sosteniendo, sin embargo, el orden religioso, es el que más confusión produce y más equívocos permite. Y como son tantos, parece conveniente sistematizarlos hasta cierto punto para separar lo que está mezclado, clarificar lo que está desfigurado o recoger lo que está derramado.



a) ¿«Un buen cristiano es un liberal que se ignora»?

Con el fin de ahondar algo más en la relación entre liberalismo y catolicismo, comienzo con este verdadero disparate declamado (claro que sin los signos de interrogación) por el economista liberal Wilhelm Roepke, y repetido entre nosotros por algunos epígonos que pretenden sostener nada menos que la siguiente ecuación: Cristianismo + Liberalismo = civilización occidental. El Cristianismo (o el «ideal» cristiano) sería sólo una religión que implica diversos valores esenciales (persona humana, libertad individual y otros semejantes); fue necesario que se produjera en Estados Unidos y en Europa «la grandiosa revolución» para que el liberalismo realizara el ideal cristiano (haciéndolo «descender» del cielo) en el concreto orden jurídico-político. En consecuencia, sin el liberalismo, jamás el Cristianismo hubiese visto realizado en el orden temporal su propio ideal de vida, debido a su «desinterés mundano». De ahí que no se pueda ser verdaderamente cristiano sin hacer «profesión de fe liberal» y, por eso, Roepke tendría razón al sostener que «un buen cristiano es un liberal que se ignora».

Esta afirmación que convierte liberalismo y Cristianismo en las dos caras de la misma moneda, comete, para comenzar, un error teológico mayúsculo desde que supone que el Cristianismo nada tiene que ver con el orden jurídico-político u orden temporal; con lo cual hiere en su esencia el misterio de la Encarnación del Verbo que ha asumido, en el hombre, todo el orden temporal sin que nada quede sin ser sacralizado en Él. Pero, por el otro extremo, al sancionar la separación total de los dos órdenes haciendo del Cristianismo algo puramente angélico, declara totalmente profano el orden temporal.

Sin embargo, fuera de estos errores inmediatamente evidentes, cabe recordar que ya sea la negación del orden sobrenatural, ya la prescindencia agnóstica, ya la separación que mantiene firme la fe cristiana-individual, constituye el liberalismo precisamente, uno de los momentos esenciales de la corrupción de Occidente, comenzada mucho antes de la revolución francesa; de donde se sigue que lo que comúnmente denominamos «liberalismo» es uno de los arietes más efectivos de la decadencia de la civilización occidental y, en el plano religioso estricto, el cáncer más grave del mundo cristiano. Trátase de este neopelagianismo para el cual el orden temporal es «separado» (emancipado) de lo sobrenatural (aunque en él pretenda realizar vitalmente lo que el Cristianismo no podría), y en el orden religioso se proyecta como la autosuficiencia de la libertad del hombre (Pelagio). Nada más contradictorio con el hombre cristiano que el liberalismo en cualquiera de sus formas.

Por otra parte, ni Roepke ni sus epígonos, ni von Mises, Friedman, Keynes y los suyos, han abandonado ciertas tesis que, por otra parte, les son connaturales: el pueblo (este todo lógico abstracto) es «la fuente de la soberanía» y, aunque el sufragio sea el medio, la libertad (y «las libertades») constituyen el fin; con lo cual, este neoliberalismo sigue atomizando la sociedad que es suma extrínseca de singulares y hace de la libertad (propiedad metafísica de la voluntad pero siempre medio en el orden de la operación) un verdadero fin. Así se explican las sucesivas condenas de la Iglesia Católica.

A su vez, la distinción que hacen algunos entre la democracia (que pone en el pueblo la fuente de la autoridad y no en Dios, autor de la naturaleza) y el liberalismo (que sólo se interesa en los mecanismos que limitan la autoridad), agrava la situación porque, así, el liberalismo proclama, más que nunca, su total «separación» del orden sobrenatural trascendente. Nuevamente la autosuficiencia del orden temporal.

En esta misma línea, el embrollo doctrinal llega tan lejos que un presbítero de la Santa Iglesia Católica ha llegado a decir que «las tesis sobre la soberanía del pueblo, la libertad de conciencia y la ley como expresión de la voluntad colectiva, fueron principios (sic) de recelo y rechazo, ya que innovaban y contradecían varios siglos de ordenamiento político-eclesiástico que habían regido en el Occidente cristiano». Con lo cual se supone, por un lado, que la «soberanía del pueblo» y la ley como expresión de una «voluntad colectiva» son, ahora, verdades que, antes, la Iglesia tuvo por errores y no que han sido, son y serán siempre errores. Supone también que tales «verdades» emergen de y dependen de la evolución histórica.

Sólo esto explicaría la fantástica actitud de León XIII «ordenando» a los católicos que se «reconciliaran» con el régimen republicano, como si la Iglesia no hubiese enseñado siempre que todos los regímenes son legítimos en la medida en la que procuren el bien común. De ahí que la Iglesia no tuvo nunca necesidad de «reconciliarse» con ningún régimen porque no estuvo, no está, ni estará peleada con ninguno, salvo que cualquiera de ellos se separara, ignorara o negara el orden sobrenatural (estado liberal) o hiciera ya del Estado, ya de la voluntad general, un absoluto (totalitarismo).

No. Un buen cristiano no es un liberal que se ignora. Simplemente no puede ser liberal y seguir siendo cristiano. Más bien invirtamos los términos: un buen liberal que «se dice» cristiano es un cristiano que se niega a sí mismo.



b) El liberalismo y la doctrina social de la Iglesia

Como se ve, la doctrina social de la Iglesia es, por su esencia, por completo contraria a toda forma de liberalismo, desde el más extremo hasta el moderadísimo y casi imperceptible pero que sigue adherido (de una u otra manera) al tercer grado de liberalismo descripto por León XIII. Se ha dicho que, siendo el liberalismo algo así como la cara temporal del Cristianismo des-interesado del mundo y teniendo como su máximo enemigo al marxismo, no es una tercera posición equidistante. Esta afirmación encierra algo de verdadero porque, en efecto, el Cristianismo no es una posición «tercera», sencillamente porque es otra cosa, una especie diferente, desde que se opone totalmente a toda forma de liberalismo y también a toda forma de socialismo, sea o no marxista. Después de todo, la doctrina de la lucha de clases y de la «plus valía» era imposible sin un previo concepto atómico de la sociedad (y de la economía «libre» que emerge de él). Un buen liberal antimarxista, de cuya sinceridad no dudo, es como un padre en lucha con su hijo, pues él lo trajo al mundo. En cambio, a mí, católico, no me liga ningún parentesco con ninguno de los dos.

La condena de la Iglesia, desde Gregorio XVI hasta Juan Pablo II, no «está referida a una particular interpretación del término» pues, como enseña Juan Pablo II, «la enseñanza de la Iglesia se mantiene sin cambio a través de los siglos, en el contexto de las diversas experiencias de la historia» (Laborens exercens, nº 11).

Dicho de otro modo, las experiencias de la historia (que permiten clarificar, condicionar, iluminar, la misma doctrina) no cambian la esencia de lo transmitido. Por eso, cuando la Iglesia condenó al liberalismo, tal como se dio y como se va dando en las diversas experiencias históricas, condenó aquellos principios generales («emancipación del orden político respecto del orden religioso») sin los cuales el liberalismo no existiría.

Por otra parte, en modo alguno puede decirse que «es sugestivo que la crítica al liberalismo ha sido omitida en los pronunciamientos del Concilio Vaticano II». Ante todo, podría haber sido omitida sin que tal omisión significara la anulación de las condenas anteriores; lo mismo podría decirse del comunismo marxista, el que apenas si está directamente aludido; pero tampoco es así en lo referente al liberalismo, ya que, en Gaudium et spes se dice claramente al hablar del desarrollo económico: «No se puede dejar el desarrollo ni al libre juego de las fuerzas económicas ni a la sola decisión de la autoridad pública. A este propósito hay que acusar de falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre de una falsa concepción de la libertad como las que sacrifican los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción» (Gaudium et Spes, nº 65; los subrayados son míos).

Evidentemente, la declaración conciliar declara falsos al liberalismo y al marxismo. Y por si esto fuera poco, si el lector tiene a mano el tomo de las Actas del Concilio, observe que la cita nº 4, indica las fuentes o antecedentes de aquel párrafo. Tales fuentes son León XIII, Libertas; Pío XI, Quadragesimo anno y Di-vini Redemptoris; Pío XII, Mensaje ra-diofonico navideño de 1941 y Juan XXIII, Mater et Magistra. Por si esto aún no fuere suficiente, Pablo VI condena fuertemente el capitalismo liberal, al que acusa (con Pío XI) de generar el «imperialismo internacional del dinero» y al que califica de «nefasto sistema» (Populorum progressio, nº 26).

Y el mismo Pontífice, en la Carta Apostólica con ocasión del 80º aniversario de la Rerum novarum, dice: «El cristiano que quiere vivir su fe en una acción política, concebida como servicio, tampoco puede adherirse sin contradicción a sistemas ideológicos que se oponen radicalmente o en los puntos sustanciales a su fe y a su concepción del hombre: ni a la ideología marxista, a su materialismo ateo (…), ni a la ideología liberal…» (Carta Apostólica en el 80º aniversario de la Rerum No-varum, nº 26).

Pablo VI no está pensando sólo en la economía sino en el liberalismo como concepción del mundo y su afirmación de la plena autonomía (o autosuficiencia) del hombre. Por eso dice más adelante que se asiste a «una renovación de la ideología liberal» y que los cristianos que se comprometen en esa línea «¿no tienden a su vez a idealizar el liberalismo que se convierte entonces en una proclamación a favor de la libertad? Ellos querrían un modelo nuevo, más adaptado a las condiciones actuales, olvidando fácilmente que en su raíz misma el liberalismo filosófico es una afirmación errónea del individuo en su actividad, sus motivaciones, el ejercicio de su libertad». De ahí que la ideología liberal merezca «un atento discernimiento» (op. cit., nº 35).

Juan Pablo II es también enérgico cuando rechaza tanto el capitalismo in toto (Laborem exercens, nº 7), como, más es-pecíficamente, el «sistema socio-político liberal» y su economicismo, que considera al trabajo como sólo «instrumento de producción» (op. cit., nº 8; cf. también nn. 13, 14 y 20).

No se nos diga que la doctrina social de la Iglesia es liberal porque defiende la propiedad privada, la limitación del poder, la libertad de la persona humana en sus límites. No lo es por dos motivos fundamentales: porque los viene defendiendo desde Pentecostés y porque los defiende en un contexto doctrinal por completo diferente. Tampoco es legítimo que, hoy, se hable del principio de «subsidiariedad», que supone, en Pío XI, una organización social en base a las sociedades intermedias a partir de la familia, cada una autónoma en su orden. Se habla de dicho principio suponiendo una «organización» social en base al individualismo liberal. El resultado será un nuevo término equívoco.

Lo mismo debe decirse de un «pluralismo» que, en el fondo, es falso; porque no se trata del pluralismo natural de las sociedades intermedias, tanto de primer como de segundo grado; ni se trata del pluralismo que supone el derecho natural de las personas a sus propias convicciones (aunque fueren erróneas), sino de aquel «pluralismo» que se sigue de la concepción atómica, individualista, nomi-nalista, de la sociedad, y que significa, siempre, un implícito relativismo que, como todo relativismo, es escéptico, colocando la verdad y el error en el mismo plano. Es el «pluralismo» tanto de algunos jefes de Estado como de algunas «cabezas» sin há-bitos de estudio y de reflexión.



c) La verdadera democracia es jerárquica y antiliberal, y el verdadero liberalismo es inorgánico y antidemocrático

Ya he indicado anteriormente que es menester no confundir democracia y liberalismo. La primera es una forma legítima de gobierno y el segundo es una concepción del mundo que, aplicada al orden político, genera lo que se ha dado en llamar la «democracia liberal». Al percibir que esta mezcla constante o confusión de esencias diferentes se agrava la equivo-cidad del tema; Pío XII aprovechó la Navidad de 1944 para hacer valiosas precisiones. Por un lado, como suele ocurrir en la experiencia histórica, actualmente los pueblos parecen exigir «un sistema de gobierno» más compatible con la dignidad y libertad, y de ahí la «tendencia democrática» que se advierte (Benignitas et huma-nitas, nº 7 y 9, radiomensaje del 23-12-44: AAS, 37, 1945).

No dice el Papa, naturalmente, que la democracia sea la única forma legítima de gobierno, sino que los pueblos adoptan la que mejor les conviene según la marcha de los tiempos. Por eso advierte, citando la Libertas de León XIII, que, salvada la doctrina católica del origen del poder y ejercicio del poder público, no reprueba ningún régimen con tal que sea apto para orientar la sociedad al bien común (Benignitas et humanitas, nº 10; cf. León XIII, Libertas, nº 32).

Hecha esta aclaración y reconociendo que la democracia puede ser tomada en un sentido amplio y que, como tal, puede realizarse en cualquier régimen, lo que importa es determinar la democracia verdadera. Para ello, recordemos que el Estado democrático –como todos los demás– está investido de poder; pero éste debe reconocer aquel «orden absoluto de los seres y de los fines» y, por eso, el poder o autoridad «no puede tener otro origen que un Dios personal». Por eso, la dignidad del hombre reside en ser imagen de Dios y «la dignidad del Estado es la dignidad de la comunidad moral querida por Dios» (op. cit., nn. 20, 22). De donde se sigue que la autoridad política lo es por participación de la autoridad de Dios y debe reconocer «esta unión íntima e indisoluble», y debe reconocerla explícitamente el régimen democrático (op. cit., nº 23).

Observemos que la expresión unión íntima e indisoluble excluye aquella «separación» que caracteriza al liberalismo de tercer grado. La democracia verdadera es, pues, ésta no-emancipada del orden divino; en cambio no será verdadera sino falsa aquella que rechaza esta vinculación o más o menos la olvida; igualmente, «si no considera suficientemente esa relación y no ve en su cargo [el gobernante] la misión de realizar el orden querido por Dios…» Así, «una sana democracia [debe estar] fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las verdades reveladas» (op. cit., nº 28).

El gobernante –sostiene Pío XII dentro del más riguroso ius naturalismo– debe saber que la majestad de la ley positiva de que está investido, «es inapelable únicamente cuando ese derecho se conforma… al orden absoluto establecido por el Creador e iluminado con una nueva luz por la revelación del Evangelio». Tal ha de ser «el criterio fundamental de toda sana forma de gobierno, incluida la democracia» (op. cit., nº 30).

Esta apelación a la «unión íntima e indisoluble», fundada en el orden absoluto de la creación e iluminación por el Evangelio, reitera una concepción de la democracia (y de todo otro régimen político) situada en las antípodas de la democracia «liberal». En este sentido, la «democracia liberal» no es verdadera sino falsa democracia.

Pueblo y masa

Si vuelvo al texto del famoso radiomen-saje, es bien conocida y frecuentemente repetida la distinción que hizo el Papa entre «pueblo» y «masa», sobre todo como condición para asegurar al ciudadano «tener su propia opinión personal y… expresarla y hacerla valer de una manera conforme al bien común». Si pueblo supone un cuerpo vivo «que vive y se mueve por su vida propia», el Estado debe ser «la unidad orgánica y organizadora de un verdadero pueblo»; en cambio, si la «masa» es «de por sí inerte y sólo puede ser movida desde afuera» (y adoptar hoy una bandera, mañana otra), es evidente que «la masa… es la enemiga capital de la verdadera democracia y de su ideal de libertad y de igualdad» (op. cit., nn. 15, 16, 17).

En esta democracia falsa, la libertad es anulada en la nivelación de las desigualdades naturales, que son condición de la igualdad civil, y la libertad es también negada al ser transformada en «una pretensión tiránica». Por tanto, queda claro que también la llamada «democracia de masas» es una democracia falsa. Hemos de concluir que son falsas tanto una democracia que rechaza aquella «unión íntima e indisoluble» con el orden trascendente y sobrenatural (autosuficiencia del orden político-temporal) como la inorgánica democracia de «masas».

Cabe preguntarse, todavía, si la «democracia» liberal y la «democracia» de masas guardan, entre sí, alguna relación. Muchos liberales «clásicos» rechazan enérgicamente toda relación entre ambas, y hasta sostienen que la democracia «de masas» es opuesta a la democracia «liberal». Para una ojeada superficial parece ser así; pero en cuanto se analiza la cuestión a fondo no deja de percibirse que la democracia «de masas» es la consecuencia necesaria de la democracia «liberal».

Hay, aquí, un doble supuesto común: «el reconocimiento –como dice un liberal «clásico»– de que el pueblo es la fuente de la soberanía», y la separación (no la ignorancia ni menos la negación) de un allende el Estado. Lo primero supone la concepción atómica o individualista de la sociedad; lo segundo, la plena secularización de la política; lo primero, a su vez, exige un método de elección y acceso al poder coherente con la concepción de la sociedad, y tal método es el «sufragio universal»; no se trata de que cada sociedad menor vote y sea representada y desde ella surjan las autoridades (lo cual sería «fascismo» para un liberal) sino de realizar esta contradicción lógica de llamar «universal» a lo que sólo es la colección (como decía la lógica nominalista medieval) de opiniones singulares: un hombre = un voto. Luego, se trata de un sufragio individual-«universal», o de la suma de sufragios universales-individuales de los cuales no se sigue la verdad práctica. Sea como fuere, este medio ha de garantizar las «libertades individuales».

La concepción individualista o atómica de la sociedad es todo lo contrario de aquella «unidad orgánica y organizadora» exigida por Pío XII, desde que de los meros singulares no puede surgir una unidad orgánica; por eso, la sociedad que supone el liberalismo tiene el mismo fundamento que la llamada sociedad «de masas», ya que de la suma de singulares sólo puede surgir este todo inerte «movido desde fuera», sobre todo hoy con los medios masivos de incomunicación social que permiten cambiar de «opinión» a la gente en cuestión de días o de horas… Luego, en la misma concepción liberal de la sociedad se han puesto las causas generadoras de la sociedad de «masas» y el crisol de la demagogia, mal que les pese a muchos liberales.

El sufragio universal

Más aún: el sufragio universal-individual no sólo es lógico sino que debe ser coherentemente exigido por los caudillos de las «masas». De ahí que, por ejemplo, la ley Sáenz Peña, en 1916, no podía ser negada por los liberales en el poder pues tal actitud hubiese sido contraria a su propia concepción de la sociedad; desde su perspectiva, Yrigoyen tenía razón al exigir el «sufragio universal» en sustitución del «fraude organizado», realizando así coherentemente el tránsito de la democracia liberal a la democracia de masas. Lo mismo debe decirse de Perón en 1945: utilizó el medio lógico puesto en sus manos por la democracia liberal. Podrá decirse con toda razón (como se dijo entonces) que si se quería la remoción de la concepción liberal-burguesa de la sociedad y del Estado, no tenía coherencia elegir el medio que el mismo liberalismo ponía en sus manos.

Desde este punto de vista, es claro que tampoco para la «democracia de masas» el sufragio es considerado un fin, y no es verdad que semejante democracia «se agote en los comicios». No. Tanto para Yrigoyen como para Perón, el sufragio fue sólo un medio para el acceso al poder político, y en ambos ejemplos históricos se comprueba que la democracia «de masas» es la consecuencia necesaria de la democracia «liberal». Las dos formas actuales de la falsa democracia.

La concepción in-orgánica de la sociedad tiene su propio método de representación fundado en la ecuación: un hombre = un voto. Cuando debo votar, compelido por la ley positiva del sistema que soporto, sé que voto por personas (lo menos malas posible y lo menos incompetentes posible) que no representarán a mi familia, al conjunto de familias, a la comuna o a la provincia, a mi gremio o a mi empresa, sino, ante todo, a un partido político que es el correlato lógico de la concepción individualista de la sociedad. Por eso, tanto la «democracia» liberal como la «democracia» de masas no son representativas y son, de veras, antidemocráticas; no son orgánicas sino inorgánicas, y ambas ignoran las jerarquías naturales de la sociedad. Por el contrario, la democracia verdadera como régimen legítimo de gobierno, es jerárquica (porque así resguarda la igualdad civil y la libertad salvada de la nivelación contranatura) y antiliberal.

Por fin, si la voluntad general (sea denominada como «voluntad del pueblo» o como se quiera) hace de aquélla un absoluto, un cierto «todo» allende el cual no hay nada (salvo quizá para la conciencia subjetiva), es evidente que es totalitaria. Se tratará de un totalitarismo más «flojo» que todavía deja respirar, pero será totalitarismo; en algunos casos será fuertemente totalitaria, y en la sociedad a ella sometida se cerrarán todas las puertas (a veces por simulados medios) a todos aquellos que no tengan «fe democrática». Precisamente una de las características del totalitarismo es su signo pseudoreligioso por la secularización espúrea y mítica de categorías religiosas como, en este caso, la «fe». Los «co-religionarios» tienen semejante «fe» en cuanto significa adhesión a los «dogmas» indiscutibles del «sistema».

El dogma de la democracia liberal

Algunos conscientes o inconscientes representantes de este «dogma» liberal han sostenido que la democracia (en su lenguaje significa que toda democracia, verdadera o falsa) es «el régimen integral». Otros, entre ellos un altísimo personaje cuya misión es orientar, han sostenido recientemente, que era necesario «privilegiar» (sic) la democracia. Este último neologismo ha sido utilizado en orden a resolver la objeción de que, para la Iglesia, ningún régimen es el mejor (monarquía, aristocracia, democracia, regímenes mixtos).

Quizá nada mejor que recordarles este texto lúcido de San Pío X: «En primer lugar su catolicismo no se acomoda más que a la forma de gobierno democrática, que juzga ser la más favorable a la Iglesia e identificarse por así decirlo con ella; enfeuda, pues, su religión a un partido político. Nos no tenemos que demostrar que el advenimiento de la democracia universal no significa nada para la acción de la Iglesia en el mundo; hemos recordado ya que la Iglesia ha dejado siempre a las naciones la preocupación de darse el gobierno que juzguen más ventajoso para sus intereses. Lo que Nos queremos afirmar una vez más, siguiendo a nuestro predecesor [León XIII], es que hay un error y un peligro en enfeudar, por principio, el catolicismo a una forma de gobierno; error y peligro que son tanto más grandes cuando se identifica la religión con un género de democracia cuyas doctrinas son erróneas» (Notre Charge Apostolique, nº 31; los subrayados son míos).



d) La imposible «re-creación» del liberalismo y los abusos de la semántica

Ni el estudio de los orígenes históricos del liberalismo, ni la consideración de su evolución hasta hoy, ni la reflexión sobre la permanencia (por otra parte lógica) de su núcleo esencial, han logrado disipar este «juntar mezclando», típico de nuestros liberales, especialmente si son católicos. Este liberalismo de tercer grado, moderadísimo, mesuradísimo, ponderadísimo, equilibradísimo, yuxtapone a su fe católica, o le «agrega» (no sé bien dónde situarla), la gracia de la «fe democrática».

Esta «mentalidad» (sobre cuya naturaleza me ocuparé en el parágrafo siguiente) piensa que la permanente urgencia por establecer «sociedades libres» donde se produzca el feliz desarrollo de todos los hombres, presiona hacia la «idea y la valoración de la libertad», la cual nos es ofrecida por el liberalismo. Pero como el distinguido autor de esta comprobación es católico práctico, debe apresurarse a distin-guir entre el viejo liberalismo (al que ha criticado siempre) y un nuevo liberalismo que va a proponernos, aunque no se comprende cómo, porque cree que «nuestras discrepancias… no hacían a lo esencial». Esto es dicho sin percatarse de la contradicción inicial, ya que parece que el «nuevo» sigue siendo, en lo esencial, el «viejo». El «nuevo» liberalismo «no es “lo mismo” que antes, pero sí “el mismo”». Entonces, si «el mismo» indica lo esencial y «lo mismo» un modo o unos modos accidentales, se trata siempre del mismo. Para comenzar, eso está claro.

Si se mantiene «el mismo», nuestro distinguido autor no puede considerar «accesorio» al liberalismo el origen contractual del estado, el individualismo y sus consecuencias, que le han sido siempre esenciales; pero aun aceptando tan inesperada afirmación, queda en primer plano la libertad, no como propiedad metafísica de la voluntad, sino como una imprecisa «capacidad de ejercicio para muchas cosas que se captan como derechos» (sic), «para ser hombres, o para vivir como hombre».

Sin detenernos a pensar que «ser hombre» o vivir como tal es una realidad metafísica, no derecho sino su fundamento próximo, parece inexplicable que un católico crea que «el liberalismo es el humanismo de hoy». Semejante «humanismo» ni siquiera es «cristiano» como el de la «ciudad fraternal» sino simplemente no-cristiano desde que supone la separación entre orden natural y sobrenatural; después de todo, cuando el autor católico que tengo presente escribió semejante afirmación, el Papa Juan Pablo II hacía tiempo que había enseñado en la Redemptor hominis que el único humanismo auténtico es el humanismo cristocéntrico, pues los humanismos no cristianos son, por razones teológicas que ya expuse anteriormente, antihumanos. Pero el colmo se toca cuando se afirma, en el mismo lugar, que el liberalismo es «la justicia de hoy» y «la democracia de hoy». Y el colmo llega a su culminación cuando se llega a decir que «no hay otra ideología sustitutiva».

No discutiré el sentido negativo que siempre tiene el término «ideología»; en ese sentido, es claro que la doctrina social de la Iglesia no es ideología ni es, por eso, sustitutiva. Pero lo que, al cabo de esta larga exposición, un profesor de historia de la filosofía y un mediano conocedor de la Teología no podrá aceptar es que el liberalismo sea la expresión de la dignidad, la libertad y los derechos de la persona: en cuanto a la dignidad (si tomamos el término dignitas en la acepción de «grandeza», valor, precio), sólo ha sido lograda en la medida inconmensurable de su incorporación a Cristo en el misterio de la Encarnación, lo cual es ajeno a los «libe-ralismos»; en cuanto a la libertad, en los «liberalismos» es considerada (según ya dije antes) desde la formalidad de su imperfección y, en algunos casos, como en el presente, como fin en sí misma, lo cual es metafísicamente erróneo. Se llega así a la monstruosidad de afirmar que «el fin del Estado es la libertad». En cuanto a los derechos de la persona, mal puede defenderlos integralmente una «ideología» que, al «separar» los dos órdenes, natural y sobrenatural, quita o ignora el último fundamento de los «derechos» de la persona. Luego, el liberalismo está muy lejos de ser la expresión de la dignidad, la libertad y los derechos de la persona sino que, a la inversa, es causante directo de su progresiva negación en el mundo de hoy.

Con aquellos supuestos, se nos propone la recreación del liberalismo. Si re-creación significa «crear de nuevo», es porque «el mismo» ya no lo es; pero dijimos más arriba que se trata siempre del mismo (no de «lo» mismo, que implica sus modos accidentales); de modo que si es «el mismo» no hay re-creación posible.

Quizá lo que se quiere decir es que, simplemente, hay que ponerlo al día pasándole el plumero, «re-creándolo» en «nuestras cabezas». En tal caso se trata únicamente de «un régimen liberal, es decir, un funcionamiento de las instituciones políticas que sea liberal»; o sea, «un liberalismo práctico».

Aquí se vislumbran dos vertientes: si sólo se trata de re-crear el liberalismo en el orden práctico, es menester recordar que la operación práctica supone la teoría sin la cual no existe la práctica; luego, un liberalismo «práctico» sólo referido a un funcionamiento «liberal» de las instituciones políticas es imposible, salvo que se acepte toda la visión del mundo del liberalismo. Si se trata únicamente de un régimen, como régimen es imposible, ya que éste es la expresión práctico-política de la visión general-liberal del mundo; en todo caso, se trataría solamente de la democracia-liberal que es, como lo mostré anteriormente, inorgánica y antidemocrática.

No insistamos más, porque es imposible mostrar todas las incoherencias que tal posición gris, intermedia, conlleva consigo. Sería como querer golpear una montaña de algodón. Sin embargo, me llama la atención esta suerte de reducción a términos «teológicos» y «misionales» de semejante liberalismo re-creado. Si preguntamos qué fin se persigue con esta tesis, se nos dirá que «una nueva catequesis cívica». ¿Con qué propósito concreto? Algo así como la «conversión» de los «infieles» (yo entre ellos) porque se declara el propósito de «difundir la creencia en la democracia liberal». Porque «si no se cree en ella», «el hombre no vivirá como persona»; es decir, sin la fe no hay salvación; así como el obsequio racional de la fe sobrenatural (gratis data) permite al hombre vivir la Vida como persona en la Persona de Cristo, secularmente hablando, la «fe democrática» (¿gratis data?) me «salva». Me parece que no me excedo si digo que me «salva» para la misma Democracia, el gran Mito de nuestro tiempo.

Quizá eso se quiere decir al manifestar que estas ideas están «impregnadas de salud política». Es verdad que los laicos debemos preocuparnos de lo temporal (es nuestra situación típica) «a la luz del Evangelio»; pero, en este caso, se hace una mezcla (que es precisamente la confusión) de algunas ideas generales de la doctrina social de la Iglesia con el «viejo» liberalismo que es, como en este caso, «el mismo». Y el único que existe. No hay otro.

En el esfuerzo que, actualmente, están haciendo algunos católicos por reconciliar el término «liberalismo» con la doctrina social de la Iglesia, esfuerzo destinado al fracaso desde Lamennais hasta hoy, se observa, también, una distorsión semántica de origen no científico. Si aceptamos, al menos por ahora, que la semántica es el estudio de la significación y del cambio de significación de los términos, es evidente que considera las relaciones entre los signos y los objetos de los cuales se predican (designata). Aunque estas relaciones se expresen por leyes, es claro que tales leyes no son arbitrarias, pues de lo contrario no serían leyes.

Por tanto, un signo (término) designa tal objeto; así, el término «liberalismo» designa tal objeto (el liberalismo en todas sus formas y variantes). Sin embargo, la relación significativa puede cambiar por diversas causas en el transcurso del tiempo (evolución semántica) sin alterar, claro está, la relación permanente a su esencia que se mantiene la misma a través de los cambios. Si, por el contrario, este cambio fuera esencial, el término designaría otra cosa volviéndose equívoco y generando confusión. O sea que la evolución semántica tiene un límite.

Este es, precisamente, el caso del término «liberalismo».

Si el liberalismo se mantiene «el mismo» (lo esencial) aunque no sea en el tiempo «lo mismo» (por modo de accidente), quien acepta, se adhiere o re-crea el liberalismo (sea el liberalismo absoluto, el moderado o el moderadísimo) aceptará siempre el mismo, aunque fuera como un mero «liberalismo práctico», y forzosamente caerá en las condenaciones de la Iglesia.

Si, por el contrario, va eliminando todo lo que, a su conciencia de católico, le parece inaceptable (pacto social originario, origen del poder en el pueblo, concepto individualista de la sociedad, separación de la Iglesia y del Estado, etc.) entonces ha introducido un cambio esencial y el término ya no designa tal objeto y se ha vuelto equívoco generando confusión.

Estamos, pues, ante un abuso semántico, completamente ilegítimo, que nada aclara sino que lo confunde todo. En otro plano, podría denunciar motivos extracientíficos: acomodación a una situación político-social dada, componenda por motivos no explícitos y tantas otras causas subjetivas. Por eso, llamar «liberalismo» a lo que ya no lo es, es un abuso semántico inaceptable, reñido con la historia.

Leo en un epígono de Roepke, von Mi-ses, Hazlitt, Ruelff, Read, Friedman y Rougier, que hay «plena coincidencia» entre el Cristianismo y «las propuestas políticas y económicas del liberalismo», aunque en página siguiente se subraye que los dos órdenes, temporal y espiritual, son «sustancialmente distintos». Aunque un liberal no tenga fe sobrenatural, se sostiene sin embargo que «los principios que postula en su esfera de acción están del todo consubstanciados con los principios morales del cristianismo».

Sin detenernos en la minucia de mostrar que será siempre imposible a quien no tiene fe semejante identidad con los misterios cristianos (de los cuales surgen los «principios morales» evangélicos), esta actitud inicial de componenda conduce, a otro autor de la misma condición, a un procedimiento un poco astuto pero elemental y por completo erróneo: afirmando en general las verdades de la doctrina social de la Iglesia y como quien las señala, se nos dice: «ved, esto es lo que sostiene el liberalismo. No nos peleemos. Estamos en lo mismo». Esto es, precisamente, lo que podemos denominar un embrollo semán-tico, un abuso de los términos que sumirá a su autor y a muchos lectores en la mayor confusión.



e) La «mentalidad» liberal, un neopelagianismo contemporáneo

Todo este juntar mezclando, que es el confundir, manifiesta, después de tres siglos de liberalismo (sin contar sus antecedentes remotos) un modo de pensar sustentado en un transfondo más o menos inconsciente y que es lo que, propiamente, se llama «mentalidad». Hay, pues, una «mentalidad» liberal que impulsa también un modo de vivir, tanto individual cuanto social y político. Recuerdo que Zubiri sostiene que entre toda expresión y la mente, existe una intrínseca unidad que es la forma mentis; semejante unidad constituye lo que él llama la «mentalidad», que sitúa en el nivel del logos nominal antepredi-cativo, ya que «decir» algo (légein) es decir algo de alguna manera propia de una mentalidad20.

20Sobre la esencia, p. 345, Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1962.

Como se lo dice en el plano ante-predicativo, implica cierta inevitabilidad pre-consciente. Tal parece ser el caso de la «mentalidad» liberal, que reacciona cuasi automáticamente frente a cualquier problema político-social y, frecuentemente, frente a los problemas más profundos de la existencia humana.

Así, por ejemplo, sobre todo entre los católicos liberales, cuando se les dice o leen que una auténtica representatividad y participación política, no pasa por los partidos políticos liberales sino por las sociedades menores de primer grado (familia, comuna, región, provincia) y de segundo grado (gremio, empresa, sindicato), cuyas autonomías y libertad debe el Estado respetar en su orden, se horrorizan; les parecerá una suerte de ocurrencia utópica la afirmación de que el Estado liberal está mucho más cerca del Estado totalitario (cuando no lo es él mismo) que el Estado no-liberal que propugnamos y que implica la descentralización política. No sabrá si decirnos «fascista» o «anarquista» y errará en los dos casos; si bien se mira, hoy que estamos en tiempos de socialdemocracia, entre el concepto de Estado de Pietro Nenni y Benito Mussolini casi no existe diferencia alguna; lo mismo se diga de Mitterand, del señor González y de algunos más cercanos a nosotros. Pero su «mentalidad» liberal les impedirá argumentar otra cosa como no sea aquel pseudo-sistema que expresa la «fe democrática»-liberal que, como ya lo mostré anteriormente es, en verdad, antidemocrática.

Esta «mentalidad», que ha sido la estructura doctrinal de civiles y militares en la Argentina durante tantas y tantas décadas, ha sido la causa de la alternancia entre gobiernos civiles constitucionalistas liberales y gobiernos de facto también liberales. Cuando el gobernante de facto se dispone a considerar el futuro del país, no puede (bajo el dominio de su mentalidad ineludible) imaginar otra cosa que volver al Estado liberal constitucionalista. Cuando éste queda sumido en el desorden y el fracaso de un liberalismo aplicado como un corset a un país real que históricamente lo rechaza, entonces se abre el camino a un nuevo reemplazo por un gobierno de facto que, una vez que ha puesto orden o que se ha agotado… sin haber descorsetado al país, le pasa el corset al nuevo gobierno surgido del sufragio universal-individual. Hemos ido pasando, así, de un liberalismo autoritario a un liberalismo «constitucionalista» sin cambiar lo esencial. Y el país vive o se desvive históricamente maniatado.

Semejante tragedia es resultado de una «mentalidad» liberal incapaz de superarse a sí misma. Desde esta perspectiva histórico-doctrinal surge la evidencia de que la mayor desgracia política de todos los países iberoamericanos, consiste en haber plagiado la constitución de los Estados Unidos, expresión de la primera revolución liberal, antihispánica y anticatólica de la historia. Si estos países hubiesen acudido o hubiesen podido acudir a su propia naturaleza histórica (a su constitución natural-tradicional) para expresarla (si así lo hubiesen libremente querido) en una constitución positiva, la suerte de Iberoamérica hubiese sido muy distinta. Claro está que hay que cambiar el rumbo, poniendo la proa hacia nosotros mismos. Por ahora parece imposible. Agotado el «sistema» en sí mismo, corrompida la sociedad por la progresiva disolución de las sociedades menores que la constituyen, el poder político ha caído inexorablemente en manos de patanes. Hay que agruparse en las catacumbas, cultivar el sagrado depósito y esperar.

Aquella «mentalidad» liberal que comprime y condiciona nuestros actos, sea que niegue, sea que ignore, sea que separe el orden natural del sobrenatural, constituye, como ya dije antes, una suerte de neope-lagianismo del siglo XX, que siente horror por la armónica unión y distinción entre lo sacro y lo profano, y que «sacraliza», en el fondo, a lo profano mismo. Le causa horror admitir que es sacro todo el orden temporal en cuanto ha sido asumido por Cristo y que tal orden natural no se cura ni se salva sino por Él. La libertad del hombre, que jamás es fin sino propiedad metafísica de la voluntad, no basta para vivir bien. Así lo expresaba San Agustín escribiendo sobre la gracia contra los pela-gianos: «Si el caudal de las fuerzas naturales con el libre albedrío, basta para conocer cómo se debe vivir y para vivir bien, entonces Cristo murió en vano; entonces no tiene razón de ser el escándalo de la Cruz» (De natura et gratia, XL, 47).

A la luz de la Revelación, el liberalismo –como el pelagianismo del siglo V– corrompe y aniquila el libre albedrío y la autoridad generando, como hoy, la disolución de la sociedad cuya inconmensurable corrupción padecemos.

La «globalización» secularista es la plenitud del liberalismo que viene a sustituir a la autoridad ministerial por una tiranía planetaria. En lenguaje agustiniano, es, hoy, una absolutización de la Civitas mundi.