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Los milagros y lo sobrenatural difícilmente son aceptados, y la Iglesia ha actuado siempre con mucha prudencia al respecto. Fueron numerosas las altas autoridades eclesiásticas y muchos los médicos que atestiguaron las curaciones milagrosas y otros fenómenos sobrenaturales incomprensibles para la razón humana, de los que hemos detallado algunos para dar unos pequeños ejemplos de tal abundancia en la vida del Padre Pío. Estas gracias sobrenaturales no eran concedidas por Dios para la autoglorificación de nuestro capuchino, sino para dar testimonio de la vida divina, para llamar a la conversión, para aliviar e incluso curar, y no se perdió ni una sola ocasión sin que acabara haciéndose el bien.
Una conversión espectacular
El confesonario fue el lugar habitual de los sucesivos «milagros» realizados por él. Llegaba a pasar hasta quince horas al día confesando, con lo cual abundaban las verdaderas transformaciones interiores. Una de las conversiones espectaculares, antes de la primera persecución de que fue objeto, fue la del famoso abogado genovés Cesare Festa, gran dignatario de la masonería italiana y primo del doctor Giorgio Festa. Éste había comentado en su informe médico:
«Después de varios exámenes y ver la evolución con el tiempo de las heridas del Padre Pío, no hay otra explicación que la de que nos encontramos ante un caso sobrenatural».
Con su primo Cesare, ateo y rabiosamente anticlerical, mantenían una discusión interminable, hasta que al fin un día le dijo:
–Cesare, anda, vete a San Giovanni Rotondo y encontrarás allí un testigo que acabará con todas tus objeciones. Después ya continuaremos hablando.
Cesare decidió ir, con el propósito de desenmascarar y denunciar lo que él creía ser un fraude.
El Padre Pío no le conocía ni sabía de su existencia. Cuando le vio entrar en la sacristía junto a otros peregrinos, le espetó bruscamente:
–¿Qué hace ése entre nosotros? Es un masón.
–Pues sí, es cierto, lo soy.
–¿Qué papel desempeñas en la masonería?
–Luchar contra la Iglesia.
El Padre Pío, sin decir más, le señaló el confesonario, y ante la estupefacción de todos los presentes el abogado masón se arrodilló, abrió su corazón, y con la ayuda del padre capuchino examinó toda su vida pasada. Cuando se levantó era otro hombre, ¡llevaba la paz en su corazón! Permaneció tres días en el convento y regresó a Génova. Su conversión salió en la primera página de los periódicos. Cesare Festa fue a Lourdes y volvió a San Giovanni Rotondo para recibir de manos del Padre Pío el escapulario de la Orden Tercera franciscana. Todo en pocos meses: de masón a franciscano. Fue recibido por el Papa Benedicto XV, quien le confió esta misión:
–Tengo en gran estima al Padre Pío, a pesar de algunos informes desfavorables que me han hecho llegar. Es un hombre de Dios. Comprométase usted a darlo a conocer, porque no es apreciado por todos como él se merece.
La Gran Logia italiana se reunió para expulsar al abogado renegado. Cesare Festa decidió asistir y dar a conocer su testimonio. El mismo día recibió una carta del Padre Pío animándole:
«No te avergüences de Cristo y de su doctrina; es momento de lucha a rostro descubierto. El Espíritu Santo te dará la fortaleza necesaria».
Dios conquistaba las almas a través del Padre Pío en número incalculable.
Monseñor Damiani de la diócesis de Salto, Uruguay, visitó al Padre Pío y luego comentó a Su Santidad Benedicto XV:
–Es uno de esos hombres extraordinarios que Dios envía a la tierra de vez en cuando para la conversión de los hombres.
Monseñor Damiani al regresar a Uruguay aplicó un guante que había pertenecido al Padre Pío sobre el corazón y el estomago de Sor Teresa, enferma terminal afectada de cáncer de estomago y con problemas cardíacos. Sor Teresa se durmió al momento, soñó que se le acercaba un monje con barba y la tocó en la cara... Al despertar completamente sana, reconoció en una fotografía del Padre Pío al religioso que la había curado.
Interviene el Santo Oficio
En esos años que van de 1919 a 1921, su entrega es total y poco tiempo le queda para mantener una correspondencia abundante con sus directores espirituales como antaño. En noviembre de 1921 escribía al padre Benedetto:
«Me siento devorado por el amor a Dios y al prójimo».
O en otra ocasión: «He trabajado, quiero trabajar; he rezado, quiero rezar; he velado, quiero velar; he llorado, quiero llorar siempre por mis hermanos del exilio. Sé y comprendo que es poco, pero sé hacer eso, soy capaz de hacer eso y eso es todo lo que soy capaz de hacer». Así, simple y sencillo.
Tras la inesperada muerte de Benedicto XV, el 22 de enero de 1922, le sucederá el 1 de febrero de 1922 Achille Ratti, amigo de siempre del padre Gemelli, con el nombre de Pío XI. El 10 de mayo, el Santo Oficio, reunidos sus cardenales inquisidores, tomará en deliberación una serie de medidas internas respecto a la Orden capuchina, so pretexto de frenar el torrente de devociones que desembocaba en el Padre Pío y mantener una mayor prudencia acerca de los fenómenos sobrenaturales. Según sus mismas palabras, pondrán al Padre Pío «bajo observación». Pero las instrucciones que dieron al general de la Orden capuchina eran mucho más severas:
«Que la misa que celebra el Padre Pío sea a horas indeterminadas, con preferencia de madrugada y en privado, que no dé la bendición en público, que no muestre, hable o deje que besen los supuestos estigmas. Que cambie de director espiritual, que no tenga ningún tipo de contacto con el padre Benedetto, ni por carta ni por cualquier otro medio, pues su dirección deja mucho que desear. Que el Padre Pío sea alejado de San Giovanni Rotondo; mejor mandarlo al Norte de Italia».
Se le prohibía responder la correspondencia. Las únicas cartas que podía escribir, con permiso de sus superiores, eran a su familia y las felicitaciones o las condolencias.
En el convento, estas instrucciones cayeron como una bomba. El Padre Pío no pudo ni siquiera compartir su pena y sorpresa con sus directores espirituales. El padre Benedetto morirá veinte años después con la pena de no haber vuelto a ver, ni haber escrito, ni haber hablado con aquel a quien tan admirablemente había dirigido.
Veneno e infamia
El padre Pietro Da Ischitella, provincial de Foggia, al contestar al ministro general de la Orden, indicó:
«... el Padre Pío siempre ha rechazado la ostentación y la vanidad espiritual. Pero sepa usted, padre, que las órdenes del Santo Oficio, por la santa obediencia, ya han sido puestas en marcha. En cuanto a su traslado, permítame indicarle que en ningún lugar de Italia estará más discreto que aquí. Lo apartado, la falta de comunicaciones, aislados por la nieve buena parte del año, proporcionan cierta tranquilidad. Por el contrario, si lo mandamos al norte, ¿no es precisamente allí dónde tiene mayor fama? Espero, pues, sus órdenes para proceder...»
Monseñor Gagliardi no tenía suficiente con eso, se fue a Roma a destilar su veneno en presencia de obispos y cardenales, y no se privó del perjurio para dar mayor fuerza a sus monstruosas calumnias y mentiras.
«Yo mismo lo he visto, lo juro, descubrí un frasco de ácido con el que se provoca las heridas y colonia para perfumárselas. El Padre Pío es un poseso del demonio y los monjes de su convento unos estafadores...»
El 2 de julio Monseñor Gagliardi fue recibido por Pío XI, quien después de escucharle consideró confirmadas las prevenciones contra el capuchino hechas por su amigo el padre Gemelli. A todo esto se sumaron rumores gratuitos contra los capuchinos de San Giovanni, que encontraban en toda Roma oídos complacidos incluso dentro del Santo Oficio. Una nueva vuelta de tuerca se estaba preparando.
Mientras tanto, en Santa Maria delle Grazie (nombre del convento de San Giovanni Rotondo) la vida continuaba a pesar del tumulto exterior por un lado y las coacciones impuestas, por el otro. El Padre Pío continuaba confesando (todavía no se le había prohibido), celebrando misa matinal y convirtiendo almas.