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Al instalarse en su nueva y definitiva residencia, algunos hermanos se habían preocupado por el riesgo de contagio. Con una gran sencillez y también firmeza, les tranquilizó:
–Mi enfermedad no es como las otras.
Por fin sus superiores decidieron mantenerle definitivamente en San Giovanni Rotondo, donde vivirá cincuenta y dos años, hasta su muerte en 1968 a sus 81 años. Le confiaron al principio el cargo de director espiritual y de maestro del pequeño grupo de muchachos que se preparaban para entrar en la Orden. Esta nueva vida le daba profundidad. No sabía que allí iba a empezar su gran misión. Las multitudes iban a acudir a él de todas partes, a ese rincón antes desconocido, y serían atendidas principalmente por sus misas y sus confesiones. No importa que la celebración eucarística dure tres horas o más, los fieles degustarán su mística, sus éxtasis y los dones que Dios se dignó concederle, y el fruto se propagará por doquier, con conversiones inesperadas e inauditas. Otro de los dones del Espíritu Santo de que disponía en abundancia era el de consejo.
Los Grupos de Oración
En Florencia, una chica se tiró del Ponte Vecchio al río Arno. Su hermana vivía atormentada pensando en el hecho de un suicidio premeditado y voluntario, y por tanto que se había condenado. Tal era su dolor que por fin decidió visitar al Padre Pío en San Giovanni Rotondo. Nuestro fraile, en cuanto la vio, le dijo sin más, con su dulzura acostumbrada:
–Del puente al río hay unos segundos. Y no le dijo nada más.
Ella, entre sollozos, sólo pudo balbucear: –Gracias, padre.
¿Cómo sabía él que le iba a preguntar por su hermana si ni siquiera la conocía a ella? Era evidente que por confidencia divina sabía que mientras caía tuvo tiempo de arrepentirse. Realmente la hermana podía regresar con la paz en el corazón.
Había escrito allí en Pietrelcina:
«La oración es el gran negocio de la salvación humana»
Y ahora en San Giovanni lo llevaba a la práctica, contagiando a muchas personas de buena voluntad. Una de las realizaciones más importantes del Padre Pío fueron los Grupos de Oración, que se extenderán por todas partes del mundo a partir de 1945, ayudados también por la exhortación del Papa Pío XII.
Ejercía la dirección espiritual de las almas piadosas que se acercaban a él, dando gran importancia a la lectura espiritual, la meditación, el examen de conciencia, la comunión diaria, la confesión semanal:
–La meditación es la clave del progreso en el conocimiento de uno mismo y en el de Dios, y permite alcanzar la finalidad de la vida espiritual, que es la transformación del alma en Dios.
–¿Y la confesión, padre?
–La confesión es el baño del alma, hijos míos. Hay que lavarla al menos cada ocho días.
Similar a Cristo crucificado
El 20 de septiembre de 1918, estando el Padre Pío ante un gran crucifijo que domina la sillería del coro, recibió los estigmas, visibles y sangrantes, que hasta su muerte lo identificaron con Cristo crucificado. Gracias al padre Benedetto, su amigo, confesor y director espiritual, sabemos los detalles de cómo sucedió, pues sin más preámbulo, y para vencer aquel silencio, aquellas medias palabras, aquel esconderse de miradas, aquella vergüenza natural del Padre Pío, le obligó con estas palabras:
–Hijo mío, dímelo todo claramente... Quiero saberlo todo con detalle y en virtud de la santa obediencia.
De esa forma nuestro querido beato no tuvo más remedio que contar, punto por punto, en carta fechada el 22 de octubre, todo lo sucedido aquel día y podemos comprobar que fue en circunstancias bastantes parecidas a lo acaecido a San Francisco de Asís el 14 de septiembre de 1224, con siete siglos de distancia.
Otra gran diferencia que conviene señalar: lo que fue admitido por la Edad Media cristiana no lo fue tan fácilmente en la época del Padre Pío. Médicos, visitantes oficiales, expertos en la mística, se sucedían para examinarlo y dar su opinión. Se formaron dos grupos opuestos. Los que, después de un estudio profundo y minucioso, sólo encontraron una explicación sobrenatural; y los que, para mantenerse en su incredulidad, buscaron razones de todos los colores aunque ninguna fue lo bastante coherente para ser admitida a través del tiempo. Tampoco faltaron los que se atrevieron a insinuar que aquellas llagas podían ser artificialmente provocadas. Esas heridas sangraron diariamente más de cincuenta años.
La cantidad de sangre perdida diariamente, algo más de una taza, habría acabado con la vida del ser más fornido en menos de un año. Pero en el Padre Pío, enfermizo, falto de salud como hemos visto, tachado de tuberculoso –apenas dormía, comía muy poco, se pasaba muchísimas horas diarias en el confesonario con el consiguiente desgaste–, y jamás en esos cincuenta años tales llagas se infectaron o dieron síntomas de cicatrizarse.
La fama del Padre Pío, bien en un sentido o bien en otro, fue creciendo por toda Italia y por el mundo entero, y no solamente en círculos religiosos o científicos. Una fotografía de nuestro capuchino llegó a manos del general Luigi Cadorna, quien había sido tachado de responsable de la derrota en la batalla de Caporetto contra las tropas austroalemanas en 1917. Tan pronto la vio, le reconoció inmediatamente:
–Éste, éste es el fraile que sin permiso, sin ser anunciado, sin ser visto por nadie, entró en mi despacho aquella noche en que yo había tomado la decisión de suicidarme, con el revólver ya cargado en mi mano. Fue él quien me disuadió de hacerlo y cuando ya me tuvo convencido y arrepentido desapareció tal cual había llegado.
El bueno del general diose cuenta de que había sido beneficiado con una gracia especial del Señor a través de aquel religioso excepcional.
Y la multitud de fieles devotos era cada vez más numerosa.