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El 6 de enero de 1903, después de haber oído misa en Santa Maria degli Angeli, se despidió de todos, de su hermano, sus hermanas, primos, tíos y vecinos.
–No estéis tristes, parecéis como si fuera un duelo. –Y poniéndose de rodillas, antes de subir al tren, se dirigió a su madre:
–Mamma, dame tu bendición.
–Hijo mío, ahora ya no me perteneces a mí, sino a San Francisco.
Estas palabras de su madre, llenas de lágrimas, acudían más tarde a su mente en los momentos en que los ataques del demonio eran más furibundos, y ello le hacía recobrar el valor.
El don de lágrimas
Aquel día, con tres compañeros más de la región –Vincenzo, Salvatore y Giovanni–, ingresó en el convento de Morcone, bajo la tutela del maestro de novicios, el Padre Tommaso Da Monte Sant´ Angelo. De éste, un día el Padre Pío nos dirá:
–Era un poco severo, pero con un corazón de oro, muy bueno, comprensivo y lleno de caridad con los novicios.
Las rígidas reglas, con «disciplinas» incluidas, que regían antaño para los capuchinos y sus novicios, fueron desalentando a su compañero postulante Giovanni, quien creía que nunca podría soportar las mortificaciones y penitencias. Estaba a punto de abandonar, cuando su compañero Francesco le animó:
–¿Después de haber hecho tanto para venir aquí vamos a irnos? ¿Qué dirían nuestros padres y quienes nos han orientado a esta casa? Poco a poco, con la ayuda de la Madonna y de San Francisco, también nosotros nos acostumbraremos como se han acostumbrado los demás. Los que están en este convento y en los otros también, ¿no han sido como nosotros?
–Francesco, tienes razón pero yo soy tan débil... ¡Ay!... Bueno, ¿sabes qué te digo? Me has dado fuerzas, voy a intentarlo de nuevo.
Y así, al acabar el retiro, el 22 de enero, los cuatro postulantes tomaron el hábito.
El padre Tommaso: –Que el Señor te despoje del hombre viejo y de sus acciones. Acepta la luz de Cristo en señal de inmortalidad. Cristo te iluminará.
Francesco Forgione tomó por nombre el de Pío de Pietrelcina, en honor a San Pío Papa Mártir a quien había rezado con tanta frecuencia; y también en memoria de San Pío V, el gran pontífice de la Contrarreforma y vencedor de los turcos en Lepanto.
A todo lo largo del duro noviciado, fray Pío fue siempre ejemplar y puntual en la observancia de la regla y los ayunos que para aquellos jóvenes eran un verdadero suplicio. Se distinguía también por el «don de lágrimas» que derramaba en abundancia, muy en particular en las meditaciones de la Pasión de Cristo. Tantas derramaba, que dejaba en el suelo trazas bien visibles. Para evitar miradas indiscretas tomó la costumbre de extender en el suelo un pañuelo antes de comenzar la meditación diaria.
Un fenómeno asombroso
Pasó un año como novicio en Morcone, durante el cual conoció al padre Benedetto, quien sería su director espiritual junto al padre Agostino; con ambos mantuvo una larga y abundante correspondencia. El 22 de enero de 1904, al acabar la misa, pronunció sus votos temporales con estas palabras:
–Yo, hermano Pío de Pietrelcina, pido y prometo a Dios todopoderoso, a la bienaventurada Virgen María, al bienaventurado Francisco, a todos los santos y a ti, padre mío, observar hasta el fin de mi vida la regla de los hermanos menores confirmada por Su Santidad el Papa Honorio, viviendo en la obediencia, la pobreza y la castidad.
El padre provincial dijo entonces:
–Y yo, en nombre de Dios, te prometo la vida eterna si observas esas cosas.
Mamma Peppa, allí presente, muy emocionada:
–Hijo mío, ya eres entero hijo de San Francisco; que él te bendiga.
El noviciado ha acabado, pero él deberá continuar estudiando y prepararse para la ordenación sacerdotal. Marcha con el hermano Giovanni, ahora fray Anastasio, a Sant´Elia a Pianisi, donde su salud mejorará algo gracias a su clima, pero otra vez sentirá los ataques visibles del diablo, cada vez más violentos, incluso contra su integridad física. También experimentará fenómenos místicos completamente diferentes, como el que le sucedió el 18 de enero de 1905 a sus 18 años:
«...Cuando estaba en el coro con el hermano Anastasio, de repente me encontré en una casa burguesa en la que el padre se estaba muriendo, al mismo tiempo que nacía una criatura.
«Entonces la Santísima Virgen María se me apareció y me dijo: "Te encomiendo esta niña. Es una piedra preciosa en bruto; trabájala, puliméntala, hazla lo más luminosa posible, porque un día desearé adornarme con ella. No lo dudes, ella vendrá a ti, pero antes la encontrarás en San Pedro". Después de esto me volví a encontrar en el coro».
Sintió la necesidad de poner por escrito este hecho insólito y entregarlo al padre Agostino.
Igualmente asombroso es el resto de la historia. Aquella criatura, Giovanna Rizzani, un buen día de 1922 recibirá el consejo de un confesor en San Pedro de Roma de ir a San Giovanni Rotondo. Allí se encaminó y cuál fue su sorpresa al reconocer en el Padre Pío al capuchino que la había confesado en San Pedro. Más sorpresa se llevó todavía cuando el padre le contó haber asistido a su nacimiento en Udine y le dio toda clase de detalles. Giovanna será más adelante terciaria franciscana y fiel hija espiritual del padre Pío.
Se sabe que jamás, ni en 1905 ni nunca, estuvo éste en Udine, cerca de Venecia. Ni en 1922 había salido ni un solo día de San Giovanni Rotondo, lugar de su nuevo y definitivo convento.
Este fenómeno de bilocación de que fue objeto el Padre Pío en numerosas ocasiones nunca se manifestó por su propia voluntad, sino como un don de Dios y siempre para el bien de las almas.
Enclenque, humilde, obediente
Después de dos años y medio en Sant´Elia a Pianisi, de trabajo escolar y espiritual, a pesar de su mejoría inicial, su aspecto era enfermizo. Los pulmones continuaban haciéndole sufrir igual que los desarreglos intestinales. Su semblante era pálido como una pared encalada.
El domingo 27 de enero de 1907, fray Pío hizo por fin la profesión de los votos solemnes y perpetuos, que cumplirá fielmente en grado sumo, y, como veremos más adelante, el de la obediencia de una forma asombrosa y casi inexplicable. Le quedaba terminar sus estudios para ser admitido al sacerdocio. Estos estudios le hacían cambiar de conventos según la materia, primero filosofía en San Marco la Catola, luego teología en Serracapriola, cerca del Adriático; para esta asignatura tuvo como profesor al padre Agostino de San Marco in Lamis, quien va a ser su director espiritual en paralelo con el padre Benedetto.
Pero el aire marino no le sentará bien a nuestro joven religioso; su salud se resentirá e irá de mal en peor. El padre Agostino dirá de él: «Era bueno, obediente, estudioso, aunque enfermizo».
Finalmente sus superiores decidieron mandarlo a su casa en Pietrelcina para la convalecencia. Se instaló en la Torretta, tratando de encontrar en el silencio de esa pequeña habitación aislada la atmósfera del convento que había tenido que abandonar con gran disgusto. A pesar de los cuidados y el gozo de su madre y demás familia, no abandonó la vida regular de oración y meditación que le correspondía en armonía con sus hermanos que quedaron en la comunidad. Casi un año permaneció en Pietrelcina, visitado esporádicamente por el padre Agostino. Aparentemente curado, se reincorporó al convento, pero esta vez en Montefusco, donde reanudó sus estudios de teología.
Uno de sus profesores, el padre Bernardino de San Giovanni Rotondo, comentará:
«No se distinguía por su inteligencia, que era corriente. Se distinguía por su comportamiento... siempre humilde, dulce, obediente».
Pero continuaba enclenque, enfermizo, con dolores en el tórax, con abundantes fiebres. Al cabo de seis meses sus superiores decidieron enviarlo de nuevo a su casa, pensando que se repondría pronto para poder continuar sus estudios de teología y ser ordenado sacerdote. Sin embargo, fueron casi siete años los que el joven capuchino, que sufría una especie de tuberculosis no diagnosticada, permaneció en Pietrelcina sin abandonar sus estudios gracias a la ayuda de los diferentes sacerdotes del entorno. El 18 de julio de 1909 fue ordenado diácono en la iglesia del convento de Morcone.
Las asechanzas del Maligno
Tampoco en esa etapa de la vida del Padre Pío cesó el demonio de instigarle para convencerle de que dejara su vocación de capuchino. Estando en el convento de Gesualdo, presentose un día bajo la apariencia del padre Agostino, lo cual ya extrañó a nuestro fraile. Entre reprimendas y consejos le vino a decir que no podría llevar la vida tan dura de los capuchinos:
–Tu salud, hijo mío, no lo resistiría. Te puedes santificar en el mundo lo mismo que en el convento y el apostolado es a veces más fecundo. Es evidente que esa es la voluntad del Señor.
Se extrañó el hermano Pío al oír aquellas palabras de su propio director, y recibiendo una especial iluminación, aprovechó una pausa de su interlocutor y le contestó:
–Sabe usted, padre, para mí lo único que cuenta es la voluntad del Señor. Pues bien, para reafirmarme en esa disposición le pido que diga usted bien fuerte conmigo: ¡Viva Jesús!
Al instante el visitante desapareció dejando tras de sí un olor nauseabundo.
En enero de 1910, cada vez más preocupado por su salud, pidió a sus superiores ser ordenado sacerdote prematuramente. Temía morir antes de haber sido ordenado. Por fin, el 10 de agosto, una vez superada una nueva crisis de fiebre alta, en presencia de su madre y del padre Benedetto, era ordenado sacerdote en Benevento por Monseñor Paolo Shinosi, arzobispo de Marcianopoli. En las estampas de su ordenación había hecho imprimir estas palabras:
Oh Jesús,
mi alimento y mi vida,
te elevo
en un misterio de amor.
Que contigo sea yo para el mundo
Camino, Verdad y Vida,
y para ti sacerdote santo,
víctima perfecta.
Padre Pío, capuchino.