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Introducción
Una figura como la del Padre Pío, con su costado sangrante, con los estigmas en pies y manos durante cincuenta años; que se enfrentaba físicamente al demonio con frecuencia; que tenía el don sobrenatural de profetizar y de conocer el interior de las conciencias; el don de bilocación en repetidas ocasiones, etc.; un santo con estas características ha sido suscitado por Dios para sacudir la incredulidad de nuestro siglo y para escándalo de las mentes secularizadas.
¿Qué explicación cabe dar al fenómeno popular suscitado por el Padre Pío?
Vittorio Messori ha visto en esta devoción popular hacia al Padre Pío una especie de «rebelión de los laicos hacia una parte del clero» que ha caído en una trampa racionalista.
No podemos olvidar que es Dios quien suscita todos y cada uno de los modelos de santidad. Algo querrá decirnos con los dones místicos que ha dado el Padre Pío, poniéndolo como «signo de la prioridad de lo sobrenatural», ante los ojos de este mundo. ¡El Padre Pío es un santo para tiempos de secularización!
José Ignacio Munilla Aguirre
Parroquia de El Salvador
Zumárraga (Guipúzcoa)
Prólogo
Desde que leí la primera obra de Enrique Calicó, Momentos de una vida, la recomendé verbalmente y por escrito, y lo mismo he continuando haciendo con todas sus numerosas obras posteriores. Los motivos son muchos. El más importante es que toda la obra escrita de Calicó es un mensaje de esperanza y de alegría, fundado en su sano sentido común y sobre todo en su firme y valiente fe, que llevan siempre al amor de Dios, a los demás, y a todo lo creado, por y para Dios. Siempre he podido comprobar que su lectura hace mucho bien a los más variados lectores, independientemente de la edad, de la profesión, del grado de cultura y hasta del modo de pensar.
En el presente libro ofrece una completa biografía de lo que se llamó «el caso» del Padre Pío, por la serie de fenómenos extraordinarios que acompañaron a su vida mística, como visiones, bilocaciones, curaciones, profecías y la reproducción de los estigmas que Cristo sufrió al ser crucificado. El mejor Prólogo a esta obra, aunque pueda sorprender a algunos, va a ser recordar la doctrina de Santo Tomás sobre la mística.
Enseña el Aquinate que sólo Dios puede producir el conocimiento místico en el hombre mediante la actuación de los dones del Espíritu Santo. A diferencia de las virtudes infusas –como son las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), las cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) y sus derivadas–, en las que Dios es causa principal primera, y la criatura, causa principal segunda subordinada, los dones del Espíritu Santo –sabiduría, entendimiento, ciencia, consejo, piedad, fortaleza y temor de Dios– tienen como causa principal única al Espíritu divino y la criatura sólo es causa instrumental.
Las virtudes infusas son más perfectas que las virtudes adquiridas, que se obtienen por la repetición de actos, puesto que su origen es sobrenatural. Sin embargo, por ser recibidas en las facultades humanas y actuadas por ellas, aunque bajo la moción divina de la gracia actual, sus actos se producen al modo humano y se acomodan así a su imperfección. Además, en su ejercicio el sujeto está en pleno estado activo y tiene conciencia de que es él quien obra, cuando y como quiere. En cambio, los dones, que son movidos por el mismo Espíritu Santo, hacen actuar a las virtudes infusas al modo divino o sobrenatural, de un modo proporcionado a su propia naturaleza. Ya no están reguladas por la razón humana, que las hace imperfectas.
Bajo el régimen de la razón, en el que actúan las virtudes infusas, en lo que se denomina ascética, es imposible que se produzcan experiencias plenas de lo divino. En cambio, la mística es un efecto de la actuación de los dones, que se reciben conjuntamente con la gracia y las virtudes infusas, que como potencias o como elementos dinámicos sobrenaturales son inseparables de la gracia santificante, que constituye como la esencia, o elemento sustentante y estático, del organismo sobrenatural.
Al igual que el alma humana no percibe directamente sus hábitos naturales sino sólo por sus actos, los dones, que como las virtudes son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios, y que requieren la gracia actual, sólo se perciben cuando actúan. De cada actuación de un don resulta una acto místico. Su intensidad dependerá de la del don.
Si estos actos se producen de forma repetida y predominante se entra en el pleno estado místico. Es un estado sobrehumano de practicar las virtudes, en la que caben muchos grados, pero extraños a la psicología humana, desde el insensible hasta el totalmente predominante. En todos ellos, se da un ejercicio sobrehumano de las virtudes, especialmente la fe, la esperanza y la caridad.
Tales estados producen ordinariamente el sentimiento o la experiencia de Dios, acompañada de la conciencia de que tal impresión no ha sido producida por su sujeto ni que pueda retenerla más tiempo del que quiera el agente extraño y misterioso que la produce. El sujeto es pasivo, aunque no absolutamente, porque reacciona consintiendo de manera voluntaria y libre. En este estado místico, el efecto esencial y primario de los dones es producir la actuación de las virtudes de un modo sobrehumano, de un modo divino, distinto de su simple actuación al modo humano, característica esencial del estado ascético. El segundo efecto, accidental y secundario es la experiencia de lo divino. A veces el don actúa en su plenitud y produce los dos efectos. Otras veces sólo ejerce su aspecto esencial, dejando en suspenso el segundo. En ambos casos hay un acto místico. Si son frecuentes e intensos aparece el estado místico, un estado habitual de predominio de los dones sobre las virtudes.
El estado místico por excelencia es la contemplación, producida por los dones intelectivos de sabiduría –el juzgar rectamente según razones divinas–, inteligencia –la penetración profundísima en los misterios sobrenaturales– y ciencia –el juzgar rectamente de las cosas creadas–, que actúan respectivamente sobre la caridad, la fe y la esperanza. Los dones de consejo –el juzgar rectamente de lo referente a la conducta práctica–, de piedad –que excita el afecto filial hacia Dios y la fraternidad universal–, de fortaleza –que lleva al heroísmo más perfecto–, de temor –que perfecciona la esperanza y la templanza–, que actúan respectivamente sobre las virtudes cardinales de la prudencia, justicia, fortaleza y templanza, también crecen a la vez que los anteriores.
La contemplación, que es un acto intelectual y amoroso, no proporciona una experiencia clara y distinta de Dios, sino oscura y confusa, aunque a veces va acompañada de fenómenos extraordinarios como visiones y revelaciones, que son fruto de nuevas gracias.
Tampoco se puede expresar con propiedad lo percibido contemplativamente. La experiencia mística es inefable, por trascender como sobrenatural el modo discursivo de la razón del hombre, y se produce de diversas formas, con predominio del entendimiento o de la voluntad, suave y deleitable o violenta y dolorosa (arrobamiento y rapto). Tiene repercusiones en el cuerpo, aunque no se dan siempre.
Uno de estos efectos corporales más conocido es el éxtasis, que consiste en la enajenación total de los sentidos, y, por tanto, es como estar fuera de sí por la unión íntima con Dios. La absorción del espíritu, en este acto contemplativo, repercute en el cuerpo, que queda como falto de energías, de modo parecido al que se entrega totalmente a lo material, le queda el espíritu como debilitado para sus propias operaciones. Además de la suspensión de los sentidos externos o internos, según los grados, el éxtasis provoca la insensibilidad e inmovilidad absoluta, cambio de expresión en el rostro, y a veces fenómenos sorprendentes como la estigmatización, las lágrimas, el sudor de sangre, el ayuno prolongado, privación del sueño, la traslación corporal casi instantánea de un sitio a otro, la bilocación, la levitación, el tránsito del cuerpo a través de otro, la irradiación de resplandores y la exhalación de olores perfumados.
La mística también produce fenómenos de orden afectivo –incendios de amor– y de orden cognoscitivo –visiones corporales (apariciones), visiones imaginarias, visiones intelectuales–, locuciones –auriculares, imaginarias, intelectuales–, revelaciones, discernimiento de espíritus o conocimiento sobrenatural de secretos íntimos, reconocimiento de cosas sagradas, y otros. Sin embargo, el éxtasis y estos fenómenos no son esenciales del estado místico, sino solamente uno de sus signos.
Toda esta profunda doctrina implica que la ascética y la mística se compenetran mutuamente. No hay un estado ascético puro ni uno místico exclusivamente. La distinta denominación se hace según el predominio de los actos ascéticos o místicos. También supone que la mística no es un don anormal o extraordinario, ya que comienza en el estado ascético y todo cristiano participa de alguna manera de ella.
Por último, conviene saber que la plena perfección cristiana está en la mística. Las virtudes infusas no pueden lograr su perfección, que es en lo que consiste la perfección cristiana, sobre todo la virtud de la caridad, el amor a Dios y por Dios, si no es bajo la influencia de los dones del Espíritu Santo actuando sobre ellas al modo divino o sobrehumano, y, por tanto, en la vida mística. De manera que la llamada universal a la perfección o a la santidad lo es a la mística.
En su cuento El principito, SaintExupéry pone en boca de uno de sus personajes: «Éste es mi secreto. Es muy sencillo: no se ve bien más que con el corazón». Podría decirse que el gran secreto que nos revela Enrique Calicó, y que ha aprendido del Padre Pío, es que se ve mejor y se ama más con los dones del Espíritu Santo. Hay que pedir siempre los dones del Espíritu Santo, porque son necesarios para la misma salvación eterna.
Eudaldo Forment
Facultad de Filosofía,
Universidad de Barcelona