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Tierra de Promisión a la vista

El ambiente de la época en que vivió Pascual tendía a la conquista de la perfección cristiana. Es un tiempo en que Ignacio de Loyola lanza a sus soldados a las aventuras y a las conquistas de todo cuanto podía redundar en la mayor gloria de Dios. Es entonces cuando Teresa de Ávila, enamorada de Dios, sabe que tiene al mundo subyugado a sus pies, y funda aquí y allá conventos del Carmelo. Es el tiempo que en Pedro de Alcántara, extremadamente penitente y dedicado a la contemplación, emprende la fundación de sus conventos, futuros planteles de mártires y de santos.

Los franciscanos discípulos de este último fueron recibidos con admiración en la región por donde vagaba Pascual al frente de su rebaño. Iban ellos con los pies descalzos y con el cuerpo vestido de humildísimo sayal, se sustentaban con el pan que recogían mendigando de puerta en puerta, y pasaban largas horas prosternados ante el altar.

Cerca de Monforte se alzaba un modesto santuario dedicado a Nuestra Señora de Loreto, donde la Reina del cielo se complacía en prodigar sus favores. El pueblo suplicó a los religiosos recién llegados que establecieran allí su residencia, para sostener el culto. Quería verse ayudado por la compañía de unos hombres tenidos por santos.

También Juana de Portugal, marquesa de Elche, los deseaba en sus dominios, y proyectaba fundar un convento para aquellos varones apostólicos al lado de unos admirables palmerales.

Pedro de Alcántara, que por aquel entonces habitaba en el Pedroso, tiene noticias de estos piadosos proyectos, y envía allá a varios de sus discípulos, entre ellos a José de Cardeneto, modelo de paciencia y de austeridad, cuyo último suspiro había de ser un cántico de alegría; Bartolomé de Santa Ana, delante del cual no tenía reparo Santa Teresa de Jesús en quitarse el velo y mostrar el rostro al descubierto, pues lo estimaba «un ángel»; Alfonso de Lirena, hombre tan intrépido como prudente, que en las fundaciones de conventos parecía «realizar lo imposible», y Antonio de Segura, famoso por su altísimo espíritu de oración.

Una vez llegados éstos a su destino, construyeron con la ayuda del pueblo el convento de Loreto, cuyos planos habían sido personalmente trazados por fray Pedro de Alcántara. Para entrar en las pequeñas celdas era preciso bajarse, pues el pavimento de las mismas era la desnuda tierra.

Esta fundación fue para Pascual un descubrimiento, de tal modo que comenzó a frecuentar la iglesia y a darse a conocer a los religiosos por medio de sus limosnas, y también en el confesionario.

Cada día se veía el pastor más irresistiblemente atraído hacia el santuario. En él comulgaba con frecuencia, sintiéndose entonces más feliz que nunca. Cuando allí se entregaba a la oración, le parecía que su alma gozaba, mejor que en parte alguna, de una íntima unión con Jesucristo. García, su patrón entonces, nos dice:

«Yo le sorprendía diariamente antes del amanecer, puesto de rodillas en la pradera, con el rostro vuelto hacia la capilla de Loreto».

«En esta actitud, añade otro testigo, solía permanecer inmóvil e insensible lo mismo al viento que a la lluvia. Muchas veces era preciso que lo sacudiéramos con violencia para hacerlo volver a las realidades de la vida.

«Dios mismo parecía velar especialmente sobre su rebaño, porque nunca los lobos, que nos obligaban a nosotros a estar alerta toda la noche, le arrebataron a él oveja alguna.

«Éstas, a su vez, pastando en los mismos parajes que las nuestras, engrosaban a maravilla y crecían sensiblemente».

«Por lo que a mí toca, añade Navarro, su mayoral, le permitía a veces asistir a Misa durante la semana. No podía proporcionarle cosa alguna que fuese tan de su agrado. Pascual se multiplicaba a fin de no faltar por ello a ninguna de sus ocupaciones, y una vez obtenida la licencia deseada, parecía quedar transfigurado en otro hombre.

«Hay una montaña próxima a Elche, desde la cual se divisa toda la población. A esta montaña solía conducir el Santo su rebaño siempre que no podía proporcionarle pasto en los alrededores de la capilla de Loreto.

«En dicha montaña se le veía permanecer como en éxtasis durante largas horas, mirando alternativamente a Elche y a Loreto.

«Se alejaba con tristeza del templo, y siempre que desde el campo sentía la señal de la campana, anunciando el momento en que el Santo Sacrificio llegaba al acto de la consagración, se reconcentraba en sí mismo para no pensar sino en Dios.

«El Santo se hallaba cierto día a alguna distancia de nosotros: la naturaleza comenzaba a animarse y el sol cubría con su manto de luz la pradera, humedecida aún por el rocío.

«Pascual oraba puesto de rodillas y con las manos juntas. Se oye en este momento el sonido de la campana, y el joven exhala un grito: “¡Mirad! ¡Allá, allá!”, dice, indicando con el dedo el cielo. Sus ojos ven una estrella en el firmamento... Luego la nube se rasga y Pascual contempla, como si estuviera delante del altar, una hostia puesta sobre un cáliz, y circuida por un coro de ángeles que la adoran.

«Aunque lleno el joven de temor en un principio, no tarda mucho en dejarse llevar de sus transportes de alegría: “Jesús, Jesús se encuentra allí!” exclama hondamente conmovido.

«Nuestros ojos buscan entonces la dirección que él indica, pero no descubren otra cosa que la azul inmensidad de los cielos. Y sin embargo el Beato tenía razón. Para él todo era visible, porque era puro y santo... en tanto que nuestra vista, cegada por los pecados, no alcanzaba a ver cosa alguna.

«¡Ah! termina Navarro, me portaría como cristiano pérfido, si no diera fe al testimonio de Pascual. Estoy segurísimo que veía el Santísimo Sacramento. Pero ¿qué tiene esto de extraño? ¡Lo amaba tanto!»

Oigamos ahora la propuesta que Martín García, su patrono, hizo cierto día al santo pastor:

«Hijo mío, ya ves que Dios no me ha dado hijos; pero yo te quiero mucho y mi esposa te ama con no menor ternura... Pascual, ¡consiente en ser tenido por hijo nuestro! Desde hoy vivirás a nuestro lado, y nosotros te buscaremos una compañera digna de tu virtud.

«Rico y sin trabajo, vivirás bajo nuestro techo y podrás dedicarte a la oración en la medida de tus deseos y frecuentar cuanto gustes la iglesia».

Martín acariciaba este proyecto de mucho tiempo atrás; pero el Padre San Francisco, dice la antigua Crónica, se había anticipado a él en adoptarle por hijo.

«Mi amo, replicó Pascual todo confuso, ¡qué bueno sois! Ciertamente que yo no soy digno de un tal favor... Aparte de esto, me es imposible aceptarlo, porque estoy resuelto a hacerme religioso... Si yo tuviera riquezas, las abandonaría. ¡Tan lejos estoy de buscarlas! ¡Oh, sí! Desde ahora prometo entrar en el convento».

Y dichas estas palabras, el joven se dio prisa en llamar a las puertas del convento de Loreto.