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Miércoles, VII semana

Eclesiastés 5,9 - 6,8

Buscad los bienes de arriba

San Jerónimo

Comentario sobre el Eclesiastés

Si a un hombre le concede Dios bienes y riquezas y ca­pacidad de comer de ellas, de llevarse su porción y dis­frutar de sus trabajos, eso sí que es don de Dios. No pen­sará mucho en los años de su vida si Dios le concede ale­gría interior. Lo que se afirma aquí es que, en compara­ción de aquel que come de sus riquezas en la oscuridad de sus muchos cuidados y reúne con enorme cansancio bie­nes perecederos, es mejor la condición del que disfruta de lo presente. Éste, en efecto, disfruta de un placer, aunque pequeño; aquél, en cambio, sólo experimenta grandes preocupaciones. Y explica el motivo por qué es un don le Dios el poder disfrutar de las riquezas: No pensará mucho en los años de su vida.

Dios, en efecto, hace que se distraiga con alegría de co­razón: no estará triste, sus pensamientos no lo molestarán, absorto como está por la alegría y el goce presente. Pero es mejor entender esto, según el Apóstol, de la comi­da y bebida espirituales que nos da Dios, y reconocer la bondad de todo aquel esfuerzo, porque se necesita gran trabajo y esfuerzo para llegar a la contemplación de los bienes verdaderos. Y ésta es la suerte que nos pertenece: alegrarnos de nuestros esfuerzos y fatigas. Lo cual, aun­que es bueno, sin embargo no es aún la bondad total, has­ta que aparezca Cristo, vida nuestra.

Toda la fatiga del hombre es para la boca, y el estó­mago no se llena. ¿Qué ventaja le saca el sabio al necio, o al pobre el que sabe manejarse en la vida?. Todo aquello por lo cual se fatigan los hombres en este mundo se con­sume con la boca y, una vez triturado por los diente, pasa al vientre para ser digerido. Y el pequeño placer que causa a nuestro paladar dura tan sólo el momento en que pasa por nuestra garganta.

Y, después de todo esto, nunca se sacia el alma del que come: ya porque vuelve a desear lo que ha comido (y tan­to el sabio como el necio no pueden vivir sin comer, y el pobre sólo se preocupa de cómo podrá sustentar su débil organismo para no morir de inanición), ya porque el alma ningún provecho saca de este alimento corporal, y la comida es igualmente necesaria para el sabio que para el necio, y allí se encamina el pobre donde adivina que ha­llará recursos.

Es preferible entender estas afirmaciones como referi­das al hombre eclesiástico, el cual, instruido en las Escrituras santas, se fatiga para la boca, y el estómago no se llena, porque siempre desea aprender más. Y en esto sí que el sabio aventaja al necio; porque, sintiéndose pobre (aquel pobre que es proclamado dichoso en el Evangelio), trata de comprender aquello que pertenece a la vida, anda por el camino angosto y estrecho que lleva a la vida, es pobre en obras malas y sabe dónde habita Cristo, que es la vida.