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Cuando el creyente se queda solo

En el siglo IX a.C. los israelitas se habían dejado llevar masivamente por el culto a los baales. Frente al Dios de Israel –invisible, trascendente– era muy fácil ceder al culto de los cananeos: su dios Baal garantizaba la lluvia y la fertilidad del suelo, y por tanto la cosechas. La tentación de aceptar un dios a su alcance, fácilmente manipulable mediante ciertos ritos, era fuerte. Porque el Dios de Israel, soberano y majestuoso, no se dejaba manejar en absoluto.

El culto a Baal era además propiciado por el poder político. Ajab, el rey de Israel, casado con Jezabel –una siro-fenicia–, propició la existencia de baales y astartés. La inmensa mayoría del pueblo, si no abandonó del todo la fe en Yahveh, sí al menos aceptó un sincretismo: intentó combinar el culto a Yahveh con el de Baal, que parecía asegurarles la fertilidad de sus campos.

En este contexto surge un hombre que no tolera ambigüedades y quiere defender a toda costa la pureza de la fe: Elías. Su mismo nombre –literalmente Eliyahu– es una declaración de guerra: «Mi Dios es Yahveh».

Pero no se conformó con las palabras. Pasó a los hechos. Y retó al pueblo que de debatía en esta ambigüedad: «¿Hasta cuándo vais a estar cojeando con los dos pies? Si Yahveh es Dios, seguidle; si Baal, seguid a Baal» (18,21). La interpelación era clara y tajante: no se puede jugar a dos cartas. Estaba en juego la verdad, y por tanto el bien del pueblo. Si seguían a un Dios falso, eso significaba vivir en la mentira y acabar en el fracaso. Estas palabras parecen anticipar las de Jesús: «No podéis servir a dos señores… No podéis servir a Dios y la Dinero» (Mt 6,24).

El pueblo no respondió nada. Sabían que Elías tenía razón. Pero estaban demasiado comprometidos con los baales, que les proporcionaban cierta seguridad…

Elías había quedado solo frente a los 450 profetas de Baal. Y realizó una propuesta audaz: ofrecer sendos sacrificios a los respectivos dioses, y el que hiciera bajar fuego del cielo sobre la ofrenda demostraría ser el verdadero Dios.

Elías estaba solo, pero le sostenía una fe inquebrantable en el Dios de Israel. Por eso se dirigió a Él suplicándole que actuase con hechos: «Yahveh, que se sepa hoy que tú eres Dios… respóndeme, y que todo este pueblo sepa que tú eres Dios que conviertes los corazones» (18,36-37).

Y Dios respondió. Y actuó una vez más, como ya lo había hecho tantas veces en la historia del pueblo. Y mostró con su actuación su realidad, su presencia, su poder.

Pero a Elías le tocó huir: se había opuesto a la reina. Y ésta juró que exterminaría a aquel hombre que osaba interponerse a su autoridad. Más aún cuando Elías denuncia al rey su abuso de poder al llegar a mandar –siempre bajo el consejo de su esposa Jezabel– que fuera asesinado un hombre del pueblo –Nabot– para quedarse con la viña que se le había negado a venderle (c.21).

Elías es perseguido a muerte y tiene que ocultarse y huir. Llega a experimentar el cansancio y el desaliento, llega incluso a desearse la muerte… Pero el Dios que se ha mostrado vivo y verdadero le sostiene y le cuida. Y en la intimidad de Horeb reanima sus fuerzas, reaviva su fe, le inunda de fortaleza y le capacita para seguir llevando adelante la misión confiada.

Cuando el creyente se queda solo es el momento de la prueba. Pero también es el momento de la fe que mueve montañas (Mt 17,20). Es el momento de la confianza que posibilita que Dios demuestre con los hechos que es real y verdadero (frente a los falsos dioses que el hombre, hoy como ayer, se construye). Es el momento de la fortaleza ante la persecución, incluso arriesgando la propia vida. Y, sobre todo, es el momento en que Dios actúa, realizando prodigios y maravillas, y llevando adelante su plan de salvación…

(Texto bíblico: 1 Reyes 17-22; 2 Reyes 1-2)