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Tiempo Ordinario

Domingo II del Tiempo Ordinario

Por amor de Sión

Is 62,1-5; Sal 95; Jn 2, 1-11

Fuera ya del tiempo de Navidad, la liturgia de hoy todavía se detienen a saborear algo de lo que en ese tiempo se nos ha dado. El Evangelio nos habla de un misterio nupcial: «había una boda». Cristo aparece como el Esposo que celebra el festín de las bodas con la Esposa, la Iglesia, cuyo modelo es María –«la mujer»–. En efecto, la liturgia de Navidad nos ha hecho contemplar el misterio de la encarnación como los desposorios del Verbo con la humanidad.

A la luz del evangelio, la primera lectura expresa este amor apasionado de Cristo por su Iglesia, a la que anhela embellecer y adornar con su propia santidad: «por amor de Jerusalén, no descansaré hasta que rompa la aurora de su justicia». La Iglesia, antes abandonada y devastada, ahora es la «Desposada». El amor de Cristo, lavándola y uniéndola consigo, la ha hecho nueva: «Te pondrán un nombre nuevo pronunciado por la boca del Señor». Más aún, la ha engalanado, depositando en ella sus propias gracias y virtudes, la ha colmado de una gloria que es visible para todos los pueblos.

El salmo 95 –típico del tiempo de Navidad– canta estas maravillas obradas en la Iglesia Esposa, invitando a «toda la tierra» a unirse a su alabanza. Es un himno exultante: «Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones», pues la gloria de la Iglesia le viene de su Esposo. «Cantad al Señor un cántico nuevo», pues la Iglesia que ha sido renovada por la gracia de la Navidad es capaz de cantar de manera nueva.


Domingo III del Tiempo Ordinario

Los ojos fijos en Él

Lc 1,1-4; 4,14-21

El texto de hoy nos presenta a Jesús en la Sinagoga proclamando la palabra divina. «Todos tenían los ojos fijos en él». Esta actitud de los presentes ilumina de manera elocuente cuál ha de ser también nuestra actitud. Puesto que Cristo «está presente en su palabra» y «cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura es Él mismo quien habla» (Sacrosanctum Concilium 7), no tiene sentido una postura impersonal. Sólo cabe estar a la escucha de Cristo mismo, con toda la atención de la mente y del corazón, pendientes de cada una de sus palabras, «con los ojos fijos en él».

«Hoy se cumple esta Escritura». La palabra que Cristo nos comunica de manera personal en ese diálogo «de tú a tú» es además una palabra eficaz; o sea, que no sólo nos comunica un mensaje, sino que por su propio dinamismo «realiza aquello que significa o expresa» (Is 55,11). Si escuchamos con fe lo que Cristo nos dice, experimentaremos gozosamente que esa palabra se hace realidad en nuestra vida. Hoy y aquí, en la proclamación eficaz de la liturgia, se cumple esta Escritura.

«Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres». Esta palabra de Cristo es siempre evangelio, buena noticia. Pero sólo puede ser reconocida y experimentada como tal por un corazón pobre. El que se siente satisfecho con las cosas de este mundo no capta la insondable riqueza de la palabra de Cristo ni experimenta su dulzura y su consuelo (Sal 19,11). Las riquezas entorpecen el fruto de la palabra (Mt 13,22). Sólo el que se acerca a ella con hambre y sed experimenta la dicha de ser saciado (Mt 5,6).


Domingo IV del Tiempo Ordinario

Te convierto en plaza fuerte

Lc 4,21-30

«¿No es este el hijo de José?» Los paisanos de Jesús encuentran dificultades para dar el salto de la fe. Están demasiado acostumbrados a una mirada a ras de tierra y se aferran a ella. Y ello acabará llevándoles a rechazar a Jesús... También a nosotros nos da vértigo la fe. Y preferimos seguir anclados en nuestras –falsas– seguridades. Mantenemos la mirada rastrera –que muchas veces calificamos de «racional» y «razonable»– sobre las personas y acontecimientos, sobre la Iglesia y sobre el misterio mismo de Dios...

«Ningún profeta es bien mirado en su tierra». Llama la atención la actitud desafiante, casi provocativa, de Jesús. Ante la resistencia de sus paisanos no rebaja el listón, no se aviene a componendas, no entra en negociaciones. La verdad no se negocia. La divinidad de Cristo podrá ser aceptada o rechazada, pero no depende de ningún consenso. Cuando los corazones están cerrados, Jesús no suaviza su postura; se diría que incluso la endurece, para que las personas tomen postura ante él. «O conmigo o contra mí».

«Se abrió paso entre ellos...» Destaca también la majestad soberana con que Jesús se libra de quienes pretendían eliminarlo. En Él se percibe esa fortaleza divina anunciada en la 1ª lectura (Jer 1,17-19): Jesús es «plaza fuerte», «columna de hierro», «muralla de bronce»; aunque todos luchen contra él no pueden. No son las circunstancias externas ni los hombres quienes deciden acerca de su vida o de su muerte; es su voluntad libre y soberana la que se impone a todo.


Domingo V del Tiempo Ordinario

Perder pie

Lc, 5, 1-11

La grandeza de Pedro en este pasaje evangélico consiste en no fiarse de sí mismo, de su propio juicio, de su «experiencia». Humanamente hablando, como pescador experimentado, tenía razones de sobra para oponerse a la orden de Jesús: «Nos hemos pasado la noche bregando y no hemos pescado nada». Sin embargo, deja sus conocimientos y su experiencia a un lado para apoyarse en la palabra de Jesús: «Por tu palabra, echaré las redes». Muchas dificultades en nuestra vida de fe provienen de aquí: nos aferramos a nuestras «experiencias», muchas veces mal hechas, en lugar de fiarnos pura y simplemente de la palabra de Cristo.

Es precisamente este salto de fe el que capacita a Pedro para colaborar eficazmente con Cristo. Primero ha tenido que pasar por la experiencia de un fracaso: sus muchos esfuerzos no han conseguido nada. Y desde esa experiencia de su pobreza puede abrirse a recibir una gran redada, una pesca abundante, pero como don, como gracia. Sólo así Jesús puede decirle: «Desde ahora serás pescador de hombres».

Y es que para colaborar con Cristo en su misión y en su tarea no bastan las cualidades humanas. Para ser instrumento de Cristo y de su obra hace falta «perder pie» y caminar en la fe, apoyado en la humildad. Es también esta la experiencia de Pedro –«apártate de mí, Señor, que soy un pecador»–, que va unida al asombro por la grandeza de Cristo y por su capacidad de realizar acciones que sobrepasan infinitamente las posibilidades humanas.


Domingo VI del Tiempo Ordinario

El peligro de las riquezas

Lc 6,7.20-26

Jesús no sólo pone las bienaventuranzas en positivo. El «¡ay de vosotros!» es un fuerte aldabonazo para que nadie se llame a engaño. Con ello está resaltando que no se puede ser rico y cristiano al mismo tiempo. Nunca más necesarias estas palabras de Cristo que ahora. Vivimos en una sociedad opulenta y con frecuencia se intenta compaginar las riquezas y la fe en Jesucristo.

Sin embargo, el evangelio es bastante explícito y Jesús no ahorra palabras para poner en guardia frente al peligro de las riquezas. Pocos males hay tan rechazados en los evangelios como este. Ante todo, porque las riquezas embotan, hacen al hombre necio e impiden escuchar la palabra de la salvación (Mt 13,22). Las riquezas llevan al hombre a hacerse auto-suficiente, endurecen su corazón y le impiden acoger a Dios; en vez de recibir todo como hijo, lleno de gratitud, el rico se afianza en sus posesiones y se olvida de Dios (Lc 12,15-21).

Por eso hemos escuchado en la primera lectura: «Maldito el hombre que confía en el hombre». La Virgen sabía bien al cantar el Magnificat: «A los ricos los despide vacíos» (Lc 1,53). Las riquezas empobrecen al hombre. Le impiden experimentar la inmensa dicha de poseer sólo a Dios.

A Cristo le duele que el rico se pierda al no haber encontrado el único tesoro verdadero (Mt 13,44) y por eso grita y denuncia el daño de las riquezas, que además cierran y endurecen el corazón frente al hermano necesitado. Epulón no ha hecho nada malo a Lázaro; es condenado simplemente porque no le ha atendido (Lc 16,19-31).


Domingo VII del Tiempo Ordinario

La propia medida

Lc 6,27-38

Es inconcebible la capacidad de los cristianos de reducir el evangelio a cuatro normas éticas razonables, es decir, a la propia medida. Sin embargo, Cristo quiere llevarnos a lo infinito: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Quizá el pecado radical es precisamente no contemplar al Padre.

Porque sólo desde ahí es inteligible el mandato de Cristo de amar a los enemigos. No sólo de perdonar –menos todavía el «perdono, pero no olvido», que no es perdón ni es nada–, sino de amar positivamente, hasta dar la vida por los mismos enemigos como ha hecho Cristo.

Bien visto, muchos cristianos tienen de tales sólo el nombre. Aman a los que los aman a ellos, hacen el bien a quien se lo hace a ellos, prestan cuando esperan sacar alguna ganancia. Y lo malo es que no sólo son fallos de hecho pero repudiados, sino que la misma mentalidad, la manera de pensar, no es evangélica, no es la de Cristo.

Y no digamos nada de la sentencia evangélica: «A quien te pide, dale». O del «no juzguéis». Se hace urgente una conversión de los católicos en la mente y en corazón para acercarnos al evangelio del que hemos renegado.


Domingo VIII del Tiempo Ordinario

Guías ciegos...

Lc 6,39-45

El texto evangélico de hoy es ante todo una llamada a no juzgar. Jesús no dice que «estaría bien» no juzgar, sino que el que juzga necesariamente se equivoca. En efecto, sólo Cristo conoce lo que hay en el corazón del hombre (Jn 2, 24-25), pues «los hombres miran las apariencias, pero Dios ve el corazón» (1 Sam 16,7). Y además el ojo del que juzga está incapacitado para ver por la viga que le ciega.

Jesús insiste en la absoluta necesidad de la limpieza de corazón. Todos tenemos de algún modo la tarea de guiar a los demás: el padre o la madre de familia, el catequista, el maestro, el sacerdote...

Pues bien, corremos el riesgo de ser guías ciegos que conduzcan a los demás a la fosa. Sólo el que tiene el corazón purificado, el que ha quitado la viga del propio ojo, es capaz de ver claro y con acierto, es capaz de conducir a los demás hacia el bien, de orientarles con seguridad y evitarles los peligros. El que no ha quitado la viga del propio ojo se equivoca continuamente y rotundamente, aun sin saberlo; como no ve y está ciego, hace más mal que bien, incluso cuando cree hacer bien.

El evangelio siempre nos lleva a la interioridad, a lo profundo: no hay árbol bueno que dé fruto malo ni árbol malo que dé fruto bueno. Frente a la tentación de vivir las apariencias, de cara a la galería, Cristo nos invita a ser hombres que echan raíces en él (Col 2,7) para dar fruto bueno, nos impulsa a mirar el propio corazón para arrancar toda hierba mala.


Domingo IX del Tiempo Ordinario

La fe del centurión

Lc 7,1-10

«No soy quién...» Conmueve la humildad de este centurión. Un hombre con poder, que tiene gente bajo sus órdenes, que quizá humanamente tendría motivos para ser orgulloso y altanero... Sin embargo, se considera indigno incluso de que Jesús entre en su casa. No exige ni reclama; suplica con humildad.

La Iglesia pone en nuestros labios estas palabras como preparación inmediata a la comunión: «No soy digno...» ¡Si comulgáramos siempre con la misma conciencia de indignidad que este centurión...!

«Dilo de palabra». Junto a la conciencia de indignidad, la fe firme en el poder de Cristo. Más aún, en el poder de su palabra. Humildad no es apocamiento. El reconocimiento de nuestra indignidad puede y debe ir unido al reconocimiento del poder de Dios. Su sola palabra es capaz de obrar grandes cosas. En efecto, «Él lo dijo y existió, Él lo mandó y surgió» (Sal 33,9).

«Ni en Israel he encontrado tanta fe». El que hace este acto impresionante de fe es precisamente un pagano, un extranjero. Él sabe que su propia palabra surte efecto cuando manda algo a un subordinado, pues ¡cuánto más la palabra del Hijo de Dios! En él se realiza el universalismo de la salvación anunciado en el A.T. (1ª lectura: 1Re 8,41-43; Salmo responsorial: Sal 116,1). ¿Por qué con tanta frecuencia «los de siempre» o «los cercanos» somos los más incrédulos?


Domingo X del Tiempo Ordinario

La visita de Dios

Lc 7,11-17

«Le dio lástima». Este relato –que sólo Lucas nos refiere– muestra la compasión y la bondad de Cristo. El corazón se le va espontáneamente hacia los más pobres y más desprotegidos. El difunto es un joven, la mujer –que además era viuda– queda completamente desvalida, este hijo era el único... Es un milagro que nadie pide, sino que brota totalmente de las entrañas misericordias de Cristo el Señor.

«A tí te lo digo, levántate». Al mismo tiempo, llama la atención en toda la escena la autoridad soberana de Jesús: Él toma absolutamente la iniciativa, manda a la mujer no llorar, manda al joven levantarse... Junto con la misericordia, irrumpe en la historia el poder de Dios. Porque todo sucede conforme a su palabra: lo dice y lo hace.

«Dios ha visitado a su pueblo». En efecto, la visita de Dios es salvífica. Todos quedan sobrecogidos, pues los acontecimientos se han desarrollado de manera contraria a las previsiones. La muerte ha sido derrotada. Ningún mal puede resistir a la acción todopoderosa de Dios en su Hijo Jesucristo. Basta que nos dejemos visitar por Él. ¿Cómo seguir diciendo que «todo tiene remedio menos la muerte»? Es contradictorio ser cristiano y poner límites a la esperanza.


Domingo XI del Tiempo Ordinario

La gratitud del perdonado

Lc 7,36-8,3

«Tus pecados están perdonados». Destaca en este relato la gratitud y la alegría por el perdón. Todos los gestos de esta mujer muestran que a Jesús le debe todo: «sus muchos pecados están perdonados». El gozo la inunda. Y la gratitud también. Sus lágrimas no son de arrepentimiento, sino de alegría, de gozo agradecido. Su amor a Jesús es respuesta de quien se sabe amada generosamente, gratuitamente; es respuesta a aquel que la amó primero (cf. 1Jn 4,19).

«Tu fe te ha salvado». Como buen discípulo de Pablo, Lucas sabe bien que sólo Jesús salva, y que esta salvación se acoge por la fe. Esta mujer se sabe sin méritos propios. No se ha salvado ella: ha sido salvada. Ella ha creído en Jesús, se ha fiado de él; y Jesús ha volcado sobre ella todo su poder salvífico convirtiéndola en una mujer nueva.

«Has juzgado rectamente». Todo esto es lo que muestra claramente la parábola que Jesús propone a Simón el fariseo. La parábola es de una lógica aplastante. Sin embargo, Simón no es capaz de sacar sus consecuencias en el plano religioso. El fariseo que todos llevamos dentro se rebela ante el hecho de recibir la salvación como don gratuito. Quisiéramos poder exhibir derechos ante Dios, quisiéramos no depender de Él totalmente. La gratitud y el gozo son los mejores signos de que hemos sido salvados.


Domingo XII del Tiempo Ordinario

Conocer a Jesús

Lc 9,18-24

«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Después de una pregunta general («¿quién dice la gente que soy yo?»), Jesús encara directamente a los discípulos. Pedro así lo entiende, y responde personalmente a Jesús. También nosotros debemos dejarnos interpelar personalmente por Él, cara a cara, dejándonos mirar por Cristo y mirándole fijamente. Jesús te pregunta: «¿Quién soy yo realmente para ti?». No bastan respuestas aprendidas, sabidas. Es necesaria una respuesta personal.

«El Hijo del hombre tiene que padecer...» Tras la respuesta de Pedro, es Jesús mismo quien explica quién es Él. Sólo Él conoce su propio misterio, su verdadera identidad. Debemos dejarnos enseñar e instruir por Él. Ante Cristo somos siempre aprendices. Su misterio nos supera y nos desborda. No lo entendemos, y aun nos resistimos, sobre todo cuando se trata de la cruz...

«El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo...» Conocer a Jesús es seguirle. De nada sirve saber cosas sobre Él si eso no nos conduce a seguirle más de cerca por su mismo camino. El verdadero conocimiento lleva al seguimiento. Y sólo siguiéndole de cerca podemos conocerle de veras.


Domingo XIII del Tiempo Ordinario

No se negocia

Lc 9,51-62

Jesús llama a seguirle. Pero seguir a Cristo implica la vida entera, no sólo algunos momentos o algunas zonas de nuestra existencia. Lo que el profeta no podía exigir (primera lectura), por ser un hombre, Cristo sí puede por ser el Hijo de Dios. Más aún, no hay otra manera de seguir a Cristo: «El que mira hacia atrás no es apto para el Reino de Dios». El seguimiento de Cristo sólo puede ser incondicional. No caben rebajas ni descuentos. El seguimiento de Cristo no es una cuestión de negociaciones. Poner condiciones es estar diciendo «no», es ya dejar de seguirle. Cristo lo ha dado todo y lo pide todo. Y esto es lo que implica ser cristiano: un seguimiento incondicional. No hay dos tipos de cristianos. Sólo es verdaderamente cristiano el que «va a por todas». Cristo comprende la debilidad humana y los fallos motivados por ella, pero no acepta la mediocridad por sistema, el «bajar el listón», los cálculos egoístas. Los apóstoles fueron grandes pecadores: san Pedro llegó a negar a Cristo, san Pablo persiguió a la Iglesia... Pero no fueron mediocres: se dieron del todo, gastaron su vida por Cristo, sin reservarse nada.

El que no entiende en absoluto, será incapaz de seguir a Cristo. Porque él quiere ser el absoluto de nuestra vida. El que se escandaliza porque Cristo pide la renuncia incluso a cosas buenas es que no ha entendido nada del evangelio. Ser cristiano no equivale a ser honrado y no hacer mal; eso lo procuran también los ateos. Ser cristiano significa estar dispuesto a toda renuncia y a todo sacrificio por Cristo.


Domingo XIV del Tiempo Ordinario

Poneos en camino...

Lc 10,1-12.17-23

«¡Poneos en camino!». Todo cristiano es misionero. Bautizado y confirmado, es enviado por Cristo al mundo para ser testigo suyo. En cualquier situación o circunstancia, en cualquier época o ambiente, el cristiano es un enviado, va en nombre de Cristo, para hacerle presente, para ser sacramento suyo. Y las palabras de Jesús revelan la urgencia de esta misión ante las inmensas necesidades del mundo y, sobre todo, por el anhelo de su corazón. ¿Me veo a mí mismo como un enviado de Cristo en todo momento y lugar?

«No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias». El que va en nombre de Cristo se apoya en el poder del Señor. Su autoridad no viene de sus cualidades, ni su eficacia de los medios de que dispone. Al contrario, su ser enviado se pone de relieve en su pobreza, y el poder del Señor se manifiesta en la desproporción de los medios: «No tengo oro ni plata, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo, echa a andar» (Hch 3,6), Lo más contradictorio con el apóstol es la búsqueda de seguridades fuera de Cristo.

En este contexto la expresión «el obrero merece su salario» significa «comed y bebed de lo que tengan», es decir, vivid de limosna. Una Iglesia que no es pobre no es ya la Iglesia de Jesucristo y, por tanto, no puede producir frutos de vida eterna.

«Os he dado potestad para pisotear todo él ejercito del enemigo». Una Iglesia que va en nombre de Cristo, pobre apoyada sólo en él, no tiene motivos para asustarse ni desanimarse ante el mal. Con las armas de Cristo –no las de este mundo: 1 Cor 2,1-5; 2 Cor 10,4-5– ha recibido poder para combatir y vencer el mal.


Domingo XV del Tiempo Ordinario

Entrañas de misericordia

Lc 10,25-37

«Dio un rodeo y pasó de largo». Hay tantas formas de pasar de largo... Y lo peor es cuando además las enmascaramos con justificaciones «razonables»: «No tengo tiempo», «los pobres engañan», «ya he hecho todo lo que podía...» O peor aún: «hoy día ya no hay pobres». Es exactamente dar un rodeo –aunque sea muy elegante– y pasar de largo. Lo que hicieron el sacerdote y el levita. Y, sin embargo, el pobre es Cristo, que nos espera ahí, que nos sale al encuentro bajo el ropaje del mendigo: «tuve hambre... Estuve enfermo... Estuve en la cárcel».

«Se compadeció de él». Este es el secreto. El verdadero cristiano tiene entrañas de misericordia. No sólo ayuda: se compadece, se duele del mal del otro, sufre con él, comparte su suerte... Y porque tiene entrañas de misericordia llega hasta el final; no se conforma con los «primeros auxilios». Y porque tiene entrañas de misericordia lo toma a su cargo, como cosa propia; y eso que era un desconocido, un extranjero –incluso de un país enemigo, pues «los judíos no se trataban con los samaritanos»–. «Señor, danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana».

El buen samaritano es Cristo. Es él quien «siente compasión, pues andaban como ovejas sin pastor» (Mt 9,36). Es él quien no sólo nos ha encontrado «medio muertos», sino completamente «muertos por nuestros pecados» (Ef 2,1). Es él quien se nos ha acercado y nos ha vendado las heridas derramando sobre nosotros el vino de su sangre. Es él quien nos ha liberado de las manos de los bandidos... ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?» «Anda, haz tú lo mismo».


Domingo XVI del Tiempo Ordinario

A los pies del Señor

Lc 10,38-42

«Sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra». Esta actitud de María resume perfectamente la postura de todo discípulo de Jesús. «A los pies del Señor», es decir, humildemente, en obediencia, en sometimiento a Cristo, consciente de que él es el Señor, no como quien dispone la Palabra, sino como quien se deja instruir dócilmente, más aún, se deja modelar por la palabra de Cristo. Y ello en atención permanente al Maestro, en una escucha amorosa y continua, pendiente de sus labios, como quien vive «de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4).

«Sólo una cosa es necesaria». Son palabras para todos, no sólo para las monjas de clausura. Si sólo una cosa es necesaria, quiere decir que las demás no lo son. Pero, por desgracia, ¡nos enredamos en tantas cosas que nos hacen olvidarnos de la única necesaria y nos tienen inquietos y nerviosos! Y lo peor es que, como en el caso de Marta, muchas veces se trata de cosas buenas. Las palabras de Jesús sugieren que nada debe inquietarnos ni distraernos de su presencia y que en medio de las tareas que Dios mismo nos encomienda hemos de permanecer a sus pies, atentos a él y pendientes de su palabra.

Esta actitud de María, la hermana de Marta, se realiza admirablemente en la otra María, la Madre de Jesús. Ella es la perfecta discípula de Jesús, siempre pendiente de los labios de su Maestro, totalmente dócil a su palabra, flechada hacia lo único necesario.


Domingo XVII del Tiempo Ordinario

«Enséñanos a orar»

Lc 11,1-13

El evangelio de hoy nos recuerda algo esencial en la vida del cristiano: el trato de intimidad con nuestro Padre. Puesto que somos hijos de Dios, la tendencia y el impulso es a tratar familiarmente con el Padre. La oración, por tanto, no es un lujo, sino una necesidad; no es algo para privilegiados, sino ofrecido por gracia a todos; no es una carga, sino un gozo. Los discípulos se ven atraídos precisamente por esa familiaridad que Jesús tiene con el Padre. Viendo a Jesús en oración, le dicen: «Enséñanos a orar».

Esta intimidad desemboca en confianza. Jesús quiere despertar sobre todo esta confianza: «Si vosotros que sois malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre celestial...!»

Si el amigo egoísta cede ante la petición del inoportuno, ¡cuánto más él, que es el gran Amigo que ha dado hasta su vida por nosotros! Pero esta confianza sólo crece sobre la base del conocimiento de Dios. Lo mismo que un niño confía en sus padres en la medida en que conoce y experimenta su amor, así también el cristiano delante de Dios.

La certeza de «pedid y se os dará está apoyada en él «¡cuánto más vuestro Padre celestial!» Por tanto, en el fondo, el evangelio nos está invitando a mirar a Dios, a tratarle de cerca para conocerle, a dejarnos sorprender por su grandeza, por su infinita generosidad, por su poder irresistible, por su sabiduría que nunca se equivoca. Sólo así crecerá nuestra confianza y podremos pedir con verdadera audacia, con la certeza de ser escuchados y de recibir lo que pedimos. Sólo así nuestras oraciones no serán palabras lanzadas al aire en un monólogo solitario.


Domingo XVIII del Tiempo Ordinario

Necedad y sensatez

Lc 12,13-21

El evangelio nos presenta el reverso de lo que es el núcleo esencial del mensaje de Cristo. Jesús ha venido a comunicarnos que somos hijos de Dios, que nuestro Padre nos cuida y que, por consiguiente, es preciso hacerse como niños, confiar en el Padre que sabe lo que necesitamos y dejarnos cuidar (Mt 6,25-34).

El pecado del hombre del evangelio es que no se ha hecho como un niño: ha atesorado, fiándose de sus propios bienes, en vez de confiar en el Padre. La clave la dan las palabras de Jesús al principio: «Aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes». Por eso este hombre es calificado como «necio». Su absurda insensatez consiste en olvidarse de Dios buscando apoyarse en lo que posee, creyendo encontrar seguridad fuera de Dios.

En efecto, la autosuficiencia es el gran pecado y la raíz de todos los pecados, desde Adán hasta nosotros. La autosuficiencia que nace de no querer depender de Dios, sino de uno mismo, y lleva a acumular dinero, conocimientos, bienestar, ideas, amistades, poder, cariño e incluso virtudes o prácticas religiosas. Justamente lo contrario del hacerse como niño es el sensato; su humildad y confianza le abren a recibir todo como un don, incluidas las inmensas riquezas de «los bienes de allá arriba». El que busca afianzarse en sí mismo en lugar de recibirlo todo como don es necio y antes o después acabará percibiendo que todo es «vaciedad sin sentido».


Domingo XIX del Tiempo Ordinario

La mejor inversión

Lc 12,38-42

«Un tesoro inagotable». Toda palabra de la Escritura es expresión del amor de Dios por nosotros. También cuando a primera vista no lo parece. La invitación de Jesús es clara: «Vended vuestros bienes, y dad limosna». Pero ese imperativo no va contra nosotros, sino a nuestro favor: nos invita a hacernos «talegas que no se echen a perder», a depositar nuestros bienes allí «donde no se acercan los ladrones ni roe la polilla». Con otras palabras: nos invita a realizar la mejor inversión posible haciendo que nuestros bienes se transformen en «un tesoro inagotable en el cielo».

«Estad preparados». La parábola siguiente nos recuerda una verdad esencial de la enseñanza de Jesús: que Él va a volver y que hay que permanecer vigilantes, a la espera. Los bienes materiales pueden hacernos olvidar lo único importante: ¡sería trágico! Todo lo de aquí abajo es provisional, es relativo (cf. 1Cor 7,29-31).

«Administrador fiel y solícito». Mientras estamos en este mundo somos nada más –¡y nada menos!– que administradores de los bienes que Dios nos confía. Unos bienes que –empezando por la misma vida– no nos pertenecen en propiedad y hemos de saber administrar con sensatez según el querer de Dios. Sólo con sentido de eternidad podemos administrar rectamente. Sólo a la luz de los bienes del cielo –los definitivos y eternos– podemos valorar y usar justamente los de la tierra.


Domingo XX del Tiempo Ordinario

Pura pasión

Lc 12,49-53

«No he venido a traer paz, sino división». Misteriosa frase de Jesús que contrasta con otras salidas de sus mismos labios: «La paz os dejo, mi paz os doy». Ello quiere decir que no hemos de entender las palabras de Cristo según nuestros criterios puramente humanos: «No os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27).

La paz de Cristo no consiste en la carencia de lucha, no se identifica con una situación de indiferencia donde todo da igual, ni proviene de la eliminación de las dificultades. Cristo es todo lo contrario a es falsa paz, a esa actitud anodina que en el fondo delata que uno no tiene nada por lo que valga la pena luchar, vivir y morir; él es pura pasión, fuego devorador: «He venido a prender fuego en el mundo».

También el cristiano vive en una lucha a muerte contra el mal: «Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado». El profeta es perseguido por denunciar el mal. Una paz que nace de tolerar el mal no es la paz de Cristo. Hay que contar con que los que rechazan a Cristo, aunque sean de la propia familia, siempre nos perseguirán, precisamente por seguir a Cristo ser fieles al evangelio. Una paz cobarde, lograda a base de traicionar a Cristo, no es paz. Él es el primero, el único, el absoluto. Cristo y su evangelio no son negociables. Poner como criterio máximo el no chocar, el estar a bien con todos a cualquier precio, el no crearse problemas, acaba llevando a renegar de Cristo. Y a veces se impone la opción: «O conmigo o contra mí».


Domingo XXI del Tiempo Ordinario

Entrar por la puerta estrecha

Lc 13,22-30

«¿Serán pocos los que se salven?» Jesús no suele responder a las preguntas malintencionadas ni a las realizadas por simple curiosidad. Tampoco a las mal formuladas, como en este caso; o mejor dicho, responde rectificando. Jesús no quiere decir si serán pocos o muchos los que se salven, porque es una curiosidad inútil o una búsqueda de seguridad y tranquilidad o una excusa en la responsabilidad personal. Responde invitando a entrar por la puerta estrecha. Es como decir: «Puedes salvarte o condenarte; en tu mano está acoger la salvación entrando por el camino marcado por Dios».

«No sé quienes sois». Las palabras siguientes acentúan la llamada a la conversión y a la responsabilidad. Los judíos se creían posesores seguros de la salvación porque tenían la Ley de Dios y su revelación. Pero Jesús insiste en que el Reino de Dios no hay privilegios. Sólo la obediencia a Dios y a su palabra nos abre a la salvación. Jesús sólo reconoce y acepta a los que han aceptado ser suyos.

«Hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos». Ciertamente las apariencias engañan. Pero a Dios, que «escruta los corazones» (Hch 1,24), no es posible engañarle. Por eso, la única respuesta correcta a la pregunta inicial es: «Vive en la verdad, de cara a Dios, procurando agradarle en todo... Lo demás se te dará por añadidura».


Domingo XXII del Tiempo Ordinario

El único camino

Lc 10,1-12.17-20

Jesús siempre va a lo esencial. Él, que conoce el corazón del hombre» (Jn 2,25), sabe que, desde Adán, nuestro más grave mal es el deseo de sobresalir. Sin embargo, nunca es más grande el hombre que cuando se siente pequeño delante de Dios. La humildad es su lugar, pues no puede exhibir delante de Dios ningún derecho. Todo lo que es y tiene lo ha recibido: ¿De qué enorgullecerse? (1 Cor 4,7). Y, por otra parte, ¿qué son todas las grandezas humanas al lado del puesto en que hemos sido colocados por gracia junto a los santos, los ángeles y el mismo Dios?

«El que se humilla, será ensalzado». Como tantas otras palabras del evangelio, esta frase nos da un verdadero retrato del propio Cristo. Él es el que verdaderamente se ha humillado, despojándose totalmente, hasta el extremo de la muerte en cruz. Por eso precisamente Dios Padre le ha exaltado sobremanera y le ha concedido una gloria impensable (Fil 2,6-11). Él nos enseña por dónde se alcanza ese oculto deseo de gloria que todos llevamos dentro. La humillación es el único camino, no hay otro. Cristo quiere desengañarnos y lo hace convirtiéndose él en modelo y caminando por delante.

La última parte del evangelio nos recuerda: ¡Cuántos actos inútiles y sin provecho para la vida eterna porque buscamos de mil maneras recompensa y paga de los hombres!


Domingo XXIII del Tiempo Ordinario

Sin condiciones

Lc 14,1.7-14

En el transcurso de su larga subida a Jerusalén para sufrir la pasión y entrar así en la gloria, quiere dejar muy claras las condiciones para ser discípulo suyo. ¡Que nadie se llame a engaño! Ya desde el primer paso hay que estar dispuesto a «renunciar a todos los bienes» y a «posponer al padre y a la madre, a la mujer y a los hijos, a los hermanos y así mismo». Sin estar dispuesto a jugárselo todo por Cristo, ni se construirá ese edificio que es la Iglesia ni se vencerá la batalla contra las fuerzas del mal.

Lo que Cristo dice parece duro y exigente. Por eso es necesario que Dios «nos dé sabiduría enviando su santo Espíritu desde el cielo» (1ª lectura) para que estas palabras nos resulten atractivas y encontremos en ellas nuestro gozo. Esta sabiduría, que es don del Espíritu, no sólo nos hace entender las palabras de Cristo, sino que suscita en nosotros el deseo de cumplirlas en totalidad y con perfección.

Es sólo el amor apasionado a Jesucristo el que nos hace estar dispuestos a perderlo todo por él, a no poner condiciones, a no anteponer a él absolutamente nada. Cuando no existe ese amor o se ha enfriado, todo son «peros», se calcula cada renuncia, se recorta la generosidad, se frena la entrega....


Domingo XXIV del Tiempo Ordinario

Estamos todos

Lc, 14,25-33

La conducta de Jesús es desconcertante. Para la lógica de los fariseos –y quizás también para la nuestra–, los pecadores han de ser señalados con el dedo, han de ser puestos aparte y despreciados. Sin embargo, él «acoge a los pecadores y come con ellos» Jesús introduce en el mundo otra lógica. Él nunca considera bueno al pecador. Él nunca dice que la oveja descarriada no esté descarriada. Lo que hace es, en lugar de rechazarla, ir a buscarla, y cuando la encuentra se llena de alegría, la carga sobre sus hombros, la venda las heridas, la cuida, la alimenta.... Así es el corazón de Cristo. Su amor vence el mal con el bien. Para hasta rehacer por completo al pecador, hasta sacarle de su fango y devolverle la dignidad de hijo de Dios.

Lo que ocurre es que en la categoría de pecadores estamos todos. Frente al orgullo altanero y despreciativo de los fariseos, san Pablo afirma categóricamente: «Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y yo soy el primero» (2ª lectura). Todos necesitamos ser salvados. Y si no hemos caído más bajo ha sido por pura gracia. Ello no es motivo de orgullo y el desprecio de los demás, sino para la humildad y el agradecimiento.


Domingo XXV del Tiempo Ordinario

¿Cuál es mi tesoro?

Lc 16,1-13

«Los hijos de este mundo son más astutos... que los hijos de la luz». He aquí la enseñanza fundamental de esta parábola. Este administrador renuncia a su ganancia, a los intereses que le correspondían del préstamo, para ganarse amigos que le reciban en su casa cuando quede despedido. Jesús alaba esta astucia y sugiere que los hijos de la luz deberíamos ser más astutos cuando son los bienes espirituales los que están en juego. ¡Qué distinto sería si los cristianos pusiéramos en el negocio de la vida eterna por lo menos el mismo interés que en los negocios humanos! Debemos preguntarnos: ¿Qué estoy dispuesto a sacrificar por Cristo?

«Ningún siervo puede servir a dos amos». Esta es la explicación profunda de lo anterior. El que tiene como rey y centro de su corazón el dinero, discurre lo posible y lo imposible para tener más. Y lo mismo el que busca fama y honor, gloria humana, poder, comodidad... El que de veras se ha decidido a servir al Señor, está atento a cómo agradarle en todo y se entrega a la construcción del Reino de Dios, buscando que todos le conozcan y le amen. Se nota si servimos al Señor en que cada vez más nuestros pensamientos, anhelos y deseos están centrados en Él y en sus cosas. «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Lc 12,34). ¿Dónde está puesto mi corazón? ¿Cuál es mi tesoro? ¿A quién sirvo de veras?


Domingo XXVI del Tiempo Ordinario

Basta la palabra

Lc 16,19-31

He aquí uno de esos evangelios que no necesitan comentario. Todo él está marcado por el contraste entre la situación de esta vida y la después de la muerte. Mientras el pobre Lázaro es llevado al seno de Abrahán, del rico se dice simplemente que «lo enterraron» y ni se menciona su nombre; los tormentos son su herencia definitiva. ¿Hasta qué punto valoramos las cosas tal como son de verdad? ¿Realizamos nuestras opciones según los valores eternos? ¿O nos dejamos seducir por apariencias pasajeras y efímeras?

El texto sugiere que el rico es condenado precisamente por malgastar sus bienes y no atender al pobre que mendiga a sus pies. ¡Terrible aviso para nosotros, que tenemos algo –o mucho– del hombre rico de la parábola! Y es que el pobre es Cristo. Por eso, rechazar al pobre es rechazar a Cristo: «Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles, porque tuve hambre y no me disteis de comer» (Mt 25, 42-42).

Por otra parte, la condenación del rico esconde también otro rechazo: el desprecio de la palabra de Dios. Lo que parece una actitud dura de Abrahán, en realidad no lo es: los hermanos de rico podrán evitar la condenación si escuchan a Moisés y los profetas. Para el que quiere oír y obedecer a Dios, la palabra de Dios basta. En cambio, para el que está cerrado a Dios y a su palabra porque las riquezas han endurecido su corazón, ni el mayor prodigio puede abrir sus ojos que están embotados para ver (Mt 13,15), no hará caso «ni aunque resucite un muerto».


Domingo XXVII del Tiempo Ordinario

El poder de la fe

Lc 17,5-10

El Nuevo Testamento nos recuerda de múltiples manes que la fe es el único camino para nuestra relación con Dios: «sin fe es imposible agradar a Dios» (Heb 11,6). Por eso mismo es la raíz y fundamento de toda la vida del cristiano.

Las palabras «si tuvierais fe» que Jesús dirige a los apóstoles y a nosotros sugieren que nuestra fe es prácticamente nula, ya que bastaría «un granito» para ver maravillas. Es grande el poder de la fe, pues cuenta con el poder infinito de Dios. El verdadero creyente no se apoya en sus limitadas capacidades humanas, sino en la ilimitada potencia de Dios, para el cual «nada hay imposible» (Lc 1,37). La fe es la única condición que Jesús pone a cada paso para obrar milagros y es también la condición que espera encontrar hoy en nosotros para seguir realizando sus maravillas y llevar adelante la historia de la salvación en nuestro mundo.

El texto evangélico quiere fijar nuestra atención en este poder de Dios. El ejemplo de la morera es una forma de ilustrar que Dios es capaz de realizar lo humanamente imposible. Por eso, lo decisivo no son las dificultades y los males que vemos alrededor. Lo decisivo es la fe que espera todo de Dios, que no pone límites al poder de Dios. «Si crees verás la gloria de Dios» (Jn 11,40), es decir, a Dios mismo actuando y transformando la muerte en vida. A nosotros, pobres siervos, nos corresponde avivar el fuego de esta gracia de la fe que nos ha sido dada; esto es lo que «tenemos que hacer».


Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario

Salvados por la fe

Lc 17,11-19

«Tu fe te ha salvado». San Lucas subraya el contraste entre los nueve leprosos que no regresan y el que sí vuelve sobre sus pasos para dar gloria a Dios. Todos han quedado limpios de su lepra, pero sólo este ha sido «salvado», porque sólo él ha sabido reconocer en Jesús al Salvador. Por eso se le dice: «Tu fe te ha salvado». Y es que Jesús obra el milagro para provocar la fe y realizar así la curación de otra enfermedad más grave y profunda. Los beneficios que recibimos de Dios son signos de su poder salvador y de su amor misericordioso. ¿Recibo los dones de Dios como signos? ¿Me llevan a creer más en Cristo y a abrirme a su poder salvador?

Por otra parte, la auténtica fe lleva a adorar: «Se echó por tierra a los pies de Jesús». Este leproso, al verse curado, reconoce la grandeza de Cristo y experimenta la necesidad de adorarle. Frente a la actitud de los otros nueve, que sólo buscan a Jesús para su propio interés y cuando han recibido la curación se olvidan de él, este hombre entiende que Jesús es el Señor y que ha de ser amado por sí mismo y servido con absoluto desinterés. En él, la fe se convierte en amor agradecido y adorante. ¿Cómo es mi relación con Dios? ¿Le sirvo con todas mis fuerzas, o me sirvo de él para mis fines?

Esta fe le ha hecho experimentar además la compasión de Jesús. Los otros nueve, que también pedían «ten compasión de nosotros», han sentido su cuerpo sanado, pero no han experimentado la compasión y la misericordia de Cristo que sólo la fe hace posible.


Domingo XXIX del Tiempo Ordinario

El poder de la oración

Lc 18,1-8

Por tercer domingo consecutivo el evangelio nos remite a la fe como realidad fundamental de nuestra vida cristina: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». En este caso, se trata de una fe que desemboca en oración, de una oración empapada de fe. Para inculcarnos la necesidad de orar siempre sin desfallecer, Jesús nos propone la parábola del juez inicuo: Si este hombre sin sentimientos atiende a los ruegos de la viuda sólo para que le deje en paz, ¡cuánto más no atenderá Dios las súplicas de los elegidos que claman a él día y noche!

En consecuencia, la eficacia de la oración garantizada por el lado de Dios, pues la súplica se encuentra con un Padre infinitamente amoroso que siempre escucha a sus hijos, atiende a sus necesidades y acude en su socorro. Pero del lado nuestro requiere una fe firme y sencilla, que suplica sin vacilar, convencida de que lo que pide ya está concedido (Mc 11,24). Es esta fe la que hace orar con insistencia –clamando «día y noche»– y con perseverancia –«siempre sin desanimarse»–, aunque a veces parezca que Dios no escucha, con la certeza de que «el auxilio me viene del Señor».

Una ilustración de este poder de la oración lo tenemos en la primera lectura: «Mientras Moisés tenía en alto las manos vencía Israel». La oración es el arma más poderosa que nos ha sido dada. Ella es capaz de transformar los corazones y cambiar el curso de la historia. Una oración hecha con fe es invencible; ninguna dificultad se le resiste.


Domingo XXX del Tiempo Ordinario

Pasando factura

Lc 18,9-14

He aquí uno de esos temas que aparecen continuamente en el evangelio, de diversas formas. La actitud adecuada del hombre en su relación con Dios sólo puede ser la de reconocer que Dios «es el que es» y «el que hace ser» (Ex 3,14), mientras que el hombre es el que no es nada por sí mismo, el que lo recibe todo de Dios. La auténtica relación del hombre con Dios sólo puede basarse en la verdad de lo que es Dios y en la verdad de lo que es el hombre. Por eso, enorgullecerse delante de Dios no es sólo algo que esté moralmente mal, sino que es vivir en la mentira radical: «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué gloriarte como si no lo hubieras recibido? (1 Cor 4,7).

Ello es válido sobre todo para el encuentro con Dios en la oración. Además de la fe que nos recordaba el evangelio del domingo pasado, es radicalmente necesaria la humildad que nos recuerda el de hoy. La única actitud justa delante de Dios es la de acercarnos a Él mendigando su gracia, como el pobre que sabe que no tiene derecho a exigir nada y que pide confiado sólo en la bondad del que escucha. Por eso, nada hay más contrario a la verdadera oración que la actitud del fariseo, que se presenta ante Dios exigiendo derechos, pasando la factura.

Más aún: no sólo no tenemos derecho, sino que somos positivamente indignos de estar en presencia de Dios por haber rechazado tantas invitaciones suyas a lo largo de nuestra vida. Nuestra realidad de pecadores es un motivo más para la humildad, que, como al publicano, nos debe hacer sentirnos avergonzados, sin atrevernos a levantar los ojos: «Ten compasión de este pecador».


Domingo XXXI del Tiempo Ordinario

Una presencia que transforma

Lc 19,1-10

«Hoy tengo que alojarme en tu casa». Una vez más sorprende la actitud de Jesús que toma la iniciativa. Zaqueo no le ha pedido, simplemente tenía curiosidad por conocer a ese Jesús de quien probablemente había oído hablar. Pero Jesús se adelanta, se autoinvita. Él quiere vivir contigo, entrar en tu casa, permanecer en ella. ¿Le dejas? «Estoy a la puerta llamando; si alguno me oye y abre, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). Jesús desea ante todo la intimidad contigo. Precisamente «hoy», ahora.

«...en casa de un pecador». Y una vez más Jesús rompe todas las barreras. Los fariseos –los más cumplidores y los maestros espirituales del pueblo judío– no osaban juntarse con los publicanos, pecadores públicos; cuánto menos entrar en sus casas: se contaminarían. Pero Jesús se acerca sin prejuicios, a pesar de las murmuraciones.

«Hoy ha sido la salvación de esta casa». La entrada de Jesús no le contamina; por el contrario, Jesús «contagia» a Zaqueo la salvación, porque donde entra el Salvador entra la salvación. Por eso Zaqueo, sorprendido por este amor gratuito e incondicional, le recibe «muy contento». Y cambia de vida. Sin que Jesús le exija nada, ni tan siquiera le insinúe. Ha sido vencido por la fuerza del amor. El que los fariseos daban por perdido –hasta el punto de no acercarse a él– ha sido salvado. Pues Jesús ha venido precisamente para eso: «a buscar y a salvar lo que estaba perdido». Su sola presencia transforma. En la medida en que les dejes entrar en tu vida irás viendo cómo toda ella se renueva.


Domingo XXXII del Tiempo Ordinario

El gozo de la esperanza

Lc 20,27-38

El texto evangélico de hoy quiere recordarnos algo tan central en nuestra fe como es la resurrección de los muertos. Se trata de algo tan fundamental, de una realidad tan conectada al misterio de Cristo, que san Pablo puede afirmar: «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado» (1 Cor 15, 13.16). Y es que Dios es un Dios de vivos, el Dios vivo y fuente de vida. El que realmente está unido a él no permanece en la muerte, ni en la muerte del pecado ni en la muerte corporal.

Esta esperanza en la resurrección nos libra del miedo a la muerte. Cristo ha venido a «liberar a los que por miedo a la muerte pasaban la vida como esclavos» (Hb 2,15). La muerte es como un paño oscuro que cubre la humanidad cerrando todo horizonte (Is 25,7). Pero Cristo ha descorrido ese paño y ha abierto la puerta de la luz y la esperanza, de manera que la muerte ya no es un final. La primera lectura nos muestra cómo el que cree en la resurrección no teme la muerte; al contrario, la encara con valentía y la desafía con firmeza triunfal. «¿Dónde está, muerta, tu victoria?» (1 Cor 15,55).

Esta certeza de la resurrección es el «consuelo permanente» y la «gran esperanza» que Dios ha regalado precisamente porque «nos ha amado tanto» (segunda lectura). Frente a la pena y aflicción en que viven los que no tienen esperanza (1 Tes 4,13), el verdadero creyente vive en el gozo de la esperanza (Rom 12,12). A la luz de esto hemos de preguntarnos: ¿Cómo es mi esperanza en la resurrección? ¿Qué grado de convicción y certeza tiene? ¿En qué medida ilumina y sostiene toda mi vida?


Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario

Falsos profetas

Lc 21,5-19

«No quedará piedra sobre piedra». Continuando con la mirada puesta en las cosas últimas y definitivas, la Palabra de Dios quiere liberarnos de falsas ilusiones y espejismos. Lo mismo que aquellos judíos deslumbrados por la belleza exterior del templo, también nosotros nos deslumbramos por cosas que son pura apariencia, que son efímeras y pasajeras. Frente a tanta falsedad que nos acecha en el mundo en que vivimos, frente a tantas ofertas vanas e inconsistentes, sólo la Palabra de Dios es la verdad, sólo ella «permanece para siempre» (Is 40,8).

«Cuidado conque nadie os engañe». Son muchas veces las que el Nuevo Testamento nos advierte que surgirán falsos maestros y profetas (1 Tim 1,3-7; 6,3-5; 2 Tim 4,3-4; 2 Pe 2,1-3...) y que hemos de estar atentos para no dejarnos embaucar. En estos tiempos de confusión es necesaria más que nunca una fe firme y vigilante, una fe consciente y bien formada que sea capaz de discernir para detectar y denunciar estos falsos mesías: muchos vendrán usando mi nombre, diciendo: «Yo soy». Al final se pondrá de manifiesto su falsedad, pues desaparecerán como la paja, «no quedará en ellos ni rama ni raíz (primera lectura). Pero mientras tanto pueden causar estragos.

«Todos os odiarán por causa de mi nombre». La persecución no debe sorprender al cristiano. Está más que avisada por Cristo. Más aún, está asegurada al que le es fiel a Él y a su evangelio. Por lo demás, nada más falso que concebir la vida en este mundo como un remanso de paz. La vida nos ha sido dada para combatir, para luchar por Cristo y por los hermanos. El que renuncia a luchar ya está derrotado. La seguridad nos viene de la protección fiel de Cristo, que ha luchado y sufrido antes que nosotros y más que nosotros.


Jesucristo, Rey del Universo

Un Rey crucificado

Lc 23,35-43

Jesús es proclamado Rey ante la cruz. ¡Qué paradoja! Cristo agonizante manifiesta su realeza sobre la muerte y el pecado. A un hombre agonizante como él, a un hombre que es un hombre agonizante como él, aun hombre que es un gran malhechor –recibe en el suplicio el pago justo por lo que ha hecho–, le dice con aplomo: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso». Así es como reina Cristo. Ejerce su soberanía salvando. Basta una súplica humilde y confiada para que desencadene todo su poder salvador.

La segunda lectura comenta este hecho. Dios Padre nos ha introducido en el reino de su Hijo gracias a que por la sangre de Cristo hemos sido redimidos, hemos quedado libres de nuestros pecados.

Esta sangre que fluye del costado de Cristo inunda todo, lo purifica, lo regenera, lo fecunda, extiende por todas partes su eficacia salvífica. El dominio de Cristo sobre nosotros es para ejercer su influjo vivificador. Como cabeza que es, toda la vida de cada uno de los miembros del Cuerpo depende de que acoja el señorío de Cristo en sí mismo. Más aún, el universo entero sólo alcanzará su plenitud cuando el reinado de Cristo sea total y perfecto y Dios sea todo en todos.

Nunca hemos de olvidar que nuestro Rey es un rey crucificado. En vez de salvarse a sí mismo del suplicio, como le pide la gente, prefiere aceptarlo para salvar multitudes para toda la eternidad. Mirando a este Rey crucificado entendemos que también nuestra muerte es vida y nuestra humillación victoria. Entendemos que el sufrimiento por amor es fecundo, es fuente de una vida que brota para la vida eterna. Mirando a este Rey crucificado se trastocan todos nuestros criterios de eficacia, de deseo de influir, de dominio.