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Tiempo Pascual

Domingo II de Pascua

El cielo en la tierra

Ap 1,9-19

«Un domingo caí en éxtasis...» Ya desde los primeros tiempos del cristianismo el día del Señor es momento privilegiado para hacer experiencia de Cristo Resucitado. También hoy el domingo es el día por excelencia en que Cristo se comunica y actúa. Estamos llamados, sobre todo en este tiempo de Pascua, a vivir el día del Señor como día de gracia, a experimentar la presencia y la potencia del Resucitado. Nos hemos dejado robar el domingo por la sociedad secularizada y consumista, y hay que recuperarlo. El domingo es sacramento del Resucitado. El domingo marca la identidad del cristiano.

«...en medio de las siete lámparas de oro». Es en la celebración litúrgica, y especialmente en la Eucaristía, donde Cristo se manifiesta y actúa. La liturgia no son ritos vacíos, sino la presencia viva y eficaz del Resucitado. Si descubriéramos –y experimentásemos– esta presencia y esta acción, nos sería mucho más fácil vivir las celebraciones; y, sobre todo, recibiríamos su gracia abundante transformando nuestra vida. Pues la liturgia es el cielo en la tierra.

«Soy el primero y el último». Cristo resucitado se nos manifiesta como Señor absoluto de la historia y de los acontecimientos. Todo está bajo su control, de principio a fin. Tiene las llaves de la muerte y del infierno. Conoce lo que ha de suceder. Es el Señor, sin límites ni condicionamientos. ¿Cómo no vivir gozoso bajo su dominio? ¿Cómo ser pesimistas?


Domingo III de Pascua

Él mismo en persona

Jn 21,1-19

El evangelio de hoy nos presenta una de las apariciones de Cristo Resucitado. El tiempo pascual nos ofrece la gracia para vivir nuestra propia existencia de encuentro con el Resucitado. En este sentido, el texto evangélico nos ilumina poderosamente.

«No sabían que era el Señor». Jesús está ahí, con ellos, pero no se han percatado de su presencia cercana y poderosa. ¿No es esto lo que nos ocurre también a nosotros? Cristo camina con nosotros, sale a nuestro encuentro de múltiples maneras, pero nos pasa desapercibido. Ese es nuestro mal de raíz: no descubrir esta presencia que ilumina todo, que da sentido a todo.

«Es el Señor». Los discípulos reconocen a Jesús por el prodigio de la pesca milagrosa. Él mismo había dicho: «Por sus frutos los conoceréis». Pues bien, Cristo Resucitado quiere hacerse reconocer por unas obras que sólo Él es capaz de realizar. Su presencia quiere obrar maravillas en nosotros. Su influjo quiere ser profundamente eficaz en nuestra vida. Como en primavera todo reverdece, la presencia del Resucitado quiere renovar nuestra existencia y la vida de la Iglesia entera.

«Jesús se acerca, toma el pan y se lo da». En el relato evangélico, Cristo aparece alimentando a los suyos, cuidándolos con exquisita delicadeza. También ahora es sobre todo en la eucaristía donde Cristo Resucitado se nos aparece y se nos da, nos cuida y alimenta. Él mismo en persona. Y la fe tiene que estar viva y despierta para reconocer cuánta ternura hay en cada misa...


Domingo IV de Pascua

Atentos a Cristo

Jn 10,27-30

«Conozco a mis ovejas». Cristo Buen Pastor conoce a cada uno de los suyos. Con un conocimiento que es amor y complacencia. Cristo me conoce como soy de verdad. No soy un extraño que camina perdido por el mundo. Cristo me conoce. Conoce mi vida entera, toda mi historia. Más aún, conoce lo que quiere hacer en mí. Conoce también mi futuro. ¿Vivo apoyado en este conocimiento que Cristo tiene de mí?

«Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen». ¡Que bonita definición de lo que es el cristiano! Se trata de estar atento a Cristo, a su voz, a las llamadas que sin cesar, a cada instante, nos dirige. No creemos en un muerto. Cristo está vivo, resucitado; más aún, está presente, cercano, camina con nosotros. Se trata de escuchar su voz y de seguirle, de caminar detrás de Él siguiendo sus huellas. El cristiano nunca está solo, porque no sigue una idea, sino a una persona. Pero seguir a Cristo compromete la vida entera.

«Nadie las arrebatará de mi mano». Al que se sabe conocido y amado por Cristo y procura con toda el alma escuchar su voz y seguirle, Cristo le hace esta promesa. Nuestra seguridad sólo puede provenir de sabernos guiados por él. El Buen Pastor es el Resucitado a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Estamos en buenas manos. Ningún verdadero mal puede suceder al que de verdad confía en Cristo y se deja conducir por su mano poderosa.


Domingo V de Pascua

Amor que glorifica

Jn 13,31-35

«Ahora es glorificado el Hijo del Hombre». El tiempo pascual está todo él centrado en Cristo Resucitado. Por su muerte y resurrección, Cristo ha sido glorificado. No se trata sólo de volver a la vida. El crucificado, el «varón de dolores», ha sido inundado de la vida de Dios, experimenta una felicidad sin fin, ha sido enaltecido como Señor. A la luz de la Resurrección entendemos el amor del Padre a su Hijo, pues buscaba glorificarle de esa manera. Y también a nosotros Dios busca glorificarnos: «Los sufrimientos de ahora no son comparables con la gloria que un día se manifestará en nosotros» (Rom 8,18).

«Dios es glorificado en él». A lo largo del evangelio, Jesús ha repetido que no busca su gloria (Jn 8,50). Es admirable este absoluto desinterés de Jesús que sólo desea que el Padre sea glorificado en él. También esta es la postura del auténtico cristiano. Completamente olvidado de sí mismo, sólo pretende la gloria de Dios. «Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10,31). Sólo pretende que a través de sus pala¬bras y obras Dios sea glorificado en él, que Dios manifieste su amor, su poder, su sabiduría, su gloria, que Dios sea conocido y amado.

«La señal por la que conocerán que sois discípulos míos...» Dios es glorificado en nosotros cuando nos dejamos inundar por su amor y este amor revierte hacia los demás. Esta es no «una» señal, sino «la» señal, el signo inconfundible de los discípulos de Cristo y participado de él. Sólo mirando a Cristo y bebiendo de Él somos capaces de amar de verdad.


Domingo VI de Pascua

Test de amor

Jn 14,23-29

«Haremos morada en él». He aquí el fruto principal de la Pascua. La mayor realización del amor de Dios. El amor busca la cercanía, la intimidad, la unión. Dios no nos ama a distancia. Su deseo es vivir en nosotros, inundarnos con su presencia y con su amor. Esta es la alegría del cristiano en este mundo y lo será en el cielo. Somos templos, lugar donde Dios habita. Hemos sido rescatados del pecado para vivir en su presencia. ¿Cómo seguir pensando en un Dios lejano? Lo que deberemos preguntarnos es cómo recibimos esta visita, cómo acogemos esta presencia.

«El que me ama guardará mi palabra». Esta es la condición para que las Personas divinas habiten en nosotros: amar a Cristo. Lo cual no es un puro sentimiento, sino que supone «guardar su palabra», la actitud de fidelidad a Él y cada una de sus enseñanzas. Por el contrario, «el que no me ama no guardará mis palabras». Encontramos aquí un test para comprobar la autenticidad de nuestro amor a Cristo. Dios comprende y perdona los fallos, pero no puede aceptar al que reniega del evangelio.

«Él os lo enseñará todo». Estamos a la espera de Pentecostés y es conveniente conocer lo que el Espíritu Santo quiere hacer en nosotros. Él es el Maestro interior y su acción es necesaria para entender las palabras de Cristo. Si él no ilumina, si no hace atractiva la palabra de Cristo, si no da fuerzas para cumplirla, nunca llegaremos a vivir el evangelio. Sin él, el evangelio queda en letra muerta; sólo el Espíritu da vida (2 Cor 3,6).


La Ascensión del Señor

Semana de cenáculo

Lc 24,46-53

El texto de la carta de los Efesios nos da la clave para entender el significado verdadero de la ascensión: en Cristo, Dios Padre ha desplegado todo su poder, sentándolo a su derecha y sometiéndolo todo. La ascensión pone de relieve que Cristo es «Señor», que todo –absolutamente todo– está bajo su dominio soberano. Y este dominio se traduce en influjo vital sobre la Iglesia, hasta el punto de que toda la vida de la Iglesia le viene de su Señor, de Cristo glorioso, al cual debe permanecer fielmente unida.

El evangelio nos subraya que, después de la ascensión, los discípulos se volvieron llenos de alegría. Es la alegría de contemplar la victoria total y definitiva de Cristo; la alegría de entender el plan de Dios completo y de descubrir el sentido de la humillación, de los padecimientos y de la muerte de Cristo. Es la alegría de saber que Cristo glorioso sigue misteriosamente presente en su Iglesia, infundiéndole su propia vida.

En el momento de la ascensión, Cristo reitera su promesa: plenamente glorificado, derrama en su Iglesia el Espíritu Santo. Esta semana es semana de cenáculo. Toda la Iglesia sólo tiene esta tarea que realizar: permanecer con María a la espera del Espíritu, que viene con su fuerza poderosa para hacernos testigos de Cristo.


Domingo de Pentecostés

El prodigio de Pentecostés

Jn 20,19-23

Los textos de hoy subrayan de modo el realismo y la eficacia de la liturgia. No se trata de un mero recuerdo de lo que ocurrió. Dios quiere renovar entre nosotros el prodigio de Pentecostés, realizando las «mismas maravillas» de aquel día. Pecaríamos si esperásemos menos de lo que Dios nos promete.

La maravilla primera y fundamental de Pentecostés es una Iglesia viva, llena de vitalidad y de empuje. Ya ese mismo día se convierten tres mil personas con la predicación y el testimonio de Pedro. Y todo el libro de los Hechos no es más que la descripción de una explosión de vida producida precisamente por el Espíritu Santo. A lo largo de él encontramos una Iglesia joven, entusiasmada y capaz de entusiasmar, llena del Espíritu Santo que impulsa a la oración, al testimonio, al apostolado, a darlo todo: una Iglesia llena de la alegría del Espíritu, pobre y desprendida, que anuncia con gozo y convicción a Cristo y que está dispuesta a perderlo todo y dejarse matar por él ...

Esto nos debe llevar a hacer examen de conciencia a todos, pastores y fieles. ¿Tiene nuestra Iglesia de hoy esa vitalidad entusiasmante? Y, sin embargo, el Espíritu Santo es el mismo, no ha perdido fuerza desde entonces. Si hoy no se producen aquellas maravillas, ¿no será que estamos resistiendo al Espíritu Santo?


Domingo de la Santísima Trinidad

Familiares de Dios

Jn 16,12-15

El misterio de la Santísima Trinidad no consiste en números. Es el misterio de un Dios viviente y personal, cuya infinita riqueza se nos escapa, nos desborda por completo. Por eso, el único guía que nos introduce eficazmente en ese misterio y nos lo ilumina es el Espíritu Santo, que «ha sido derramado en nuestros corazones». Él es quien nos conduce a la verdad plena del conocimiento y trato familiar con Cristo y con el Padre. Él es el que, viniendo en ayuda de nuestra debilidad, «intercede por nosotros con gemidos inefables», pues «nosotros no sabemos orar como conviene».

Dios no nos puede resultar extraño. Por el bautismo estamos familiarizados y connaturalizados con el misterio de la Trinidad, pues hemos sido bautizados precisamente «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Tenemos la capacidad de relacionarnos con las Personas divinas. Más aún, tenemos el impulso y hasta la necesidad. Para eso hemos sido creados. Vivimos en Cristo, hemos sido hechos hijos del Padre, somos templo del Espíritu. No, no somos extraños ni forasteros, sino «conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios (Ef. 2,19).

Con este misterio de la Trinidad, entramos en comunión sobre todo por la Eucaristía. En ella nos hacemos una sola cosa con Cristo. En ella Cristo derrama sobre nosotros su Espíritu. En ella nos hacemos más hijos del Padre al recibir al Hijo en la comunión y al acoger al Espíritu que nos hace clamar «Abba, Padre». En la Eucaristía tocamos el misterio y participamos de él. Y el misterio nos transforma.


Corpus Christi

Dadles vosotros

Lc 9,11b-17

«Comieron todos y se saciaron». La eucaristía es el alimento que sacia totalmente los anhelos más profundos del ser humano. Cristo no defrauda. Él es el pan de vida eterna: «El que venga a mí nunca más tendrá hambre» (Jn 6,35). Él –y sólo Él– calma el ansia de felicidad, la necesidad de ser querido, la búsqueda de la felicidad... ¿No es completamente insensato apagar nuestra sed en cisternas agrietadas que dejan insatisfecho y que, al fin, sólo producen dolor?

«Dadles vosotros de comer». Cristo no se contenta con darnos su cuerpo en la eucaristía. Lo pone en nuestras manos para que llegue a todos. Es tarea de todos –no sólo de los sacerdotes– el que la eucaristía llegue a todos los hombres. Todo apostolado debe conducir a la eucaristía. Y que Cristo tenga cada vez más personas en quienes vivir, según las palabras del salmista: «No daré sueño a mis ojos ni reposo a mis párpados hasta que encuentre un lugar para el Señor».

Pero las palabras «dadles de comer» sugieren también otra aplicación. El que ha sido alimentado por Cristo no puede menos de dar y darse a los demás. La eucaristía es semilla de caridad. El que los pobres tengan qué comer también brota de la eucaristía. Por eso, el que frecuentando la eucaristía no crece en la caridad, es que en realidad no recibe a Cristo y le está rechazando.


Sagrado Corazón de Jesús

La alegría de Dios

Ez 34,11-16; Sal 22; Rom 5,5-11; Lc 15,3-7

«Buscaré las ovejas perdidas». Frente a los malos pastores de Israel, que se aprovechaban de las ovejas, Dios anuncia que Él mismo en persona saldrá en busca de sus ovejas. Es lo que ha hecho en la encarnación de su Hijo. No ha dado por perdidas a las ovejas obstinadas y rebeldes, sino que las ha buscado hasta las puertas mismas del infierno.

«Cuando todavía éramos pecadores». Lo que llena de asombro y gratitud el corazón de Pablo es haber sido amado siendo pecador, siendo incluso perseguidor de la Iglesia. Pero al mismo tiempo se da cuenta que esa es la situación de todos los hombres. Nadie hemos sido amados por Dios porque éramos buenos, sino que siendo culpables hemos sido amados de una manera misericordiosa e inmerecida. Y eso mismo se convierte en fuente de esperanza: si fuimos amados así, ¡cuánto más ahora, ya reconciliados, tendremos motivos para alcanzar la plenitud de la salvación!

«Se la carga sobre los hombros, muy contento». Es sorprendente escuchar la alegría de Dios por la conversión del hombre. Jesús no acusa ni reprocha; al contrario, se alegra indeciblemente cuando alguien acepta dejarse encontrar y volver al redil. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La gloria de Dios es que el hombre viva, que se deje vivificar en plenitud, hasta la santidad. ¿Cuántas alegrías estoy dispuesto a dar a Jesucristo que lo ha entregado todo por mí?