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Cuaresma

Domingo I de Cuaresma

¿De qué parte?

Lc 4,1-13

Al inicio de la Cuaresma, este evangelio pone delante de nuestros ojos toda la seriedad de la vida cristiana. «Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino... contra los espíritus del mal que están en las alturas» (Ef 6, 12). Desde el Paraíso (Gén 3), toda la historia humana es una lucha entre el bien y el mal, entre Cristo y Satanás. La Cuaresma nos fuerza a una decisión: ¿De qué parte nos ponemos?

Pero en esta lucha no estamos a la deriva. Cristo ha luchado, para que nosotros luchemos; Cristo ha vencido para que nosotros venzamos. En este sentido, la liturgia de Cuaresma comienza haciéndonos elevar los ojos a Cristo, para seguirle como modelo y para dejarnos influir por el impulso interior de combate victorioso que quiere infundir en nosotros.

También se nos indican las armas para vencer a Satanás. A cada tentación Jesús responde con un texto de la Escritura. En estos días Cuaresmales se nos invita a alimentarnos con más abundancia de la Palabra de Dios, para que esta sea como un escudo que nos haga inmunes a las asechanzas del enemigo. El salmo responsorial nos recuerda la confianza que, ante la prueba, Cristo tiene en el Padre y que nosotros necesitamos para no sucumbir a la tentación: «Me invocará y lo escucharé». Necesitamos vivir la fe (segunda lectura), una fe hecha plegaria –«no nos dejes caer en la tentación»–, que es la que nos libra de la esclavitud del pecado y de Satanás, pues sólo la fe da la victoria (1 Jn 5,4).


Domingo II de Cuaresma

Dejarnos seducir por Cristo

Lc 9,28-36

Introducidos en el camino cuaresmal, la Iglesia nos presenta hoy a Cristo en su transfiguración: Un acontecimiento indescriptible, pero que pone de relieve la hermosura de Cristo –«el aspecto de su rostro cambió sus vestidos brillaban de blancos»– y el enorme atractivo de su persona, que hace exclamar a Pedro «¡Qué hermoso es estar aquí!».

Todo el esfuerzo de conversión en esta Cuaresma sólo tiene sentido si nace de este encuentro con Cristo. Pablo se convierte porque se encuentra con Jesús en el camino de Damasco (Hch 9,5). Pues, del mismo modo, nosotros no nos convertiremos a unas normas éticas, sino a una persona viviente. De ahí las palabras del salmo y de la antífona de entrada: «Oigo en mi corazón: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro». Se trata de mirar a Cristo y de dejarnos seducir por él. De esta manera experimentaremos, como Pablo, que lo que nos parecía ganancia nos parece pérdida (Fil 3, 7-8) y la conversión se obrará con rapidez y facilidad.

Y, por otra parte, la transfiguración nos da la certeza de que nuestra conversión es posible: «Él transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo». Si la conversión dependiera de nuestras débiles fuerzas, poco podríamos esperar de la Cuaresma. Pero el saber que depende de la energía poderosa de Cristo nos da la confianza y el deseo de lograrla, porque Cristo puede y quiere cambiarnos.


Domingo III de Cuaresma

Nuestro engaño

Lc 13,1-9

Casi a la mitad de la Cuaresma, Cristo nos recuerda algo sumamente importante: tenemos el peligro de no convertirnos. La parábola de la higuera estéril lo pone de relieve con una fuerza sorprendente. Lo mismo que su amo a la higuera, Dios nos ha cuidado con cariño y con mimo; más aún, en esta Cuaresma está derramando abundantemente su gracia, pero ésta puede estar cayendo en vano, puede estar siendo rechazada. ¿Encontrará Cristo frutos de conversión?

«Déjala todavía este año». La parábola sugiera que este año puede ser el último. De hecho, será el último para mucha gente. No se trata de ponernos tétricos, sino de una posibilidad real. Puede no haber ya más oportunidades de gracia. La conversión es urgente, de ahora mismo. Y retrasarla para otro año, para otra ocasión, es una manera de cerrarse a Cristo, de darle largas... Hay tantas maneras de decir «no»...

«Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». Llama la atención que precisamente san Lucas, el evangelista de la misericordia y la bondad de Jesús, traiga estas amenazas. Pero si nos fijamos bien, estas advertencias también provienen de la misericordia. Advertirle a uno de un peligro es una forma principal de misericordia. Al enfrentarnos a la conversión, Cristo no sólo nos recuerda los bienes que nos va a traer la conversión, sino que nos abre los ojos ante los males que nos sobrevendrán si no nos convertimos. El amor apasionado que siente por nosotros le lleva a sacarnos de nuevo engaño.


Domingo IV de Cuaresma

El perdón del Padre

Lc 15,1-3.11-32

Esta parábola tan conocida quiere movernos al arrepentimiento poniéndolo en su sitio, es decir, relación a Dios. El pecado no es solamente hacer cosas malas o faltar a una ley. Es despreciar el amor infinito del Padre, marcharse de su casa, vivir por cuenta propia. Es, en definitiva, no vivir como hijo del Padre y, por tanto mal-vivir. De ahí que el muchacho de la parábola que se marcha alegremente, pensando ser libre y feliz, acabe pasando necesidad y muriendo de hambre. Ha perdido su dignidad de hijo y experimenta un profundo vacío.

Lo mismo el arrepentimiento. Sólo es posible convertirse de verdad cuando uno se siente desconcertado por el amor de Dios Padre, al que se ha despreciado: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti». Precisamente «contra ti»: la conciencia de haber rechazado tanto amor y a pesar de todo seguir siendo amado por aquél a quien hemos ofendido es lo único que puede movernos a contrición. Y junto a ello, la experiencia del envilecimiento al que nos ha conducido nuestro pecado, la situación calamitosa en que nos ha dejado.

Igualmente, el perdón es fruto del amor del Padre, que se conmueve y sale al encuentro de su hijo, que se alegra de su vuelta y le abraza, que hace fiesta. Este perdón devuelve al hijo la dignidad perdida, lo recibe de nuevo en la casa y en la intimidad del Padre; es un amor potente y eficaz que realiza una auténtica resurrección: «Este hijo mío estaba muerto y ha revivido».


Domingo V de Cuaresma

Un camino nuevo

Jn 8,1-11

Si el evangelio del domingo pasado nos revelaba el pecado como ruptura con el Padre, hoy nos lo presenta como infidelidad al Esposo. Esa mujer adúltera somos cada uno de nosotros, que, en lugar de ser fieles al amor de Cristo (2 Cor 11,2), le hemos fallado en multitud de ocasiones. Ahí radica la gravedad de nuestros pecados: el amor de Cristo despreciado. Lo mismo que el pueblo de Israel (Os 1,2; Ez 16), también nosotros somos merecedores de reproche: «¡Adúlteros¡ ¿No sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios» (Sant 4,4).

Por otra parte, el conocimiento del propio pecado es lo que nos hace radicalmente humildes. Los acusadores de esta mujer desaparecen uno tras otro cuando Jesús les hace ver que son tan pecadores como ella. La presente Cuaresma quiere dejarnos más instalados en la verdadera humildad, la que brota de la conciencia de la propia miseria y no juzga ni desprecia a los demás (cfr. Lc 18, 9-14).

Finalmente, este relato manifiesta toda la fuerza y la profundidad del perdón de Cristo, que no consiste en disimular el pecado, sino en perdonarlo y en dar la capacidad de emprender un camino nuevo: «Vete, y en adelante no peques más». La grandeza del perdón de Cristo se manifiesta en el impulso para vencer el pecado y vivir sin pecar.


Domingo de Ramos

La pasión del Señor

Lc 23,33-49

El relato de la pasión según san Lucas –que hemos de releer y meditar– quiere llevarnos a mirar a Jesús para aprender de Él a ser verdaderos discípulos. La traición de Judas, uno de los Doce, nos pone en guardia frente a nosotros mismos, que también podemos traicionar al Señor. Y lo mismo ocurre con la negación de Pedro, que desenmascara la tentación que aparece en cada corazón: no querer cuentas con el Maestro que se abaja hasta este punto. Sin embargo, la mirada de Jesús, que se vuelve hacia él, alcanza su conversión, y las lágrimas de Pedro, pecador arrepentido, indican la manera como el discípulo debe participar en la pasión del Salvador.

San Lucas insiste más que ningún otro evangelista en la inocencia de Jesús, para sacar así la lección de que los discípulos no deben extrañarse de que sean arrastrados a los tribunales por su fidelidad a la voluntad de Dios. Más aún, siendo inocente, Jesús muere perdonando a sus asesinos y confiando en el Padre, en cuyas manos se abandona totalmente. También los cristianos deberán seguir este doble ejemplo, asociándose de cerca a la pasión de su Salvador.

Finalmente, san Lucas subraya la eficacia del sacrificio de Cristo: la cruz de Jesús transforma el mundo produciendo la conversión de los corazones y abriendo a los hombres el Paraíso. Junto al buen ladrón, cada uno de nosotros es invitado a considerar los sufrimientos de Jesús y a hacer examen de conciencia –«lo nuestro nos lo hemos merecido, pero éste nada malo ha hecho»– para poder oír de labios del mismo Jesús: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».


Jueves Santo
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Viernes Santo
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Vigilia Pascual
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Domingo de Resurrección

¡Un acontecimiento!

Hch 10,37-43; Col 3,1-4; Jn 20,1-9

Este día tiene un colorido especial. Todo él está teñido por un hecho que transforma la historia entera. Un hecho esperado, intensamente deseado. Este es el anuncio que la Iglesia grita con gozo, con sorpresa, pero con total seguridad: ¡Ha resucitado! Verdaderamente el Señor ha resucitado. No, nuestra fe se apoya en fábulas o ideas: se trata de un hecho, de un acontecimiento.

Y un hecho que nos toca de lleno: «Habéis resucitado con Cristo». La vida del cristiano es una vida de resucitado. Hemos de volver a estrenar el gozo de sabernos salvados, la dicha de nuestra victoria sobre el pecado gracias a Cristo. Somos nuevos por la resurrección. Hemos sido íntima y profundamente renovados. Hemos entrado en el mundo nuevo de la resurrección. «El que está en Cristo es una nueva creación. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo» (2 Cor 5, 17). «Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios».

Precisamente porque hemos resucitado con Cristo también nosotros somos testigos. El Señor se ha hecho presente en nuestra vida y nos ha transformado con su poder. «Sabemos por tu gracia que estás resucitado». Un muerto no puede producir estas maravillas. Y nosotros no podemos callar, no podemos menos de gritar a todos esta alegría que nos inunda. Sí, verdaderamente ha resucitado el Señor.