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Adviento y Navidad

Domingo I de Adviento

«Se acerca vuestra liberación»

Lc 21,25-28.34-36

«Se salvará Judá». Es notable que la mayor parte de los textos bíblicos de la liturgia de Adviento nos hablan de la salvación del pueblo entero. «Cumpliré mi promesa que hice a la casa de Israel». Hemos de ensanchar nuestro corazón y dejar que se dilate nuestra esperanza al empezar el Adviento. Debemos evitar reducir o empequeñecer la acción de Dios: nuestra mirada debe abarcar a la Iglesia entera, que se extiende por todo el mundo. No podemos conformarnos con menos de lo que Dios quiere darnos.

«Santos e irreprensibles». Lo mismo hemos de tener presente en cuanto a la intensidad de la esperanza. Si Cristo viene no es sólo para mejorarnos un poco, sino para hacernos partícipes de la santidad misma de Dios. Y esta obra suya de salvación quiere ser tan poderosa que se manifestará ante todo el mundo que él es nuestra santidad, que no somos santos por nuestras fuerzas, sino por la gracia suya, hasta el punto de que a la Iglesia se le pueda dar el nombre de «Señor-nuestra-justicia».

«Se acerca vuestra liberación». Toda venida de Cristo es siempre liberadora, redentora. Viene para arrancamos de la esclavitud de nuestros pecados. Por eso, nuestra esperanza se convierte en deseo apremiante, en anhelo incontenible, exactamente igual que el prisionero que contempla cercano el día de su liberación. La auténtica esperanza nos pone en marcha y desata todas nuestras energías.


Domingo II de Adviento

Acontece Dios

Lc 3,1-6

«Vino la palabra de Dios sobre Juan». Lucas, con su mentalidad de historiador, tiene mucho interés en precisar los datos históricos de la predicación del Bautista. La palabra de Dios acontece. No se nos habla de algo irreal, abstracto o ajeno a nuestra historia. Dios interviene en momentos concretos y en lugares determinados de la historia de los hombres. También de la tuya. Quizá ahora mismo, en este preciso instante...

«Un bautismo de conversión». La misión de Juan ha estado marcada por esta llamada incesante a la conversión. También la Iglesia ha recibido este encargo. Y esta invitación no siempre nos resulta grata; nos escuece, nos molesta... Y sin embargo, la llamada a la conversión es llamada a la vida: sólo mediante la conversión será realidad que «todos verán la salvación de Dios». Convertirnos es en realidad despojarnos del vestido de luto y aflicción y vestirnos las galas perpetuas de la gloria que Dios nos da (1ª lectura: Bar 5,1).

«Elévense los valles, desciendan los montes y colinas». La esperanza del adviento quiere levantarnos de los valles de nuestros desánimos y cobardías, y abajarnos de los montes de nuestros orgullos y autosuficiencias. Quiere ponernos en la verdad de Dios y en la verdad de nosotros mismos. Quiere conducirnos a no esperar nada de nosotros mismos, y al mismo tiempo a esperarlo todo de Dios, a esperar cosas grandes y maravillosas porque Dios es grande y maravilloso.


Domingo III de Adviento

¡Alégrate!

Sof 3, 14

La liturgia de este domingo quiere infundirnos una alegría desbordante: «Regocíjate... Grita de júbilo... Alégrate y gózate de todo corazón...» ¿La razón? La Iglesia presiente la inminencia de Cristo –«el Señor será el rey de Israel en medio de ti»– y no puede contener su gozo; la esperanza,, el deseo de Cristo, se transforma en júbilo porque ya viene, está a la puerta. He ahí la gran certeza de la esperanza cristiana.

Y con la presencia de Cristo, la salvación que trae: «El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos». No sólo es la alegría por la presencia del Amado, sino también el entusiasmo por la victoria: «El Señor tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva». Los males que nos rodean tienen, por fin, remedio, porque llega Cristo, Salvador del mundo.

Se nos regala un nuevo Adviento para que aprendamos a vivir esta realidad: «¡Gritad jubilosos...! ¡Qué grande es en medio de ti el santo de Israel!» Y eso que la salvación que experimentamos ya es sólo el comienzo, pues es Jesús viene a bautizarnos con Espíritu Santo y fuego. Este es su don, el don mesiánico por excelencia. Jesús anhela sumergirnos en su Espíritu. El Adviento nos abre no sólo a Navidad, sino también a Pentecostés.


Domingo IV de Adviento

Heme aquí

Lc 1,39-45

Cerca ya de la Navidad, la liturgia de este domingo nos invita a clavar nuestros ojos en el misterio de la encarnación: Cristo entrando en el mundo. Y en este acontecimiento central de la historia, la obediencia. Desde el primer instante de su existencia humana, Cristo ha vivido en absoluta docilidad al plan del Padre: «Aquí estoy para hacer tu voluntad». Y así hasta el último momento, cuando en Getsemaní exclame: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú». Y gracias a esta voluntad todos quedamos santificados, pues «así como por la desobediencia de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos» (Rom 5,19).

Y, además de la obediencia, Cristo vive desde el primer instante de su existencia humana en actitud de ofrenda: «No quieres sacrificios... Pero me has preparado un cuerpo... Aquí estoy». La entrega de Cristo en la cruz no es cosa de un momento. Es que ha vivido así toda su vida humana, en oblación continua, como ofrenda permanente. Su ser de Hijo ha de expresarse necesariamente en esta manera de vivir dándonos al Padre.

Y en el misterio de la encarnación está María. Más aún, la misma encarnación es posible gracias a la fe de María que se fía de Dios y acepta totalmente su plan. Por eso se le felicita: «¡Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!» Este acto de fe tan sencillo y aparentemente insignificante ha sido la puerta por la que ha entrado toda la gracia en el mundo.


Natividad del Señor

Ver ciclo A


La Sagrada Familia

Una Familia nueva

Lc 2,22-40

Nada más celebrar la Navidad, la liturgia nos introduce en esta fiesta de la Sagrada Familia. Tiene un profundo significado: Al entrar en este mundo, el Verbo lo renueva todo; al hacerse hombre, sana y regenera todo lo humano. También la familia. Al sanar el corazón humano, herido por el pecado, Cristo hace posible una familia nueva.

Los valores naturales de la familia no son anulados. Todo lo contrario. La gracia de Cristo los purifica, los potencia, los eleva. Las virtudes que el Espíritu de Cristo siembra en el corazón humano hacen posible vivir de una manera nueva el misterio de la familia. La misericordia, la bondad, la dulzura, la humildad, el perdón, el amor, la unidad, la paz son fruto del Espíritu Santo. Vividas a semejanza de Cristo, hacen que la familia cristiana sea reflejo de la familia de Nazaret y –más aún– de la Trinidad misma.

En el mundo actual, cuando la familia se deteriora por momentos, es más necesario que nunca contemplar a la Sagrada Familia para comprender que la familia sólo en Cristo puede realizar su ideal, pues sólo él une, da cohesión y hace a cada uno capaz de amar generosamente, de perdonar, de darse sin medida, de comprender. Sin Cristo, el hombre y la familia, dejados a su debilidad, sucumben. «El que escucha la palabra de Dios y la cumple, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Lc 8,21).


Domingo II después de Navidad

Hemos visto su gloria

Jn 1,1-18

La Iglesia permanece absorta en el misterio de la Navidad. Es tan grande lo que ha ocurrido que no tiene ojos más para mirar a su esposo. Y los textos de este domingo son simplemente eso: como cuando uno ha vivido un acontecimiento sumamente importante y vuelve una y otra vez sobre lo que le ha sucedido, recordándolo, saboreándolo, considerándolo, dejándose empapar por ello.

Y es que el Misterio de la Navidad no es algo pasajero. El Hijo de Dios ha plantado su tienda entre nosotros y ya para siempre se queda con nosotros. Se ha hecho «conciudadano» nuestro, de nuestra tierra, de nuestro mundo, para hacerse a nosotros «ciudadanos del cielo» (Fil 3, 20). Quiere convivir con nosotros, busca estrechar lazos de familiaridad y de intimidad. Desea que le veamos, que le escuchemos, que le palpemos (1 Jn 1,1).

«Hemos visto su gloria». La Iglesia sabe que todo lo tiene en su Esposo y por eso se dedica a contemplar su gloria. Nada hay comparable a este conocimiento de Cristo: «Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (Fil 3,8). Hemos nacido para contemplar al Verbo hecho carne y la Iglesia, como Esposa enamorada, sabe que todo le viene de este conocimiento amoroso: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).


Epifanía del Señor

Ver ciclo A


Bautismo del Señor

Hijos de Dios

Is 42,1-7; Hch 10,34-38; Lc 3,15-22

Siendo Hijo, Jesús pasa por el Bautismo para que los que éramos «hijos de ira» (Ef 2,3) llegásemos a ser hijos de Dios. Gracias a Cristo se han abierto para nosotros los cielos, cerrados desde que Adán y Eva fueron expulsados del paraíso (Gén 3,23-24). Gracias a Cristo somos «miembros de la familia de Dios» (Ef 2,19). No deberíamos olvidar nunca la gratitud ni apartar de nuestro corazón el gozo ante esta realidad: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1).

Hemos sido bautizados «con Espíritu Santo y fuego». El Espíritu es fuego que, derramado en nuestros corazones por el bautismo, nos incendia en el amor a Cristo y a los hombres. No hemos recibido un Espíritu cobarde, sino un Espíritu de energía (2 Tim 1,7) que nos impulsa sin cesar, como a Cristo. Pues también nosotros hemos sido «ungidos con la fuerza del Espíritu para pasar haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo».

La fiesta de hoy debe hacernos reconocer nuestra dignidad de bautizados. En el bautismo radica nuestra identidad. En él hemos recibido la vida misma de Dios y la capacidad de vivir en intimidad con el Padre, con Cristo, en el Espíritu Santo. Dejemos que la gracia del bautismo fructifique en nosotros para la vida eterna.