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Tiempo Ordinario

II Domingo del Tiempo Ordinario

Después de leer el domingo segundo Jn 1,35-42, que prolonga la manifestación de Jesús en la Epifanía y en la Fiesta del Bautismo, los domingos 3º al 9º presentan a un Jesús que comienza a revelarse mediante diversos signos pero encuentra inmediatamente la obstinación y el rechazo de las autoridades judías.

Manifestación de Dios

Todo el tiempo de Navidad, la liturgia subrayaba el aspecto de manifestación de Jesucristo. Pero en el tiempo de Epifanía se ha intensificado. El Hijo de Dios se ha manifestado al mundo y al mismo tiempo nos manifiesta al Padre. Y es esto lo que subraya la liturgia: una verdadera teofanía de la Trinidad. El cielo rasgado pone al descubierto el misterio de Dios. Jesús se revela como Hijo del Padre y Ungido del Espíritu. El Padre manifiesta su complacencia en el Hijo muy amado.

Más significativo todavía es que toda esta grandeza de Cristo se manifiesta en su humillación. A Jesús el bautismo no le hace Hijo de Dios, porque lo es desde toda la eternidad como Verbo, y como hombre desde el instante de su concepción. Al bautizarse se pone en situación de profunda humillación: pasa por un pecador más que busca purificación. Pero es precisamente en esa situación objetiva de humillación donde se revela lo más alto de su divinidad: un aspecto que no deberíamos olvidar del misterio de Navidad, que tiene consecuencias incalculables para nuestra vida. No brillamos más por el brillo humano o por el aplauso de los hombres, sino por participar del camino de humillación de Cristo.

En la celebración eucarística se hace presente para nosotros el misterio que celebramos. Tocamos el misterio y el misterio nos transforma. Si vivimos la liturgia, si la celebramos con fe profunda, va creciendo en nosotros el conocimiento de Dios, Él va irradiando en nosotros la luz de su gloria (2Co 4,6) y vamos siendo transformados en su imagen, vamos reflejando su gloria (2Co 3,18). Si de veras vivimos la liturgia, vamos siendo transfigurados, vamos siendo convertidos en teofanía también nosotros...

Una experiencia contagiosa

Jn 1,35-42

«Este es el Cordero de Dios». Todo empieza con un testimonio. La fe de los discípulos y el hecho de que sigan a Jesús es consecuencia del testimonio de Juan. Así de sencillo. ¡Cuántas veces a lo largo de nuestra vida tenemos oportunidad de dar testimonio de Cristo! En cualquier circunstancia podemos indicar como Juan, con un gesto o una palabra, que Cristo es el Cordero de Dios, es decir, el que salva al hombre y da sentido a su vida. El que muchos crean en Cristo y le sigan depende de nuestro testimonio, mediante la palabra y sobre todo con la vida.

«Venid y lo veréis». El testimonio de Juan despierta en sus acompañantes el interés por Jesús; sienten un fuerte atractivo por Él. Por eso le siguen. Jesús no les da razones ni argumentos. Simplemente les invita a estar con Él, a hacer la experiencia de su intimidad. Y esta fue tan intensa que se quedaron el día entero y san Juan, muchos años más tarde recuerda incluso la hora –«hacia las cuatro de la tarde»–. También nosotros somos invitados a hacer esta experiencia de amistad con Cristo, de intimidad con Él. Venid y lo veréis. «Gustad y ved qué bueno es el Señor» (Sal 34,9).

«Lo llevó a Jesús». La experiencia de Cristo es contagiosa. El que ha experimentado la bondad de Cristo no tiene más remedio que darla a conocer. El que ha estado con Cristo se convierte también él en testigo. Pero no pretende que los demás se queden en él o en su grupo, sino que los lleva a Cristo. La actitud de Andrés nos enseña la manera de actuar todo auténtico apóstol: «Hemos encontrado al Mesías». Y lo llevó a Jesús.


Domingo III del Tiempo Ordinario

El domingo tercero (1,14-20) presenta la predicación inicial de Jesús y la llamada de los primeros discípulos. Tanto el carácter urgente de la llamada de Jesús –«se ha cumplido el plazo»– como lo inmediato e incondicional del seguimiento por parte de los discípulos manifiesta la grandiosidad y el atractivo de la persona de Jesús. Esta urgencia se manifiesta también en el carácter de «pescadores de hombres» que tienen los discípulos: lo mismo que Jonás (1ª lectura: Jon 3,1-5.10) son enviados a convertir a los hombres a Cristo: «convertíos y creed».

Hambre de eternidad

1Cor 7,29-31

«El momento es apremiante». Después de haber celebrado la venida del Hijo de Dios a este mundo, esta frase se entiende mejor. Después del nacimiento de Cristo nada puede ser igual. Él lo ha transformado todo, la razón de ser de todo, el único punto de referencia válido para todo.

La frase de san Pablo «el momento es apremiante» está en dependencia de la del mismo Jesús en el evangelio: «se ha cumplido el tiempo, se ha acercado el Reino de Dios». No podemos seguir viviendo como si Él no hubiera venido. Su presencia debe determinar toda nuestra vida. Su venida da a nuestra existencia un todo de seriedad y urgencia. No podemos seguir malgastando nuestra vida viviéndola al margen de Él. Con Él tiene un valor inmensamente mayor de lo que imaginamos...

«La apariencia de este mundo se termina». Sería lamentable que siguiéramos viviendo de apariencias, de mentiras... La Navidad debe haber dejado en nosotros una sed incontenible de realidad, de vivir en la verdad. No sigamos engañándonos a nosotros mismos. Llamemos las cosas por su nombre. No sigamos viviendo como si lo real fuera lo de aquí abajo. Al contrario, lo de aquí es pasajero, muy pasajero.

Lo real es eterno, lo definitivo. Cristo ha venido para que nuestra vida tenga un valor y un peso de eternidad. Hemos de tener hambre de eternidad. Hemos de saber vivir de lo eterno. «Somos ciudadanos del cielo» (Fil 3,20), «aspiremos a los bienes del Cielo (Col 3,1-2). Este es también el sentido de la llamada del Señor en el evangelio: «Convertíos, creed la Buena Nueva, está cerca el Reino de Dios.

Venid conmigo

Mc 1,14-20

«Se ha cumplido el tiempo». Hemos celebrado a Cristo en el Adviento como «el deseado de las naciones», el esperado de todos los pueblos. «Todo el mundo te busca» (Mc 1,37). Con la venida de Cristo estamos en la plenitud de los tiempos. El Reino de Dios está aquí, la salvación se nos ofrece para disfrutarla. Tenemos, sobre todo, a Cristo en persona. «Cuántos desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron». Pero la presencia de Cristo hace que las cosas no puedan seguir igual. Por eso, Jesús añade a continuación: «Convertíos». La presencia de Cristo exige una actitud radical de atención y entrega a Él, cambiando todo lo necesario para que Él sea el centro de todo, para que su Reino se establezca en nosotros.

«Creed la Buena nueva». Evangelio significa «buena noticia», «anuncio alegre y gozoso». La presencia de Cristo, su cercanía, su poder, son una buena noticia. La llegada del Reino de Dios es una buena noticia. Cada una de las palabras y frases del evangelio son una noticia gozosa. ¿Recibo así el evangelio, como Buena nueva y anuncio gozoso, o lo veo como una carga y una exigencia? Cada vez que lo escucho, lo leo o medito, ¿lo veo como promesa de salvación? ¿Creo de verdad en el evangelio? ¿Me fío de lo que Cristo en él me manda, me advierte o me aconseja?

«Venid conmigo». Ser cristiano es ante todo irse con Jesús, caminar tras Él, seguirle. San Marcos nos presenta al principio del todo, la llamada de Jesús a los discípulos, cuando aún Jesús no ha predicado ni hecho milagros; sin embargo, ellos le siguen «inmediatamente», dejando todo, incluso el trabajo y el propio padre. La conversión que pide Jesús al principio del evangelio de hoy es ante todo dejarnos fascinar por su persona. Cuando se experimenta el atractivo de Cristo, ¡qué fácil es dejarlo todo!


Domingo IV del Tiempo Ordinario

El cuarto domingo nos sitúa ante la fascinación irresistible de la palabra de Jesús (1,21-28). Es una palabra como la de Yahvé: eficaz, que «dice y hace»; tiene, sobre todo, poder y autoridad, que se manifiesta expulsando a los demonios con la sola palabra. Por eso no es sólo un profeta, sino el profeta que habla en nombre de Dios hasta el punto de que Dios pide cuentas al que no le escucha (1ª lectura: Dt 18,15-20). Demuestra así con los hechos que es real su proclamación de que ha llegado el Reino de Dios (1,15).

Un corazón poseído por Cristo

1Cor 7,32-35

El texto de la primera carta a los corintios en la segunda lectura de hoy es uno de esos que choca a primera vista, porque da la impresión de que san Pablo no valorase el matrimonio. Sin embargo no hay tal, porque en el mismo capítulo indica que «cada cual tiene de Dios su gracia particular» (7,7), unos el celibato y otros el matrimonio, e insiste en que cada uno debe santificarse en el estado al que Dios le ha llamado (7,17), casado o célibe.

Supuesto eso, hace una llamada especial al celibato como un estado de especial consagración. Y da las razones: el célibe se preocupa exclusivamente de los asuntos del Señor, busca únicamente contentar el Señor, vive consagrado a Él en cuerpo y alma, se dedica al trato con Él con corazón indiviso.

Con ello traza las líneas maestras de esta preciosa vocación dentro de la Iglesia. Resaltar el celibato no quiere decir despreciar el matrimonio. Pero la Iglesia siempre ha apreciado como un don singular de Cristo la virginidad consagrada a Él. La virginidad testimonia belleza de un corazón poseído sólo por Cristo Esposo. Manifiesta al mundo el infinito atractivo de Cristo, el más hermoso de los hijos de los hombres (Sal 45,3), y la inmensa dicha de pertenecer sólo a Él. Grita el que quiera entender que Cristo basta, que Cristo sacia plenamente los más profundos anhelos del corazón humano.

Por lo demás, la vocación a la virginidad o al celibato no es una cuestión privada. Existe en la Iglesia y para la Iglesia. Es un don de Cristo a su Esposa la Iglesia. El testimonio de los célibes debe recordar a los que tienen mujer que vivan como si no la tuvieran (7,29), que la apariencia de este mundo pasa (7,31) y que en el mundo futuro ni ellos ni ellas se casarán (Lc 20,34-35). El celibato debe testimoniar palpablemente que Cristo se quiere dar del todo a todos. Por ello el Papa puede afirmar que los esposos «tienen derecho» a esperar de las personas vírgenes el testimonio de la fidelidad plena a su vocación (FC 16).

Asombro y admiración

Mc 1,21-28

«Cállate y sal de él». Los evangelistas tienen mucho interés en presentar a Jesús curando endemoniados y expulsando demonios. Quieren resaltar el dominio de Jesús sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte; pero sobre todo ponen de relieve que Jesús ha vencido a Satanás, que –directa o indirectamente– es la causa de todo mal. Ningún mal tiene poder sobre el cristiano adherido a Cristo, pues todo está sometido a Cristo: «¡Veía a Satanás caer como un rayo!» (Lc 10,18). Frente al mal en todas sus manifestaciones, Dios es el Dios de la vida. «Si echo los demonios con el dedo de Dios es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20). Y también al discípulo de Cristo se someten incluso los demonios (Mc 16,17).

«Quedaban asombrados». Con breves pinceladas, san Marcos nos pinta el poder de Jesús. Desde el principio de su evangelio pretende presentarnos la grandeza de Cristo, que produce asombro a su paso en todo lo que hace y dice. Y la Iglesia nos presenta a Cristo para que también nosotros quedemos admirados. Pero para admirar a Cristo, hace falta antes que nada mirarle y tratarle. Y es sobre todo en la oración y en la meditación del evangelio donde vamos conociendo a Jesús. Por lo demás, también la vida del cristiano de-be producir asombro y admiración. Mi vida, ¿produce asombro con la novedad del evangelio o pasa sin pena ni gloria?

«Enseñaba con autoridad». Jesús no da opiniones. Enseña la verdad eterna de Dios. Por eso habla con seguridad. Y, sobre todo, su palabra tiene poder para realizar lo que dice. Si escuchamos la palabra de Cristo con fe, esa palabra nos transforma, nos purifica, crea vida en nosotros, porque «es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo» (Heb 4,12).


Domingo V del Tiempo Ordinario

El domingo quinto nos lleva a contemplar a un Jesús que salva a todo el hombre –curación de enfermos en su cuerpo y sanación de endemoniados en su espíritu– y a todos los hombres –las multitudes que acuden a Él–. De ese modo levanta de su postración y abatimiento –a la suegra de Pedro «la cogió de la mano y la levantó»– a los hombres que bajo el peso del mal ven pasar sus días como un soplo y consumirse sin dicha y sin esperanza –personificados en Job 7,1-4.6-7–.

¡Ay de mí si no evangelizo!

1Cor 9,16-19.22-23

«¡Ay de mí si no anuncio el evangelio!». Estas palabras de san Pablo son para todos. Anunciar el evangelio es un deber, una obligación que incumbe a todo cristiano. Todo bautizado es hecho profeta para proclamar ante el mundo las hazañas maravillosas del que nos llamó a salir de las tinieblas y a entrar en su luz admirable. Todo cristiano es un apóstol, un enviado de Cristo en el mundo. Para anunciar el evangelio no hace falta subir a un púlpito. Podemos hablar de Cristo en casa y por la calle, a los vecinos y a los compañeros de trabajo, con nuestra palabra y con nuestra vida. ¡Pero es necesario que lo hagamos! No podemos seguir pensando que es tarea sólo de los sacerdotes. ¿Cómo puede creer la gente sin que alguien les hable de Cristo? (Rom 10,14). Esta es la maravillosa y sublime misión que nos encarga el Señor.

«Me he hecho todo a todos para ganar, como sea, a algunos». ¡Admirable testimonio de san Pablo! Hacerse todo a todos significa renunciar a sus costumbres, a sus gustos, a sus formas... Y todo para que se salven, para llevarles al evangelio. Exactamente lo que hizo el mismo Cristo, que se despojó de su rango y se hizo uno de nosotros para hablarnos al modo humano, con palabras y gestos que pudiéramos entender. A la luz de esto, nunca podemos decir que hemos hecho bastante para llevar a los demás a Cristo. Un rasgo esencial del evangelizador es este amor ardiente a los hombres que le lleva a despojarse de sí mismo para darles a Cristo.

«...Sin usar el derecho que me da la predicación de esta Buena Noticia». San Pablo reconoce que el que predica tiene derecho a vivir el evangelio (v. 14). Sin embargo, gustosamente ha renunciado a este derecho, no recibiendo nada de los corintios y trabajando con sus propias manos, «para no crear obstáculo alguno al evangelio» (v. 12). El que anuncia el evangelio debe dar testimonio de absoluto desinterés, renunciando incluso a lo justo y a lo necesario. Sólo así podrá ser testigo creíble de una palabra que anuncia el amor gratuito de Dios. Sin ello el anuncio del evangelio no puede dar fruto. «Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis» (Mt 10,8-10).

Todos te buscan

Mc 1,29-39

«Todos te buscan». Estas palabras de los discípulos centran la atención en la persona de Jesús. «¿Quién es éste?» (Mc 4,41). Jesús es la «luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9). «En Él quiso Dios que residiera toda la plenitud» (Col 1,19). Todo hombre ha sido creado para Cristo y todo hombre –aun sin saberlo– busca a Cristo; incluso el que le rechaza, en el fondo necesita a Cristo. Su búsqueda de alegría, de bien, de justicia, es búsqueda de Cristo, el único que puede colmar todos los anhelos del corazón humano. Y el cristiano debe estar cierto de ello para presentar sin temor Cristo a los hombres con obras y palabras.

Es enormemente bello en los evangelios el misterio de la oración de Jesús. El Hijo de Dios hecho hombre vive una continua y profunda intimidad con el Padre. A través de su conciencia humana Jesús se sabe intensamente amado por el Padre. Y su oración es una de las expresiones más hermosas de su conciencia filial. Se sabe recibiéndolo todo del Padre y a Él lo devuelve todo en una entrega perfecta de amor agradecido.

San Marcos nos presenta a Jesús realizando curaciones. De esta manera se expresa mejor que con palabras su poder de salvar del pecado (Mc 2,9-11). Con este evangelio la Iglesia quiere afianzar nuestra fe en este Jesús que es capaz de sanar a un mundo –el nuestro– y a unos hombres –nuestros hermanos y nosotros mismos– profundamente enfermos. Cristo puede hacerlo; la única condición para hacer el milagro es nuestra fe: «¿Crees que puedo hacerlo?» (Mt 9,28).


Domingo VI del Tiempo Ordinario

El domingo sexto nos encara con otro acto sumamente revelador de Jesús (1,40-45). Al leproso, que estaba totalmente marginado de la sociedad humana y de la comunidad religiosa (1ª lectura: Lev 13,1-2.44-46), Jesús no sólo no le rechaza, sino que se acerca a él y le toca: de ese modo el que era impuro queda purificado, sanado y reintegrado a la normalidad al ser tocado por el Santo de Dios. Aunque Jesús le impone silencio, el gozo de la salvación es demasiado grande como para seguir callado.

Todo para gloria de Dios

1Cor 10,31-11,1
«Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios». El cristiano, consagrado por el bautismo, puede y debe ver todo santamente. El valor de lo que hacemos no está en lo externo, sino en cómo lo hacemos. Cristo en los treinta años de su vida oculta no hizo cosas grandes o vistosas; vivió con un corazón lleno de amor a su Padre y a los hombres las cosas pequeñas e insignificantes. Y esos actos tenían un valor infinito y estaban redimiendo al mundo. Lo mismo nosotros: la vida cotidiana, sencilla y corriente, puede tener un inmenso valor. No esperemos a hacer cosas grandes. Hagamos grande lo pequeño. Todo puede ser orientado a la gloria de Dios. Todo: la comida, la bebida, cualquier cosa que hagamos... Cristo ha asumido todo lo humano y nada debe quedar fuera de la órbita del Señor.

«No deis motivo de escándalo...» Esta advertencia de san Pablo es también para nosotros. Incluso sin quererlo positivamente, sin darnos cuenta, podemos estar poniendo estorbos para que otros se acerquen a Cristo. Escándalo es todo lo que sirve de tropiezo al hermano o le frena en su entrega al Señor. Nuestra palabra poco evangélica, nuestra conducta mediocre o incoherente, son escándalo para el hermano por el que Cristo murió. Y las palabras de Cristo sobre el escándalo son terribles: «¡Ay del que escandaliza! Más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar» (Mt 18,6).

«Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo». Sólo la imitación de Cristo no escandaliza. Al contrario, estimula en el camino del evangelio. Cuando vemos a alguien seguir el ejemplo de Cristo, comprobamos que su palabra se puede cumplir y ese ejemplo aviva nuestra esperanza. En cambio, decir una cosa y hacer otra es escandaloso, porque es dar a entender con nuestras obras que el evangelio no se puede cumplir o que estas cosas están bien para decirlas pero no para vivirlas...


Domingo VII del Tiempo Ordinario

Sin igual

Mc 2,1-12

«Llegaron cuatro llevando un paralítico». El gesto de estos cuatro personajes anónimos resulta precioso e iluminador para nosotros. El paralítico –por definición– no se puede mover por sí mismo. Pero estos hombres le colocan ante Jesús. Y «viendo Jesús la fe que tenían» realiza el milagro. Hay en nuestro mundo y a nuestro alrededor muchos paralíticos por la incredulidad o por el pecado. A nosotros nos toca ponerlos a los pies de Jesús con una fe inmensa. Lo demás es cosa de Jesús. El evangelio no dice si ese hombre tenía fe en Jesús o sólo se dejó llevar. Lo que sí afirma es la fe de aquellos cuatro que arranca el milagro a Jesús. ¿Presentamos a las personas al Señor? ¿Con qué fe lo hacemos?

«Para que veáis...» Jesús realiza la curación, pero deja claro que lo que le interesa es sobre todo la sanación interior. Dios quiere el bien entero del hombre, cuerpo y alma. Nosotros, en cambio, con demasiada frecuencia sólo buscamos el bien corporal. Sin embargo, hay enfermedades físicas que son ocasión de un bien espiritual enorme y de la santificación de muchas personas; mientras la enfermedad espiritual puede llevar –aun con perfecta salud física– a la condenación eterna...

«Nunca hemos visto una cosa igual». Las acciones de Jesús producen asombro y admiración. Los que contemplaron este prodigio «daban gloria a Dios». ¿Sé descubrir las acciones de Cristo? ¿Me alegro de ellas? ¿Me admiro? Más aún, ¿tengo fe para esperar cosas grandes, como aquellos cuatro del evangelio de hoy?


Domingo VIII del Tiempo Ordinario

Te desposaré

Mc 2,18-22

«Te desposaré». A la pregunta de los discípulos de Juan de por qué los discípulos de Jesús no ayunan, este responde que ello no es posible mientras el novio está con ellos. Palabras aparentemente misteriosas, pero que muestran con claridad que Jesús se revela como el Esposo. Él ha venido a desposar consigo a cada hombre y a cada mujer, a unirse a ellos de una manera insospechada, con una intimidad inimaginable. Las palabras del profeta Oseas –1ª lectura– no eran pura metáfora. Tú existes para ser desposado por Cristo. Y ahí reside la plenitud de tu vida.

«A vino nuevo, odres nuevos». La pregunta de los fariseos muestra que están anclados en el orden antiguo de las cosas. Les preocupaba si ayuno sí o ayuno no. Pero Jesús ha inaugurado una época nueva. Ahora todo está en función de Él. El ayuno tiene sentido no por sí mismo, sino en función de Cristo; y lo mismo todas las demás tareas, relaciones, cosas, etc. La novedad es Cristo, el único absoluto es Cristo. Y hay que cambiar la mentalidad y los esquemas, y las mismas estructuras, para acoger este vino nuevo. Nada tiene sentido o valor fuera o al margen de Cristo. «Todo ha sido creado por Él y para Él y todo se mantiene en Él» (Col 1,16-17).

«Cuando sea arrebatado el Esposo, entonces ayunarán». El verdadero ayuno cristiano es participación en la pasión y en los sufrimientos de Cristo. Es hacerse uno con Jesús crucificado, compartir su suerte. Desposados con Cristo, hechos consortes suyos, corremos la misma suerte: padecemos con Él para ser también glorificados con Él (Rom 8,17).


Domingo IX del Tiempo Ordinario

El Señor del sábado

Mc 2,23-3,6

«El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado». En el relato de la creación vemos que Dios crea todo y lo pone al servicio del hombre (Gén 1,26-30). En efecto, «el hombre es la única criatura que Dios ha amado por sí misma» (Gaudium et Spes, 24). Por eso no puede ser instrumentalizado para ningún fin. Las normas, los planes, las tareas... todo, absolutamente todo, debe estar al servicio del hombre, y no al revés. Utilizar a las personas es degradarlas, es rebajarlas de la dignidad en que Dios los ha constituido.

«El Hijo del hombre es Señor también del sábado». Cristo es el centro de todo. Todo tiene sentido y valor en función de Él. «Todo fue creado por Él y para Él y todo se mantiene en Él» (Col 1,16-17). Cada cosa, cada práctica, cada tarea... vale en tanto en cuanto nos lleva a Cristo; y si nos aparta de Él, ha de ser eliminada. Esto vale para todo, incluidas las prácticas religiosas, que sólo tienen valor en función de Cristo. Él es el único Absoluto.

«Dolido de su obstinación». A Jesús le importa el bien del hombre. Por eso le duele la cerrazón de los fariseos. Por eso proclama la verdad y actúa en consecuencia, aunque ello conduzca a que decidan matarlo. Jesús explica sus razones, pero no se empeña en convencer. Al que está cerrado a la verdad de nada le sirven los argumentos más claros y contundentes...


Domingo X del Tiempo Ordinario

El domingo décimo da un nuevo paso en la autorrevelación de Jesús (3,20-35). A pesar de que es rechazado por sus parientes, que consideran que no está en sus cabales, y por los escribas, que le consideran poseído por Belcebú, Jesús se proclama como el «más fuerte» que vence y expulsa al «fuerte»; con él cambia de signo la historia de los hombres, que había estado marcada por la victoria primitiva del Maligno (1ª lectura: Gen 3,9-15); al cumplirse en él el primer anuncio de salvación, establece en su persona el Reino de Dios. Pero es necesario aceptarle por la fe: frente a los que se obstinan en rechazarle, que acaban pecando contra el Espíritu Santo, la actitud correcta es la de los que cumpliendo la voluntad de Dios forman en torno a Él la nueva familia de los hijos de Dios.

El Señor sana lo incurable

Sal 129

El Salmo 129 es un salmo penitencial. Como respuesta a la lectura de Gen 3,9-15 expresa ante todo el desastre que el pecado ha producido en el corazón del hombre y en todas las realidades humanas. El pecado ha dejado al hombre hundido –«desde lo hondo a ti grito»–. El pecado abruma al hombre como una mancha imborrable, como una herida incurable, como una deuda impagable. Es que todo pecado es una victoria de la serpiente, de Satanás, padre de la mentira y homicida (Jn 8,44). De ahí el grito angustiado del salmista: «si llevas cuenta de las culpas, ¿quién podrá resistir?»

Sin embargo, desde la experiencia de culpa, el salmo se abre a la esperanza, a la confianza ilimitada. Pero una confianza que no se apoya en absoluto sobre los propios méritos, sino exclusivamente en Dios, en el Dios que perdona y rescata del pecado. Él es capaz de limpiar lo que parecía imborrable, de sanar lo que parecía incurable y de saldar lo que parecía impagable.

Este salmo nos enseña a orar en la verdad. No disimula ni justifica la propia culpa. Pero desde lo trágico e irremediable del pecado nos traslada a la plena confianza en el Dios misericordioso que infunde paz y sosiego porque incluso el pecado tiene remedio. Y por otra parte nos saca de nuestro individualismo para reconocer que todos los hombres son pecadores y necesitan también del perdón de Dios; dejándonos arrastrar en nuestra oración por su movimiento, el salmo nos ensancha, haciéndonos pedir perdón para todos –«Él redimirá a Israel [es decir, al pueblo entero] de todos sus delitos»–, con una esperanza, con un deseo confiado tal que se convierte en impaciencia –«mi alma aguarda al Señor más que el centinela la aurora»–.


XI Domingo del Tiempo Ordinario

Dadas las dificultades con que tropieza su palabra y su actuación, Jesús se ve obligado a explicar que la fuerza del Reino de Dios es imparable. El domingo undécimo nos presenta las parábolas de la semilla que crece por sí sola y del grano de mostaza (4,26-34). La primera insiste en el dinamismo del Reino de Dios: la semilla depositada en tierra tiene vigor para crecer; a pesar de las dificultades, Dios mismo está actuando y su acción es invencible. La segunda pone más de relieve el resultado impresionante a que ha dado lugar una semilla insignificante. Una vez más queda de relieve que en la persona de Jesús se cumplen las profecías (1ª lectura: Ez 17,22-24).

Echar raíces en Dios

Sal 91

El Salmo 91 es un canto de acción de gracias al Altísimo por su providencia, por sus obras magnificas y sus profundos designios, por su misericordia y fidelidad. Por tanto, quiere ante todo estimular en nosotros la gratitud –«es bueno dar gracias a Señor»–. Muchos salmos insisten en dar gracias a Dios, pero para agradecer es preciso descubrir que recibamos, reconocer que todo nos viene de Dios, que todo es gracia.

En el contexto de la liturgia de este domingo, el salmo –del que sólo se incluyen unos pocos versículos– agradece sobre todo la vitalidad y la pujanza que Dios comunica al justo. ¿La razón? Está «plantado en la casa del Señor». Muchas veces la Biblia utiliza esta imagen para indicar lo que supone vivir en Dios. El hombre que confía en el Señor es como un árbol plantado junto al agua, que está siempre frondoso y no deja de dar fruto; en cambio, el que confía en sí mismo es como un cardo en el desierto, totalmente seco y estéril (Jer 17,5-8).

Las imágenes hablan por sí solas. Dios es la fuente de la vida y sólo el que vive en Dios tiene vida. Toda la vitalidad personal –el estar «lozano y frondoso»– y toda la fecundidad –el dar fruto– dependen de estar o no «plantados en la Casa del Señor». Y ello, a pesar de las dificultades, a pesar de la sequía del entorno, a pesar de la vejez... A la luz del evangelio de hoy, este salmo ha de acrecentar en nosotros el deseo de echar raíces en Dios para germinar, ir creciendo, dar fruto abundante... Por los demás, así testimoniaremos que «el Señor es justo», que en Él no hay maldad y hace florecer incluso los árboles secos (1ª Lectura).


XII Domingo del Tiempo Ordinario

En el evangelio de Marcos todo habla de Jesús. El domingo duodécimo nos lleva a presenciar un nuevo signo, la tempestad calmada (4,35-40), en el que Jesús manifiesta su soberanía absoluta ante los elementos naturales, poniéndose así al nivel del Creador (1ª lectura: Job 38,1.8-11). Ante esta grandeza soberana, no basta la admiración; es necesaria la fe viva en Él que ahuyenta el temor ante las dificultades.

El Señor de lo imposible

Sal 106

El Salmo 106 es un himno de acción de gracias del pueblo entero a su Dios, que con su amor y su poder les ha redimido de todas sus angustias cuando han clamado a Él. Al experimentar su salvación y su ayuda, el pueblo desborda en alabanza.

El trozo que se lee en la liturgia de hoy expresa un peligro particularmente grave: en medio de unas aguas tormentosas, los navegantes han sentido al vivo su impotencia para escapar; en esta situación humanamente angustiosa y desesperada –«de nada les valía su pericia»–, han gritado a Dios, que ha transformado el viento tormentoso en suave brisa y así, de forma inesperada, les ha conducido al ansiado puerto, manifestando su misericordia y su acción maravillosa. Imágenes éstas que reflejan toda situación límite del que se encuentra en una dificultad que le supera totalmente.

En el contexto de las lecturas de hoy, el salmo está cantando la grandeza y el poder de Cristo, Señor de la Creación, que calma la tempestad. Muchos Santos Padres han visto en la barca una imagen de la Iglesia, que avanza en medio de las dificultades y tempestades del mundo; a veces puede dar la impresión de que va a naufragar, y se hundirá totalmente si contase con su sola pericia humana. Sólo la certeza de que Cristo está en ella y la conduce –aunque a veces parezca dormir– le da la seguridad de salir triunfante de las olas amenazantes y de toda tempestad, y de poder llegar al puerto definitivo. Ante las dificultades que parecen insalvables, se trata de mantener la confianza en el Cristo invisible, que domina la situación porque es el Señor de lo imposible.


XIII Domingo del Tiempo Ordinario

El domingo decimotercero nos encara a un doble signo de Jesús que le revela como el Dios de la vida (1ª lectura: Sab 1,13-15; 2,23-25); al vencer el poder del diablo, Jesús vence el poder de la muerte, que se debe a su influjo. La curación de la hemorroisa, considerada legalmente impura (Lev 15,19-30) y debilitada en la raíz de su ser –pues «la sangre es la vida»: Dt 12,23–, revela a Jesús como el que devuelve la salud plena y la vida digna. Más aún, resucitando a la hija de Jairo testimonia que ni siquiera la frontera de la muerte es inaccesible a su poder. La hemorroisa y Jairo resaltan una vez más la importancia de la fe, capaz de obrar milagros –«tu fe te ha curado»; «basta que tengas fe»–.

El Dios de la vida

Sal 29

El Salmo 29 es la acción de gracias de un hombre que ha sido librado de una enfermedad muy grave. Es todo él un canto exultante al Dios de la vida, con tanta mayor alegría cuanto que el salmista ha tocado la muerte y ha sido literalmente sacado de la fosa y del abismo.

Sin embargo, somos nosotros, cristianos, los que podemos rezar este salmo con pleno sentido. Un israelita sabía que si era librado de la muerte ello sucedía sólo de forma momentánea, porque al final sucumbía inexorablemente en sus garras. A la luz del evangelio de hoy, este salmo es un canto a Jesucristo, el Dios de la vida, el Dios que nos resucitará. Si es verdad que Dios no nos ahorra la muerte –como no se la ahorró al propio Cristo–, nuestro destino es la vida eterna, incluida la resurrección de nuestro cuerpo, en una dicha que nos saciará por toda la eternidad.

Hemos de dejarnos invadir por los sentimientos de este salmo. ¿Hasta qué punto exulto de júbilo por haber sido librado de la muerte por Cristo? ¿En qué medida desbordo de gratitud porque mi destino no es la fosa? ¿Experimento el reconocimiento agradecido porque mi Señor no ha permitido que mi enemigo –Satanás– se ría de mí? La fe en la resurrección es algo esencial en la vida del cristiano. Pero es sobre todo en un mundo asediado por el tedio y la tristeza de la muerte cuando se hace más necesario nuestro testimonio gozoso y esperanzado de una fe inconmovible en Cristo resucitado y en nuestra propia resurrección. Si todo acabase con la muerte, la vida sería una aventura inútil.


XIV Domingo del Tiempo Ordinario

El Evangelio del domingo decimocuarto (6,1-6) está en contraste brutal con los domingos anteriores. Después de los impresionantes signos realizados por Jesús vemos que Él es claramente rechazado. La rebeldía y la dureza de corazón (1ª lectura: Ez 2,2-5), la falta de fe de quien se queda a ras de tierra (Evangelio), impiden reconocer y aceptar los signos más evidentes. La reacción de los parientes y paisanos de Jesús es una advertencia del peligro que también nosotros corremos si no damos continuamente el salto de la fe.

Confianza total en Dios

Sal 122

El Salmo 122 es la súplica confiada de los pobres de Yahvé que experimentan el desprecio a su alrededor. Y manifiesta de manera muy elocuente la postura del que ora a Dios: una confianza total en su amor y en su poder y, a la vez, un absoluto respeto y reverencia ante la majestad de Dios.

En el contexto de la liturgia de hoy, el salmo se pone en labios de Cristo, que ante el desprecio de su propio pueblo, ante el rechazo de una gente rebelde y obstinada, se dirige a su Padre abandonándose a Él y dejando en sus manos todos sus cuidados. Muchas veces a lo largo de su vida terrena Jesús experimentó las burlas y sarcasmos, la oposición de los pecadores, y con mucha frecuencia debió levantar sus ojos y su corazón al Padre que está en los cielos.

También nosotros podemos hacer nuestro este salmo. Ante todo, nos enseña a orar con humildad, no exigiendo a Dios, sino acudiendo a Él cómo el esclavo que sabe que no tiene ningún derecho y que lo espera todo de la bondad de su Señor y le deja las manos libres para que actúe como quiera y cuando quiera. Por otra parte, frente a las dificultades, nos enseña a levantar los ojos a nuestro Padre esperando su socorro y su misericordia, de manera que podamos experimentar como san Pablo la certeza de su protección: «Te basta mi gracia», pues la fuerza de Dios se manifiesta en la debilidad del hombre.


XV Domingo del Tiempo Ordinario

En los domingos siguientes (15º-24º) la revelación que Jesús hace de sí mismo tropieza también con la ceguera y la incomprensión de sus mismos discípulos. Sólo al final, Pedro en nombre de ellos acaba reconociendo a Jesús como Mesías. A pesar de lo cual, aún quedará un largo recorrido en la maduración de la fe de ellos.

En el Evangelio del domingo decimoquinto (6,7-13) se nos presenta la misión de los Doce. Jesús los envía con su misma autoridad, de modo que, al igual que Él, predican la conversión, curan enfermos y echan demonios. El texto insiste en la necesidad de ir desprovistos de medios y seguridades; su única seguridad reside –lo mismo que la del profeta: (1ª lectura de Amós 7,12-15)– en el hecho de ir en nombre de Jesús. Esta es también una ley esencial para la eficacia de la misión de la Iglesia en todas las épocas y lugares.

Echad Demonios

Mc 6,7-13

Lo mismo que los Doce, todo cristiano es enviado a echar demonios. Cristo mismo nos capacita para ello, dándonos parte en su mismo poder. Y así toda la vida del cristiano, lo mismo que la de Cristo, es una lucha contra el mal en todas sus manifestaciones, no sólo en sí mismo, sino también en los demás y en el ambiente que le rodea. Precisamente para esto se ha manifestado Cristo, para deshacer las obras del Diablo (1Jn 3,8).

Y todo ello se realiza en pobreza. La eficacia del cristiano en el mundo no depende de los medios que posee. Todo lo contrario. Cuantos menos medios, más se manifiesta la fuerza de Dios, que es quien salva del mal. Cuanto más medios, tanto mayor es el peligro de apoyarse en ellos y no dar frutos de vida eterna. La historia de la Iglesia lo demuestra. Cuando la Iglesia ha carecido de todo ha sido fecunda. Cuando se ha apoyado en los medios materiales, en el prestigio humano, en las cualidades humanas, etc., ha dejado de serlo.

Finalmente, el texto de la carta a los Efesios nos sitúa en la razón de ser de nuestra vida en este mundo. Hemos sido creados para ser santos. Esa es la única tarea necesaria y urgente. Para eso hemos nacido. Sólo si somos santos nuestra vida valdrá la pena. Y sólo si somos santos echaremos los demonios y el mal de nosotros mismos y del mundo.


XVI Domingo del Tiempo Ordinario

El domingo decimosexto nos presenta el encuentro de los apóstoles con Jesús al regreso de su misión (6,30-34). El descanso de las tareas apostólicas consiste en estar con Él disfrutando de su intimidad. Sin embargo, la caridad del Buen Pastor es la norma decisiva del actuar de Jesús; ante la presencia de una multitud «como ovejas sin pastor» Jesús se compadece e interrumpe el descanso antes incluso de comenzarlo. Frente a los malos pastores que dispersan a las ovejas porque buscan sin interés (1ª lectura: Jer 23,1-6), los discípulos de Jesús deben compartir la misma compasión y la misma solicitud del Maestro por la multitudes que están como ovejas sin pastor.

Tú vas conmigo

Sal 22

El Salmo 22 expresa con una fuerza poco común la sensación de paz y de dicha de quien se sabe cuidado por el Señor. El salmista hace alusión a los peligros, pero no como amenazas que acechan, sino como quien se siente libre de ellos en la presencia protectora de Dios.

También nosotros podemos dejarnos empapar por los sentimientos que este salmo manifiesta. Ante todo, la seguridad –«nada temo»– al saberse guiado por el Señor incluso en los momentos y situaciones en que no se ve la salida –las «cañadas oscuras»–. Junto a ella, el abandono de quien se sabe defendido con mano firme y con acierto, de quien se sabe cuidado con ternura en toda ocasión y circunstancia. Finalmente, la plenitud –«nada me falta»–, que se traduce en paz y dicha sosegadas. Pero todo ello brota de la certeza de que el Señor está presente –«Tú vas conmigo»– y nos cuida directamente. El que pierde esta conciencia de la presencia protectora del Señor es presa de todo tipo de temores y angustias.

El Buen Pastor es Jesucristo. En Él se realiza plenamente el salmo y la primera lectura. Él reúne a sus ovejas, las alimenta, las protege de todo mal; más aún, conoce y ama a cada una y da su vida por ellas. El evangelio de hoy nos le presenta sintiendo lástima por las multitudes que están como ovejas sin pastor; también a nosotros debe dolernos que, teniendo un pastor así, haya tanta gente que se siente perdida y abandonada porque no le conocen.


XVII Domingo del Tiempo Ordinario

Los cinco domingos siguientes (17º-21º) abandonamos de nuevo a Marcos para leer el capítulo 6 de san Juan. No obstante, el enlace se produce de manera fácil, pues el texto de Juan narra el mismo hecho que venía inmediatamente a continuación en Marcos –la multiplicación de los panes–, aunque desarrollándolo en una amplia catequesis eucarística.

Todos te están aguardando

Sal 144

El Salmo 144 es un himno que canta a Dios como Señor del universo alabando su señorío y su poder, su bondad y providencia, su misericordia y amor con todos. Aunque se recuerdan sus obras, es a Él mismo a quien se canta, como autor de todas ellas.

Los versículos elegidos para salmo responsorial en la liturgia de hoy se fijan sobre todo en el cuidado providente de Dios, que da el alimento necesario y sacia de favores a todas sus criaturas. Es un aspecto del pastoreo de Dios que contemplábamos el domingo pasado. El salmo insiste en la totalidad –repite varias veces el adjetivo «todo»–: todas las acciones de Dios en todas las épocas están marcadas por este amor providente; y no sólo los hombres, sino todas las criaturas: nada ni nadie queda excluido. Por eso, «los ojos de todos te están aguardando». ¿También los nuestros? Y su providencia nunca se equivoca –«les das la comida a su tiempo»–, ya que «el Señor es bondadoso en todas sus acciones». También cuando en nuestra vida aparece el dolor.

Jesús se manifiesta en el evangelio de hoy alimentando a la multitud. Pero al pronunciar la acción de gracias y repartir el alimento perecedero, Jesús está ya apuntando al «alimento que permanece para vida eterna» (Jn 6,27). También este nos viene de su providencia amorosa, que, más que la salud del cuerpo, quiere la santidad de los que el Padre le han confiado. Por lo demás, nosotros estamos llamados a ser instrumentos de la providencia para nuestros hermanos los hombres, tanto en el alimento corporal como en el espiritual.


XVIII Domingo del Tiempo Ordinario

Un pan que sacia

Jn 6,24-35

Como los judíos, también nosotros nos quedamos con demasiada frecuencia en el alimento material. Pero Dios nos ofrece otro alimento. El pan que el Padre nos da es su propio Hijo; un pan bajado del cielo, pues es Dios como el Padre; un pan que perdura y comunica vida eterna, es decir, vida divina; un pan que es la carne de Jesucristo.

Y precisamente porque es divino es el único alimento capaz de saciarnos plenamente. Al fin y al cabo, las necesidades del cuerpo son pocas y fácilmente atendibles. Pero el verdadero hambre de todo hombre que viene a este mundo es más profunda. Es hambre de eternidad, hambre de santidad, hambre de Dios. Y esta hambre sólo la Eucaristía puede saciarla. Cristo se ha quedado en ella para darnos vida, de modo que nunca más sintamos hambre o sed.

A la luz de esto, hemos de examinar nuestra relación con Cristo Eucaristía. ¿Agradezco este alimento que el Padre me da? ¿Soy bastante consciente de mi indigencia, de mi pobreza? ¿Voy a la Eucaristía con hambre de Cristo? ¿Me acerco a Él como el único que puede saciar mi hambre? ¿Le busco como el pan bajado del cielo que contiene en sí todo deleite? ¿O busco saciarme y deleitarme en algo que no sea Él?


Domingo XIX del Tiempo Ordinario

El don de la fe

Jn 6,41-52

«¿No es este el hijo de José?» Los judíos murmuraban de Jesús que se presentaba como «pan bajado del cielo». Se negaban a creer su palabra. No se fiaban de Él. Preferían permanecer encerrados en su razón, en su «experiencia», en sus sentidos... y en sus intereses. La fe exige de nosotros un salto, un abandono, una expropiación. La fe nos invita a ir siempre «más allá». La fe es «prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11,1).

«Nadie puede venir a mí si el Padre no lo atrae». La fe es respuesta a esa atracción del Padre, a esa acción suya íntima y secreta en lo hondo de nuestra alma. La adhesión a Cristo es siempre respuesta a una acción previa de Dios en nosotros. Pero es necesario acogerla, secundarla. Por eso la fe es obediencia (Rom 1,5), es decir, sumisión a Dios, rendimiento, acatamiento. Y por eso la fe remata en adoración.

«Yo soy el pan de la vida». Cristo es siempre el pan que alimenta y da vida; no sólo en la eucaristía, sino en todo momento. Y la fe nos permite «comulgar» –es decir, entrar en comunión con Cristo– en cualquier instante. La fe nos une a Cristo, que es la fuente de la vida. Por eso asevera Jesús: «Os lo aseguro, el que cree tiene vida eterna». Todo acto de fe acrecienta nuestra unión con Cristo y, por tanto, la vida.


XX Domingo del Tiempo Ordinario

Hambre de Dios

Jn 6,51-59

Dios Padre, que nos ha preparado el alimento, nos invita con insistencia a su banquete: «Venid a comer de mi pan» Dios desea colmarnos de Vida. Las fuerzas del cuerpo se agotan, la vida física decae, pero Cristo nos quiere dar otra vida: «el que come este pan vivirá para siempre». Sólo en la Eucaristía se contiene la vida verdadera y plena, la vida definitiva.

Además, sólo alimentándonos de la Eucaristía podemos tener experiencia de la bondad y ternura de Dios «Gustad y ved qué bueno es el Señor». Pero, ¿cómo saborear esta bondad sin masticar la carne de Dios? Es increíble hasta dónde llega la intimidad que Cristo nos ofrece: hacerse uno con nosotros en la comunión, inundándonos con la dulzura y el fuego de su sangre vestida en la cruz.

Comer a Cristo es sembrar en nosotros la resurrección de nuestro propio cuerpo. Por eso, en la Eucaristía está todo: mientras «los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no carecen de nada». En comer a Cristo consiste la máxima sabiduría. Pero no comerle de cualquier forma, no con rutina o indiferencia, sino con ansia insaciables, con hambre de Dios, llorando de amor.


Domingo XXI del Tiempo Ordinario

Optar por Cristo

Jn 6,61-70

«¿También vosotros queréis marcharos?» La fe es una opción libre, una decisión de seguir a Cristo y de entregarse a Él. Nada tiene que ver con la inercia o la rutina. Por eso, ante las críticas de «muchos discípulos», Jesús no rebaja el listón, sino que se reafirma en lo dicho y hasta parece extremar su postura. De este modo, empuja a realizar una elección: «O conmigo o contra mí» (Mt 12,30).

«Nosotros creemos». Las palabras de Pedro indican precisamente esa elección. Una decisión que implica toda la vida. Como en la primera lectura: «Serviremos al Señor» (Jos 24,15.18). Como en las promesas bautismales: «Renuncio a Satanás. Creo en Jesucristo». Es necesario optar. Y, después, mantener esa decisión, renovando la opción por Cristo cada día, y aun varias veces al día: en la oración, ante las dificultades, frente a las tentaciones...

«Creemos y sabemos». Creemos y por eso sabemos. La fe nos introduce en el verdadero conocimiento. No se trata de entender para luego creer, sino de creer para poder entender (San Agustín). La fe nos abre a la verdad de Dios, a la luz de Dios. La fe es fuente de certeza: «sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios».


XXII Domingo del Tiempo Ordinario

Mc 7,1-8. 14-15. 21-23

En el domingo vigésimo segundo encontramos una nueva polémica de tipo legalista ritual con los escribas y fariseos. Esto da pie a Jesús para afirmar una de sus enseñanzas morales más importantes: frente al legalismo puramente externo, lo que importa es la interioridad del hombre. Una vez más la enseñanza de Jesús se presenta como noticia gozosa (evangelio) y profundamente liberadora. Más allá de la mera observancia casuística, es en el corazón del hombre –de donde brota lo bueno y lo malo– donde se da la verdadera batalla; es ahí, en el corazón, donde se realiza la auténtica adhesión a la voluntad santa y sabia de Dios (1ª lectura: Dt 4,1-2.6-8).

Cambiar el interior del hombre

El reproche de Jesús a los fariseos también nos afecta a nosotros. Los mandamientos de Dios son portadores de sabiduría y vida. Pero muchas veces hacemos más caso a otros criterios distintos de la Palabra de Dios. Incluso muchos refranes y dichos de la llamada «sabiduría popular» chocan con el evangelio. De esa manera despreciamos el evangelio y nos quedamos con unas palabras que sólo llevan muerte y mentira. Es necesario estar atentos para no aferrarnos a preceptos y tradiciones humanas contrarias a veces a la Palabra.

Uno de los aspectos más importantes de la Buena Nueva que Jesús ha traído es la interioridad. No basta la limpieza exterior, que puede ir unida a la suciedad interior. Cristo ha venido a cambiar el interior del hombre, a darnos un corazón nuevo. Cuando el corazón ha sido transformado por Cristo, también lo exterior es limpio y bueno. De lo contrario, todo esfuerzo por alcanzar obras buenas será inútil. ¿Hasta qué punto me creo esta capacidad de Cristo para renovar mi vida y deseo intensamente esta renovación?

Ser cristiano no consiste en «hacer» cosas distintas o mejores, sino en «ser» distinto y mejor, es decir, de otra calidad: la divina. El amor y el poder de Cristo se manifiestan en que no se conforma con un barniz superficial. Somos una «nueva creación» (2Cor 5,17), hemos sido hechos «hombres nuevos» (Ef 4,24) y por eso estamos llamados a vivir una «vida nueva» (Rom 6,4).


XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

Otra sordera y otra mudez

Mc 7,31-37

He aquí un milagro que necesitamos que se repita abundantemente en nuestras comunidades cristianas y en cada uno de nosotros. En el ritual del bautismo se repite este gesto de Jesús para significar que al recién bautizado se le abre el oído para entender la Palabra de Dios y se le suelta la lengua para poder proclamarla.

Los ya bautizados necesitamos que Cristo quebrante nuestra «sordera» para que su palabra cale de verdad en nosotros y nos transforme, y para que no seleccionemos unas palabras y dejemos otras según nuestro gusto o convivencia. Cada vez que escuchamos el evangelio deberíamos darnos cuenta de que somos «sordos», y pedir a Cristo que nos espabile el oído, para ponernos ante Él en actitud incondicional.

Si es intolerable que seamos sordos al evangelio –o por lo menos a muchas de sus palabras– igualmente lo es que seamos «mudos» para proclamarlo. Y está bien de una Iglesia de «mudos», es decir, de bautizados que no sienten el deseo y el entusiasmo de anunciar gozosamente a su alrededor la Buena Noticia del amor de Dios a los hombres con obras y palabras. Los no creyentes tienen derecho a escuchar de nosotros la Palabra de salvación y a recibir el testimonio que la confirme.

Este doble milagro Cristo quiere, ciertamente, realizarlo en nosotros. Si curó al sordomudo es para hacernos creer que quiere curar otra «sordera» y otra «mudez» más profunda. La única condición es que nos reconozcamos «sordos» y «mudos», necesitados de curación, y que lo pidamos con fe. En el relato de hoy, Jesús hace el milagro porque se lo piden. Si pedimos de verdad, también nosotros veremos cosas grandes.


Domingo XXIV Tiempo Ordinario

Mc 8,27-35

Con el domingo vigésimo cuarto (8,27-35) llegamos al final de la primera parte del evangelio de Marcos. Una vez reconocido como Mesías por Pedro, Jesús precisa de qué tipo de Mesías se trata: es el Siervo de Yahvé que se entrega en obediencia a los planes del Padre confiando totalmente en su protección (1ª lectura: Is 50,5-10). El discípulo no sólo debe confesar rectamente su fe a un Mesías crucificado y humillado, sino que debe seguirle fielmente por su mismo camino de donación, de entrega y de renuncia. Todo lo que sea salirse de la lógica de la cruz es deslizarse por los senderos de la lógica satánica.

Una vez desvelado el destino de sufrimiento y muerte que le corresponde como Hijo del Hombre, Jesús emprende su camino hacia Jerusalén, lugar donde han de verificarse los hechos por Él mismo profetizados. A lo largo de este camino Jesús va manifestando más abierta y detalladamente su destino doloroso y el estilo que deben vivir sus seguidores. Los evangelios de los domingos 25º-30º se sitúan en este contexto.

Toma tu cruz

Ante el misterio de la cruz, Jesús no se echa atrás. Al contrario, se ofrece libre y voluntariamente, se adelanta ofrece la espalda a los que le golpean. En el evangelio de hoy aparece el primero de los tres anuncios de la pasión: Jesús sabe perfectamente a qué ha venido y no se resiste. ¿Acepto yo de buena gana la cruz que aparece en mi vida? ¿O me rebelo frente a ella?

La raíz de esta actitud de firmeza y seguridad de Jesús es su plena y absoluta confianza en el Padre. «Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido». Si tenemos que reconocer que todavía la cruz nos echa para atrás es porque no hemos descubierto en ella la sabiduría y el amor del Padre. Jesús veía en ella la mano del Padre y por eso puede exclamar: «Sé que no quedaré avergonzado». Y esta confianza le lleva a clamar y a invocar al Padre en su auxilio.

Al fin y al cabo, nuestra cruz es más fácil: se trata de seguir la senda de Jesús, el camino que Él ya ha recorrido antes que nosotros y que ahora recorre con nosotros. Pero es necesario cargarla con firmeza. La cruz de Jesús supuso humillación y desprestigio público, y es imposible ser cristiano sin estar dispuesto a aceptar el desprecio de los hombres por causa de Cristo, por el hecho de ser cristiano. «El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por el evangelio, la salvará».


Domingo XXV del Tiempo Ordinario

Mc 9,30-37

El domingo vigésimo quinto presenta el segundo anuncio de la pasión (9,29-36). Víctima de sus adversarios, que le acosan porque se sienten denunciados con su sola presencia (1ª lectura: Sab 2,17-20), Jesús camina sin embargo consciente y libremente hacia el destino que el Padre le ha preparado. Frente a esta actitud suya, es brutal el contraste de los discípulos: no sólo siguen sin entender y les asusta este lenguaje, sino que andan preocupados de quién es el más importante. Jesús aprovecha para recalcar que la verdadera grandeza es la de quien, poniéndose en el último puesto, se hace siervo de los demás y acoge a los más débiles y pequeños.

Esclavo de todos

Segundo anuncio de la pasión. Dios entrega a su Hijo para que el mundo no perezca y a su vez el Hijo se entregue libremente. Gracias a este acto de entrega todo hombre puede tener esperanza. El Redentor ha dado su vida para que tengamos vida eterna. Su humillación nos levanta, nos dignifica. El Siervo de Yahvé ha expiado nuestros pecados. Y camina confiado hacia la muerte porque sabe que hay quien se ocupa de Él: el desenlace de su vida lo comprueba, porque Dios Padre le ha resucitado.

Y al mismo tiempo es entregado por los hombres. Jesús ha sido condenado porque es la luz y las tinieblas rechazan la luz. El Justo es rechazado porque lleva una vida distinta de los demás, resulta incómodo y su sola conducta es un reproche. También el cristiano en la medida en que es luz resulta molesto. Y por eso forma parte de la herencia del cristiano el ser perseguido. «Ay si todo el mundo habla bien de vosotros» (Lc 6,26).

Resulta bochornoso que cuando Jesús está hablando de su pasión los discípulos estén buscando el primer puesto. La mayor contradicción con el evangelio es la búsqueda de poder, honores y privilegios. Sólo el que como Cristo se hace Siervo y esclavo de todos construye la Iglesia. Pero el que se deja llevar por la arrogancia, el orgullo, el afán de dominio o la prepotencia sólo contribuye a hundirla.


XXVI Domingo del Tiempo Ordinario

Mc 9,38-43.45.47-48

En el evangelio del domingo vigésimo sexto (9,37-42.44.46-47) encontramos recogidas varias sentencias sobre el seguimiento de Jesús. Hay que evitar la envidia y la actitud sectaria y monopolizadora (1ª lectura: Núm 11,25-29), dejando campo libre a la intervención gratuita y sorprendente de Dios. Particularmente tremenda es la amenaza para los que escandalizan, es decir, para los que son estorbo o tropiezo para los demás en su adhesión a Cristo y a su palabra. Finalmente, el seguimiento de Cristo debe ser incondicional: estando en juego el destino definitivo del hombre, es preciso estar dispuesto a tomar cualquier decisión que sea necesaria por dolorosa que resulte.

Ser tajantes

«Si tu mano te hace caer, córtatela». El evangelio es tajante. Y no porque sea duro. Nadie considera duro al médico que extirpa el cáncer. Más bien resultaría ridículo extirparlo sólo a medias. Lo que está en juego es si apreciamos la vida. El evangelio es tajante porque ama la vida, la vida eterna que Dios ha sembrado en nosotros, y por eso plantea guerra a muerte contra todo lo que mata o entorpece esa vida: «más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos al abismo». La cuestión decisiva es esta: ¿Amamos de verdad la Vida?

«Al que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que la encaja en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar». Tampoco aquí Jesús exagera. También aquí es el amor a la vida lo que está en juego, el bien de los hermanos. Sólo que escándalo no es sólo una acción especialmente llamativa. Todo lo que resulte un estorbo por la fe del hermano es escándalo. Toda mediocridad consentida y justificada es un escándalo, un tropiezo. Toda actitud de no hacer caso a la palabra de Dios es escándalo. Todo pecado, aún oculto, es escándalo.

«El que no está contra nosotros, está a favor nuestro». Otra tentación es la de creerse los únicos, los mejores. Sin embargo, todo el que se deje mover por Cristo, es de Cristo. Con cuanta facilidad se absolutizan métodos, medios, maneras de hacer las cosas, carismas particulares, grupos... Pero toda intransigencia es una forma de soberbia, aparte de una ceguera.


XXVII Domingo del Tiempo Ordinario

Mc 10,2-16

Todo aquello que configura la vida de cada persona no es ajeno al seguimiento de Cristo. Es lo que sucede con la realidad del matrimonio que encontramos en el evangelio del domingo vigésimo séptimo (10,2-16). En realidad, al rechazar el divorcio lo que hace Jesús es remitir al proyecto originario de Dios (1ª lectura: Gen 2,18-24). Él viene a hacer posible la vivencia del matrimonio tal como el Creador lo había pensado y querido «al principio».

Una sola carne

La Buena Noticia que es el evangelio abarca a toda la existencia humana. También el matrimonio. Pero, como siempre, Cristo va a la raíz. No se trata de que el evangelio sea más estricto o exigente. Si Moisés permitió el divorcio, fue «por la dureza de vuestros corazones», es decir, como mal menor por el pecado y sus consecuencias.

Cristo manifiesta que los matrimonios pueden vivir el plan de Dios porque viene a sanar al ser humano en su interior, viene a dar un corazón nuevo. Cristo viene a hacerlo nuevo. Al renovar el corazón del hombre, renueva también el matrimonio y la familia, lo mismo que la sociedad, el trabajo, la amistad... todo. En cambio, al margen de Cristo sólo queda la perspectiva del corazón duro, irremediablemente abocado al fracaso. Sólo unidos a Cristo y apoyados en su gracia los matrimonios pueden ser fieles al plan de Dios y vivir a la verdad del matrimonio: ser uno en Cristo Jesús.

«Carne» en sentido bíblico no se refiere sólo al cuerpo, sino a la persona entera bajo el aspecto corporal. Por tanto, «ser una sola carne» indica que los matrimonios han de vivir una unión total: unión de cuerpos y voluntades, de mente y corazón, de vida y de afectos, de proyectos y actuaciones... Jesús insiste: «ya no son dos». La unión es tan grande que forman como una sola persona. Por eso el divorcio es un desgarrón de uno mismo y necesariamente es fuente de sufrimiento. Pero, por lo dicho, se ve también que un matrimonio vive como divorciado, aunque no haya llegado al divorcio de hecho, si no existe una profunda unión de mente y corazón entre los esposos.


XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario

Mc 10,17-30

El evangelio del domingo vigésimo octavo (10,17-30) nos presenta a un hombre honrado y piadoso pero cuyo amor a las riquezas le lleva a rechazar a Cristo. La persona de Jesús es el bien absoluto que hay que estar dispuesto a preferir por encima de las riquezas, de la fama, del poder y de la salud (1ª lectura: Sab 7,7-11). En esto consiste la verdadera sabiduría: al que renuncia a todo por Cristo, en realidad con Él le vienen todos los bienes juntos; todo lo renunciado por Él se encuentra en Él centuplicado –con persecuciones– y además vida eterna. Pero es preciso tener sensatez para discernir y decisión para optar abiertamente por Él y para estar dispuesto a perder lo demás. Porque el que se aferra a sus miserables bienes y riquezas se cierra a sí mismo la entrada en el Reino de Dios.

¡Ay de vosotros los ricos!

Sin duda, una de las advertencias que más reiterada e insistentemente aparecen en la predicación de Jesús es la que encontramos en el evangelio de hoy: las riquezas constituyen un peligro. En pocos versículos hasta tres veces insiste Jesús en lo muy difícil que es que un rico se salve. Dios, en su infinito amor, llama al hombre entero a que le sirva y a que le pertenezca de manera total e indivisa. Ahora bien, las riquezas inducen a confiar en los bienes conseguidos y a olvidarse de Dios (Lc 12,16-20) y llevan a despreciar a los pobres que nos rodean (Lc 16,19ss). Las riquezas hacen a los hombres codiciosos, orgullosos y duros (Lc 16,14), «la seducción de las riquezas ahoga la palabra» de Dios (Mt 13,22); en conclusión, que el rico «atesora riquezas para sí, pero no es rico ante Dios» (Lc 12,21). La conclusión es clara: No podéis servir a Dios y al Dinero» (Mt 6,24). De ahí la advertencia de Jesús: «Ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo» (Lc 6,24).

Conviene revisar hasta qué punto en este aspecto pensamos y actuamos según el evangelio. Pues no basta cumplir los mandamientos; al joven rico, que los ha cumplido desde pequeño, Jesús le dice: «Una cosa te falta». Ahora bien, Cristo no exige por exigir o por poner las cosas difíciles. Al contrario, movido de su inmenso amor quiere desengañar al hombre, abrirle los ojos, hacerle que viva en la verdad. Quiere que se apoye totalmente en Dios y no en riquezas pasajeras y engañosas. Quiere que su corazón se llene de la alegría de poseer a Dios. El joven rico se marchó «muy triste» al rechazar la invitación de Jesús a desprenderse. Por el contrario, el que, como Zaqueo, da la mitad de sus bienes a los pobres (Lc 19,1-10), experimenta la alegría de la salvación.


XXIX Domingo del Tiempo Ordinario

Mc 10,35-45

El texto del domingo vigésimo noveno (10,35-45) es un ejemplo más del contraste entre la actitud de Jesús y la de los discípulos. Frente a la búsqueda de gloria humana por parte de los discípulos, Jesús aparece una vez más como el Siervo que da su vida en rescate por todos. Y su gloria consiste precisamente en justificar a una multitud inmensa «cargando con los crímenes de ellos» (1ª lectura: Is 53,10-11). Para moderar las ansias de grandeza de los discípulos Jesús ante todo exhibe su conducta y su estilo; más que muchas explicaciones, les pone ante los ojos el camino que él mismo sigue: del mismo modo, el que quiera ser realmente grande y primero no tiene otro camino que hacerse siervo y esclavo de todos. La actitud de Jesús es normativa para la comunidad cristiana. Ejercer la autoridad no es tiranizar, sino servir y dar la vida.

Servir y dar la vida

Como en tantos otros pasajes, Jesús corrige a sus discípulos sus ideas excesivamente terrenas, sobre todo en su afán de poder y dominio. Apuntados al seguimiento de Jesús, el Maestro, también nosotros hemos de dejarnos corregir en nuestra mentalidad no evangélica. La Iglesia, comunidad de los seguidores de Jesús, no es una sociedad o institución cualquiera: el estilo de Jesús es radicalmente distinto al del mundo.

Frente a las pretensiones de grandeza, de superioridad e incluso de dominio sobre los demás, Jesús propone el modelo de su propia vida: la única grandeza es la de servir. Esto es lo que Él ha hecho: El eterno e infinito Hijo de Dios se ha convertido voluntariamente en esclavo andrajoso –y hace falta entender todo el realismo de la palabra, lo que era un esclavo en tiempos de Jesús: alguien que no contaba, que no tenía ningún derecho, que vivía degradado y humillado–, en esclavo de todos, y ha ocupado en último lugar.

Pero Jesús no es sólo un esclavo, con todo lo que tiene de humillante; es el Siervo de Yahvé que ha cargado con todos los crímenes y pecados de la humanidad, que se ha hecho esclavo para liberar a los que eran esclavos del pecado. Su servicio no es insignificante. Su servicio consiste en dar la vida en rescate por todos. Y nosotros, apuntados a la escuela de Jesús, somos llamados a seguirle por el mismo camino: hacernos esclavos de todos y dar la vida en expiación por todos, para que todo hombre oprimido por el pecado llegue a ser realmente libre.


XXX Domingo del Tiempo Ordinario

Mc 10,46-52

La ceguera de los discípulos –es decir, su incapacidad de entender y seguir a Jesús– requiere una intervención sanadora del propio Jesús. Es lo que aparece en el evangelio del domingo trigésimo (10,46-52). Bartimeo se convierte en modelo del verdadero discípulo que, reconociendo su ceguera, apela con una fe firme y perseverante a la misericordia de Jesús y, una vez curado, le sigue por el camino. Sólo curado de la ceguera e iluminado por Cristo se le puede seguir hasta Jerusalén y adentrarse con Él por la senda oscura de la luz. Así Bartimeo se convierte en signo de la multitud doliente de desterrados que por el camino de Jerusalén –por el camino de la cruz– es reconducida por Cristo a la casa del Padre (1ª lectura: Jer 31,7-9).

Tu fe te ha curado

Es de resaltar la insistencia de la súplica del ciego –repetida dos veces– y su intensidad –a voz en grito, y cuando intentan callarle grita aún más–, una súplica que nace de la conciencia de su indigencia –la ceguera– y sobre todo de la confianza cierta y segura en que Jesús puede curarle –de ahí la respuesta sorprendente de Jesús: «Tu fe te ha curado»–

En la manera de escribir, el evangelista está sugiriendo con fuerza que la falta de fe se identifica con la ceguera, lo mismo que la fe se identifica con recobrar la vista. El que creé en Cristo es el que ve las cosas como son en realidad, aunque sea ciego de nacimiento –o aunque sea inculto o torpe humanamente hablando–; en cambio, el que no cree está rematadamente ciego, aunque tenga la pretensión de ver e incluso alardee de ello (Jn 9,39).

Es significativa también la petición –«Ten piedad de mí»–, que tiene que resultarnos muy familiar, porque todos necesitamos de la misericordia de Cristo. Pero no menos significativo es el hecho de que esta compasión de Cristo no deja al hombre en su egoísmo, viviendo para sí. Se le devuelve la vista para seguir a Cristo. El que ha sido librado de su ceguera no puede continuar mirándose a sí mismo. Si de verdad se le han abierto los ojos, no puede por menos de quedar deslumbrado por Cristo, sólo puede tener ojos para Él y para seguirle por el camino con la mirada fija en Él.


XXXI Domingo del Tiempo Ordinario

Mc 12,28-34

Los evangelios de los domingos 31º-33º nos presentan a Jesús ya en Jerusalén, donde se va a revelar como Juez y Señor del templo. Sin embargo, de esos capítulos llenos de polémicas sólo se toman dos textos con actitudes positivas, y por tanto modélicas para el discípulo.

El primero de ellos (domingo trigésimo primero) nos presenta a un escriba a quien Jesús declara que no está lejos del Reino de Dios (12,28-34). Obedeciendo a la voluntad de Dios revelada por Moisés (1ª lectura: Dt 6,2-6) sintoniza con lo nuclear del mensaje de Jesús. La esencia de éste une inseparablemente el amor a Dios y el amor al prójimo. Y este doble amor constituye la base del culto verdadero y perfecto.

Con todo el corazón

«Amarás al Señor». Este es el mandamiento primero y principal. De nada servirá cumplir todos los demás mandamientos sin cumplir este. El amor al Señor da sentido y valor a cada mandamiento, a cada acto de fidelidad. Para esto hemos sido creados, para amar a Dios. Y sólo este amor da sentido a nuestra vida, sólo Él nos puede hacer felices, sólo Él hace que nos vaya bien. Pues el amor a Dios no es una simple obligación, sino una necesidad, una tendencia espontánea al experimentar que «Él nos amó primero» (1Jn 4,16).

«Con todo el ser». Precisamente porque el amor de Dios a nosotros ha sido y es sin medida (cfr. Ef 3,19), el nuestro para con él no puede ser a ratos o en parte. No importa que seamos poca cosa y limitados; la autenticidad de nuestro amor se manifiesta en que es total, en que no se reserve nada: todo nuestro tiempo, todas nuestras energías y capacidades, todos nuestro bienes... Al Dios que es único le corresponde la totalidad de nuestro ser.

«Como a ti mismo». No es difícil entender cómo ha de ser nuestro amor al prójimo. Basta observar cómo nos amamos a nosotros mismos... y comparar. Podemos y debemos amar al prójimo como a nosotros mismos porque forma parte de nosotros mismos, porque no nos es ajeno. «No hay judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28). Gracias a Cristo, el prójimo ha dejado de ser un extraño.


XXXII Domingo del Tiempo Ordinario

Mc 12,38-44

El otro gesto lo encontramos el domingo trigésimo segundo (12,38-44). Una pobre viuda ha echado en el cepillo del templo «todo los que tenía para vivir», de manera semejante a lo que ya hiciera aquella viuda de Sarepta con el hombre de Dios (1ª lectura: 1Re 17,10-16). Al darlo todo se convierte en ejemplo concreto de cumplimiento del primer mandamiento, justamente en las antípodas del hombre rico, que permaneció aferrado a sus seguridades, y de los escribas, llenos de codicia y vanidad. Este gesto silencioso, realizado a la entrada del templo, pone de relieve cuál es la correcta disposición en el culto y en toda relación con Dios: en el Reino de Dios sólo cabe la lógica del don total.

Darlo todo

Este breve episodio de una pobre e insignificante viuda nos conduce de lleno al corazón del evangelio. En efecto, lo que Jesús alaba en ella no es la cantidad –tan exigua que no saca de ningún apuro), sino de su actitud: «Ha dado todo lo que tenía para vivir».

Nosotros la hubiéramos tachado de imprudente –se queda sin lo necesario para vivir–, pero Jesús la alaba. Lo cual quiere decir que nuestra prudencia suele ser poco sobrenatural. Tendemos a poseer porque en el fondo no contamos con Dios. Tenemos miedo de quedarnos sin nada, olvidando que en realidad Dios nos basta. Preferimos confiar en nuestras previsiones más que en el hecho de que Dios es providente (1ª lectura). Desatendemos la palabra de Jesús: el que quiera guardar su vida, la pierde; el que la pierde por Él es quién de verdad la gana (Mc 8,35). Y además, lo que tenemos no es nuestro: «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1Cor 4,7).

En el fondo, el mejor comentario a este evangelio que nos habla de totalidad son las conocidas palabras de San Juan de la Cruz: «Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada. Para venir a gustarlo todo, no quieras gustar algo en nada. Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada». Sólo posee a Dios el que lo da todo, el que se da del todo, pues Dios no se entrega al que se reserva algo. El que no está dispuesto a darlo todo aún no ha dado el primer paso en la vida cristiana.


XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario

Mc 13,24-32

Finalmente, el domingo trigésimo tercero, ya al final del tiempo Ordinario y del año litúrgico, nos propone un fragmento del discurso escatológico (13,24-32). Lo mismo que la primera lectura (Dan 12,1-3), el evangelio nos invita a fijar nuestra mirada en las realidades últimas, en la intervención decisiva de Dios en la historia de la humanidad. Lo que se afirma es la certeza de la venida gloriosa de Cristo para reunir a los elegidos que le han permanecido fieles en medio de las tribulaciones. Acerca del cuándo sucederá, Jesús subraya la ignorancia, pero garantiza el cumplimiento infalible de su palabra e invita a la vigilancia con la atención puesta en los signos que irán sucediendo. Este acontecimiento final y definitivo dará sentido a todo el caminar humano y a todas sus vicisitudes.

Está cerca

«Sabed que Él está cerca». El texto de hoy nos habla de la venida de Cristo al final de los tiempos. Las últimas semanas del año litúrgico nos encaran a ella. Nosotros tendemos a olvidarnos de ella, como si estuviéramos muy lejos, como si no fuera con nosotros. Sin embargo, la palabra de Dios considera las cosas de otra manera: «El tiempo es corto» y «la apariencia de este mundo pasa» (1Cor 7,29.31). El Señor está cerca y no podemos hacernos los desentendidos. El que se olvida de esta venida decisiva de Cristo para pedirnos cuentas es un necio (Lc 12,16-21).

«El día y la hora nadie lo sabe». Dios ha ocultado el momento y también este hecho forma parte de su plan infinitamente sabio y amoroso. No es para sorprendernos, como si buscase nuestra condenación. Lo que busca es que estemos vigilantes, atentos, «para que ese día no nos sorprenda como un ladrón» (1Tes 5,4). No se trata de temor, sino de amor. Es una espera hecha de deseo, incluso impaciente. El verdadero cristiano es el que «anhela su venida» (2Tim 4,8).

El hecho de que Cristo va a venir y de que «es necesario que nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo» (2Cor 5,10), nos ha de llevar a no vivir en las tinieblas, sino en la luz, a actuar de cara a Dios, en referencia al juicio de Dios, un juicio que es presente, pues «ante Dios estamos al descubierto» (2Cor 5,11); podremos engañar a los hombres, pero no a Dios, ya que Él «escruta los corazones» (Rom 8,27).


Jesucristo, Rey del universo

En el último domingo del tiempo Ordinario, solemnidad de Jesucristo Rey del universo, el evangelio de Marcos es sustituido una vez más por el de san Jn (18,33-37).

El Señor reina

Dan 7,13-14; Sal 92; Ap 1,5-8; Jn 18,33-37

Es aleccionador que todo el año litúrgico desemboque en esta fiesta: al final Cristo lo será todo en todos. Cristo, a quien hemos contemplado humillado, despreciado, sufriente, lo vemos ahora vencedor; el sufrimiento fue pasajero, pero el triunfo y la gloria son definitivos: «Su poder es eterno, su reino no acabará». El mal, la muerte, el pecado han sido destruido por Él de una vez por todas y ya permanece para toda la eternidad no sólo glorificado, sino Dueño y Señor de todo. Nada escapa a su dominio absoluto de Rey del Universo. Y aunque el presente parezca tener fuerza aún el mal, es sólo en la medida en que Él lo permite, pues está bajo su control. «El Señor reina... así está firme el orbe y no vacila». Esta fe inconmovible en el señorío de Cristo es condición necesaria para una vida auténticamente cristiana.

Pero Cristo tiene una manera de reinar muy peculiar. No humilla, no pisotea. Al contrario, al que acoge su reinado le convierte en rey, le hace partícipe de su reinado. «Nos ha convertido en un reino». El que deja que Cristo reina en su vida es él mismo enaltecido, constituido señor sobre el mal y el pecado, sobre la muerte. El que acoge con fe a Cristo Rey no es dominado ni vencido por nada ni por nadie; aunque le quiten la vida del cuerpo, será siempre un vencedor (Ap 2,7).

El reino de Cristo no es de este mundo, sigue otra lógica. A ningún rey de este mundo se le ocurriría dejarse matar para reinar o para vencer. Pero Cristo reina en la cruz y precisamente en cuanto crucificado. Todo su influjo como Señor de la historia y Rey del Universo viene de la cruz. Es su sangre vertida por amor la que ha vencido el mal en todas sus manifestaciones.