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Tiempo Pascual

Domingo II de Pascua

Jn 20,19-31

Durante el tiempo pascual desaparece el evangelio de Marcos y sólo volvemos a encontrarlo en la solemnidad de la Ascensión del Señor (Mc 16,15-20). En realidad la ascensión-entronización queda narrada en un breve versículo (el 19). Sin embargo, es significativo que este hecho quede enmarcado entre el mandato misionero universal (vv. 15-18) y la constatación de su cumplimiento (v. 20): Cristo, el Señor glorificado, ejerce su señorío invisible en la acción visible de su Iglesia que evangeliza –«actuaba con ellos y confirmaba la palabra con los signos»–.

¡Señor mío y Dios mío!

«Recibid el Espíritu Santo». He aquí el regalo pascual de Cristo. El que había prometido. «No os dejaré huérfanos» (Jn 14,18), ahora cumple su promesa. Jesús, que había gritado «el que tenga sed que venga a mí y beba» (Jn 7,37), se nos presenta ahora en su resurrección como fuente perenne del Espíritu. A Cristo resucitado hemos de acercarnos con sed a beber el Espíritu que mana de Él, pues el Espíritu es el don pascual de Cristo.

«Señor mío y Dios mío». La actitud final de Tomás nos enseña cuál ha de ser nuestra relación con el Resucitado: una relación de fe y adoración. Fe, porque no le vemos con los ojos: «Dichosos los que crean sin haber visto»; fe a pesar de que a veces parezca ausente, como a los discípulos de Emaús, que no eran capaces de reconocerle aunque caminaba con ellos (Lc 24,13ss). Y adoración, porque Cristo es en cuanto hombre «el Señor», lleno de la vida, de la gloria y de la felicidad de Dios.

«Se llenaron de alegría al ver al Señor». La resurrección de Cristo es fuente de alegría. El encuentro con el Señor resucitado produce gozo. Su presencia lo ilumina todo, porque Él es el Señor de la historia. En cambio, su ausencia es causa de tristeza, de angustia y de temor. También en esto Cristo cumple su promesa: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar» (Jn 16,22). ¿Vivo mi relación con Cristo como la única fuente del gozo autentico y duradero?


Domingo III de Pascua

Presencia de Dios que lo llena todo

Lc 24,35-48

«Se presentó Jesús en medio de sus discípulos». Jesús resucitado está presente en medio de los suyos, en medio de su Iglesia. Está presente en los sacramentos: es Él quien bautiza, es Él quien perdona los pecados... Está presente de manera especial en la Eucaristía, entregándose por amor a cada uno con su poder infinito. Está presente en los hermanos, sobre todo en los más pobres y necesitados. Está presente en la autoridad de la Iglesia... La vida cristiana no consiste en vivir unas ideas, por bonitas que fueran. El cristiano vive de una presencia que lo llena todo: la presencia viva de Cristo resucitado. Y el tiempo de Pascua nos ofrece la gracia para captar más intensamente esta presencia, para acogerla sin condiciones, para vivir de ella.

«Creían ver un fantasma...» Aun creyendo en la Resurrección del Señor, pueden asaltarnos las mismas dudas que a los discípulos. Como a Jesús resucitado no le vemos, podemos tener la impresión de algo poco real, algo ilusorio, como si fuera un fantasma, una sombra. Pero también a nosotros nos repite: «Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona». Nos remite a las huellas de su pasión. Verdaderamente padeció, verdaderamente murió, verdaderamente ha resucitado. Es Él en persona. El mismo que recorrió los caminos de Palestina, que predicó, que curó a los enfermos... El Resucitado es real. Vive de veras. Y mantiene su realidad humana. El tiempo de Pascua conlleva la gracia para conocer con más hondura la belleza de la realidad humana del Señor a la vez que su grandeza divina.

«Les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras». Sin Cristo la Biblia es un libro sellado, imposible de entender. Como a los primeros discípulos, también a nosotros Jesús resucitado nos abre el entendimiento para comprender. Él es el Maestro que sigue explicándonos las Escrituras. Pero lo hace como Maestro interior, porque nos enseña e ilumina por dentro. Sólo podemos entender la Escritura si la leemos en presencia del Resucitado y a su luz. Sólo escuchándole a Él en la oración, sólo invocando su Espíritu, la Biblia deja de ser letra muerta y se nos ilumina como palabra de vida y salvación.

Soy yo en persona

Lc 24,35-48

«Soy yo en persona». También a nosotros, como a los discípulos del evangelio, pueden surgirnos dudas y pensar que Cristo es una idea, un fantasma, algo irreal. Pero Él nos asegura: «Soy yo mismo». No hay motivo para la duda o la turbación. Como entonces, también hoy Cristo se pone en medio de nosotros para infundirnos la certeza de su presencia. Más aún, quiere hacernos tener experiencia de ella al comer con nosotros. La eucaristía es contacto real con el Resucitado.

Las Escrituras iluminan el sentido de la pasión y muerte de Cristo. También a nosotros Cristo Resucitado nos remite y nos lleva a las Escrituras; ellas dan testimonio de Él, pues ellas contienen el plan eterno de Dios. Y lo mismo que ilumina los sufrimientos de Cristo, la Palabra de Dios nos da el sentido de todos los acontecimientos dolorosos y a primera vista negativos de nuestra existencia. Es necesario acudir a ella en busca de luz. Pero también pedir a Cristo que –como a los apóstoles– abra nuestra mente para comprender las Escrituras.

«Vosotros sois testigos». El encuentro con el Resucitado nos hace testigos, capaces de dar a conocer lo que hemos experimentado. Si de verdad nos hemos encontrado con el Resucitado, tendremos que repetir lo que los apóstoles: «Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído» (He 4,20). En cambio, si no tenemos experiencia de Cristo, nuestra palabra será trompeta que hace ruido pero es inútil; sonará a hueco.


Domingo IV de Pascua

Hch 4,8-12; 1Jn 3,1-2; Jn 10,11-18

Amor que da la vida

«El Buen Pastor da la vida por las ovejas». Da la vida. No sólo la dio. La da continuamente. Jesús Resucitado permanece eternamente en la actitud que le llevó a la muerte. Ahora ya no muere. No puede morir. Pero el amor que le llevó a dar la vida es el mismo. Y eso continuamente. Instante tras instante Cristo es el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, que da su vida por mí. Su amor «hasta el extremo», el que le llevó hasta la cruz, ha quedado eternizado mediante la resurrección. Su vida de resucitado es un acto continuo, perfecto y eficaz de amor a su Padre y de amor a los hombres, a cada uno de todos los hombres. Él mismo es el Amor que da la vida.

«Por su nombre se presenta éste sano ante vosotros». Su entrega es eficaz. Su amor es capaz de transformar. Al morir por nosotros nos sana. Al entregar su vida engendra vida. Es el nombre de Jesucristo nazareno el único capaz de salvar totalmente, definitivamente. La acción del Buen Pastor una vez resucitado se caracteriza por la fuerza, por la energía salvadora. La Resurrección pone de relieve que el amor del Buen Pastor no era inútil o estéril, sino muy eficaz. Las conversiones y sanaciones realizadas por medio de los Apóstoles lo atestiguan.

«¡Somos hijos de Dios!» También en esto se manifiesta la fuerza de la Resurrección. En su victoria, Cristo nos arrastra a vivir su misma vida de Hijo, su misma relación con el Padre. Somos hijos en el Hijo. En Cristo somos hijos de Dios. En la Vigilia Pascual hemos renovado las promesas de nuestro bautismo y el mejor fruto de la Pascua es un acrecentamiento de la vivencia de nuestro ser hijos de Dios.

Confianza plena

Jn 10,11-18

A la luz de la Pascua, el evangelio de hoy nos invita a contemplar al Resucitado como Buen Pastor. Cristo Resucitado continúa presente en su Iglesia, camina con nosotros. Conduce a su Pueblo: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Y como Buen Pastor es el Señor de la historia, que domina y dirige todos los acontecimientos: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Nuestra reacción no puede ser otra que la confianza plena: «El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo» (Sal 23).

Y es el Buen Pastor que da la vida por las ovejas. La resurrección nos grita el valor y la eficacia de la sangre de Cristo que nos ha redimido. Nosotros somos fruto de la entrega de Cristo. A diferencia del asalariado, a Cristo le importan las ovejas, porque son suyas; por eso da la vida por ellas. Y ahora, ya resucitado y glorioso, sin derramamiento de sangre, Cristo vive en la misma actitud de entrega. Ahora le importamos todavía más, porque nos ha comprado con su sangre (Ap 5,9).

Más aún, Cristo Buen Pastor no sólo da la vida por nosotros, sino que nos enseña y nos impulsa también a nosotros a dar la vida. La resurrección nos habla con fuerza de que la vida se nos ha concedido para darla, de que vale la pena gastar la vida para que los demás tengan vida eterna, de que el que pierde su vida ese es el que de verdad la gana. Dando la vida colaboramos a que las ovejas que son de Cristo pero no están en su redil escuchen su voz de Buen Pastor, entren en su redil, se sientan amados por Él y experimenten que Él repara sus fuerzas y sacia su sed.


Domingo V de Pascua

Permaneced en Mí

Jn 15,1-8

«Permaneced en mí». Este mandamiento de algún modo resume toda la vida y actividad del cristiano. Por el Bautismo hemos sido injertados en Cristo (Rom 6,5). Como la vida del sarmiento depende de su unión a la vid, la vida del cristiano depende de su unión a Cristo. Nuestra relación con Cristo no es a distancia. Vivimos en Él. Y Él vive en nosotros. Por eso Él mismo insiste: «Permaneced en mí». Esta unión continua con Cristo es la clave del crecimiento del cristiano y del fruto que pueda dar. Toda la vida viene de la vid y nada más que de la vid.

«Sin mí no podéis hacer nada». El que comprende de verdad estas palabras cambia por completo su modo de plantear las cosas. Cada acción realizada al margen de Cristo, cada momento vivido fuera de Él, cada palabra no inspirada por Él... están condenados a la esterilidad más absoluta. No sólo se pierde el cuándo se hacen cosas que no viniendo de Cristo no dan ningún fruto. Deberíamos tener horror a no dar fruto, a malgastar nuestra vida, a perder el tiempo.

«... Lo poda para que dé más fruto». Dios desea que demos fruto, y fruto abundante –Jn 15,16–. Para ello es necesario «permanecer en Cristo» mediante la fe viva, la caridad ardiente, la esperanza invencible, mediante los sacramentos y la oración continua, mediante la atención a Cristo y la docilidad a sus impulsos... Pero hay más. Como Dios nos ama y desea que demos mucho fruto, nos poda. Gracias a esta poda cae mucho ramaje inútil que estorba para dar fruto. El sufrimiento, las humillaciones, el fracaso, las dificultades, los desengaños... son muchas veces los instrumentos de que Dios se sirve para podarnos. Gracias a esta poda caen muchas apariencias, nos enraizamos más en Cristo y podemos dar más fruto.

Su misma vida

Jn 15,1-9

El misterio de Cristo y de su Resurrección es de una fecundidad inagotable. Los autores sagrados no encuentran palabras ni imágenes para expresarlo. No hemos de imaginar a Cristo fuera de nosotros. Gracias a su glorificación Él vive en nosotros y nosotros vivimos su misma vida. Por el Bautismo hemos sido injertados en Cristo y vivimos su misma vida, lo mismo que los sarmientos tienen la misma vida que reciben de la vid.

Por eso, el mandato de Cristo es muy sencillo: «Permaneced en mí». La vida cristiana, aunque parezca compleja, es en realidad muy simple: se trata de permanecer unidos a Cristo continuamente. En san Juan, permanecer en Cristo supone vivir en gracia, pero no sólo; implica además una relación personal y una intimidad amorosa con Él cada vez más consciente y más continua.

Esto es de una importancia enorme. Y san Juan lo subraya con una lógica y una coherencia implacables: «Lo mismo que el sarmiento separado de la vid se seca y no tiene vida ni da fruto, vosotros separados de mí no podéis hacer nada». Es preciso aprender esta lección de una vez por todas. Nuestro fruto no depende de las cualidades humanas, sino de la unión con Cristo. Dios desea que demos fruto abundante –y en ello es glorificado, y para eso nos poda, para que llevemos más fruto–, pero nuestra fecundidad, nuestro dar fruto en la vida personal, en la Iglesia y en el mundo, está en proporción a nuestra santidad, a nuestra unión con el Señor Resucitado. Sin ella no haremos nada, ni daremos fruto abundante ni duradero; y si los hay, serán frutos aparentes, que se evaporan como la niebla mañanera.


Domingo VI de Pascua

Permaneced en mi amor

Jn 15,9-17

«Permaneced en mi amor». En esta Pascua Cristo nos ha manifestado más clara e intensamente su amor. Y ahora nos invita a permanecer bajo el influjo de este amor. En realidad podemos decir que toda la vida del cristiano se resume en dejarse amar por Dios. Dios nos amó primero. Nos entregó a su Hijo como víctima por nuestros pecados. Y el secreto del cristiano es descubrir este amor y permanecer en él, vivir de él. Sólo la certeza de ser amados por Dios puede sostener una vida. No sólo hemos sido amados, sino que somos amados continuamente, en toda circunstancia y situación. Y se trata de permanecer en su amor, de no salirnos de la órbita de ese amor que permanece amándonos siempre, que nos rodea, que nos acosa, que está siempre volcado sobre nosotros.

«Amaos unos a otros como yo». Sólo el que permanece en su amor puede amar a los demás como Él. El amor de Cristo transforma al que lo recibe. El que de veras acoge el amor de Cristo se hace capaz de amar a los demás. Pues el amor de Cristo es eficaz. Lo mismo que Él nos ama con el amor que recibe de su Padre, nosotros amamos a los demás con el amor que recibimos de Él. La caridad para con el prójimo es el signo más claro de la presencia de Cristo en nosotros y la demostración más palpable del poder del Resucitado.

«El que ama ha nacido de Dios». Dios infunde en nosotros su misma caridad. Por eso nuestro amor, si es auténtico, debe ser semejante al de Dios. Pero Dios ama dando la vida: el Padre nos da a su Hijo; Cristo se entrega a sí mismo, ambos nos comunican el Espíritu. La caridad no consiste tanto en dar cuanto en darse, en dar la propia vida por aquellos a quienes se ama; y eso hasta el final, hasta el extremo, como ha hecho Cristo y como quiere hacer también en nosotros: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». El amor de Cristo es de este calibre. Y el amor a los demás que quiere producir en nosotros, también.

Como yo os he amado

Jn 15,9-17

«Yo os he elegido». Nuestra fe, nuestro ser cristiano, no depende primera ni principalmente de una opción que nosotros hayamos hecho. Ante todo, hemos sido elegidos, personalmente, con nombre y apellidos. Cristo se ha adelantado a lo que yo pudiera pensar o hacer, ha tomado la iniciativa, me ha elegido. Ahí está la clave de todo, ahí esta la raíz de nuestra identidad. Y es preciso dejarnos sorprender continuamente por esta elección de Dios, «Él nos amó primero» (1Jn 4,19).

«Os llamo amigos». Cristo resucitado, vivo y presente, nos llama y nos atrae a su amistad. Ante todo, busca una intimidad mayor con cada uno de nosotros. Nos ha contado todos sus secretos, nos ha introducido en la intimidad del Padre. Y es una amistad que va en serio: la ha demostrado dando la vida por los que eran enemigos (Col 1,21-22) y convirtiéndolos en amigos. A la luz de la Pascua hemos de examinar si nuestra vida discurre por los cauces de la verdadera amistad e intimidad con Cristo o –por el contrario– todavía le vemos distante, lejano. Y si correspondemos a esta amistad con la fidelidad a sus mandamientos.

«Como yo os he amado». Quizá muchas veces meditamos en el amor al prójimo. Pero tal vez no meditamos tanto en la medida de ese amor, en ese «como yo». La medida del amor al hermano es dar la vida por él como Cristo la ha dado, gastar la vida por los demás día tras día. Mientras no lleguemos a eso hemos de considerarnos en déficit. El cristiano nunca se siente satisfecho como si ya hubiera hecho bastante. «El amor de Cristo nos apremia» (2Cor 5,14). Y lo maravilloso es que realmente podemos amar como Él porque este amor «ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5). Cristo resucitado, viviendo en nosotros nos capacita y nos impulsa a amar «como Él».


Ascensión del Señor

Actuaba con ellos

Mc 16,15-20

El breve texto de san Marcos nos presenta de Jesús como un ser llevado «al cielo», es decir, al lugar propio de Dios, y un «sentarse» a la derecha de Dios. Efectivamente, el misterio de la ascensión significa que el que por nosotros tomó la condición de siervo, pasó por uno de tantos y se humilló hasta la muerte de cruz (Fil 2,6-10), ahora ha sido exaltado, enaltecido, constituido «Señor». Cristo en cuanto hombre se ha sentado en el trono de su Padre (Ap 3,21), ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18) y ha sido constituido Señor del Universo ante el que toda rodilla se dobla.

Sin embargo, ascensión no significa ausencia de Cristo. A renglón seguido de narrar la ascensión de Jesús, san Marcos subraya que «El Señor actuaba con ellos». Ciertamente Cristo ha dejado su presencia visible, sensible. Pero sigue presente. Y lo manifiesta «cooperando» con la acción de los discípulos. En estas breves palabras queda resumido todo misterio de la Iglesia. Toda acción de la Iglesia –y de cada cristiano en ella– no es algo simplemente humano, sino acción de Cristo a través de ella. Cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza... Por tanto, todo nuestro empeño ha de ser buscar la sintonía con Cristo para que realice esa cooperación y nuestros actos sean también suyos y tengan un valor inmenso: «El que cree en mí hará las obras que yo hago y aún mayores» (Jn 14,22).

De ahí la importancia de los signos, que indica el evangelio. Los signos manifiestan que la Iglesia es más que palabras, es hechos. Mediante ellos se ve la acción del Señor. Ya no se tratará de coger serpientes en las manos, pero hay que preguntarnos cómo hoy nosotros podemos ser «milagro» –es decir, signo que se ve– para aquellos con los que vivimos.


Domingo de Pentecostés

Sed del Espíritu

Jn 20,19-23

«Recibid el Espíritu Santo». El gran don pascual de Cristo es el Espíritu Santo. Para esto ha venido Cristo al mundo, para esto ha muerto y ha resucitado, para darnos su Espíritu. De esta manera Dios colma insospechadamente sus promesas: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un Espíritu nuevo» (Ez 36,26). Necesitamos del Espíritu Santo, pues «el Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). El Espíritu Santo no sólo nos da a conocer la voluntad de Dios, sino que nos hace capaces de cumplirla dándonos fuerzas y gracia: «Os infundiré mi Espíritu y haré que caminéis según mis preceptos y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (Ez 36,27).

«Sopló sobre ellos». Para recibir el Espíritu hemos de acercarnos a Cristo, pues es Él –y sólo Él– quien lo comunica. Él mismo había dicho: «El que tenga sed que venga a mí y beba» (Jn 7,37). Es preciso acercarnos a Cristo en la oración, en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, para beber el Espíritu que mana de su costado abierto. Y es preciso acercarnos con sed, con deseo intenso e insaciable. De esta manera, Cristo no nos deja huérfanos (Jn 14,18), pues nos da el Espíritu que es maestro interior (Jn 14,26; 16,13), que consuela y alienta (Jn 14,16; 16,22).

«Como el Padre me envió, así os envío yo». Jesús afirma al inicio de su ministerio que ha sido «ungido por el Espíritu del Señor para anunciar la Buena Noticia a los pobres» (Lc 4,18). Y a los apóstoles les promete: «Recibiréis la fuerza del Espíritu y seréis mis testigos» (He 1,8). Jesús nos hace partícipes de la misma misión de anunciar el evangelio que él ha recibido del Padre y lo hace comunicándonos la fuerza del Espíritu Santo. El Espíritu nada tiene que ver con la lentitud, la falta de energías, la pasividad; es impulso que nos hace testigos enviados, apóstoles.


Domingo de la Santísima Trinidad

Familiaridad con Dios

Mt 18,16-20

A muchos cristianos el misterio de la Trinidad les echa para atrás. Les parece demasiado complicado y prefieren dejarlo de lado. Y sin embargo las páginas del Nuevo Testamento nos hablan a cada paso de Cristo, del Padre y del Espíritu Santo. Ellos son el fundamento de toda nuestra vida cristiana.

Explicar el misterio de la Trinidad no es difícil, es imposible, precisamente porque es misterio. Pero lo mismo que un niño puede tener gran familiaridad con su padre aunque no sepa decir muchas cosas de él, nosotros podemos vivir también en una profunda familiaridad con el Padre, con Cristo, con el Espíritu y tener experiencia de estas Personas divinas. No sólo podemos: estamos llamados a ello en virtud de nuestro bautismo. No es un privilegio de algunos místicos.

Podemos conocer al Padre como Fuente y Origen de todo, Principio sin principio, fuente última y absoluta de la vida, no dependiendo de nadie. El Hijo es engendrado por el Padre, recibe de Él todo su ser: por eso es Hijo; pero el Padre se da totalmente: por eso el hijo es Dios, igual al Padre. Nada tiene el Hijo que no reciba del Padre; nada tiene el Padre que no comunique al Hijo. El ser del Hijo consiste en recibir todo del Padre y el Hijo vuelve al Padre en un movimiento eterno de amor, gratitud y donación. Y ese abrazo de amor entre el Padre y el Hijo es el Espíritu Santo.

«El Espíritu todo lo sondea, incluso lo profundo de Dios» (1Cor 2,10). El Espíritu nos da a conocer a Cristo y al Padre y nos pone en relación con ellos. Las Personas divinas viven como en un templo en el hombre que está en gracia. Estamos habitados por Dios. Somos templo suyo. Vivimos en el seno de la Trinidad. ¿Se puede imaginar mayor familiaridad? Todo nuestro cuidado consiste en permanecer en esta unión.


Corpus Christi

Mc 14,12-16.22-26

El texto seleccionado incluye los preparativos para la cena, en que Jesús aparece –como en la entrada en Jerusalén– gobernando y dirigiendo los acontecimientos, y el relato de la institución de la Eucaristía, en el que Jesús realiza anticipadamente el gesto de donación de su propia vida que llevará a cabo al día siguiente en la cruz. La mención en el último versículo del camino hacia el monte de los Olivos apunta hacia lo trágicamente real de ese gesto.

Comer nuestra redención

«Esto es mi cuerpo...» Ante todo, la fiesta de hoy nos debe hacer cobrar una conciencia más intensa de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. El cuerpo significa la persona entera. Cristo está presente con su cuerpo glorioso, con su alma humana, con su personalidad divina. ¿Somos de veras conscientes de que en cada sagrario hay un hombre viviente, infinitamente más real que todos nosotros? ¿Qué me es más real, la presencia de las demás personas humanas o la presencia de Cristo en la Eucaristía? ¿Soy consciente de tener en el Sagrario a Dios con nosotros, a mi disposición, esperándome eternamente?

«...que se entrega por vosotros». Sin embargo, la presencia de Cristo en la Eucaristía no es inerte ni pasiva. Cristo vive apasionadamente en la Eucaristía su amor infinito por nosotros, su entrega sin límites por cada uno. El amor manifestado en la cruz perdura eternamente; no ha menguado; por el contrario, es ahora más intenso. Y se hace especialmente presente y eficaz en cada celebración de la Eucaristía. Y eso «por vosotros y por todos los hombres», por cada uno de todos los hombres, por los que fueron, son y serán.

«...para perdón de los pecados». Cristo sabe muy bien por quién y a quién se entrega; por hombres que son pecadores. Pero para esto ha venido precisamente, para quitar el pecado del mundo. Cristo en la Eucaristía anhela borrar nuestro pecado y hacernos santos. Para eso se ha entregado. Y para eso se queda en la eucaristía, para ser alimento de pecadores. Y nosotros necesitamos acudir con ansia y comer y beber nuestra redención.


Sagrado Corazón de Jesús

Lo que trasciende toda filosofía

Os 11,16.3-4.8c-9; Is 12,2-6; Ef 3,8-12.14-19; Jn 19,31-37

«Mirarán al que atravesaron». Desde los apóstoles, todas las generaciones cristianas han descubierto el amor de Dios contemplando a Cristo crucificado. La cruz es la expresión mayor de este amor. Por eso también nosotros somos invitados antes que nada a mirar a Jesús. El apóstol Juan nos enseña este secreto y desea contagiarnos esta mirada contemplativa: para que entendamos hasta qué punto somos amados y aprendamos a amar de una manera semejante.

«Sacaréis aguas con gozo». La tradición cristiana ha entendido que la antigua profecía de Isaías se ha cumplido en Jesús. Al ser traspasado su costado, «salió sangre y agua». Jesús muerto y resucitado se convierte en manantial de vida y salvación. Derrama su Espíritu, su amor, su misma vida. Por eso, el creyente es invitado constantemente a acudir a Él para beber esa agua que sacia su sed y le purifica y para recibir la aspersión de su sangre que le regenera y le embriaga.

«Lo que trasciende toda filosofía». El cristianismo no es una ideología, un simple sistema de verdades y normas. Es una experiencia; consiste en haber encontrado el amor de Cristo y seguir ahondando constantemente en ese mar sin fondo ni riberas. La verdadera sabiduría del cristiano es ese conocimiento experiencial y creciente del amor de Jesús. A él acude sin cesar para beber y saciarse y poder volcarlo en abundancia sobre los demás hombres.