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Tiempo Ordinario

Domingo II del Tiempo Ordinario

Iglesia de Dios

1Cor 1,1-3

A partir de hoy, durante los próximos domingos, leeremos la primera carta a los corintios. Intentaremos recoger algunas de las indicaciones que San Pablo hace a esta joven comunidad, llena de vitalidad, pero también con problemas y dificultades de crecimiento. Esas indicaciones, el Espíritu Santo nos las hace también a nosotros hoy.

«Llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios». Llama la atención la profunda conciencia que San Pablo tiene de haber sido llamado personalmente al apostolado. Si ha recibido esta misión no es por iniciativa suya, sino por voluntad de Dios. Por eso la realiza en nombre de Cristo, con la autoridad del mismo Cristo, como embajador suyo (2 Cor 5, 20). También nosotros hemos de considerarnos así. Cada uno ha recibido una llamada de Cristo y una misión dentro de la Iglesia para contribuir al crecimiento de la Iglesia. Debe sentirse apóstol de Cristo Jesús, colaborador suyo, instrumento suyo (1 Cor 3,9).

«A la Iglesia de Dios». Cualquier comunidad, por pequeña que sea, es Iglesia de Dios. Así debe considerarse a sí misma. Esta es nuestra identidad y a la vez la fuente única de nuestra seguridad: somos Iglesia de Dios, a Él pertenecemos, somos obra suya, construcción suya (1 Cor 3,9). No somos una simple asociación humana.

«A los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos». Es casi una definición de lo que significa ser Iglesia de Dios: Los santificados llamados a ser santos. Por el bautismo hemos sido santificados, consagrados; pertenecemos a Dios, hemos entrado en el ámbito de lo divino, formamos parte de la casa de Dios. Pero este don conlleva el impulso, la llamada y la exigencia a «completar nuestra consagración», a «ser santos en toda nuestra conducta». Esta es la voluntad de Dios (1 Tes 4,3). La Iglesia es santa. La santidad es una nota esencial e irrenunciable de la Iglesia. Si nosotros no somos santos, estamos destruyéndonos a nosotros mismos... y estamos destruyendo la Iglesia.


Domingo III del Tiempo Ordinario

Desgarrar a Cristo

1Cor 1,10-13.17

«Os conjuro por el nombre de nuestro Señor Jesucristo... que no haya entre vosotros divisiones». San Pablo arremete con todas sus energías contra las divisiones en la Iglesia. El evitar las divisiones no es algo simplemente «deseable». Si la Iglesia es una y la unidad es una nota tan esencial como la santidad, cualquier división –por pequeña que parezca– desfigura el rostro de la Iglesia, destruye la Iglesia.

«Yo soy de Pablo, yo de Apolo...» Todas las divisiones nacen de una consideración puramente humana. Mientras nos quedemos en los hombres estaremos echando todo a perder. Los hombres somos sólo instrumentos, siervos inútiles: «yo planté, Apolo regó, pero es Dios quien dio el crecimiento» (1 Cor 3,6). Quedarse en los hombres es una idolatría, y todo protagonismo es una forma de robar la gloria que sólo a Dios corresponde. Por eso San Pablo responde con absoluta contundencia: «¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo?» Es como decir: No hay más salvador que Cristo Jesús. El instrumento debe permanecer en su lugar. Lo demás es mentir y desfigurar la realidad.

«¿Está dividido Cristo?» Puesto que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo (1 Cor 12,12), toda división en la Iglesia es en realidad desgarrar al mismo Cristo. La falta de unidad en nuestros criterios, en nuestras actuaciones, en nuestras relaciones... tiene el efecto horrible de presentar un Cristo en pedazos. En consecuencia, se hace imposible que la gente crea.

Por eso San Pablo se muestra tan intransigente en este punto y apela a la necesidad absoluta de estar todos «unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir». Lo cual viene a significar no pensar ni actuar desde un punto de vista humano, sino siempre y en todo desde la fe, que es la que da realmente consistencia y unidad: «poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu... Un sólo cuerpo y un sólo Espíritu... Un sólo Señor, una sola fe, un sólo bautismo, un sólo Dios y Padre de todos» (Ef 4,3-6).


Domingo IV del Tiempo Ordinario

Gloriarse en el Señor

1Cor 1,26-31

«Dios ha elegido lo necio del mundo, ... lo débil del mundo... lo plebeyo y despreciable del mundo, lo que no es». Cuando San Pablo escribe estas palabras a los corintios no sólo está poniendo de relieve una situación de hecho –la inmensa mayoría de los cristianos eran gente pobre, sencilla, inculta, que no contaba a los ojos del mundo, despreciable para los que se creían algo¬–, sino que está enunciando un principio, un criterio de la acción de Dios, que elige con preferencia lo humanamente inútil para manifestar que Él y sólo Él es el Salvador.

«Para que nadie pueda gloriarse en presencia de Dios». Tenemos que estar muy atentos para ver si nuestros criterios y modos de actuar son los del evangelio. El mayor pecado es el gloriarnos en presencia de Dios, el enorgullecernos pensando que somos algo o podemos algo por nosotros mismos. El Señor nos dice tajantemente: «Sin mí no podéis hacer nada». No dice que sin Él no podemos mucho o sólo una parte, sino «nada». Cuando nos apoyamos –en la vida personal o apostólica– en la sabiduría humana, estamos perdidos. Cuando confiamos en el prestigio humano o en el poder, el resultado es el fracaso total, la esterilidad más absoluta.

«El que se gloríe, que se gloríe en el Señor». En Él y sólo en Él vale la pena apoyarse. «En cuanto a mí –dirá San Pablo– me glorío en mis debilidades» (2 Cor 12,9). Gozarnos en ser nada, en sabernos inútiles e incapaces, para apoyarnos sólo en Él, que nos dice: «Te basta mi gracia». Apoyarnos en los hombres no sólo conduce al fracaso, sino que es reproducir el primer pecado, el querer «ser como dioses», el prescindir de Dios.

Esto es tan serio, que San Pablo exclamará con vehemencia: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gal 6,14). Sólo Cristo crucificado y humillado salva, pues Él es «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,23-24). Él es para nosotros «sabiduría, justicia, santificación y redención». Fuera de Él no hay santidad, no hay salvación, no hay sabiduría.


Domingo V del Tiempo Ordinario

Sólo Cristo

1Cor 2,1-5

«No fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciaros el misterio de Dios». Los medios no deben entorpecer la acción de Dios. Dar demasiada importancia a los medios es sustituir a Cristo. Apoyarse en los medios es una idolatría, además de una insensatez. Toda sabiduría que no viene de Cristo y no conduce a Él es un estorbo. «¡Mire cada cuál cómo construye!» (1 Cor 3,10).

«No quise saber sino a Jesucristo, y éste crucificado». ¿Cuándo nos convenceremos de que Cristo basta? No se trata de tener a Cristo y «además» otras cosas, otros medios, etc. En Cristo tenemos todo. Él es para nosotros «sabiduría, justicia, santificación y redención» (1 Cor 1,30). La santidad viene sólo del costado abierto de Cristo crucificado. Sólo Él redime, sólo Él convierte. Quedarnos en los medios es quedarnos sin la gracia que sólo de Él procede.

Más aún, es Cristo lo único que tenemos que dar al mundo. Como Iglesia, hemos de sentirnos dichosos de no tener otra cosa que ofrecer. ¡Ojalá nuestra Iglesia pudiera decir con toda verdad como los apóstoles: «No tengo oro ni plata, te doy lo que tengo: en nombre de Jesús Nazareno echa a andar!» (He 3,6). No tengo nada más que a Cristo –¡y nada menos!– Cuando la Iglesia es verdaderamente pobre, entonces es cuando brilla con fuerza su auténtica riqueza: Cristo, con todo su poder salvador.

«Mi palabra... fue una demostración de Espíritu y de poder». Desde la debilidad del apóstol y desde la pobreza de los medios se manifiesta la potencia infinita de Dios. Desde la carencia se pone de relieve que el milagro de la conversión, el cambio de los corazones, es absolutamente desproporcionado a los medios humanos y por tanto es obra de la acción omnipotente del Espíritu Santo. De esta manera se construye con solidez para la vida eterna, pues la fe se apoya no en razones o convicciones humanas, sino en el poder de Dios.


Domingo VI del Tiempo Ordinario

Sabiduría divina

1Cor 2,6-10

«Hablamos...una sabiduría divina, misteriosa...» Uno de los grandes dones que Cristo nos ha traído es esta sabiduría, este conocimiento de Dios y de sus planes. Es el misterio de Cristo, mantenido en secreto durante siglos, que ahora, en esta etapa final de la historia, nos ha sido dado a conocer por beneplácito de Dios para nuestra salvación (Ef 3,4-6; Rom 16,25-26). ¡Cuánta gratitud debería desbordar nuestro corazón! ¡Cómo deberíamos vivir a tono con este misterio y con esta sabiduría revelada! Por fin conocemos el sentido de la vida y de la muerte, del sufrimiento y del trabajo... Por fin sabemos el por qué y el para qué... «¡Cuántos desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron!» (Mt 13,17).

«Dios nos lo ha revelado por su Espíritu». Necesitamos invocar continuamente el Espíritu para que nos dé a conocer a Cristo y al Padre. Sin Él somos ciegos, incapaces de ver y de entender (Mc 8,17-21). Sin Él no entendemos los planes de Dios, sin Él no comprendemos las Escrituras. Necesitamos pedir la acción de este Maestro interior para que nos invada con su luz y Cristo no nos parezca un fantasma, un extraño. Sólo Él, que sondea lo profundo de Dios, que conoce lo íntimo de Dios, puede dárnoslo a conocer, y de manera atractiva, de modo que ese conocimiento nos haga amarle hasta dar la vida por Él.

«Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó ...» Nos equivocamos continuamente al valorar las cosas de Dios con nuestras capacidades naturales. Lo que Él tiene preparado para nosotros es infinitamente más grande, más bello, más rico de lo que imaginamos y pensamos. Y no sólo en el cielo; ya en este mundo Dios quiere colmarnos de manera insospechada, quiere hacer cosas grandes en nosotros. Por eso necesitamos dejar que el Espíritu Santo nos dilate la capacidad y el deseo de recibir estos dones.


Domingo VII del Tiempo Ordinario

Sois el templo de Dios

1Cor 3,16-23

«Vosotros sois el templo de Dios». He aquí una realidad fundamental de nuestro ser de cristianos que por si sola es capaz de transformar una vida. Somos lugar santo donde Dios habita. Somos templo de la gloria de Dios. Somos buscados, deseados, amados por las Personas Divinas, que hacen de nosotros su morada (Jn 14,23). Todo hombre en gracia es templo de Dios. Saber esto y vivirlo es una inagotable fuente de alegría, pues tenemos el cielo en la tierra. Somos algo sagrado: ¡Cuánta gratitud, cuánto sentido de recogimiento y adoración, cuánto respeto de nosotros mismos y de los demás debe brotar de esta realidad!

«Ese templo sois vosotros». Antes que cada individuo, el templo es la Iglesia, la comunidad cristiana en su conjunto. La Iglesia, la comunidad eclesial, es sagrada, es santuario que contiene la realidad más preciosa: Dios mismo. Desde aquí se entiende lo que sigue: « Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le destruirá a él». No estamos para destruir, sino para construir. También nosotros hemos de escuchar como San Francisco la llamada de Cristo: «Reedifica mi Iglesia». Eso es lo que significa la llamada insistente del Papa a colaborar todos en la nueva evangelización. Debemos preguntarnos: ¿Construyo o destruyo? ¿Embellezco la Iglesia con mi vida o la afeo? ¿Contribuyo a su crecimiento en número y en santidad o la profano? No cabe término medio, pues « el templo de Dios es santo», y las manos profanas, carentes de santidad, en vez de construir destruyen.

«Todo es vuestro y vosotros de Cristo». Dios ha puesto todo en nuestras manos, la creación entera nos pertenece, somos dueños y señores de ella. Pero para dominarla de verdad es preciso que nosotros vivamos perteneciendo a Cristo. Cuando nos olvidamos de que Cristo es el Señor, de que todo le pertenece y de que nosotros mismos somos de Cristo, entonces en realidad esclavizamos y frustramos la creación (Rom 8,20) a la vez que nosotros nos hacemos esclavos de las cosas.


Domingo VIII del Tiempo Ordinario

Dios o el dinero

Mt 6,24-34

«No podéis servir a Dios y al dinero». Ha llegado a convertirse en un lugar común el hablar del dinero como ídolo. Sin embargo, es una trágica realidad. Se sirve al dinero, se vive para él, se piensa constantemente en él, en él se busca la seguridad... No es casual que la Sagrada Escritura hable tantas veces del peligro de las riquezas. El apego al dinero, el deseo de tener, enfría y debilita la fe y acaba por destruirla. «La raíz de todos los males es el afán de dinero» (1Tim 6,10).

«Ya sabe vuestro Padre...» La actitud opuesta a la codicia es la confianza. Jesús exhorta una y otra vez a no preocuparnos. Lo mismo que el niño no se preocupa porque cuenta con sus padres, el verdadero creyente no se deja dominar por las preocupaciones: es real que Dios es Padre, que sabe lo que necesitamos, que se ocupa de nosotros, que nos ama... Si de verdad creemos, contaremos con Dios para todo. Ni un solo cabello de nuestra cabeza cae sin su permiso. Si cuida de las flores y de los pajarillos, ¡cuánto más de sus hijos queridos! En la medida en que uno no confía, inevitablemente se afana y se preocupa.

«Sobre todo buscad el Reino de Dios». Lo principal es lo que dejamos en segundo plano para preocuparnos de lo secundario. Pero Jesús insiste: si buscamos a Dios por encima de todo, también lo secundario nos será dado. Lo único absoluto y necesario es dejar a Dios reinar en nuestra vida. Lo demás –que tanto nos preocupa– nos será regalado cuando y como Dios quiera, del modo mejor para nosotros. La experiencia de los santos y de multitud de cristianos durante XX siglos lo atestigua sobradamente...


Domingo IX del Tiempo Ordinario

Construir sobre roca

Mt 7,21-27

«No todo el que me dice ‘Señor, Señor’». Es uno de los textos más duros del evangelio. Nos advierte que puede haber una oración falsa e inauténtica («Señor, Señor»). Pero sorprende más que puede haber personas que han profetizado y hecho milagros en nombre de Jesús y sin embargo son definitivamente rechazados («nunca os he conocido; alejaos de mí, malvados»). No nos salvan las acciones y prácticas externas, aun buenas y santas, sino la adhesión a la voluntad de Dios.

«El que escucha... y pone en práctica...» Lo único firme y estable, lo único que perdura es lo que se construye sobre roca. Lo que da firmeza a nuestra vida es escuchar la palabra de Cristo, hacerla propia, ponerla en práctica y adherirse a lo que Dios quiere.

«Se hundió totalmente». Las dos casas son igualmente embestidas por los vientos y tempestades. En la vida de toda persona aparecen tormentas, antes o después. Y lo que se hunde demuestra que no estaba afianzado sobre roca. «¡Mire cada cual cómo construye!» (1Cor 3,10). Los zarandeos de la vida, las crisis diversas ayudan a comprobar lo que en nosotros no tenía firmeza ni consistencia. La mayor necedad sería seguir construyendo en falso y no aprender cuando experimentamos un derrumbe. Cristo nos deja claro cómo construir con firmeza: tomar en serio su palabra, actuar según ella, plasmar nuestra vida según la voluntad de Dios. Pero si persistimos en la ceguera nos amenaza la ruina total y definitiva. Y esto vale tanto para los individuos como para las comunidades, parroquias, diócesis...


Domingo X del Tiempo Ordinario

Misericordia quiero

Mt 9,9-13

«Sígueme». Una vez más la voz de Jesús resuena nítida y poderosa. Una vez más Él se adelanta, toma la iniciativa. Y una vez más levanta al hombre de su postración. Mateo estaba «sentado al mostrador de sus impuestos»; pero estaba sobre todo hundido en su codicia, en su afán de poseer. «Él se levantó y lo siguió». Remite a otras escenas evangélicas; por ejemplo, la resurrección de Lázaro: «Lázaro, sal fuera». Levantar a Mateo de la postración y de la corrupción de su pecado no es menor milagro que hacer salir a Lázaro de la tumba cuando ya olía mal.

«Muchos pecadores... se sentaron con Jesús». El Hijo de Dios se ha hecho hombre para eso, para compartir la mesa de los pecadores. No rechaza a nadie, no se escandaliza de nada. Sabe que todo hombre está enfermo, y ha venido precisamente como médico, para buscar a los pecadores, para sanar la enfermedad peor y más terrible: el pecado que gangrena y destruye en su raíz la vida y la felicidad de los hombres.

«Misericordia quiero». Una vez más, Jesús tiene que enfrentarse con la dureza de corazón de los fariseos. En cambio Mateo, pecador público, ha experimentado la misericordia de Jesús, su amor gratuito; y por eso se convierte en instrumento de ese amor y de esa misericordia para muchos otros. Lo que él ha recibido gratis lo ofrece –también gratuitamente– a los demás. La conversión de Mateo es ocasión de conversión para muchos otros...


Domingo XI del Tiempo Ordinario

Con el poder de Jesús

Mt 9,35-10,8

Pedro, Andrés, Santiago... Esa lista abre la inmensa hilera de los seguidores de Cristo, pero no acaba ahí. En esa lista estás tú también, llamado por Cristo; con tu nombre y apellidos. ¡Tú junto a los apóstoles de Cristo, junto a los mártires y a los santos de todas las épocas! ¿ De veras al escuchar este evangelio sientes la alegría de ser cristiano? Tú has sido elegido personalmente por Cristo, y no por tus méritos o cualidades, sino pura y simplemente porque Él lo ha querido.

Y también tú como ellos has recibido los mismos poderes de Cristo para curar toda enfermedad y dolencia, para arrojar demonios, para resucitar muertos... Ante un mundo que agoniza porque no conoce a Cristo o le ha rechazado, nosotros tenemos el remedio, porque tenemos las armas de Cristo. Y no podemos seguir lamentándonos como si las cosas no tuvieran solución.

La pregunta, más bien, es la siguiente: ¿Sientes compasión de la gente que está extenuada y abandonada como ovejas sin pastor? Es decir, ¿te importa la gente que sufre porque le falta Cristo, aunque aparente ser feliz? ¿Te duele la situación de tanta gente hundida en su falta de fe, enfangada en su pecado, destrozada por sus propios egoísmos? La compasión de Cristo no es un sentimiento estéril. Tampoco tú puedes quedar indiferente.


Domingo XII del Tiempo Ordinario

No temáis...

Mt 10,26-33

Ante evangelios como este uno se asusta viendo lo poco cristianos que somos los cristianos. Jesús nos dice que no tengamos miedo a los que matan el cuerpo, y sin embargo todo son temores ante la muerte, ante el sufrimiento, ante lo que los hombres puedan hacernos, ante lo que puedan decir de nosotros...

El verdadero cristiano –es decir, el hombre que tiene una fe viva– encuentra su seguridad en el Padre. Si Dios cuida de los gorriones ¿cómo no va a cuidar de sus hijos? Sabe que nada malo puede pasarle. Lo que ocurre es que a veces llamamos malo a lo que en realidad no es malo. ¿Qué de malo puede tener que nos quiten la vida o nos arranquen la piel a tiras si eso nos da la vida eterna? Ahí está el testimonio de tantos mártires a lo largo de la historia de la Iglesia, que han ido gozosos y contentos al martirio en medio de terribles tormentos.

Este evangelio de hoy nos invita a mirar al juicio –«nada hay escondido que no llegue a saberse»–. En ese momento se aclarará todo. Y en esa perspectiva, ante lo único que tenemos que temblar es ante la posibilidad de avergonzarnos de Cristo, pues en tal caso también Él se avergonzará de nosotros ese día ante el Padre. El único mal real que el hombre debe temer es el pecado, que le llevaría a una condenación eterna –«temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo»–. Ante este evangelio, ¡cuántas maneras de pensar y de actuar tienen que cambiar en nuestra vida!.

La gracia ha desbordado

Rom 5,12-15

A partir de hoy, durante los próximos domingos leeremos como segunda lectura la carta a los Romanos, tan rica en alimento para nuestra vida cristiana.

«Todos pecaron». Debemos prestar una atención mucho mayor al realismo de la palabra de Dios, que no anda con eufemismos ni disimulos. Todos somos pecadores, sometidos a la ley inexorable del pecado que nos encadena (Rom 3,10ss. 23). ¿Por qué seguir pensando y actuando como si la gente no fuera pecadora? Todo hombre es irremediablemente pecador; no puede salvarse por sí mismo ni puede ser bueno por sus solas fuerzas; necesita de Cristo, el único que se nos ha dado capaz de salvarnos (He 4,12; Rom 3,24ss).

«Por el pecado entró la muerte». Desde el pecado de Adán, la tragedia del hombre consiste no sólo en pecar de hecho, sino en dejarse engañar por Satanás tomando lo malo por bueno y lo bueno por malo. Por eso, Dios que nos ama insiste en recordarnos que «el salario del pecado es la muerte» (Rom 6,23). El pecado es siempre muerte y sólo muerte; es causa de muerte y destrucción; es fuente de todos los males en este mundo y para la eternidad. El pecado es el único mal real.

«Gracias a un solo hombre, Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordaron». La situación de pecado, humanamente irremediable, ha sido transformada por Dios. La ley inexorable del pecado ha sido destruida por un amor más grande que el pecado. He aquí la grandeza de Jesucristo, que hace que «no haya proporción entre la culpa y el don». Si Dios ha permitido el pecado ha sido en vista de Cristo. Y también nosotros hemos de aprender a ver el mundo y cada persona desde Cristo: no disimular o disculpar su pecado, pero sí tener la certeza de que su pecado tiene remedio, porque la gracia de Cristo «ha desbordado».


Domingo XIII del Tiempo Ordinario

Injertados en Cristo

Rom 6,3-4,8-11

«Así como Cristo ... también nosotros». He aquí la base de la novedad cristiana. Lo que Cristo es y vive estamos llamados a serlo y vivirlo también nosotros. Pero no como una imitación «desde fuera». Por el bautismo hemos sigo injertados a Cristo y Él vive en nosotros (Gal 2,20). Todo lo suyo es nuestro: sus virtudes, sus sentimientos, sus actitudes... Por eso, para un cristiano lo más natural es vivir como Cristo. No se nos pide nada extraño o imposible: se trata sencillamente de dejar que se desarrolle plenamente esa vida que ya está en nosotros.

«Consideraos muertos al pecado...» La fe nos hace vernos a nosotros mismos como Dios nos ve. Por el bautismo hemos muerto al pecado, a quedado destruida «nuestra personalidad pecadora» y hemos cesado de ser esclavos del pecado (Rom 6,6). Se trata de tomar conciencia de este don recibido. ¿Por qué seguir pensando y actuando como si el pecado fuera insuperable? El pecado no tiene por qué esclavizarnos, pues Cristo nos ha liberado y la fuerza del pecado ha quedado radicalmente neutralizada. Hemos muerto al pecado: vivamos como tales muertos. «Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo seguir viviendo en él? (Rom 6,2).

«...Y vivos para Dios en Cristo Jesús». La muerte al pecado es sólo la cara negativa. Lo más importante es la vida nueva que ha sido depositada en nuestra alma. Y esta vida nueva es esencialmente positiva: consiste en vivir –lo mismo que Cristo– para Dios, en la pertenencia total y exclusiva a Dios, dedicados a Él en alma y cuerpo. Esta es la riqueza y la eficacia de nuestro bautismo. Se trata sencillamente de cobrar conciencia de ello y dejar que aflore en nuestra vida lo que ya somos. ¡Reconoce, cristiano tu dignidad! ¡Sé lo que eres!

Un gran negocio

Mt 10,37-42

Ante evangelios como este, hemos adquirido el hábito de no darnos por aludidos, como si fueran dirigidos sólo a las monjas de clausura. Y, sin embargo, estas palabras de Jesús van dirigidas a todos (cfr. Lc 14,25-26), para indicar que ningún lazo familiar, incluso bueno y legítimo, debe ser estorbo para seguirle a Él; y en el caso de que se plantease conflicto entre un lazo familiar y el seguir a Jesús, habría que elegir seguir a Jesús. Lo contrario significa no ser dignos de Él.

Se necesita la lógica de la fe y la luz del Espíritu para entender que lo que parece perder la vida es ganarla y lo que parece muerte es en realidad vida. Porque se trata de preferir a Cristo no solo por encima de los cariños familiares, sino incluso antes que la propia vida, antes que la propia comodidad, antes que la propia fama... estando dispuestos a ser despreciados y perseguidos por Cristo, a perderlo todo por Él, a sacrificarlo todo por Él. Perderlo todo por Cristo: en realidad este evangelio nos está proponiendo un gran negocio, pues se trata de ganar a Cristo, cuyo amor vale infinitamente más que todo lo demás. Deberíamos mirar más a Cristo para dejarnos embelesar por Él. Es infinitamente más lo que recibimos que lo que damos.

Además, el evangelio de hoy nos propone otro «negocio» continuo. Un simple vaso de agua dado a un pobrecillo cualquiera, sólo porque es discípulo de Jesús, no perderá su paga. ¿Cuántas pagas perdemos cada día?


Domingo XIV del Tiempo Ordinario

Dóciles al Espíritu

Rom 8,9.11-13

«Vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu». San Pablo quiere inculcarnos la certeza de esta nueva vida que ha sido depositada en nuestra alma por el bautismo. No estamos en la carne, es decir, no estamos abandonados a nuestras fuerzas naturales y a nuestra debilidad pecaminosa. Por tanto, no tiene sentido seguir lamentándonos y apelando a nuestra debilidad cuando estamos en el Espíritu, cuando tenemos en nosotros la fuerza del Espíritu que nos hace capaces de una vida santa. «Estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente».

«El Espíritu de Dios habita en vosotros». Somos templo del Espíritu Santo. Estamos consagrados. Somos lugar donde Dios mora y donde ha de ser glorificado. Pero el Espíritu Santo no está en nosotros inmóvil. Permanece en nosotros como Ley nueva, como impulso de vida. Su acción omnipotente se vuelca sobre nosotros para hacernos santos, para vivir según Cristo. Ser santo ni es imposible ni es difícil. Se trata de acoger dócilmente la acción del Espíritu, secundando su impulso poderoso, dando muerte con la fuerza del Espíritu a las obras de la carne para que se manifieste en nosotros el fruto del Espíritu (Gal 5,22-23).

«Vivificará también vuestros cuerpos mortales por el mismo Espíritu». Hay una «primera resurrección»: cuando el hombre es arrancado del dominio del pecado y comienza a caminar en novedad de vida por la acción del Espíritu. Pero habrá una «segunda resurrección»: también nuestro cuerpo mortal se beneficiará de esta vida nueva suscitada por Dios en nosotros. El Espíritu Santo tiene por característica propia el ser Creador y desea vivificar nuestra persona entera, alma y cuerpo.

Cristo, nuestro descanso

Mt 11,25-30

Ante la humildad de Cristo, el cristiano aprende también a ser humilde. El Hijo de Dios no ha venido con triunfalismos, sino sumamente humilde y modesto, montado en un asno. A Jesús le gusta la humildad. Es el estilo de Dios. Y el cristiano no tiene otro camino. Dios no se da a conocer a los que se creen sabios y entendidos, a los arrogantes y autosuficientes, a los que creen saberlo todo, sino al que humildemente se pone ante Dios reconociendo su pequeñez y su ceguera.

Al que es humilde de veras, Dios le concede entrar en su intimidad y conocer los misterios de su vida trinitaria, la relación entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Esto no es sólo para algunos pocos privilegiados, sino para todo bautizado, para todo el que es «sencillo» y se deja conducir por Dios. Pues precisamente «esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Y conocer no es sólo saber con la cabeza, sino tratar con Dios con familiaridad. ¿Mi vida como cristiano va dirigida a crecer en este trato familiar con el Dios que vive en mí o me quedo en unas simples formas de comportamiento?

Cristo se nos presenta como nuestro descanso. Frente a los cansancios y agobios que nos procuramos a nosotros mismos y frente a las cargas inútiles e insoportables que ponemos en nuestros hombros, Cristo es el verdadero descanso y su ley un alivio. El pecado cansa y agobia. El trato y la familiaridad con Cristo descansan. ¿Me decido a fiarme de Cristo y de su palabra?


Domingo XV del Tiempo Ordinario

¿Por qué no hay fruto?

Mt 13, 1-23

Cristo es el sembrador que siembra su palabra en nosotros. Y la semilla tiene fuerza para dar fruto abundante –¡el ciento por uno! Por malo que venga el año, la semilla da fruto..., a no ser que algo lo impida.

Si nosotros estamos recibiendo continuamente la semilla de la palabra de Cristo, ¿a qué se debe que no demos fruto o que no demos todo lo que teníamos que dar? La culpa no es del sembrador –Cristo no puede fallar al sembrar–, ni de la semilla –que tiene poder de germinar–, sino de la tierra en que cae esa semilla. ¿Qué hay en nosotros que nos impide dar fruto? Jesús mismo lo explica claramente. Es, en primer lugar, el no entender la Palabra, el no pararnos a asimilarla, a meditarla, a orarla; la superficialidad hace que el Maligno se lleve lo que ese tal ha recibido. Y este no tener raíces hondas hace también que cualquier dificultad acabe con todo.

Otra causa de no dar fruto es el tener miedo a los desprecios y burlas; el que busca quedar bien ante todos y ser aceptado por todos y no está dispuesto a ser despreciado por causa de Cristo y de su Evangelio, ese tal no puede agradar a Cristo ni acoger su Palabra.

Y la otra causa son las preocupaciones y afanes de la vida y el apego a las cosas de este mundo; sin un mínimo de sosiego para escuchar a Cristo y sin un mínimo de desprendimiento, de austeridad y de pobreza, la palabra sembrada se ahoga y queda estéril. El que no da fruto es el único culpable de su propia esterilidad. Al que no quiere escuchar porque endurece su corazón, Jesús no se molesta en explicarle. Es inútil intentar aclarar al que no es dócil, pues oye sin entender: «El que tenga oídos que oiga».

Una tierra nueva

Rom 8,1-23

«Los sufrimientos del tiempo presente no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá». El creyente lo ve todo a la luz de la eternidad. De manera particular las tribulaciones y sufrimientos de esta vida, sobre todo los padecidos a causa de Cristo y del Evangelio. Si a nivel humano vale la pena el esfuerzo para conseguir algo que nos importa, ¡cuánto más el sufrimiento pasajero que nos reporta un caudal inmenso de gloria eterna! (2 Cor 4,17). El secreto está en una fe firme y robusta que traspasa las apariencias para quedar fija en lo definitivo. «Nosotros no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; pues lo que se ve es pasajero, pero lo que no se ve es eterno» (2 Cor 4,18).

«La creación, expectante, está aguar-dando la plena manifestación de los hijos de Dios». En su plan creador, Dios somete al hombre toda la creación –Gén 1,28–, le constituye dueño y señor de ella –Sal 8– para que a través del hombre –como criatura inteligente y libre– la creación pueda cumplir su finalidad de glorificar a Dios. Pero el hombre, al pecar, frustra la creación, la esclaviza, le impide realizar aquello para lo que fue creada; por culpa del hombre el suelo queda maldito (Gén 3,17).

Por eso la creación está expectante aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios. Sólo el hombre nuevo, redimido del pecado por Cristo, puede lograr que la creación alcance su meta. Sólo el que es hijo de Dios y vive como hijo sabe recibir toda la creación como don amoroso del Padre, la emplea según el plan de Dios y la hace volver a Él en un himno de gratitud y alabanza. En las manos del hombre nuevo comienzan los cielos nuevos y la tierra nueva. Entre las manos del hombre nuevo la creación glorifica por fin a su Creador.


Domingo XVI del Tiempo Ordinario

El maestro interior

Rom 8,26-27

«Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene». No podemos presentarnos delante de Dios a darle lecciones, a enseñarle lo que nos tiene que conceder. Es al revés: no sabemos lo que realmente nos conviene y, en cambio, Dios sí lo sabe. Por tanto, no cabe otra postura que la de una profunda humildad de quien no se fía de sí mismo ni de su propia inteligencia (Prov 3,5). Es absurdo «pedir cuentas a Dios» (Job 42,1-6). El verdadero creyente se abandona confiadamente a Dios, a su bondad, a su poder, a su sabiduría, aunque no entienda... convencido de que no sabe lo que le conviene pero Dios sí lo sabe.

«El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad». El Espíritu vive en nosotros y está pronto para actuar en nuestro favor. Pero hace falta que le invoquemos. Sin una invocación consciente e intensa del Espíritu Santo no hay verdadera oración cristiana, pues sólo Él nos da el verdadero conocimiento de Cristo y del Padre. Sólo Él puede levantarnos de nuestra debilidad natural, de la oscuridad de nuestro juicio, del egoísmo de nuestros deseos, de lo rastrero de nuestros planes...

«Su intercesión por los santos es según Dios». Puesto que «nadie conoce lo íntimo de Dios sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2,11), sólo su influjo en nosotros nos hace capaces de pedir «según Dios», según sus planes, según su sabiduría. Y lo hace «con gemidos inefables», pues la voluntad de Dios es misteriosa y a nosotros se nos escapa. Por eso, nuestra oración muchísimas veces consistirá en adherirnos a la voluntad de Dios, sea cual sea, y en desearla, aún sin conocerla en sus detalles particulares.

¿Soy cizaña?

Mt 13,24-43

¡En la Iglesia hay cizaña! En el campo de Cristo también brota el mal. Sin embargo, eso no es para rasgarnos las vestiduras. El amo del sembrado lo sabe, pero quiere dejarlo. No hemos de escandalizarnos por los males que vemos en la Iglesia. Eso no es obra de Cristo, sino del Maligno y de los que pertenecen al Maligno aunque parezcan pertenecer a Cristo. Si Cristo lo permite es para que ante el mal reaccionemos con el bien con mucho mayor entusiasmo. Lo que tendremos que preguntarnos y examinar es si no estaremos siendo nosotros cizaña dentro de la Iglesia en lugar de semilla buena que da fruto.

Porque la semilla buena tiene fuerza para crecer y desarrollarse ilimitadamente como el grano de mostaza o la masa que fermenta. ¿Creemos de verdad en la fuerza de la Palabra de Dios y en la eficacia de la gracia de Cristo? Entonces, ¿por qué nuestras comunidades no tienen esta vitalidad que indica la parábola?, ¿por qué no crecen continuamente?, ¿acaso Cristo no es el mismo ayer, hoy y siempre? Entonces, ¿qué es lo que esteriliza la palabra de Cristo?

La parábola de la cizaña nos sitúa también ante el juicio. Es absurdo engañarnos a nosotros mismos y pretender engañar a los demás, porque a Dios no se le engaña. Al final todo se pondrá en claro y la cizaña será arrancada y echada al fuego. ¡Cuántas cosas serían muy distintas en nuestra vida si viviésemos y actuásemos como si hubiéramos de ser juzgados esta misma noche!


Domingo XVII del Tiempo Ordinario

El verdadero tesoro

Mt 13,44-52

Con el evangelio en la mano, no entiendo cómo se puede hablar de que ser cristiano es difícil y costoso. Es verdad que hay que dejar cosas –muchas más de las que dejamos–, es verdad que hay que morir al pecado que todavía reside en nosotros, pero todo esto se hace con facilidad, porque hemos encontrado un Tesoro que vale mucho más sin comparación. Más aún, las renuncias se realizan «con alegría», como el hombre de la parábola, con la alegría de haber encontrado el tesoro, es decir, sin costar, sin esfuerzo, de buen humor y con entusiasmo.

Si todavía vemos el cristianismo como una carga, ¿no será que no hemos encontrado aún el Tesoro? ¿No será que no nos hemos dejado deslumbrar lo suficiente por la Persona de Cristo? ¿No será que le conocemos poco, que le tratamos poco? ¿No será que no oramos bastante? El que ama la salud hace cualquier sacrificio por cuidarla y el que ama a Cristo está dispuesto a cualquier sacrificio por Él. Cristo de suyo es infinitamente atractivo, como para llenar nuestro corazón y hacernos fácil toda renuncia.

El mejor comentario a este evangelio son las palabras de san Pablo: «Todo eso que para mí era ganancia, lo consideré pérdida comparado con Cristo; más aún, todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús mi Señor. Por Él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo» (Fil 3,7-8). El que de verdad ha encontrado a Cristo está dispuesto a perderlo todo por Él, pues todo lo estima basura comparado con la alegría de haber encontrado el verdadero Tesoro.


Domingo XVIII del Tiempo Ordinario

Creer en el Amor

Rom 8,35.37-39

«¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?». San Pablo lanza este grito desafiante desde la atalaya de quien se sabe amado incondicionalmente por Cristo. Nuestra fe es un confianza total y absoluta en el amor de Dios. «Nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16). San Pablo habla por experiencia. Sabe que este amor nunca falla, nunca defrauda. El amor de Cristo es la única seguridad estable y definitiva aunque todo se hunda. Al que ha construido su vida sobre la roca del amor de Cristo ninguna tempestad puede tambalearle (Cfr. Mt 7,25).

«En todo esto vencemos fácilmente por Aquel que nos ha amado». A veces quisiéramos que el Señor eliminase las dificultades. Sin embargo, no suele actuar así. Más bien nos da la fuerza para vencerlas y superarlas apoyados en su amor. Cristo lo había dicho bien claro: «En el mundo tendréis luchas, pero tened valor: Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Y san Pablo lo sabía por experiencia. De ahí su confianza desbordante y su gozo en medio de las pruebas y tribulaciones (2 Cor 7,4). «Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5,4).

«Estoy convencido...» No se trata de una opinión, sino de una certeza absoluta. La certeza de estar afianzados en un amor más fuerte que el mal, más fuerte que la muerte. Un amor que nos precede y nos acompaña, que nunca nos abandona, que nos conduce con su sabiduría y su poder infinitos. No queda lugar para la duda o para el temor, no tienen razón de ser la cobardía ni el desaliento. «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo» (Sal 23,4). «Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no tiembla, si me declaran la guerra me siento tranquilo» (Sal 27,3). «Sólo en Dios descansa mi alma..., sólo Él es mi roca y mi salvación, mi alcázar, no vacilaré (Sal 62,2-3).

Dadles vosotros de comer

Mt 14,13-21

También a nosotros nos dice hoy Jesús: «Dadles vosotros de comer». Con cinco panes y dos peces dio de comer a la multitud. Pero ¿qué hubiera ocurrido si los discípulos se hubieran guardado los cinco panes y los dos peces? Probablemente, Jesús no hubiera hecho el milagro y la multitud se hubiera quedado sin comer.

Lo mismo que a los discípulos, ni a ti ni a mí nos pide Jesús que solucionemos todos los problemas ni que hagamos milagros. Los milagros los hace Él. Pero sí nos pide una cosa: que pongamos a su disposición todo lo que tenemos; poco o mucho, da igual, pero que sea todo lo que tienes. Ante el hambre de pan material y el hambre de la verdad de Cristo que tanta gente padece, ¿vas a negarle a Cristo tus cinco panes y tus dos peces?

Si los discípulos no hubieran entregado a Jesús lo poco que tenían alegando que lo necesitaban para ellos, varios miles se hubieran quedado sin comer y, sobre todo, se hubieran quedado sin conocer el poder de Cristo realizando tal milagro. Si tú le niegas tus panes y tus peces, eres responsable de que Cristo hoy no siga alimentando a la gente y de que muchos no le conozcan al no darle la posibilidad de hacer milagros multiplicando tus pocos panes y peces.


Domingo XIX del Tiempo Ordinario

Echar raíces en Dios

Mt 14,22-33

Son numerosas las ocasiones en que los evangelistas nos repiten que Jesús se retiraba a solas a orar. Un gesto vale más que mil palabras. Con ello nos enseña también a nosotros la necesidad que tenemos de esa oración silenciosa, de ese estar con el Padre a solas, sabiendo que nos ama y nos cuida. Sin una vida profunda de oración, nuestra existencia será como esa barca zarandeada por las olas, alborotada por cualquier dificultad, sin raíces, sin estabilidad.

El que ora de verdad va alimentando su vida de fe, va echando raíces en Dios. La oración le da ojos para conocer a Jesús y descubrirle en todo, incluso en medio de las dificultades, del sufrimiento y de las pruebas: «Verdaderamente eres Hijo de Dios». La falta de oración, en cambio, hace que se sienta a Jesús como un «fantasma», como algo irreal; el que no ora es un hombre de poca fe, duda y hasta acaba perdiendo la fe.

El que trata de manera íntima y familiar con Dios experimenta la seguridad de saberse acompañado, de saberse protegido por un amor que es más fuerte que el dolor y que la muerte. El que no ora se siente solo. El que ora convive con Cristo y experimenta la fuerza de sus palabras: «¡Ánimo! Soy yo, no temáis». Es necesario volver a descubrir entre los cristianos la dicha de la oración. Cristo no quiere siervos, sino amigos que vivan en íntima familiaridad con Él.


Domingo XX del Tiempo Ordinario

Todo es gracia

Mt 15,21-28

Impresiona ante todo de esta mujer cananea su profunda humildad. Pide ayuda a Jesús, pero reconoce que no tiene ningún derecho a esta ayuda. Lo espera todo y sólo de la benevolencia y de la misericordia de Jesús. Todo es gracia. Y no hay otra manera válida de acercarnos a Dios –en la oración, en los sacramentos ...– más que en la disposición del pobre que mendiga esta gracia. No podemos exigir ni reclamar nada de Dios. «Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor esperando su misericordia».

Impresiona también su fe, que produce admiración al mismo Jesús. A pesar de las dificultades que Jesús le pone, con unas palabras muy duras, ella sigue esperando el milagro, sin desanimarse. ¿Tiene mi fe esa misma vitalidad y energía? ¿Tiene esa capacidad de esperar contra toda esperanza? Las dificultades, ¿derrumban mi fe o, por el contrario, la hacen crecer?

Y, finalmente, impresiona el amor a su hija. Conoce la necesidad de su hija –«mi hija tiene un demonio muy malo»– y está dispuesta a no marcharse hasta que consiga el milagro. Insiste sin cansarse. Contrasta con la postura de los discípulos que le piden a Jesús que se lo conceda para quitársela de encima y para que deje de molestar. ¿Cómo es mi amor a los demás? ¿Me importan? ¿Voy hasta el final en la ayuda que puedo darles, incansablemente, a pesar de las dificultades? ¿O cuando los ayudo es para conseguir que me dejen en paz?


Domingo XXI del Tiempo Ordinario

El regalo más grande

Mt 16,13-20

El evangelio de hoy tiene que hacernos experimentar la maravilla de la fe. Con frecuencia, estamos demasiado «acostumbrados» a creer; hemos nacido en una familia cristiana y nos parece lo más natural del mundo. Sin embargo, hemos de admirarnos del regalo de la fe, de que también nosotros podamos decir a Jesús: «Tú eres el Hijo de Dios», pues eso no nos viene de la carne ni de la sangre, sino que nos ha sido revelado por el Padre que está en los cielos. La fe es el regalo más grande que hemos recibido; más grande incluso que la vida, pues la vida sin fe sería absurda y vacía.

Por ello hemos de agradecer al Señor el don de la fe y hemos de sentirnos felices de creer. ¿Siento la dicha de ser creyente, cristiano, católico? ¿O vivo mi fe como un peso, una rutina, una costumbre? ¿Me preocupo de cultivar mi fe y hacerla crecer, de formarme bien como cristiano? Lo mismo que la gente se equivocaba al decir quién era Jesús, también en nuestra mente hay errores, opiniones o ideas equivocadas. ¿Procuro irlas desechando? Y la alegría de creer ¿me lleva a dar testimonio ante los demás, a manifestarme como creyente? ¿ O en cambio me avergüenzo de Cristo?

Pedro sigue estando presente hoy en el Papa, que ha recibido la autoridad de Cristo para atar o desatar. Debe escucharle como padre y pastor, seguir sus enseñanzas. ¿Me apoyo en la firmeza de la roca de Pedro? ¿Estoy contento de ser hijo de la Iglesia?


Domingo XXII del Tiempo Ordinario

Piensas como los hombres

Mt 16,21-27

Cuando Jesús presenta el plan del Padre sobre su propia vida –muchos padecimientos y muerte en cruz–, Pedro se rebela y se pone a increpar a Jesús; se escandaliza de la manera como Dios actúa, y se pone a decir que eso no puede ser. ¿Acaso no es también esta nuestra postura muchas veces cuando la cruz se presenta en nuestra vida?

Pero fijémonos en la respuesta de Jesús a Pedro: «¡Apártate de mi vista, Satanás!». La expresión es tremendamente dura, pues Jesús le llama a Pedro «Satanás». Y ¿por qué? Porque piensa como los hombres y no como Dios. Pues bien, también nosotros tenemos que aprender a ver la cruz –nuestras cruces de cada día: dolores, enfermedades, problemas, dificultades...– como Dios, es decir, con los ojos de la fe. De esa manera no nos rebelaremos contra Dios ni contra sus planes.

Vista la cruz con ojos de fe no es terrible. Primero, porque cruz tiene todo hombre, lo quiera o no, sea cristiano o no. Pero el cristiano la ve de manera distinta, la lleva con paz y serenidad. El cristiano no se «resigna» ante la cruz; al contrario, la toma con decisión, la abraza y la lleva con alegría. El que se ha dejado seducir por el Señor y en su corazón lleva sembrado el amor de Dios no ve la cruz como una maldición. La cruz nos hace ganar la vida, no sólo la futura, sino también la presente, en la medida en que la llevamos con fe y amor.

Ofrenda permanente

Rom 12,1-2

«Os exhorto... a presentar vuestros cuerpos como hostia viva». La vida del cristiano es una ofrenda permanente de la propia existencia a Dios. «Este es vuestro culto razonable». Sin esta ofrenda de la propia vida el culto sería vacío, caeríamos en un mero ritualismo como el que tantas veces atacan los profetas. Cristo se ha ofrecido de verdad. Su ofrenda al Padre ha sido tan real que ha quedado sellada por el sacrificio del Calvario. Vivir la misa, participar en ella, es ofrecerse con Cristo al Padre; realmente, con toda nuestra vida, con todo lo que somos y tenemos. Y hacer que esta ofrenda se mantenga durante todo el día, durante toda la vida.

«No os ajustéis a este mundo». Toda nuestra vida y nuestra conducta ha de estar inspirada por la fe. Pero en el ambiente de la sociedad que nos rodea muchos criterios y muchas conductas no están inspiradas en el evangelio o son positivamente contrarias a él. Por eso no podemos pensar, vivir y actuar «como todo el mundo». El criterio que nos guía no puede ser ni lo que dice la televisión, ni lo que la gente opina, sino siempre y sólo el evangelio.

«Transformáos por la renovación de la mente para que sepáis discernir la voluntad de Dios». Hemos de vivir en conversión continua. Pero no sólo de nuestras obras, sino sobre todo de nuestros criterios. No basta actuar «con buena voluntad». Si nuestra mentalidad y nuestros criterios no son según el evangelio, ciertamente no haremos lo que Dios quiere. Por eso hemos de leer mucho la Palabra de Dios, para impregnarnos de ella. Hemos de leer a los santos, que son los que mejor han entendido y vivido el evangelio. Hemos de ayudarnos unos a otros a «respirar» según los criterios evangélicos. Y hemos de procurar ser coherentes al ponerlos en práctica, sin engañarnos a nosotros mismos (St 1,22).


Domingo XXIII del Tiempo Ordinario

Deuda de amor

Rom 13,8-10

«A nadie le debáis nada, mas que amor». Tenemos para con los demás la «deuda» del amor. Cuando hemos realizado un acto de caridad para con el prójimo, cuando hemos hecho el bien a alguien, quisiéramos que nos lo agradeciera, que todo el mundo nos lo reconociera y que Dios mismo nos lo pagase. Sin embargo, somos deudores de los demás. Les debemos amor. No sólo les debemos lo que cae en el campo de la estricta justicia. Si Cristo nos hubiera tratado en estricta justicia, estaríamos condenados. Sin embargo, nos amó, y no en cualquier grado, sino «hasta el extremo» (Jn 13,1). Igualmente nosotros: cuando nos hayamos entregado hasta el extremo, habremos de exclamar: «somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lc. 17,10).

«El que ama tiene cumplido el resto de la Ley». San Pablo, siguiendo al propio Cristo (Mt 22,34-40), nos recuerda que toda la Ley se resume en el mandamiento del amor. Lo cual no significa que todo lo demás no importe, sino que tenemos que prestar atención a esta fuente de la que todo brota. Por eso san Agustín pudo proclamar: «Ama y haz lo que quieras». El que de verdad ama no hace mal a su prójimo. El que de verdad ama hace el bien siempre y a todos. El que de verdad ama, supera la estricta justicia, cumple los mandamientos y los rebasa. Se trata de cultivar las actitudes profundas del corazón, pues «el árbol bueno da frutos buenos» (Mt 7,17). Si uno está lleno por dentro de caridad, no hay que preocuparse de más: se trata sencillamente de dejar que la caridad rebose hacia fuera. Por el contrario, el que no ama, inútilmente se esforzará en cumplir los mandamientos, pues «el árbol malo da frutos malos» (Mt 7,17).

«Amar es cumplir la Ley entera». Por si quedaba alguna duda, esta frase final subraya que el amor no es un puro sentimiento. El amor a Dios consiste en cumplir su mandamientos (1 Jn 5,3). El amor es delicado, cuidadoso, exigente, hasta en los más mínimos detalles. En cambio, el que no cumple la Ley entera tendrá que reconocer que su amor todavía deja mucho que desear.

Te pediré cuentas

Mt 18,15-20

El evangelio de hoy nos presenta un aspecto que en la mayoría de las comunidades cristianas está sin estrenar. Jesús dice: «Si tu hermano peca, repréndelo». La lógica es muy sencilla: si a cualquier madre le importa su hijo y le duele lo que es malo para su hijo y le reprende porque le quiere y desea que no tenga defectos, con mayor razón al cristiano le debe importar todo hombre, sencillamente por que es su hermano. ¿Me duele cuando alguien peca?

La lectura de Ezequiel es incluso más fuerte en esto : «Si tú no hablas poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, a ti te pediré cuenta de su sangre». Somos responsables de los hermanos. Si viéramos a alguien que va a caer en un precipicio, le gritaríamos una y mil veces. Pues bien, da escalofrío la indiferencia con que vemos alejarse personas de Cristo y de la Iglesia y vivir en el pecado y no les decimos ni palabra. «Si tu hermano peca, repréndelo». «Si no le pones en guardia, te pediré cuenta de su sangre». ¿Me siento responsable? Recordemos que fue Caín el que dijo: «¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?»

Por lo demás, está claro que se trata de reprender por amor y con amor. No con fastidio y rabia o porque a uno le moleste. Es una necesidad del amor. El amor a los hermanos lleva a luchar para que no se destruyan a sí mismos. Tenemos con ellos una deuda de amor que nos impide callar, precisamente para su bien. Todo menos la indiferencia.


Domingo XXIV del Tiempo Ordinario

Somos del Señor

Rom 14,7-9

«Ninguno de nosotros vive para sí mismo». Uno de los males más tristes de nuestro mundo es esa situación de egocentrismo absoluto en que cada uno sólo vive para sí mismo, sólo piensa en sí mismo, está centrado exclusivamente en sus propios intereses. Frente a esto, san Pablo puede gritar con fuerza que entre nosotros los cristianos «ninguno vive para sí mismo». Puesto a liberarnos, Cristo nos arranca ante todo de la cárcel de nuestro egocentrismo, nos despoja de la esclavitud del culto al propio yo. Debemos preguntarnos: de hecho ¿es así en mi caso?

«Si vivimos, vivimos para el Señor». El egocentrismo sólo se rompe en la medida en que vivimos para Cristo. Si la vida vale la pena vivirse es perteneciendo al Señor. Si no vivimos para nosotros mismos es porque «no nos pertenecemos» (1 Cor 6,19). Pertenecemos a Cristo y esta es nuestra identidad. Pertenecer a Cristo es en realidad la única manera de ser verdaderamente libres.

«Si morimos, morimos para el Señor». Cristo ha venido a «liberar a los que por miedo a la muerte pasaban la vida como esclavos» (Hb 2,15). Para un cristiano la muerte no es motivo de temor. Cristo es también señor de la muerte, que será el último enemigo aniquilado (1 Cor 15,26). Para un cristiano la muerte es un acto de entrega al Señor, el acto de la entrega definitiva y total a Cristo. El cristiano muere para Cristo.

«Somos del Señor». Esta es nuestra certeza, nuestra seguridad, nuestro gozo. Este es nuestro punto de referencia. Pertenecemos a Cristo. Esta es nuestra identidad. El que vive como posesión de Cristo tampoco tiene miedo a los hombres, ni al mundo. La pertenencia a Cristo nos libera del servilismo. Es a Él a quien hemos de dar cuentas de nuestra vida.

Contradicción brutal

Mt 18,21-36

Nuestro Dios es el Dios del perdón y la misericordia. Perdona siempre a aquel que se arrepiente de verdad. Y nosotros, como hijos suyos, nos parecemos a Él. «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». No puede ser de otra manera. Por eso Jesús dice que hemos de perdonar «hasta setenta veces siete», es decir, siempre.

La parábola expresa la contradicción brutal en ese hombre a quien le ha sido perdonada una deuda inmensa, pero que no perdona a su compañero una cantidad insignificante, llegando incluso a meterle en la cárcel. Ahí estamos dibujados todos nosotros cada vez que nos negamos a perdonar. En el fondo, las dificultades para perdonar a los demás vienen de no ser conscientes de lo que se nos ha dado y de lo que se nos ha perdonado. El que sabe que le ha sido perdonada la vida es más propenso a perdonar a los demás.

El perdón de Dios es gratuito: basta que uno se arrepienta de verdad. También el nuestro ha de ser gratuito. Pero prestemos atención a la parábola: ¿con qué derecho puede acercarse a solicitar el perdón de Dios quien no está dispuesto a perdonar a su hermano? El que no quiere perdonar al hermano ha dejado de vivir como hijo; el que no está dispuesto a perdonar al otro está cerrado y es incapaz de recibir el perdón de Dios.


Domingo XXV del Tiempo Ordinario

La vida es Cristo

Fil 1,20.24-27

Seguimos de la mano de san Pablo. Dejada la carta a los Romanos, la liturgia nos presentará durante varios domingos textos de la carta a los Filipenses.

«Para mí la vida es Cristo». Hermosa confidencia de san Pablo, que saca a la luz el secreto de su existencia. Su vida es Cristo, de tal manera que sin Él la vida ya no es vida, y más parece muerte que vida. ¿Puedo decir yo lo mismo? ¿Puedo decir de verdad que mi vida es Cristo, de la misma manera que se dice de una persona que su vida son sus negocios o que su vida es el deporte? ¿Realmente mi vida es Cristo?; ¿encuentro en Él mi fuerza, mi alegría, mi descanso...? ¿Soy incapaz de vivir sin Él? ¿O, por el contrario, Él ocupa sólo una partecita de mi vida? ¿Me acuerdo de Él con frecuencia? ¿Todos mis pensamientos, palabras y obras brotan de Él? ¿Los que me conocen barruntan que mi vida es Cristo?

«Deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor». Así han encarado todos los santos la muerte, deseándola. No porque deseasen morir, sino porque deseaban estar con Cristo, para lo cual es necesario pasar por la muerte. Para el verdadero creyente la muerte no es algo temido, sino algo deseado, porque «es una ganancia el morir». Aunque no sepamos con detalle cómo será la vida eterna, sí tenemos una certeza: «Estaremos siempre con el Señor» (1 Tes 4,17), con aquel que ya ahora es nuestra vida y lo será plenamente por toda la eternidad.

«Cristo será glorificado en mi cuerpo, sea por mi vida o por mi muerte». Otro precioso rasgo del alma del apóstol. Aquí se ve que su deseo de morir no es una evasión egoísta ni una huída de este mundo. Está dispuesto a quedarse todo el tiempo que haga falta si el Señor quiere servirse de él para bien de los fieles. Completamente olvidado de sí mismo, Pablo sólo desea una cosa: que Cristo sea glorificado. Ardiendo de amor a Cristo y a los cristianos, le da igual luchar y sufrir que ir a descansar y a gozar de Cristo; sólo desea servir al Señor y a los hermanos.

Otra lógica

Mt 20,1-16

Lo primero que subraya el evangelio de hoy es que Dios rompe nuestros esquemas. Con cuánta frecuencia queremos meter a Dios en nuestra lógica, pero la «lógica» de Dios es distinta. Como dice Isaías: «Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos». Hace falta mucha humildad para intentar sintonizar con Dios en lugar de pretender que Dios sintonice con nuestra mente tan estrecha. El Reino de Dios trastoca muchos valores de los hombres: los que los hombres consideran primeros serán últimos y los que los hombres consideran últimos serán primeros. Sin duda, en el cielo nos llevaremos muchas sorpresas.

Además, Jesús nos enseña la gratuidad: Dios nos lo ha dado todo gratuitamente. ¿Qué tenemos que no hayamos recibido? Pretendemos –como los jornaleros de la parábola– negociar con Dios, con una mentalidad de justicia que no es la del Reino, sino la de este mundo. El que ha sido llamado antes ha de sentirse dichoso por ello y el que ha trabajado más debe dar más gracias, porque el trabajar por Dios y su Reino es ya una gracia inmensa: es Dios mismo el que nos concede poder trabajar.

Nos avisa el evangelio que no hemos de mirar lo que trabajan los demás o lo que reciben, sino trabajar con todo entusiasmo lo que se nos confía en la viña. No trabajamos para nosotros, sino para el Señor y para su Reino. La paga será la gloria, una felicidad inmensa y eterna, totalmente desproporcionada y sobreabundante.


Domingo XXVI del Tiempo Ordinario

Se humilló

Fil 2,1-11

«Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús». San Pablo va siempre a la raíz de las cosas. No se trata de imitar a Cristo «por fuera». Por el bautismo hemos sido «injertados» en Cristo, hemos sido hechos «una misma cosa» con Él (Rom 6,5) y tenemos en nosotros la misma vida de Cristo. Por tanto, ya no se trata de imitar o copiar a Cristo por fuera, sino de dejar que esa vida que llevamos dentro aflore a toda nuestra conducta, de modo que nuestros pensamientos y deseos, sentimientos, palabras y acciones, sean los de Cristo. Se trata de que en nosotros llegue a cumplirse con toda verdad lo que san Pablo dice de sí mismo: «Vivo, pero ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).

«Se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo». Está claro que para vivir las actitudes de Cristo hace falta sobre todo mirarle a Él. Para un cristiano el punto de referencia continuo es Cristo; no el ambiente, ni las modas, ni los líderes humanos, sino Cristo; siempre Cristo y, en la medida en que corresponde, los que siguen e imitan de cerca a Cristo. Por eso, hay que mirar mucho a Cristo en la oración, en la lectura de la Biblia, en los santos... para aprender de Él.

Para aprender sobre todo estas actitudes fundamentales de obediencia, humildad y abajamiento. Por la desobediencia, soberbia y orgullo de Adán nos vinieron todos los males; por la obediencia y humillación de Cristo, todos los bienes (Rom 5,19). ¿De qué lado nos ponemos? Podemos seguir propagando males en la Iglesia y en el mundo. O podemos prolongar la acción redentora y salvífica de Cristo: la condición es que nos revistamos de los sentimientos de Cristo, despojándonos, tomando actitud de esclavo, humillándonos, obedeciendo hasta la muerte...

El peligro de creerse bueno

Mt 21,28-32

Como tantas veces, también hoy Jesús arremete contra los fariseos, contra ese fariseo que hay dentro de cada uno de nosotros, para quienes se proclama el evangelio: «Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios».

Los fariseos no se convirtieron ante la predicación de Jesús porque se creían buenos, porque «cumplían» con la Ley; por eso no necesitaban de Jesucristo. También es ese nuestro peligro: creernos buenos, sentirnos satisfechos de nosotros mismos, cuando la realidad es que estamos muy lejos de ser lo que Dios quiere que seamos. Hemos de huir como de la peste de pensar que ya hemos hecho bastante. El amor de Dios y de los hermanos no conoce límites y el que ha entrado por los caminos del Reino reconoce que tiene un horizonte inmenso por recorrer, tan amplio como la inmensidad de Dios.

Lo que Jesús alaba en los publicanos y prostitutas no es su pecado, sino que han sabido reconocer su pecado y cambiar para entregarse del todo a Dios. En cambio, el fariseo al creerse bueno, se queda encerrado en su mezquindad sin recibir a Cristo. Todos tenemos el peligro de quedarnos en las buenas palabras –como el segundo hijo de la parábola–, sin entregarnos en realidad al amor del Padre y a su voluntad y rechazando en el fondo a Cristo.


Domingo XXVII del Tiempo Ordinario

Imitadores de Cristo

Fil 4,6-9

«En toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios». El pecado rompe la relación y el diálogo familiar con Dios. Adán y Eva, creados para este trato y para esta intimidad con Dios, huyen de Él cuando han pecado (Gén 3,8); más aún, se produce –como consecuencia del pecado– un distanciamiento y una imposibilidad de diálogo con Dios (Gén 3,23-24). Por el contrario, en la medida en que somos arrancados del dominio del pecado, surge de nuevo la posibilidad y el deseo del diálogo con Dios en la oración. Una oración de súplica y petición, porque somos criaturas indigentes y necesitadas. Una oración de acción de gracias, porque «todo don perfecto viene de arriba» (St 1,17). Una oración «en toda ocasión», pues no debe reducirse a algunos tiempos y lugares, sino que el diálogo con Dios tiende a impregnarlo todo.

«Todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable... tenedlo en cuenta». El cristiano no es alguien retraído frente a los valores que descubre en el mundo. Por el contrario, si alguien sabe apreciarlos de verdad es él, pues reconoce que todo lo bueno, todo lo verdadero, todo lo bello, todo lo realmente valioso, procede del Creador. Es cierto que no debe ser ingenuo, sino practicar un sano discernimiento: «Examinadlo todo y quedáos con lo bueno» (1 Tes 5,21). Pero tampoco debe cerrarse por principio, despreciando la creación buena de Dios. Debe «tener en cuenta» todo lo bueno para juzgar con sabiduría sobrenatural y elegir lo que es voluntad de Dios.

«Lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis y visteis en mí, ponedlo por obra». A primera vista parecería arrogante esta indicación de san Pablo. Sin embargo, él es perfecto maestro y perfecto modelo, porque es perfecto discípulo y perfecto aprendiz: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11,1). Su autoridad le viene de su sumisión a Cristo.

¿Qué más pude hacer por ti?

Mt 21,33-42

El acento de la parábola –sobre todo a la luz de la canción de la viña que leemos en la primera lectura– está puesto en el amor de Dios por su viña: la cavó, le quitó las piedras, la planta de cepa exquisita, la rodeo de una cerca... Todas ellas son expresiones que indican el cuidado delicado y amoroso que Dios ha tenido para con su pueblo y para con cada uno de nosotros. Para darnos cuenta de ello hace falta pararnos a contemplar la historia de la salvación entera y la historia de la vida de cada uno: cómo Dios se ha volcado incluso con mimo de manera sobreabundante. De ahí el grito dolido del corazón de Dios: «¿Qué más pude hacer por mi viña que no haya hecho?»

Ante tanto cuidado y tanto amor se entiende mejor la gravedad de esa falta de respuesta. Dios ha «arrendado» la viña, la ha puesto en nuestras manos haciendo alianza con nosotros. Y he aquí lo absurdo del pecado: esa viña tan cuidada por parte de Dios no da el fruto que le correspondía.

Pero lo peor, lo que es realmente monstruoso, es que los viñadores se toman la viña por suya, despreciando al dueño. Esto es lo que ocurre en todo pecado: en vez de vivir como hijo, recibiendo todo de Dios, en dependencia de Él, el que peca se siente dueño, disponiendo de los dones de Dios a su antojo, hasta el punto de ponerse a sí mismo en lugar de Dios. He aquí la atrocidad de todo pecado. Por eso también a nosotros se dirige la amenaza de Jesús de quitarnos la viña y entregarla a otros que den fruto.


Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario

Dar con generosidad

Fil 4,12-14.19-20

«Todo lo puedo en Aquel que me conforta». Admirable grito de confianza de Pablo. Y tanto más admirable en cuanto que no tiene nada de ingenuidad infantil. El contexto nos lo dice: es una confianza en medio de la pobreza, del hambre y de la privación. Porque es ahí sobre todo donde se manifiesta la confianza. Mientras todo va bien y hay abundancia de medios y de ayudas, es fácil confiar en Dios. La confianza se prueba sobre todo en medio de las dificultades, de las carencias y de todo tipo de problemas. Es entonces, cuando no hay ningún otro apoyo o agarradero, cuando se puede decir con plena verdad: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta», «sé de quién me he fiado» (2 Tim 1,12).

«En todo caso, hicísteis bien en compartir mi tribulación». San Pablo agradece los donativos recibidos. Pero no tanto por el favor que le hacen a él –que ha aprendido a vivir en pobreza y está preparado para todo–, sino por el favor que se hacen a sí mismos. En efecto dice en el versículo 17: «No es que yo busque el don; lo que busco es que los intereses se acumulen en vuestra cuenta». San Pablo no instrumentaliza a nadie. En su caridad y desinterés, se alegra, más que por la ayuda recibida, porque descubre el amor y la generosidad que hay en el corazón de los filipenses. Efectivamente, el dar a los demás es una inmensa gracia que Dios concede (2 Cor 8,1-5).

«Mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia». Desde luego que Dios no es tacaño. El que hace el bien y da a los demás es porque confía en Dios. Y Dios no permitirá que falte lo necesario al que da con generosidad y confianza, pues proveerá a sus necesidades materiales y aumentará en él los frutos espirituales de una vida santa (2 Cor 9,8-10); por el contrario, «el que siembra tacañamente, tacañamente cosechará» (2 Cor 9,6).

La gravedad de la repulsa

Mt 22, 1-14

La parábola de hoy –lo mismo que las de los dos domingos anteriores– subraya la gravedad de la repulsa de Jesús. Más aún que en la parábola de los viñadores homicidas, se subraya la ternura de Dios. Él es el Rey que invita a los hombres a las bodas de su Hijo. Jesús aparece como el Esposo que va a desposarse con la humanidad y todo hombre –se llama a todos los que se encuentren en los cruces de los caminos– es invitado a este festín nupcial, a esta intimidad gozosa.

Las fuertes expresiones de la parábola –el rey que monta en cólera, manda sus tropas y destruye la ciudad– indican las tremendas consecuencias del rechazo de Cristo. Nosotros, que somos tan sensibles a las relaciones sociales humanas, ¿nos damos cuenta de verdad de lo que significa rechazar las invitaciones de Dios? El hecho de que a Dios no le veamos con los ojos o de que Él no «proteste» cuando le decimos «no», no quiere decir que el rechazo de sus invitaciones no sea un desprecio bochornoso. Las excusas –el campo, los negocios...– no son más que excusas y en realidad significan no querer responder.

También puede parecernos dura la última parte de la parábola –el invitado que es arrojado fuera porque no lleva vestido de bodas–. Dios invita a todos, no hace distinciones, la entrada en la Iglesia es gratuita, pero no hemos de olvidar que se trata de la Iglesia del Rey. El vestido de bodas, es decir, una vida según el evangelio, es necesario. La gracia es exigente. Con Dios no se juega y no podemos juntar a Cristo y a Satanás.


Domingo XXIX del Tiempo Ordinario

El milagro de la Gracia

1Tes 1,1-5

Después de la carta a los filipenses, la Iglesia nos presenta durante los próximos domingos la primera carta a los tesalonicenses, que es el primer escrito de san Pablo y de todo el Nuevo Testamento. Asistimos en ella a los primeros pasos de la comunidad cristiana de Tesalónica.

«Siempre damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones». Como en las demás cartas, la oración empapa las palabras de san Pablo. Ha asistido al milagro de la gracia que supone la conversión de un buen número de paganos. La Iglesia ha echado raíces en Tesalónica. Más aún, se mantienen fieles en medio de dificultades y persecuciones. Y el alma de Pablo desborda de gratitud a Dios. Sabe que es un milagro de la gracia. Pero un milagro que ha de mantenerse cada día. Y por eso sigue pidiendo, en la certeza de que Dios quiere continuar el milagro de la gracia. ¿Cómo no vivir nosotros la misma admiración y la misma gratitud por la acción de Dios? ¿Cómo no implorar cada día humilde y confiadamente, el milagro de la gracia, la única que puede mover y cambiar los corazones?

«Recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza». Motivo especial de gratitud es que el don de Dios no ha quedado vacío. La fe recibida por los tesalonicenses se ha traducido en obras, su amor se ha prolongado en entrega esforzada por el Señor y por los hermanos, su esperanza se ha manifestado en la tenacidad y el aguante. ¿Y en nosotros?

«Cuando se proclamó el evangelio entre vosotros no hubo sólo palabras, sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda». Aquí está el secreto: no son las simples palabras las que convierten, por bien dichas que estén, sino la acción potente del Espíritu Santo en el interior de cada hombre. Y esta acción ha de ser suplicada en la oración y testimoniada con fuerza mediante la convicción y el entusiasmo.

A Dios lo que es de Dios

Mt 22, 15-21

Este episodio del evangelio nos pone de relieve en primer lugar la admirable sabiduría de Jesús. Como en otras ocasiones, intentan meterle en un callejón sin salida: o dice que hay que pagar y entonces se gana la antipatía de los judíos que no podían soportar la opresión de los romanos; o dice que no hay que pagar y entonces se gana las iras de los romanos que le verán como un revolucionario. Pero Jesús sale de este dilema remontándose a un nivel superior.

No sólo escapa de la trampa, sino que además les hace ver a sus interlocutores su mala voluntad. «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»; la moneda lleva la imagen del emperador y por eso le pertenece a él; pues bien, el hombre es imagen de Dios y por eso le pertenece a Dios, que es su Creador, su Dueño y Señor. Es como decir: vosotros pertenecéis a Dios; obedecedle, someteos a Él y a su voluntad.

Este evangelio no lleva a posturas revolucionarias. Jesús afirma claramente: «Dad al César lo que es del César», pues toda autoridad humana viene de Dios. Pero a la vez relativiza los poderes humanos: «Dad a Dios lo que es de Dios». Si la autoridad humana obedece a Dios es instrumento de Dios, pero si desobedece a Dios y pretende ponerse en el lugar de Dios, entonces hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.


Domingo XXX del Tiempo Ordinario

Entusiasmados por Cristo

1Tes 1,5-10

El texto de la segunda lectura de hoy es continuación del proclamado el domingo pasado.

«Acogisteis la Palabra entre tanta lucha con la alegría del Espíritu Santo». He aquí el milagro de la gracia que subrayábamos el día anterior. La fuerza del Espíritu Santo se manifestó en que acogieron la Palabra llenos de alegría a pesar de las contradicciones y persecuciones. Algo humanamente inexplicable y que testimonia la acción de Dios: sin ventajas humanas, dispuestos a perderlo todo, aceptan a Cristo sin condiciones. Y es que nuestra fe no es firme mientras no ha sido probada, mientras no hemos sufrido por Cristo y por el evangelio (cfr. Mt 13,20-21).

«Así llegasteis a ser un modelo para todos los creyentes...» Una comunidad no es ejemplo por lo que dice, ni siquiera por lo que hace, sino por lo que es y por lo que vive. La conversión de los tesalonicenses –todavía unos pocos centenares cuando escribe san Pablo– ha sido tan significativa que ha hecho que el evangelio se extienda por los alrededores: «Vuestra fe en Dios había corrido de boca en boca, de modo que nosotros no teníamos necesidad de explicar nada». Es el milagro de la gracia, no el esfuerzo o los medios humanos. Un puñado de hombres transformados por Cristo, entusiasmados y locos por Él, gozosos de sufrir por Él: ese es el signo necesario para que el evangelio prenda en muchos corazones y se propague por todas partes. El evangelio es una vida y sólo se difunde viviéndolo.

«Abandonando los ídolos, os volvisteis a Dios...» Los últimos versículos resumen el milagro realizado en esta comunidad: Dar la espalda a los ídolos y volverse a Dios para dedicarse a servirle. La vida de unos cristianos que viven entregados al Señor, con gozo y sin complejos, es atrayente y contagiosa frente a un mundo que apenas ofrece valores que valgan la pena. Servir a Dios... y «vivir aguardando la vuelta de su Hijo Jesús»: también la «dichosa esperanza» del encuentro pleno con Cristo es en el fondo atractiva para un mundo que no espera nada.

Amar con totalidad

Mt 22, 34-40

Hermosa ocasión para ver si realmente estamos en el buen camino. Porque este doble mandamiento es el principal: no sólo el más importante, sino el que está en la base de todo lo demás. El que lo cumple, también cumple –o acaba cumpliendo– el resto, pues todo brota del amor a Dios y del amor al prójimo como de su fuente (Rom 13,8-10). Pero el que no vive esto, no ha hecho nada, aunque sea perfectamente cumplidor de los detalles –es el drama de los fariseos, «sepulcros blanqueados»–.

El amor a Dios está marcado por la totalidad. Siendo Dios el Único y el Absoluto, no se le puede amar más que con toda la persona. El hombre entero, con todas sus capacidades, con todo su tiempo, con todos sus bienes... ha de emplearse en este amor a Dios. No se trata de darle a Dios algo de lo nuestro de vez en cuando. Como todo es suyo, hay que darle todo y siempre. Pero ¡atención! El amor a Dios no es un simple sentimiento: «En esto consiste el amor a Dios, en que guardemos sus mandamientos» (1 Jn 5,3). Amar a Dios es hacer su voluntad en cada instante.

Y el segundo es «semejante» a este. El punto de referencia es «como a mí mismo» ¿Cómo me amo a mí mismo? Por des-gracia, el contraste entre las atenciones para con el prójimo y para con uno mismo suele ser brutal. Porque amar al prójimo no es sólo no hacerle mal, sino hacerle todo el bien posible, como el buen samaritano (Lc 10,29-37). Y amar al prójimo como a uno mismo es todavía un mandamiento del Antiguo Testamento (Lev 19,18); Cristo va más allá: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34), es decir, «hasta el extremo» (Jn 13,1).


Domingo XXXI del Tiempo Ordinario

Recibir y dar la Palabra

1Tes 2,7-9.13

«Al recibir la Palabra de Dios que os predicamos la acogisteis no como palabra de hombre...» El que acoge la Palabra de Dios con fe es transformado por ella. Pues esta Palabra «permanece operante», es enérgica y activa, es «viva y eficaz» (Hb 4,12). Pero sólo si se recibe con fe. La razón del poco fruto que esta palabra –tantas veces escuchada– produce de hecho es la falta de fe, que se refleja en falta de interés, en rutina, en falta de docilidad, en quedarse en los hombres, en no recibirla con actitud de conversión, con auténtico deseo de dejarse cambiar por ella... Si la predicación del evangelio produjo tales maravillas entre los tesalonicenses, ¿por qué no puede producirlas en nosotros? Basta que la recibamos con las mismas disposiciones que ellos.

«Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas». Además de acoger la Palabra de Dios estamos llamados también –todos– a transmitirla a otros. Este es el mayor acto de caridad que podemos realizar pues lo más grande que podemos dar es el evangelio de Jesucristo, la Buena Noticia de que todo hombre es infinitamente amado por Dios y de que este amor lo ha manifestado entregando a su Hijo por él y por la salvación del mundo entero (Jn 3,16).

Pero es preciso subrayar que esta increíble noticia del amor personal de Dios a cada uno, sólo puede ser hecha creíble si el que transmite el evangelio está lleno de amor hacia aquel a quien se lo transmite. El evangelio no se comunica a base de argumentos. Para que cada hombre pueda entender que «Cristo me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20), es necesario que el que le hable de Cristo le ame de tal modo que esté dispuesto a dar la vida por él. Y con un amor concreto y personal, lleno de ternura y delicadeza, «como una madre cuida de sus hijos»; un amor que a san Pablo le llevó a «esfuerzos y fatigas», incluso a trabajar «día y noche para no ser gravoso a nadie»...

Vivir en la mentira

Mt 23, 1-12

Las palabras de Jesús nos dan pie para examinar qué hay de fariseo dentro de nosotros mismos. En primer lugar, el Señor condena a los fariseos porque «no hacen lo que dicen». También nosotros podemos caer en el engaño de hablar muy bien, de tener muy buenas palabras, pero no buscar y desear vivir aquello que decimos. Sin embargo, sólo agrada a Dios «el que hace la voluntad del Padre celestial», pues sólo ese tal «entrará en el Reino de los cielos» (Mt 7,21).

En segundo lugar, Jesús les reprocha que «todo lo que hacen es para que los vea la gente». ¡Qué demoledor es este deseo de quedar bien a los ojos de los hombres! Incluso las mejores obras pueden quedar totalmente contaminadas por este deseo egoísta que lo estropea todo. Por eso san Pablo exclamará: «Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo» (Gal 1,10). El cristiano solo busca «agradar a Dios» (1 Tes 4,1) en toda su conducta; le basta saber que «el Padre que ve lo secreto le recompensará» (Mt 6,4).

Y, finalmente, Jesús les echa en cara que buscan los honores humanos, las reverencias de los hombres, la gloria mundana. También a nosotros fácilmente se nos cuela esa búsqueda de gloria que en realidad es sólo vanagloria, es decir, gloria vana, vacía. Los honores que los hombres consideran valiosos el cristiano los estima como basura (Fil 3,8), pues espera la verdadera gloria, la que viene de Dios, «que nos ha llamada a su Reino y gloria» (1 Tes 2,12). En cambio, buscar la gloria que viene de los hombres es un grave estorbo para la fe (Jn 6,44).


Domingo XXXII del Tiempo Ordinario

Morir en el Señor

1Tes 4,12-17

«No os aflijáis como los hombres sin esperanza». Hay un dolor por la muerte de los seres queridos que es natural y totalmente normal. Pero hay una tristeza que no tiene nada de cristiana y que sólo refleja una falta de fe y de esperanza. El verdadero cristiano puede sentir pena en su sensibilidad, pero en el fondo de su alma está lleno de confianza, porque Cristo ha resucitado y los muertos resucitarán (1 Cor 15,20-21). Más aún, puede sentir una profunda alegría, porque sabe que el «muerto» no está en realidad muerto, sino «dormido» (Lc 8,52), esperando ser despertado por Cristo, y que mientras tanto ya «está con el Señor», gozando de su presencia, de su vida y de su felicidad.

«A los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con Él». En esto se juega todo: en «morir en Jesús». La verdadera tristeza no consiste en el hecho de morir, sino en morir fuera de Jesús, porque esa sí que es verdadera muerte, la «muerte segunda» (Ap 20,6), la muerte definitiva en los horrores del infierno por toda la eternidad. En cambio, el que muere en Jesús no puede perderse, pues Jesús no abandona a los suyos, sino que como Buen Pastor los conduce a «verdes praderas» para hacerlos descansar (Sal 23,2). El que muere en Jesús no pierde ni siquiera su cuerpo. El que no muere en Jesús lo pierde todo, «se pierde a sí mismo» (Lc 9,25).

«Y así estaremos siempre con el Señor». Eso es el cielo: no un lugar, sino una persona. Es estar por toda la eternidad en compañía de Aquel «que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados» (Ap 1,5), «que nos ha amado y nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza dichosa» (2 Tes 2,16). Empezaremos a entender –y a desear– el cielo en la medida en que ya en este mundo vayamos conociendo y tratando a Cristo, en la medida en que vayamos calando «la anchura y la longitud, la altura y la profundidad» del «amor de Cristo, que excede a todo conocimiento» (Ef 3,18-19).

Esperando al Esposo

Mt 25,1-13

En estas últimas semanas del año litúrgico la Iglesia quiere fijar nuestra mirada en la venida de Cristo al final de los tiempos. En esta venida aparecerá como Rey y como Juez (evangelio de los dos próximos domingos); pero hoy se nos presenta como venida del Esposo.

El título de Esposo, que se aplica a Yahvé en el Antiguo Testamento (por ejemplo Os 2,18), Jesús lo toma para sí (por ejemplo Mt 9,15; Jn 3,29). Sin entrar en mayores explicaciones, este título subraya sobre todo la relación de profunda intimidad que Cristo establece con la Iglesia, su Esposa, y en ella con cada hombre.

El cristiano –según esta parábola– es el que está esperando a Cristo Esposo con un gran deseo que brota del amor. Por tanto, es una espera amorosa. Y no es una espera de estar con los brazos cruzados: el que espera de verdad prepara la lámpara, sale al encuentro... Precisamente, la parábola pone el acento en esta atención vigilante a Cristo que viene, para estar preparado, con vestido de bodas (Mt 22,11-14). Lejos de temer esta venida, el cristiano la desea, como la esposa desea la vuelta del marido que marchó de viaje. El cristiano no se entristece por la muerte «como los hombres sin esperanza» (1 Tes 4,13). La muerte es sólo un «dormir» y el cristiano tiene la certeza de que será despertado y experimentará la dicha de «estar siempre con el Señor» (1 Tes 4,17). Por eso, en lugar de vivir de espaldas a la muerte, el verdadero creyente vive «aguardando la vuelta de Jesús desde el cielo» (1Tes 1,10).


Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario

Vivir en la Luz

1Tes 5,1-6

«Sabéis perfectamente que el Día del Señor llegará como un ladrón en la noche». Si el Señor nos avisa que en cualquier momento puede venir a buscarnos, cuando de hecho venga no podemos decir que nos coge por sorpresa. En realidad no existe muerte repentina o inesperada. Si realmente «vivimos aguardando la vuelta de su Hijo Jesús desde el cielo» (1 Tes 1,10), ese Día no nos sorprende «como un ladrón». Al contrario, le recibiremos como recibimos a alguien largamente esperado y amorosamente deseado.

«Así pues, no durmamos..., sino estemos vigilantes y vivamos sobriamente». Es la postura de una sana vigilancia, tantas veces recomendada por el Nuevo Testamento y tan practicada por los cristianos de todas las épocas. Los santos, por ejemplo, han meditado con mucha frecuencia en la muerte. No se trata de una postura macabra, sino profundamente realista. En efecto, el que sabe que su vida es como hierba «que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca» (Sal 89,6), y que ha de rendir cuentas a Dios por lo que realice en este mundo (2 Cor 5,10), ese es verdaderamente sensato, se da cuenta, es consciente del momento que vive (1 Cor 7,29). En cambio, el que se olvida de la muerte y vive de espaldas a ella es absolutamente insensato: «cuando están diciendo: Paz y seguridad, entonces, de improviso, les sobrevendrá la ruina... y no podrán escapar».

«Pero vosotros, hermanos... sois hijos de la luz e hijos del día». Ahí está el secreto y la forma de esta vigilancia. No se trata de estar esperando con miedo, como quien se teme algo horrible. Se trata de vivir en luz, es decir, unido al Señor, en su presencia, sometido a su influjo, en la obediencia a su voluntad. El que así vive en la luz pasará con gozo y sin sobresalto a la luz en plenitud. Sólo el que vive en tinieblas es sorprendido, denunciado y desbaratado completamente por la luz.

Ajustar cuentas con Dios

Mt 25,14-30

Si ya la parábola de las diez vírgenes subrayaba la necesidad de estar preparados para el encuentro con el Señor, con las lámpara a punto, la parábola de los talentos acentúa el hecho de que a su vuelta el Señor «ajustará cuentas» con cada uno de sus siervos.

Lo que menos importa en la parábola es que uno haya recibido más o menos talentos: Dios da a cada uno según quiere y al fin y al cabo todo lo que tenemos es recibido de Él (1 Cor 4,7). De lo que se trata es de que hagamos fructificar los talentos recibidos, pues de eso hemos de dar cuentas a Dios. Lo que en todo caso es rechazable es el limitarse a guardar el talento. El que esconde su talento en tierra es condenado porque no ha producido el fruto que tenía que producir. El que se limita a no hacer mal, en realidad está haciendo mal, pues no realiza el bien que tenía que realizar.

Es posible que en otras épocas se haya insistido desproporcionadamente o desenfocadamente en el juicio de Dios; en la nuestra me parece que lo tenemos demasiado olvidado. El Dios Juez no se contrapone al Dios Amor: son dos aspectos del misterio de Dios que debemos aceptar como es, sin reducirlo a nuestros esquemas seleccionando los textos evangélicos a nuestro capricho. Dios no es un Dios bonachón que pasa de todo; Dios toma en serio al hombre y por eso le pide cuentas de su vida. Somos responsables ante Dios de todo lo que hagamos y digamos y de todo lo que dejemos de hacer y de decir. No se trata de tener miedo a Dios, pero sí de «trabajar con temor y temblor por nuestra salvación» (Fil 2,12). El pensar en el juicio de Dios da seriedad a nuestra vida.


Jesucristo Rey del universo

Rey, pastor y juez

Ez 34,11-12.15-17; 1Cor 14,20-26a.28; Mt 25, 31-46

«Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies». Esta fiesta de hoy nos sitúa ante un aspecto central de nuestra fe: Cristo es Rey del universo, es Señor de todo. Este es el plan de Dios: someter todo bajo sus pies, bajo su dominio. Así lo confesaron y proclamaron los apóstoles desde el día mismo de Pentecostés: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (He 2,36). Toda la realidad ha de ser sometida a este poder salvífico de Cristo el Señor. Su influjo poderoso va destruyendo el mal, el pecado, la muerte... hasta que sean sometidos todos sus enemigos... que son también del hombre.

«Yo mismo apacentaré mis ovejas». Todas las imágenes humanas aplicadas a Cristo se quedan cortas. Por eso, la imagen del Rey es matizada en la primera lectura con la del pastor. Cristo reina pastoreando a todos y cada uno, cuidando con delicadeza y amor de cada hombre, más aún, buscando al perdido, sanando al pecador, haciendo volver al descarriado... Su dominio, su realeza, su señorío van dirigidos exclusivamente a la salvación y al bien del hombre. Y además este dominio y señorío no son al modo de los reyes humanos: es un influjo en el corazón del hombre, que ha de ser aceptado libremente. Él es Señor, pero cada uno debe reconocerle como Señor, como su Señor (Rom 10,9; 1 Cor 12,3; Fil 2,10-11), dejándose gobernar por Él. Él apacienta, pero cada uno debe dejarse guiar y apacentar: «El Señor es mi pastor» (Salmo responsorial).

Finalmente, el evangelio subraya otro aspecto de esta realeza de Cristo: Si ahora ejercita su señorío salvando, al final lo ejercitará juzgando. Y juzgando acerca de la caridad. Por tanto, si no queremos al final ser rechazados «al castigo eterno», es preciso acoger ahora sin límites ni condiciones este señorío y esta realeza de Cristo. Si nos sometemos ahora a Él y le dejamos infundir en nosotros su amor a todos los necesitados, tendremos garantía de estar también al final bajo su dominio e ir con Él «a la vida eterna».

Juzgados en el amor

Mt 25,31-46

En continuidad con el evangelio del domingo pasado, Jesucristo es presentado hoy como Rey que viene a juzgar a «todas las naciones». En esta venida de Cristo al final de la historia habrá un «discernimiento» –separará a los unos de los otros– Ese será un juicio perfectamente justo y definitivo. Ese juicio de Dios quita importancia a los juicios que los hombres hagan de nosotros. El verdadero creyente sabe que no es mejor ni peor porque los hombres le tengan por tal; lo que de verdad somos es lo que somos a los ojos de Dios. En un mundo en que tantas veces triunfa la injusticia y la incomprensión, consuela saber que todo se pondrá en claro y para siempre y cada uno recibirá su merecido.

Pero Cristo no es sólo el Juez; es también el centro y el punto de referencia por el que se juzga: «a mí me lo hicisteis»; «conmigo dejasteis de hacerlo». Él ha de ser siempre el fin de todas nuestras acciones. Por lo demás, ¡qué fácil amar a cada persona cuando en ella se ve a Cristo!

Este evangelio insiste en otro aspecto que ya aparecía en la parábola de los talentos. El siervo era condenado por guardar su talento sin hacerlo fructificar. A los que son condenados no se les imputan asesinatos, robos..., sino omisiones: no me distéis de comer, no me vestisteis... Se les condena porque han «dejado de hacer». No se trata sólo de no matar al hermano, sino de ayudarle a vivir dando la vida por él (1 Jn 3,16). El que no da a su hermano lo que necesita, en realidad le mata (1 Jn 3,15-17). El texto nos hace entender la enorme gravedad de todo pecado de omisión, que realmente mata, pues deja de producir la vida que debía producir y que el hermano necesitaba para vivir.