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Tiempo Pascual

Domingo II de Pascua

Continúa actuando

Hch 2,42-47; Sal 117; 1Pe 1,3-9

«Vivían todos unidos». En medio de la alegría pascual la liturgia proyecta nuestra mirada a la primera comunidad cristiana. «Todo el mundo estaba impresionado...» «Tenían todo en común». «Día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando». La Iglesia es fruto de la Pascua. La comunidad cristiana es posible porque Cristo ha resucitado. Toda esa belleza tan atrayente brota de la victoria de Cristo sobre el pecado. La Iglesia no es nada sin la presencia y la fuerza del Resucitado. Pero este tampoco se hace visible sin hombres y mujeres que se dejen transformar por su poder.

«Este es el día en que actuó el Señor». No sólo actuó en el pasado. Este es el día en que el Señor continúa actuando. Estamos en el día de la resurrección, en el tiempo en que Cristo, a quien «ha sido dado todo poder», desea seguir mostrando sus maravillas. El tiempo de Pascua es el tiempo por excelencia de las obras grandes del Resucitado. Si lo creemos y lo deseamos, si nos ponemos a acogerlo, seguiremos experimentando que «es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente».

«Nos ha hecho nacer de nuevo». Por la resurrección de Cristo somos ya criaturas nuevas. La vida del Resucitado nos inunda ya ahora. Hemos nacido de nuevo. Y, sin embargo, lo mejor está por llegar. Hay «una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo». ¿Hay acaso motivo para la tristeza, la desilusión o el desencanto?


Domingo III de Pascua

Camina con nosotros

Lc 24,13-45

«Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo...». Después del grito exultante del día de Pascua, la Iglesia nos regala cincuenta días para «reconocer» serena y pausadamente al Resucitado, que camina con nosotros. Esa es nuestra tarea de toda la vida. El Cristo en quien creemos, el único que existe actualmente, es el Resucitado, el Viviente, el Señor glorioso. Él está siempre con nosotros, camina con nosotros. Y nuestra tragedia consiste en no ser capaces de reconocerle. Pidamos ansiosamente que en este tiempo de Pascua aumente nuestra fe para saber descubrir espontáneamente a Cristo siempre y en todo.

«Les explicó lo que había sobre Él en todas las Escrituras». Es lo primero que hace Cristo Resucitado: iluminar a sus discípulos el sentido de las Escrituras, oculto a sus mentes. También a nosotros nos quiere explicar las Escrituras. Leer y entender la Biblia no es sólo ni principalmente tarea y esfuerzo nuestro. Se trata de pedir a Cristo Resucitado, vivo y presente, que nos ilumine para poder entender. ¡Cuánto más provecho sacaríamos de la lectura de la Palabra de Dios si nos pusiéramos a escuchar a Cristo y le dejásemos que nos explicase las Escrituras!

«Le reconocieron en la fracción del pan». Además de las Escrituras, Cristo Resucitado se nos da a conocer en la Eucaristía. El tiempo de Pascua es especialmente propicio para una experiencia gozosa y abundante, sosegada, de Cristo Resucitado, que sale a nuestro encuentro principalmente en su presencia eucarística. Se ha quedado para nosotros, para cada uno. Ahí nos espera para una intimidad inimaginable. Para contagiarnos su amor, para que también nuestro corazón se caldee y arda, como el de los de Emaús. Para que tengamos experiencia viva de Él «en persona», de Cristo vivo. Para que también nosotros podamos gritar con certeza : «¡Es verdad! ¡Ha resucitado el Señor!».


Domingo IV de Pascua

Mi buen Pastor

Hch 2,14.36-41; 1Pe 2,20-25; Jn 10,1-10

«El Señor es mi pastor». Cristo es el Buen Pastor. Pero lo es de cada uno. La relación con Cristo es personalísima. Y el tiempo pascual ha de afianzar esta relación. Ha de afianzar la certeza y la experiencia de que «el Señor es mi pastor». Esta es la única seguridad, incluso en medio de las oscuridades: «Nada temo, porque tú vas conmigo». ¿Cómo vivo mi relación con Cristo? ¿Mi fe se traduce en confianza? ¿Experimento el gozo de saberme cuidado?

«Andabais descarriados... pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras vidas». La Pascua es la celebración gozosa de haber sido encontrados por Cristo. Perdidos como estábamos, Cristo ha salido a buscarnos por los caminos del mundo y en esa búsqueda se ha dejado la piel: «Sus heridas os han curado». En su búsqueda de nosotros nos ha amado «hasta el extremo» (Jn 13,1). De ahí que también nosotros debamos imitar su ejemplo y seguir sus huellas, estando dispuestos a dejar nuestra piel por buscar a los hombres que permanecen descarriados y perdidos.

«Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará». Cristo es la puerta. Él es el único mediador. «No se nos ha dado otro nombre en quien podamos salvarnos» (He 4, 12). Es a través de esta humanidad de Cristo como llegamos al Padre y recibimos el Espíritu. La humanidad que fue traspasada en la cruz y que ahora permanece eternamente glorificada como la única puerta de salvación. Sólo a través de ella recibimos vida, y vida abundante. De ahí la llamada a convertirnos y a acoger plenamente a Cristo en nuestra vida.


Domingo V de Pascua

Experiencia del Resucitado

Hch 6,1-7; 1Pe 2,4-9; Jn 14,1-12

La segunda lectura nos recuerda que los cristianos somos un pueblo que Dios ha elegido «para proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa». La Iglesia no vive de recuerdos. A Cristo no le conocemos sólo por lo que hizo, sino sobre todo por lo que hace. Cada generación cristiana y cada cristiano están llamados a experimentar en primera persona la presencia, la vida y la fuerza del Resucitado.

No se trata de recuerdos pasados, sino de realidad presente. Lo mismo que los israelitas experimentaron «en propia carne» la liberación de la esclavitud de Egipto, lo mismo que los apóstoles «comieron y bebieron» con el Resucitado, así nosotros conocemos a Cristo por esas hazañas que realiza al sacarnos de las tinieblas de la muerte y del pecado. Cristiano es el que conoce a Cristo por experiencia, porque experimenta «la fuerza de su resurrección y la comunión en sus padecimientos» (Fil 3,10), porque es tocado por la eficacia de la fuerza poderosa que Dios despliega en Cristo Resucitado (Ef 1,19-20).

El que realmente experimenta en su vida esta acción del Resucitado necesita proclamar las hazañas que el Señor ha realizado en él. El verdadero cristiano es necesariamente testigo, y por eso «no puede callar lo que ha visto y oído» (He 4, 20).

Desde ahí se entiende el Evangelio: «El que cree en mí hará las obras que yo hago y aún mayores». Lo mismo que Cristo hace cosas grandes porque está unido al Padre, porque el Padre y Él son una sola cosa, porque el Padre permaneciendo en Él hace las obras, así también ocurre entre el cristiano y Cristo. Cristo Resucitado se une a nosotros, vive en nosotros. El que está unido a Cristo, el que deja que Cristo viva en él, realiza las obras de Cristo. La condición es estar unido a Él por la fe: «el que crea en mí». Si no suceden «obras mayores» es porque nos falta fe. «Si tuvierais fe como un granito de mostaza...».


Domingo VI de Pascua

Nos da el Espíritu

Jn 14,15-21

«Pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros». El tiempo pascual está flechado hacia Pentecostés. Cristo glorificado ha sido constituido «Espíritu vivificante» (1 Cor 15, 45), donador permanente del Espíritu que da la vida. Por eso hemos de desear crecientemente el gran Don de Cristo Resucitado, acercándonos a Él sedientos (Jn 7,37).

«Vosotros lo conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros». Esperamos una acción más abundante del Espíritu Santo en nosotros, pero ya está en nosotros; más aún, está «siempre». Por ello podemos tener experiencia de su acción en nosotros. ¿Quién dijo que es difícil la relación con el Espíritu Santo? Podemos relacionarnos con Él y experimentar su acción. Es Defensor. Nos defiende del pecado y del Maligno. Por eso no tiene sentido «estar a la defensiva». Se trata más bien de abandonarse a su acción, de entregarse dócilmente al impulso omnipotente del Espíritu: «Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu» (Gal 5,25), pues «si vivís según el Espíritu no daréis satisfacción a las apetencias de la carne» (Gal 5,16).

Es también Espíritu de la verdad, porque nos revela a Cristo, que es la Verdad, nos ilumina para conocerle, nos mueve a amarle, a seguirle, a cumplir sus mandatos, a dar la vida por Él. Nos libra del error de nuestra ceguera natural y de nuestro pecado y nos conduce a la verdad plena, no fragmentaria y parcial, sino total.

«Al que me ama... yo también lo amaré y me revelaré a él». Es cierto que Cristo es el primero en amarnos y que nos ama de manera incondicional. Pero también es cierto que Cristo se da más plenamente al que va respondiendo a su amor, es decir, al que le busca intensamente, al que desea agradarle en todo, al que cumple su voluntad, al que se entrega sin reservas. A éste, Cristo se le da a conocer, le abre su intimidad, le comunica sus secretos, acrecienta la comunión con él de manera insospechada.


Ascensión del Señor
(suele celebrarse en VII dom. Pascua)

El Señorío de Cristo

Hch 1,1-11; Ef 1,17-23; Mt 28,16-20

«Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra». El misterio de la Ascensión celebra el triunfo total, perfecto y definitivo de Cristo. No sólo ha resucitado, sino que es el Señor. En Él Dios Padre ha desplegado su poder infinito. A san Pablo le faltan palabras para describir «la eficacia de la fuerza poderosa de Dios» por la que el crucificado, el despreciado de todos los pueblos, ha sido glorificado en su humanidad y en su cuerpo y ha sido constituido Señor absoluto de todo lo que existe. Todo ha sido puesto bajo sus pies, bajo su dominio soberano. La Ascensión es la fiesta de Cristo glorificado, exaltado sobre todo, entronizado a la derecha del Padre. Por tanto, fiesta de adoración de esta majestad infinita de Cristo.

Pero la Ascensión es también la fiesta de la Iglesia. Aparentemente su Esposo le ha sido arrebatado. Y sin embargo la segunda lectura nos dice que precisamente por su Ascensión Cristo ha sido dado a la Iglesia. Libre ya de los condicionamientos de tiempo y espacio, Cristo es Cabeza de la Iglesia, la llena con su presencia totalizante, la vivifica, la plenifica. La Iglesia vive de Cristo. Más aún, es plenitud de Cristo, es Cuerpo de Cristo, es Cristo mismo. La Iglesia no está añadida o sobrepuesta a Cristo. Es una sola cosa con Él, es Cristo mismo viviendo en ella. Ahí está la grandeza y la belleza de la Iglesia: «Yo estaré con vosotros todos los días».

«Id y haced discípulos de todos los pueblos». La Ascensión es también fiesta y compromiso de evangelización. Pero entendiendo este mandato de Jesús desde las otras dos frases que Él mismo dice –«se me ha dado pleno poder» – «yo estaré con vosotros». Evangelizar, hacer apostolado no es tampoco añadir algo a Cristo, sino sencillamente ser instrumento de un Cristo presente y todopoderoso que quiere servirse de nosotros para extender su señorío en el mundo. El que actúa es Él y la eficacia es suya (Mc 16,20); de lo contrario, no hay eficacia alguna.


Domingo de Pentecostés

Llenos del Espíritu

Hch 2,1-11; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23

«Se llenaron todos de Espíritu Santo». He aquí la característica principal de la Iglesia primitiva tal como los Hechos de los Apóstoles nos la presentan. Es el Espíritu Santo quien pone en marcha a la Iglesia. Es su alma y su motor. Sin Él, la Iglesia es un grupo de hombres más, sin fuerza, sin entusiasmo, sin vida. He aquí el secreto de la Iglesia: no con «algo» de Espíritu Santo, sino «llenos» de Él; y llenos no alguno, sino «todos».

Aquí radican también todos los males de la Iglesia: En la falta de Espíritu. Por eso, la solución a los problemas y dificultades de la Iglesia no consisten en una mejor organización o en un cambio de métodos, sino en volver a sus orígenes, a su identidad más profunda: Que cada uno de sus miembros acepte dejarse llenar de Espíritu Santo. Sin esta vida en el Espíritu todo lo demás será completamente estéril.

Este es el pecado de la Iglesia de nuestros días, nuestro pecado: intentar combatir con las armas de este mundo, con armas humanas, que son impotentes e inútiles, dejando de lado la fuerza infinita y omnipotente del Espíritu Santo. Una Iglesia o un cristiano que olvidan al Espíritu Santo son una Iglesia o un cristiano que reniegan de su identidad, de lo que les constituye como tales. Una Iglesia o un cristiano que olvidan al Espíritu Santo son como un cuerpo sin alma: está muerto, no tiene vida, no da fruto ni puede darlo.

«Recibid el Espíritu Santo». Cristo da a su Esposa la Iglesia el don del Espíritu, el único que la hace fecunda. Pentecostés funda y edifica la Iglesia. Para esto ha muerto Cristo, para darnos el Espíritu que brota de su costado abierto. Cristo quiere a su Esposa, en este final del segundo milenio, llena de hermosura, santa, fecunda. Para eso le da su Espíritu, el Espíritu que viene no sólo a santificar a cada uno, sino a santificar y a acrecentar la Iglesia, y, a través de ella, a renovar la faz de la tierra.


Domingo de la Santísima Trinidad (Domingo después de Pentecostés)

Intimidad con Dios

Ex 34, 4-6.89; 2Cor 13,11-13; Jn 3,16-18

La fiesta de hoy nos sitúa ante el misterio fontal de nuestra fe. Pero misterio no significa algo oscuro e inaccesible. Dios nos ha revelado su misterio para sumergirnos en él y vivir en él y desde él. Una cosa es que no podamos comprender a Dios y otra muy distinta que no podamos vivir en íntima comunión con Él. Si se nos ha dado a conocer es para que disfrutemos de Él a pleno pulmón. En Él vivimos, nos movemos y existimos. No debemos retraernos de Él, que interiormente nos ilumina para conocerle y nos atrae para unirnos consigo.

Hemos de pedir mucha luz al Espíritu Santo para que podamos conocer –no con muchas ideas, sino de modo íntimo y experimental– el misterio de Dios Trinidad. Así lo han conocido los santos y muchos cristianos a través de los siglos mediante ese contacto directo y ese trato que da la oración iluminada por la fe y el amor.

Un Padre que es Fuente absoluta, Principio sin principio, Origen eterno, que engendra eternamente un Hijo igual a Él: Dios como Él, infinito, eterno, omnipotente. Un Hijo cuyo ser consiste en recibir; se recibe a sí mismo eternamente, proviniendo del Padre, en dependencia total y absoluta de Él y volviendo a Él eternamente en un retorno de donación amorosa y completa. Y un Espíritu Santo que procede de ambos como vínculo perfecto, infinito y eterno de amor.

Esta es la fe cristiana que profesamos en el credo, y no podemos vivir al margen de ella, relacionándonos con Dios de manera genérica e impersonal. Hemos sido bautizados «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». El bautismo nos ha puesto en una relación personal con cada una de las Personas Divinas, nos ha configurado con Cristo como hijos del Padre y templos del Espíritu, y vivir de otra manera nos desnaturaliza y nos despersonaliza. Sólo podemos vivir auténticamente si mantenemos y acrecentamos nuestra unión con Cristo por la fe, si vivimos «instalados» en Él como hijos en el Hijo, recibiéndolo todo del Padre en obediencia absoluta a su voluntad, dóciles al impulso del Espíritu Santo.


Corpus Christi
(Jueves después de Domingo de la Sma. Trinidad)

El pan de vida

Deut 8,2-3.14-16; Cor 10,16-17; Jn 6,51-59

«El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». La Eucaristía es Cristo vivo entregándose, Cristo que se da, que se ofrece del todo, voluntariamente, libremente, por amor... ¡si descubriéramos cuánto amor hay en cada misa y en cada Sagrario no podríamos permanecer indiferentes!

«Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, no tenéis vida en vosotros». Cristo en la Eucaristía es la fuente de toda vida cristiana. De Él se nos comunica la gracia, la santidad, la caridad y todas las virtudes. De Él brota para nosotros la vida eterna y la resurrección corporal. Si nos falta vida es porque no comulgamos o porque comulgamos poco, o porque comulgamos mal.

«El que come mi carne habita en mí y yo en él». Este es el fruto principal de la comunión. Si Cristo nos da vida no es fuera de Él. Nos da vida uniéndonos consigo mismo. Al comer su carne permanecemos unidos a Él y al permanecer en Él tenemos la vida eterna, es decir, su misma vida, la que Él recibe a su vez del Padre. Si comulgamos bien seremos cada vez más cristianos y más hijos de Dios, viviremos más en la Trinidad.

«Formamos un sólo cuerpo porque comemos todos del mismo pan». Otra maravilla de la Eucaristía: al unirnos a Cristo nos une también entre nosotros. Al tener todos la vida de Cristo somos hermanos «de carne y sangre», con una unión incomparablemente más fuerte y profunda que los lazos naturales. La Eucaristía es la única fuente real de unidad. Por eso, si no comulgamos con la Iglesia y con los hermanos estamos rechazando al Cristo de la Eucaristía.


Sagrado Corazón de Jesús

Hemos conocido el amor

Deut 7,6-11; Sal. 102; 1Jn 4,7-16; Mt 11,25-30

Después de recorrer todos los misterios del año litúrgico, de Navidad a Pentecostés, la solemnidad del Corazón de Jesús nos hace contemplarlos en conjunto desde su clave profunda: el amor de Dios.

«Por puro amor vuestro». La primera lectura destaca que Dios no eligió a Israel por sus méritos y cualidades –era el pueblo más pequeño e insignificante–, sino por puro amor. Dios no nos ama por lo que somos o tenemos, sino que al amarnos nos regala y nos bendice. Es un amor gratuito y misericordioso, que toma la iniciativa constantemente.

«Venid a mí los que estáis cansados». Frente a los fariseos, que cargaban fardos pesados e insoportables sobre la gente, obligándoles a cumplir meticulosamente la Ley, Jesús afirma que su yugo es llevadero y ligero. Acoger a Cristo es recibir su amor, que lo hace todo fácil. Por eso seguir a Jesús no es una carga pesada, sino encontrar en Él nuestro descanso. Él toma nuestro cansancio y alivia nuestros agobios porque en la cruz ha tomado el peso del pecado que nos destruía.

«Hemos conocido el amor». Esto es lo que define al cristiano: alguien que se experimenta amado por Dios de manera absoluta e incondicional y decide construir toda su vida sobre ese amor. El que ha palpado ese amor en su propia carne, libre y gozosamente acepta ser propiedad de Dios (1ª lectura) y le ofrenda su propia vida entregándose a amar a los demás con el mismo amor que él recibe gratuitamente de Dios (2ª lectura).