fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

Adviento y Navidad

Domingo I de Adviento

El monte santo

Is 2,1-5

En el pórtico del Adviento nos encontramos con el texto de Isaías. Es la primera lectura que la Iglesia nos proclama en este Adviento. Más aún, es el primer texto que escuchamos en el nuevo año litúrgico que hoy empezamos. Y ello nos indica el calibre de la esperanza con que hemos de vivir esta nueva etapa. La visión no puede ser más grandiosa: pueblos innumerables que confluyen hacia la casa de Dios.

La Iglesia es el monte santo, la casa del Señor, la ciudad puesta en lo alto de un monte, la lámpara colocada en el candelero para que ilumine a todos los que están en este mundo (Mt 5,14-16). De esta nueva Jerusalén sale la Palabra del Señor. Ella da a los hombres lo más grande que tiene y lo mejor que los hombres pueden recibir: da la Palabra de Dios, la voluntad de su Señor. Más aún, da a Cristo mismo, que es la Palabra personal del Padre. Y con Cristo da la paz y la hermandad entre todos los que le aceptan como Señor de sus vidas.

Frente a todo planteamiento individualista, esta visión debe dilatar nuestra mirada. Frente a toda desesperanza porque no vemos aún que de hecho esto sea así, Dios quiere infundir en nosotros la certeza de que será realidad porque Él lo promete. Más aún, a ello se compromete. Por eso la segunda lectura y el evangelio nos sacuden para que reaccionemos: «Daos cuenta del momento en que vivís». En esta etapa de la historia de la salvación estamos llamados a experimentar las maravillas de Dios, la conversión de multitudes al Dios vivo. Más aún, se nos llama a ser colaboradores activos y protagonistas de esta historia. Pero ello requiere antes nuestra propia conversión: «Es hora de espabilarse... dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz, caminemos a la luz del Señor».


Domingo II de Adviento

El deseado de los pueblos

Is 11,1-10

Isaías es el profeta del Adviento. Él nos conduce de la mano hacia el Mesías que esperamos. Hoy nos lo presenta como Ungido por el Espíritu. «Sobre Él reposará el Espíritu del Señor». El mismo nombre de Mesías o Cristo significa precisamente ungido, aquel que está totalmente impregnado del Espíritu de Dios y lo derrama en los demás. El Cristo que esperamos en este Adviento viene a inundarnos con su Espíritu, a bautizar «con Espíritu Santo y fuego» (evangelio). Ser cristiano es estar empapado del Espíritu de Cristo. No se puede ser verdaderamente cristiano sin estar lleno del Espíritu Santo.

Este Cristo a quien esperamos se nos presenta también como «estandarte de los pueblos», como aquel «a quien busca el mundo entero». Cristo es «el Deseado de todos los pueblos». Aún sin saberlo, todos le buscan, todos le necesitan, pues todos hemos sido creados para Él y solo en Él se encuentra la salvación (He 4,12). Esta es la esperanza del Adviento: que todo hombre encuentre a Cristo. Clamamos «Ven, Señor Jesús» para que Él se manifieste a todo hombre. Nuestra misión es levantar bien alto este estandarte, esta en-seña: presentar a Cristo a los hombres con nuestras palabras y con nuestras obras.

El profeta nos dibuja también como objeto de nuestra esperanza un auténtico paraíso, donde reine la paz y la armonía entre todos los vivientes. Los frutos de la venida de Cristo –si realmente le recibimos– superan enormemente nuestras expectativas en todos los órdenes. Pero el profeta nos recuerda que esta paz tan deseada será sólo una consecuencia de otro hecho: que la tierra esté llena del conocimiento y del amor del Señor «como las aguas colman el mar».


Domingo III de Adviento

El desierto florecerá

Is 35, 1-6a. 10

«El desierto florecerá». He aquí la intensidad de la esperanza que la Iglesia quiere infundir en nosotros mediante las palabras del profeta. Nosotros solemos esperar aquello que nos parece al alcance de nuestra mano. Sin embargo, la verdadera esperanza es la que espera aquello que humanamente es imposible. Debemos esperar milagros: que el desierto de los hombres sin Dios florezca en una vida nueva, que el desierto de nuestra sociedad secularizada y materialista reverdezca con la presencia del Salvador.

Estos son los signos que Dios quiere darnos y que debemos esperar: que se abran a la fe los ojos de los que por no tenerla son ciegos, que se abran a escuchar la palabra de Dios los oídos endurecidos, que corra por la senda de la salvación el que estaba paralizado por sus pecados, que prorrumpa en cantos de alabanza a Dios la lengua que blasfemaba... Si esperamos estos signos, ciertamente se producirán, y todo el mundo los verá, y a través de ellos se manifestará la gloria del Señor, y los hombres creerán en Cristo, y no tendrán que preguntar más: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» (evangelio).

El que tiene esta esperanza se siente fuerte y sus rodillas dejan de temblar. Pero el secreto para tenerla es mirar al Señor. La palabra de Dios quiere clavar nuestra mirada en el Señor que viene y dejarla fija en su potencia salvadora: «¡Animo! No temáis. Mirad a vuestro Dios que viene... Él vendrá y os salvará». Dejar la mirada fija en las dificultades arruina la esperanza; fijarla en el Señor y desde Él ver las dificultades acrecienta la esperanza.


Domingo IV de Adviento

La señal de Dios. Con ella cambió la historia

Is 7,10-14

«El Señor por su cuenta os dará una señal». En la inminencia ya de la Navidad, la Iglesia quiere centrar más y más nuestra mirada y nuestro deseo en Cristo que viene. Con las palabras del profeta nos recuerda que Cristo es el signo que Dios nos ha dado. Esperamos signos de que el mundo cambia, de que las cosas mejoran. Pero Dios nos da un único signo: Cristo Salvador. Él es la respuesta a todos los interrogantes, la solución a todos los problemas. Cristo nos basta. Sólo hace falta que le acojamos sin condiciones. Si creemos firmemente en Él y le dejamos entrar en nuestra vida, Él hará lo demás, «Él salvará a su pueblo de los pecados» (evangelio).

«La Virgen está encinta y da a luz a un hijo». María está en el centro de la liturgia de este domingo. Cristo nos es dado a través de ella. Gracias a ella tenemos al Emmanuel, al «Dios-con-nosotros».

Para darlo al mundo, primero lo ha recibido. La vida de la Virgen no es llamativa en actividades exteriores. Al contrario, su vida fue totalmente sencilla. Y, sin embargo, ella está en el centro de la historia. Con ella la historia ha cambiado de rumbo. Al recibir a Cristo y darlo al mundo, todo ha cambiado.

Nuestra vida está llamada a ser tan sencilla y a la vez tan grande como la de María. No hemos de discurrir grandes planes complicados. Basta que recibamos del todo a Cristo y nos entreguemos plenamente a Él. Entonces podremos dar a luz a Cristo para los demás y el mundo tendrá salvación.


Natividad del Señor

Hemos visto su gloria

Mt 1,1-25; Lc 2,1-14.15-20; Jn 1,1-18

Grande es la riqueza de la liturgia de Navidad, con cuatro misas diferentes. He aquí una pincelada de cada uno de los cuatro evangelios.

«Jacob engendró a José, el esposo de María». La misa vespertina de la vigilia recoge la larga genealogía de Jesús. El Hijo de Dios ha asumido la historia de Israel y, en ella, la historia entera de la humanidad. En ella hay de todo, desde hombres piadosos hasta grandes pecadores. Así, Cristo ha redimido esta historia desde dentro, haciéndola suya.

«La gran alegría». La misa de medianoche está marcada por ese estallido de júbilo: ha nacido el Salvador. Un año más la Iglesia acoge con gozo esa «buena noticia» de labios de los ángeles, se deja sorprender y entusiasmar por ella y, de ese modo, se capacita para ser ella misma mensajera de esa gran alegría para todos los hombres.

«Fueron corriendo». La misa de la aurora está marcada por las prisas de los pastores para ver lo que el ángel anunció. Es la reacción ante la maravillosa noticia: nadie puede quedar indiferente. Menos aún después de ver a Jesús: «Se volvieron dando gloria y alabanza a Dios».

«Hemos contemplado su gloria». Tras la reacción inicial, la actitud contemplativa del evangelista Juan. Se trata de acoger la luz que irradia de la carne del Verbo. Y de acoger toda la abundancia de vida que de Él brota: «de su plenitud todos hemos recibido», «da poder para ser hijos de Dios»...


La Sagrada Familia
(domingo después de Navidad)

Iglesia doméstica

Col 3,12-21

El Concilio Vaticano II presenta a la familia cristiana como «Iglesia doméstica» (LG 11; GS 48; AA 11). La comunidad familiar formada por los padres y los hijos es una comunidad eclesial. Es una comunidad de bautizados que viven con gozo su condición de hijos de Dios y su condición de miembros de la Iglesia, unidos en la misma fe y en el mismo Espíritu (Ef 4,4-6). La segunda lectura de hoy nos presenta algunos rasgos que definen esta iglesia doméstica:

«Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados». La familia es el lugar natural donde se ora, donde se alaba a Dios. Con la misma naturalidad con que se enseña al niño a leer o se le da de comer, se le debe enseñar a orar orando con él. La familia es una comunidad orante. Es necesario recuperar la alegría de la oración en familia, dejando de lado timideces y falsos pudores.

«Enseñaos unos a otros con toda sabiduría, exhortaos mutuamente». Cada uno debe ayudar al otro con el testimonio, pero también con la palabra. Cada uno ha recibido el don de la palabra para ponerlo al servicio de los demás; una palabra que ilumina, que alienta, que estimula, que consuela, que corrige, que abre los ojos, que da vida...

«El Señor os ha perdonado, haced vosotros lo mismo». La convivencia de cada día requiere mucha paciencia, mucha capacidad de perdón, mucha capacidad de ceder... Cristo nos ofrece no sólo el modelo, sino la fuerza para perdonar una y otra vez. Apoyados en el perdón que de Él hemos recibido, también nosotros somos capaces de perdonar siempre.


Domingo II después de Navidad

El mayor regalo

Jn 1,1-18

«Se hizo carne». Estos días son para dejarnos saturar por el realismo de este acontecimiento. El Hijo de Dios, eterno, infinito, se hizo hombre de verdad. «Se hizo carne» significa «se hizo hombre», pero resaltando la dimensión corporal y, sobre todo, las limitaciones propias de todo ser humano. De hecho, los evangelios se encargarán de indicarnos que Jesús se cansa, siente hambre, es vencido por el sueño... ¡Hombre verdadero! En todo igual a nosotros menos en el pecado y sus consecuencias (Hb 2,15). Y sin dejar de ser Dios, omnipotente, infinito... No podríamos pensar un Dios más cercano. ¿Cómo sentirnos solos, incomprendidos o abandonados?

«A cuantos le recibieron les da poder par ser hijos de Dios». Cristo viene para realizar este «maravilloso intercambio». Así es el amor de Cristo: se abaja Él para levantarnos a nosotros. Este es el gran regalo de Cristo en su nacimiento, que no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que realmente lo somos (1 Jn 3,1). ¿Cabía regalo mayor? No sólo se hace hombre para ser nuestro compañero de camino, sino que nos eleva a su misma dignidad, nos infunde su misma vida. ¡Somos partícipes de la naturaleza divina! (2 Pe 1,4).

«De su plenitud todos hemos recibido». Si contemplamos la grandeza de Cristo, entenderemos que en Él lo tenemos todo. Él mismo nos dice: «El que tenga sed, que venga a mí y beba» (Jn 7,37). Es inútil, absurdo y nocivo pretender saciar nuestra sed en otras personas, cosas o medios que antes o después se revelan cisternas agrietadas que no pueden saciar (Jer 2,13). «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Sólo tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).


Epifanía del Señor

Rendirse ante Dios

Mt 2,1-12

El primer detalle que el evangelio de hoy sugiere es el enorme atractivo de Jesucristo. Apenas ha nacido y unos magos de países lejanos vienen a adorarlo. Ya desde el principio, sin haber hecho nada, Jesús comienza a brillar y a atraer. Es lo que después ocurrirá en su vida pública continuamente: «¿Quién es este?» (Mc 4,41). «Nunca hemos visto cosa igual» (Mc 2,12). ¿Me siento yo atraído por Cristo? ¿Me fascina su grandeza y su poder? ¿Me deslumbra la hermosura de aquel que es «el más bello de los hombres» (Sal 45,3)?

Además, toda la escena gira en torno a la adoración. Los Magos se rinden ante Cristo y le adoran, reconociéndole como Rey –el oro– y como Dios –el incienso– y preanunciando el misterio de su muerte y resurrección –la mirra–. La adoración brota espontánea precisamente al reconocer la grandeza de Cristo y su soberanía, sobre todo, al descubrir su misterio insondable. En medio de un mundo que no sólo no adora a Cristo, sino que es indiferente ante Él y le rechaza, los cristianos estamos llamados más que nunca a vivir este sentido de adoración, de reverencia y admiración, esta actitud profundamente religiosa de quien se rinde ante el misterio de Dios.

Y, finalmente, aparece el símbolo de la luz. La estrella que conduce a los Magos hasta Cristo expresa de una manera gráfica lo que ha de ser la vida de todo cristiano: una luz que brillando en medio de las tinieblas de nuestro mundo ilumine «a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc 1,79), les conduzca a Cristo para que experimenten su atractivo y le adoren, y les muestre «una razón para vivir» (Fil 2,15-16).


Bautismo del Señor
(domingo después de Epifanía)

Ceder a Cristo

Mt 3,13-17

«Juan trataba de impedírselo». Con toda su buena voluntad, Juan intenta evitar que el Hijo de Dios pase a los ojos de los hombres como un pecador. Él tenía su lógica, pero según unos criterios que no coincidían con los de Dios. Si hubiera logrado impedírselo, nos habríamos quedado sin esta grandiosa revelación que el evangelio de hoy nos ofrece, no se habrían abierto los cielos y en definitiva habría impedido a Jesús manifestarse como Hijo del Padre y Ungido por el Espíritu Santo.

Del mismo modo, también nosotros ¡cuántas veces entorpecemos los planes de Dios porque no se ajustan a nuestras ideas! Olvidamos que los pensamientos de Dios no coinciden con los nuestros y que sus planes superan infinitamente los nuestros (Is 55, 8-9). Deberíamos al menos tener la humildad de Juan para ceder a los deseos de Cristo aunque no los entendamos, pues ellos le llevan a manifestar su gloria, mientras los nuestros la oscurecen. Deberíamos hacer caso a la palabra de Dios: «Confía en el Señor con toda el alma y no te fíes de tu propia inteligencia» (Prov 3,5).

«Conviene que cumplamos todo lo que Dios quiere». Son las primeras palabras de Jesús que el evangelio de san Mateo nos refiere. Ellas constituyen una consigna, un programa de vida para el Hijo de Dios. Toda su vida va a estar marcada por esta decisión de «cumplir», de llevar hasta el final lo que es justo a los ojos de Dios, lo que es voluntad del Padre. Así comienza su vida pública junto al Jordán y así terminará en Getsemaní.

También para nosotros, nuestra realidad de hijos de Dios debe manifestarse en esta adhesión incondicional a la voluntad de Dios. No como una carga que uno arrastra pesadamente, con resignación, sino como la expresión infinitamente amorosa de lo que Dios quiera para nuestro bien, que se abraza con gozo y se vive con entrega y fidelidad.