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–10– La esperanza sana y eleva la memoria

–¿Le aumenta la memoria?.
–No. La sana de memorias vanas, inútiles, malas. Y hace que recuerde mucho más a Dios y al cielo. Alegrémonos con el Señor,que con su poder gobierna eternamente (Sal 65,6).

Rechazo masivo de Dios. Iglesias locales que en pocos decenios han pasado de 100 a 10. Un verdadero derrumbe. Herejías y sacrilegios. Falta persistente de vocaciones. No Misa, no confesión, no matrimonio sacramental, anticoncepción generalizada, leyes civiles abiertamente contra natura. contra Cristo… Apostasías innumerables.
Los malos cristianos no sufren el peso aplastante de tantos males en el mundo y en la Iglesia, sino que están en ellos como pez en el agua.
Los buenos cristianos sufren esos males, y tratan, con el auxilio divino, de vencerlos con bienes (Rm 12,17); pero sufren los males con paz y humilde confianza, siempre confiados en la Providencia divina, con esperanza y docilidad. Pero algunos de los buenos, no pocos, andan tristes, apocados, desconcertados, quejosos, amargados, buscando y señalando culpables –juzgando– con implacable dureza. Especialmente en estos años presentes, un buen número de fieles se ven aplastados por los males del mundo y de la Iglesia. No pueden con su alma.
«¿Es que el Señor nos rechaza para siempre, y ya no volverá a favorecernos? ¿Se ha agotado ya su misericordia, se ha terminado para siempre su promesa? ¿Es que Dios se ha olvidado de su bondad, o la cólera cierra sus entrañas? Y me digo: “¡Qué pena la mía!”» (Sal 76,8-11).
Es cierto que estos oscuros ánimos procederán en no pocos casos de una deficiente o mala formación doctrinal, o quizá de una dolencia psicofísica o directamente neurótica. El Señor los conforte con su gracia en su enfermedad, para que carguen sus pesadas cruces por el camino que lleva al cielo. Allí «el mismo Dios enjugará las lágrimas de sus ojos» (Ap 21,3-4).
En el fondo de este mal llevar los males del mundo y de la Iglesia no pocas veces se aprecia una debilidad de la fe en la Providencia. Son cristianos que ejercitan poco la virtud teologal de la esperanza. Se interesan ante todo por las cosas visibles del mundo y de la Iglesia. No siguen suficientemente el consejo del Apóstol:
Los cristianos «no ponemos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2Cor 4,18).
Estando en ese espíritu deficiente, no es raro que la Iglesia les dé a veces más tristezas que alegrías. No alcanzan a verla en fe como «sacramente universal de salvación» (Vat. II, LG 48; AG 1). Unos la sufren con amargura y sin esperanza. Otros se alejan de ella.
Sin esperanza. Las informaciones del mundo y de la Iglesia, sobre todo las malas noticias, los escándalos, les atraen morbosamente. Leen los diarios, ven la televisión; pero no la Biblia o los libros que confortan la fe y la esperanza. Apenas alcanzan a ver la condición providencial de cuanto sucede. No ven en nada la mano de Dios, ni siquiera en las cosas buenas. Viven a oscuras, como en un sótano.
Para ellos, y también para mí mismo, escribo lo que sigue, no sin antes pedir al auxilio de Dios y el amparo de la dulcísima Virgen María.
1) Absortos en lo visible y olvidados o ignorantes de lo invisible
–La vana curiosidad y la falta de oración frenan en el cristiano el crecimiento espiritual. La curiosidad desordenada es el vicio que orienta al hombre hacia el conocimiento de cosas inútiles o perjudiciales, y que mantiene habitualmente su atención cautiva en ellas (STh II-II,167).Es sin duda una de las principales causas de la ignorancia espiritual y del sufrimiento humano.
Al contrario de la meditación (la lectura espiritual) y de la oración, la curiosidad desordenada hace que el hombre se deje llevar –por el mundo (invitaciones, publicidad, amigos, asuntos actuales, temas de moda, un libro, un viaje, televisión, internet, periódicos, etc. lo que sea); –por la carne (lo que le apetece, lo que le prestigia y le da dominio sobre los otros, lo que le resulta más gratificante, lo que no le exige pensar, reflexionar, meditar, llenar lagunas en el conocimiento); y –por el diablo, que ante todo influye al hombre en la mentira y que, con la complicidad de carne y mundo, lo cierra en sí mismo, en el mundo visible, ciego a lo invisible, perdido en la oscuridad.
Así ha sido siempre. Pero las condiciones nuevas desarrolladas en el mundo moderno de las comunicaciones hacen que la curiosidad desordenada sea hoy una de las más graves tentaciones: uno de los caminos de perdición más frecuentados.
Cuando el apóstol San Pablo visita Atenas para predicar el Evangelio, halla en la capital intelectual de la época una tropa de curiosos insaciables. San Lucas refiere que: «todos los atenienses y los forasteros allí domiciliados no se ocupan en otra cosa que en decir y oír novedades» (Hch 17,21).
Por el ágora de Atenas pasan innumerables filósofos, artistas, sofistas, religiosos exóticos, exponiendo cada uno sus teorías, experiencias y doctrinas. Pero los atenienses, gravemente afectados de relativismo escéptico, es decir, enfermos mentales, son ya incapaces de reconocer la verdad objetiva y de adherirse a ella firmemente.
Por eso escuchan cortésmente a San Pablo, pero cuando éste llega a proclamarles la Palabra divina sobre la resurrección de los muertos gracias a Cristo, «unos se echaron a reír, otros dijeron: “te oiremos sobre esto en otra ocasión”. Y así salió Pablo de en medio de ellos» (17,33-34). Hartos los atenienses de opiniones diversas y de vanas informaciones, se cerraron al conocimiento de Dios y de la sabiduría divina del Evangelio. Siguieron como estaban: abandonados a sí mismos (Rm 1,24).
Santo Tomás, cuando estudia La curiosidad en la Summa (STh II-II,167), da preciosas citas de los Santos Padres. En ellas comprobamos que la tradición patrística era muy severa contra la vana curiosidad, que encierra al hombre en el mundo visible, como si fuera el único real, y lo ciega para Dios y los bienes invisibles, como si fueran meras ideas irreales.
Así San Jerónimo se lamenta de ver que los mismos cristianos, ignorando la más alta sabiduría de la fe, se pierden en el conocimiento de cosas inútiles. Incluso «vemos que los sacerdotes, después de haber abandonado los Evangelios y los Profetas, leen comedias y cantan frases amatorias de versos bucólicos» (Epist. 146 ad Damas: de filio prodigo).
San Agustín refiere con pena que «hay quienes, dejando a un lado las virtudes y no sabiendo qué es Dios y cuánta es la majestad de la naturaleza que subsiste siempre del mismo modo, creen que hacen algo grande si estudian con la mayor curiosidad y la más viva atención toda esa mole del cuerpo que llamamos mundo» (De moribus Eccl. 21).
La verdad nos hará libres (Jn 8, 32). Como San Juan, San Pablo era muy consciente de que los cristianos que menosprecian el estudio y conocimiento de la sabiduría divina, la que es propia de los hijos de Dios, quedan necesariamente a merced de las mentiras del mundo que les envuelve:
«Estad, pues, alerta, ceñida la cintura con la verdad… Tomad el yelmo de la salvación y empuñad la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios. Embrazad en todo momento el escudo de la fe, de modo que podáis hacer inútiles las flechas incendiarias del Maligno. Siempre en oración y súplica, orad en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con constancia, y suplicando por todos los santos» (Ef 6,13-18).
«Mirad que nadie os engañe con filosofías y vanos sofismas, según la tradición de los hombres, y no según Cristo» (Col 2,8). Y «no seáis como niños, que fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina, por el engaño de los hombres» (Ef 4,14). El conocimiento de la verdad nos hace fuertes y libres. Y la vana curiosidad nos mantiene ignorantes, débiles y cautivos.

2 ) La ascética de la memoria
La configuración del cristiano con Cristo es realizada por la fe, que evangeliza el entendimiento, por la caridad que hace lo mismo con la voluntad, y por la esperanza que santifica la memoria.
De la ascesis de la voluntad se suele hablar con frecuencia; pero poco de la ascética que regula la actividad del entendimiento; y casi nunca de la ascesis de la memoria. San Juan de la Cruz, por el contrario, trata del cuidado espiritual de la memoria, y lo hace con una lucidez muy grande en la Subida al Monte Carmelo (libros IIº y IIIº). Haré una síntesis de su doctrina.
Aviso importante. El gran Doctor espiritual entiende por memoria no sólo la facultad intelectual que recuerda, sino aquello que más ocupa la atención de la persona. Y muestra cómo la memoria de una persona se ocupa principalmente por aquello que su voluntad más estima: Dios, la salud, el dinero, el saber, el poder… De tal modo que los apegos desordenados de la voluntad se reflejan en apegos cautivadores de la memoria.

* El caos de la memoria
La memoria del hombre carnal es un completo desorden. Apenas tiene dominio de sí misma, no está libre, no sabe recordar u olvidar según convenga, está a merced de todo visitante, deseado u odiado, como una casa abandonada, de la que se arrancaron puertas y ventanas, en la que cualquiera puede entrar. Está como un jardín sin cuidado, lleno de malezas.
El cristiano enfermo de esta dolencia quizá conoce por la fe y el entendimiento la naturaleza providencial de cuanto sucede, pero se preocupa, piensa y actúa como si ignorase totalmente esa grandiosa verdad. Jamás alcanza a «ver» la mano de Dios en su vida; todo lo remite a las meras causas segundas que lo envuelven. En una palabra, su memoria no ha sido apenas evangalizada, sanada y elevada por su débil esperanza. De hecho, para él nada tiene su vida de providencial.
Qué horror.

* Enormes daños de la memoria enferma
La memoria desordenada y carnal deja al hombre cerrado a Dios, inquieto y turbado por cientos de cosas secundarias, y olvidado de lo único necesario (Lc 10,41). Queda el hombre incapaz de oración y de meditación, olvidado de Dios y del cielo, totalmente ignorante de la acción de Dios providente en su vida. Y al mismo tiempo deja la persona cerrada al prójimo, encerrada en sí misma y en sus cosas, incapaz de pensar en los demás y de acogerlos con atención solícita.
Los hombres adámicos dan culto a las criaturas y no a su Creador, dice San Pablo. «Por eso Dios los entregó a los deseos de su corazón» (Rm 1,23-24). La memoria del hombre que está abandonada a sí misma, le hace vivir alienado del presente, perdido en recuerdos inútiles de un pasado ya pasado, o igualmente perdido en vanas anticipaciones de un futuro inexistente e incierto.
Como señala San Juan de la Cruz, queda vulnerable al influjo del Diablo, que «tiene gran mano en el alma por este medio, porque puede añadir formas, noticias y discursos, y por medio de ellos afectar al alma con soberbia, avaricia, ira, envidia, etc., y poner odio injusto, amor vano, y engañar de muchas maneras; y además de esto, suele él dejar las cosas y asentarlas en la fantasía de manera que las que son falsas parezcan verdaderas, y las verdaderas falsas» (3Subida 4,1).
En fin, la memoria vieja y carnal, desordenada y salvaje, hace del hombre un excéntrico. Su atención olvida todo lo más central, y habitualmente queda prendida de las cosas más triviales y secundarias. Todo esto hace que el hombre esté «sujeto a muchas maneras de daños por medio de las noticias y discursos, así como falsedades, imperfecciones, apetitos, juicios, perdimiento de tiempo y otras muchas cosas, que crían en el alma muchas impurezas» (3,2)».
Si el sujeto es lector diario de un periódico, no otorga su atención a los artículos espirituales o de pensamiento, si los hay. Únicamente lee las noticias de sucesos contingentes, y más si son polémicos o escandalosos. «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6, 21), tu memoria, tu atención.

3) Algunas normas
La virtud de la esperanza, principalmente, es la que ha de sanar y elevar la vida de la memoria. Y para ejercitarse puede ser ayudada por algunas normas.
1.–Pedir a Dios la liberación de la memoria. Ésa es la norma más importante y eficaz. «Aparta mis ojos de las vanidades, dame vida con tu Palabra» (Sal 118,37).
2.–Ejercitarse en la oración continua, evitando la disipación de la mente. La persona centrada siempre en Dios no se pierde en la selva del mundo, sino que por todas partes camina rectamente hacia su fin, que es Dios, dirigido por la fe, la esperanza y la caridad, es decir, por el Espíritu Santo. La oración de todas las Horas, la guarda de la presencia de Dios, la oración continua, mantienen su alma centrada en Dios, consciente por la fe de la inhabitación de las Personas divinas.
Santa Teresa, como todos los maestros espirituales, enseña a evitar la disipación, que desparrama sin control los sentidos y la atención de la mente. Ella enseña que el recogimiento de los sentidos y de la mente es igualmente necesario para todos los cristianos, sacerdotes, laicos y religiosos, aunque habrán de vivirlo en modalidades distintas. El recogimiento guarda la persona en la presencia de Dios mediante «la fe operante por la caridad» (Gal 5,6). La santa Doctora escribe en el Camino de perfección:
«Dice San Agustín que le buscaba [a Dios] en muchas partes y que le vino a hallar dentro de sí [Confesiones 10,27]. ¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad y ver que no ha menestar para hablar con el Padre Eterno ir al cielo?»… «Ha de ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped [no olvidarse]; sino con grande humildad hablarle como a padre, regalarse con Él como con padre, entendiendo que no es digna de serlo» (46,2). Eso es «el recogimiento, porque recoge el alma todas las potencias y se entra dentro de sí con su Dios» (47,1).
3.–Limitar la avidez de noticias e imágenes. Esta sobriedad en la alimentación del alma habrá de ser vivida muy especialmente en nuestro tiempo, pues nunca el mundo ha tentado al hombre tan continuamente hacia la diversión y la disipación.
Hemos de auto-limitar las fuentes de nuestras noticias e informaciones, según nuestra vocación y nuestras necesidades reales, no aceptando una sobrealimentación del alma que la agobia, la distrae, la cansa y le impide levantar el vuelo espiritual con las dos alas de la caridad: el amor a Dios y el amor al prójimo. «Si tu ojo te escandaliza, sácatelo» (Mt 5,29). Vivamos el espíritu de pobreza y de ayuno limitando la avidez de noticias, textos, acciones, imágenes.
Nótese que he considerado que el cristiano se cierra a Dios cuando abre demasiado sus sentidos y su mente a una invasión de criaturas, aunque éstas sean cosas buenas: «Marta, Marta, tú te inquietas por muchas cosas» (Lc 10,41). Pues bien, a fortiori el hombre se verá privado de una mayor unión con Dios cuando las cosas que ocupan demasiado su atención y memoria son malas, por ejemplo, las informaciones sociales chismosas, la pornografía, que hoy sobreabunda tan gravemente.


* Ejercitar la pobreza evangélica a la hora de moderar la avidez de la memoria, puede darse de tres modos:
+Tener en la mente lo que realmente quiere Dios providente que tengamos, según nuestras necesidades y obligaciones: no más, ni menos, ni otras cosas.
+Tener como si no tuviéramos eso que poseemos: televisión, ordenador, internet, móvil, y todo lo demás, campo, oficina, coche, etc. (1Cor 7,29-31). Es decir, tenerlo todo con perfecta libertad, sin que nunca nos veamos poseídos por lo que poseemos, pues ello nos llevaría necesariamente a faltar al amor de Dios y del prójimo. Y en la duda,
+no tener o tener menos: «yo os querría libres de cuidados» (ib. 32).
Santa Teresa dice lo mismo: «mirad siempre con lo más pobre que pudiéredes pasar, así de vestidos como de manjares» (Meditacion Cantares 2,11). En la duda, lo más pobre en todo: vestidos, noticias, manjares, viajes, aparatos electrónicos, lo que sea. Los mundanos tienden siempre a tener más; los cristianos, a tener menos; lo estrictamente necesario según sea la persona y su circunstancia.
No es absolutamente necesario, ni ciertamente conveniente, que la memoria, con la rapacidad de una urraca, reúna en su nido toda clase de noticias y conocimientos de cuanto sucede en su casa, en su oficina o taller, en su pueblo, en el mundo entero. Pero la memoria del hombre carnal es insaciable: no se cansa de reunir noticias, comunicaciones e imágenes mediante diarios y revistas, televisión, radio, teléfono, internet, correos electrónicos, videoconferencias, mensajes cortos (sms), redes sociales y de mensajes grupales, etc. Quien entra excesivamente en esta selva cerrada está viviendo fuera de sí y ausente de Dios.
No se cansa: mejor dicho, se cansa, y cuanto más acumula, más vacía se encuentra. La oración continua con Dios, a la que estamos llamados, es imposible sin esa purificación de la memoria.
«Cuanto más el alma desaposesionare la memoria de formas y cosas memorables que no son Dios, tanto más pondrá la memoria en Dios y más vacía la tendrá para esperar de él el lleno de su memoria» (S. Juan de la Cruz, 3Subida 15,1).
* No consentir en «preocupaciones», en vanos pensamientos, en deseos persistentes (los logismoi, que decían los monjes primeros). No consentir que la voluntad y la memoria nos autoricen a mantenernos cautivos de esos pensamientos, asuntos e imágenes.
Para la persona las preocupaciones son en su conjunto realmente cadenas; pero las considera muchas veces como collares o pulseras preciosos. Así quebrantan el debido abandono confiado en la divina Providencia. No aceptan en realidad lo que piden en el Padrenuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo».
Sí, ciertamente, las preocupaciones, los pensamientos vanos y persistentes , son malos pensamientos, como los de lujuria o los de odio, que, con el auxilio de la gracia, han de ser combatidos y expulsados del alma mediante la oración de petición y el empeño de la voluntad.
Objetará alguno, tratando de excusar las adicciones morbosas de su memoria: «es que no me lo puedo quitar de la cabeza». Pero ya en esa misma frase está expresando que la memoria de la persona está cautiva de algo, y no goza de «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8,21), que con el auxilio de la gracia debe conseguir y mantener.
Ciertamente, debemos ocuparnos de las cosas, pero no preocuparnos de ellas ilimitadamente, si queremos ser fieles al Señor, que claramente nos manda: «no os preocupéis». No es un consejo, es un mandato, claramente formulado en la parábola de los lirios y los pájaros (Mt 6,25-34).

* * *
–La virtud de la esperanza purifica la memoria, y nos guarda en la paz y la alegría
La ascesis de la memoria por la esperanza sólo causa provechos, y ningún daño. Pero no todos la entienden. No faltan quien considera imposible y perjudicial esta pacificación de la memoria. San Juan de la Cruz rechaza esta objeción:
«Dirá alguno que bueno parece esto; pero que de aquí se sigue la destrucción del uso natural y curso de las potencias [de la memoria, concretamente], y que quede el hombre como bestia, olvidado, y aún peor, sin discurrir ni acordarse de las necesidades y operaciones naturales; y que Dios no destruye la naturaleza, antes la perfecciona» (2Subida 2,7).
Falsa objeción. La memoria de los cristianos es santificada por la esperanza. Y así la memoria pasa de ser un nido-de-urraca, coleccionadora insaciable de vanidades, a virtud santa, que guarda «memoria continua del Señor» (Traditio apostolica, n.41. -Roma, 215).
Afirma San Juan de la Cruz: «El espíritu de Dios les hace saber lo que han de saber, y ignorar lo que conviene ignorar, y acordarse de lo que se han de acordar y olvidar lo que es de olvidar, y las hace amar lo que han de amar y no amar lo que no es en Dios.
«Y así todos los primeros movimientos de las potencias de las tales almas son divinos; y no hay que maravillar que los movimientos y operaciones de estas potencias sean divinos, pues están transformadas en ser divino» (ib. 2,9).
Bien sabe el Doctor místico que la gracia sobrenatural no destruye la memoria –ni ninguna otra de las facultades naturales del hombre–, sino que la sana de su caos morboso y la eleva a su centro propio, que es Dios, y en él la mantiene.

* Levantemos el corazón
Lo tenemos levantado hacia el Señor. Así decimos los cristianos cada día al iniciar la plegaria eucarística. Y lo decimos porque eso es lo que intentamos y lo que pedimos al Señor, esperando que nos lo conceda, pues realmente nos ha llamado Él a esa elevación del corazón sobre todo el mundo visible, centrándolo en Dios por la atención de la fe, la memoria de la esperanza y el amor de la caridad.
Y no es ésta, meramente, una enseñanza peculiar de ciertos autores o escuelas espirituales, como San Juan de la Cruz. En esa doctrina Dios revela la vocación y misión de todos los cristianos, no sólo de los monjes y contemplativos.
«Si fuisteis resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos juntamente con él» (Col 3,1-4).
Por eso nosotros «no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; en efecto, lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno» (2Cor 4,17).
Por el contrario, «hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas; solo aspiran a cosas terrenas. Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador, el Señor Jesucristo» (Flp 3,18-20). Y es que no somos «hombres terrenales», a imagen de Adán, sino «hombres celestiales», a imagen de Cristo resucitado (1Cor 15,47-49).
Es una pena que, incluso buenos cristianos practicantes, ignoren en la práctica esta vocación celestial que es suya y propia. Y por todos los medios a su alcance, con gran daño rellenan, colman, ahítan, repletan, hartan sus almas en un consumo insaciable de criaturas, noticias, imágenes, quedando así su memoria atracada de criaturas, y vaciada de Dios. Ha de ser la virtud teologal de la esperanza la que, liberando la memoria de una sobrealimentación de criaturas, «levante su corazón», alimentándolo con la Palabra divina y el Pan vivo bajado del cielo.
San Juan de la Cruz se lamenta: «¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos, y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y gloria [noticias, relaciones, televisión, internet, aparatos, informes, reportajes, entrevistas, reuniones, viajes, imágenes, etc.], os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Cántico espiritual 39,7).
Santa Teresa de Jesús, en el libro Moradas del Castillo interior, da esa misma doctrina. El alma es como un maravilloso castillo de cristal, edificado en círculos concéntricos –como solían ser los antiguos castillos–, y en la morada más central es donde mora Dios. La plena unión con Dios se produce, pues, cuando, bajo la acción de la gracia, la persona entra en sí misma, es decir, entra a vivir con Dios en la cámara central… Pero la mayoría de los cristianos, viven fuera de sí mismos, por decirlo así, dispersos los sentidos y pensamientos en las cosas del mundo temporal y visible. Ese es su alimento, incapaz de saciar el hambre de su alma.
«No hallo yo cosa con que comparar la gran hermosura de un alma y la gran capacidad… Basta decir Su Majestad que es hecha a su imagen para que apenas podamos entender la gran dignidad y hermosura del ánima» (1Morada 1,1). Sin embargo, «hay muchas almas que están en la ronda del castillo [es decir, fuera de él] –que es donde están los que le guardan– y que no se les da nada entrar dentro, ni saben qué hay en aquel tan precioso lugar, ni quién está dentro, ni aun qué piezas tiene» (1,5).
«Decíame poco ha un gran letrado que son las almas que no tienen oración como un cuerpo con parálisis o tullido, que aunque tiene pies y manos, no los puede mandar. Que así son, que hay almas tan enfermas y mostradas a estarse en cosas exteriores, que no hay remedio ni parece que puedan entrar dentro de sí; porque ya la costumbre las tiene tal de haber siempre tratado con las sabandijas y bestias que están en el cerco del castillo, que ya casi están hechas como ellas, y con ser de natural tan ricas y poder tener su conversación nada menos que con Dios, no hay remedio» (1,6).
Sin embargo, si alguna vida espiritual tienen, «aunque están muy metidas en el mundo, tienen buenos deseos y alguna vez –aunque de tarde en tarde– se encomiendan a nuestro Señor y consideran quiénes son, aunque no muy despacio» (1,8).
Por otra parte, «habéis de notar que en estas moradas primeras aún no llega casi nada la luz que sale del palacio [interior] donde está el Rey… Clara está la pieza, mas él [el cristiano incipiente, todavía mundano] no lo goza por el impedimento y cosas de estas fieras y bestias que le hacen cerrar los ojos para no ver sino a ellas… [Por eso] Conviene mucho para haber de entrar en las segundas moradas, que procure dar de mano a las cosas y negocios no necesarios, cada uno conforme a su estado; que es cosa que le importa tanto para llegar a la morada principal» (1,14).
Nuestro Señor «es muy buen vecino, y es tanta su misericordia y bondad que aun estándonos nosotros en nuestros pasatiempos y negocios y contentos y baraterías del mundo, y aun cayendo y levantando en pecados (porque estas bestias son tan ponzoñosas y peligrosa su compañía y bulliciosas, que por maravilla dejarán de tropezar en ellas para caer); con todo esto, tiene en tanto este Señor nuestro que le queramos y procuremos su compañía, que una vez u otra no nos deja de llamar para que nos acerquemos a Él. Y es esta voz tan dulce que se deshace la pobre alma en no hacer luego lo que le manda» (2,2). En fin, «la puerta para entrar en este castillo es la oración. Pues pensar que hemos de entrar en el cielo y no entrar en nosotros, conociéndonos y considerando nuestra miseria y lo que debemos a Dios, y pidiéndole muchas veces misericordia, es desatino» (2,11).
Pobres aquellos cristianos, creados por Dios para grandezas como las que Santa Teresa describe, que, obcecados por los pasatiempos y baraterías del la vida diaria, quedan miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos.
Es lógico que estén tristes, cansados, sin esperanza, defraudados por Dios y por su Iglesia, llena la memoria de oscuridades, más atenta a las deficiencias y escándalos del mundo y de la Iglesia, que a las maravillas de gracia que Dios obra continuamente en ella por puro amor gratuito.
Para que sus almas vivan en paz y esperanza, fueran las cosas como fueran en el mundo y en la Iglesia, basta que la gracia de Dios grabe en su corazón estas palabras de Cristo, las últimas del Evangelio de San Mateo (28,20): «Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo».
Sursum corda!
Habemus ad Domino.
* * *
Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna eternamente. Bendecid, pueblos, a nuestro Dios, haced resonar sus alabanzas, porque él nos ha devuelto la vida y no dejó que tropezaran nuestros pies (Sal 65,6-9).