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–9– La Providencia divina mantiene nuestra esperanza

–Entre luz y tinieblas…
–En realidad, viviendo en Cristo, que es «la Luz del mundo», «somos todos hijos de la luz e hijos del día; no de la noche, ni de las tinieblas» (1Tes 5,5).

1) Estamos en paz
«Aquí estamos en paz, hay tranquilidad y no pasa nada». Ateniéndose a ese «pensamiento» –más bien «pensaciones»–, los hombres «comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; pero en cuanto Lot salió de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre, y acabó con todos. Lo mismo pasará el día en que se revele el Hijo del hombre» (Lc 17,28-30).
Cuántos cristianos hoy, al menos entre aquellos que gozan de una relativa prosperidad y tienen una mentalidad liberal mundana, son moderados a la hora de considerar los males del mundo, en el que de ningún modo aceptan vivir «como peregrinos y forasteros» (1Pe 2, 11), y menos aún como combatientes. Son «hombres terrenales»; mientras que los cristianos somos «hombres celestiales» (1Cor 15,48).
Piensan que no hay que dar crédito a «los profetas de calamidades», y que los males del mundo actual son, con un poco de paciencia, tolerables. Tranquilos todos. En esta actitud, no pierden su paz falsa y buenista, aunque de muchos lados les informen de que crece la criminalidad, la droga, el espiritismo y los cultos satánicos, la promiscuidad sexual, las enfermedades mentales, la violencia, la pobreza de los países pobres, la homosexualidad, la irreligiosidad, el ateísmo y el agnosticismo, el laicismo siempre contrario a Dios: política, leyes, educación, artes, sanidad, etc. ¿Y con todo esto pueden seguir pensando que no estamos en guerra?… Es urgente encender en esta oscuridad la luz del Evangelio.

2) Estamos en una gran batalla
Hoy estamos dentro de una batalla espiritual enorme. Y es preciso que el cristiano esté bien enterado de ello, obrando en consecuencia: «vigilad, pues, en todo tiempo y orad, para que podáis evitar todo esto que ha de venir, y comparecer ante el Hijo del hombre» (Lc 21,36; cf. 18,1).
Concilio Vaticano II: «toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas» (GS 13b). «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (37b).
No puede el hombre mantenerse ajeno a esa batalla, en una neutralidad distante y pacifista: «el que no está conmigo está contra mí» (Lc 11,23). Hay dos bloques mundiales enfrentados. De un lado, guiados y dominados por el diablo, están los que afirman: «no queremos que Él reine sobre nosotros» (Lc 19,14). Y del otro, guiados y animados por el mismo Cristo, los que quieren y procuran: «venga a nosotros tu Reino».
Unos quieren «ser como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gén 3,5) y creen, como dice el beato Pío IX, que «la razón humana, sin tener para nada en cuenta a Dios, es el único árbitro de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal; es ley de sí misma; y bastan sus fuerzas naturales para procurar el bien de los hombres y de los pueblos» (Syllabus 1864,3; cf. Vat. II, GS 36c).
Los otros quieren regirse por la voluntad de Dios, expresada en la ley natural y revelada plenamente en Cristo: «hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo».

* La meditación ignaciana de las dos banderas
En los Ejercicios espirituales San Ignacio de Loyola, expone muy claramente la batalla permanente que hay en el mundo entre la luz de Dios y las tinieblas del diablo:
«El primer preámbulo es la historia: cómo Cristo llama y quiere a todos bajo su bandera, y Lucifer, al contrario, bajo la suya» (137). Los dos campos que se enfrentan son Jerusalén y Babilonia (138).
El tercer preámbulo es «pedir conocimiento de los engaños del mal caudillo y ayuda para guardarme de ellos, y conocimiento de la vida verdadera que muestra el sumo y verdadero capitán, y gracia para imitarle» (139). El jefe de los enemigos «hace llamamiento de innumerables demonios y los esparce a los unos en tal ciudad y a los otros en otra, y así por todo el mundo, no dejando provincias, lugares, estados ni personas algunas en particular» (141). Contra él y contra ellos, «el Señor de todo el mundo escoge tantas personas, apóstoles, discípulos, etc., y los envía por todo el mundo, esparciendo su sagrada doctrina por todos los estados y condiciones de personas» (145).
Elijan ustedes dónde se sitúan, por quién combaten y contra quién luchan. No demoren su elección, sepan que es necesaria y urgente. No se dejen engañar ni por el diablo, ni por la flojera de la carne, ni por las solicitudes del mundo (comían, bebían, se casaban, plantaban, etc.), porque si no entran de lleno a combatir bajo la bandera de Cristo, lo quieran o no, rechazan al Salvador de la humanidad y se mantienen cautivos del Príncipe de este mundo.

3) La batalla de la Iglesia es contra el diablo
Nuestro combate es «contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos» (Ef 6,12)
Esa afirmación de San Pablo nos da lo que Cristo enseñó claramente en el Evangelio. Él nos enseñó también a discernir las señales de la presencia y de la acción del diablo. Y la Iglesia nos transmite su enseñanza:
Pablo VI: «Podremos suponer su acción siniestra allí donde la negación de Dios se hace radical, sutil y absurda; donde la mentira se afirma, hipócrita y poderosa, contra la verdad evidente; donde el amor es eliminado por un egoísmo frío y cruel; donde el nombre de Cristo es impugnado con odio consciente y rebelde (1Cor 16,22; 12,3); donde el espíritu del Evangelio es mistificado y desmentido; donde se afirma la desesperación como última palabra» (15-11-1972).
Es evidente que, especialmente el Occidente apóstata, padece hoy un fuerte y extenso influjo del diablo. La constitución atea de los Estados modernos liberales y de los grandes Organismos internacionales, sean de izquierda o de derecha viene a ser la misma: «no queremos que Cristo reine sobre nosotros».
Signos del influjo diabólico sobre el mundo son la depravación del pensamiento y de la cultura, el pudrimiento de los espectáculos y de los grandes medios de comunicación, la perversión estatal de la educación, el favorecimiento político de la fornicación juvenil, la normalización legal y financiada del aborto, de la homosexualidad, de la eutanasia, la generalización de una anticoncepción sistemática que acaba demográficamente con las naciones, la imposibilidad práctica de las fuerzas cristianas para unirse y actuar en el mundo secular, y tantos otros males. Todos esos signos y otros muchos son señales evidentes de la poderosa acción del Príncipe de este mundo.

* Son los Papas, con pocos más, los que denuncian esa acción del demonio en el mundo actual
Lo hacen demasiado solos. Es notable la superficialidad naturalista con la que tantos sabiazos católicos –teólogos, historiadores, sociólogos, pastoralistas– describen las coordenadas del mundo moderno, sin tener, al parecer, ni idea de la acción del diablo, que en gran medida causa, explica y mantiene esa siniestra cultura vigente. Casi ninguno menciona al diablo, ni siquiera de paso. Pero no pueden darnos terapias sociales eficaces quienes parten de diagnósticos tan erróneos.
Gracias a Dios, los Papas, al menos, y algunos pocos con ellos, anuncian la verdad, la verdad de Dios, la verdad del mundo actual. El Estado moderno apóstata está mucho más sujeto al diablo, por ejemplo, que el Imperio pagano de Roma. Éste era solo un perro de mal genio, comparado con el tigre estatal de liberales, socialistas y comunistas.
Al menos en la mayor parte del Occidente apóstata, el Estado es hoy la Bestia mundana, a la que «el Dragón [infernal] le dió su poder, su trono y un poder muy grande» (Apoc 13,2). ¿Puede entenderse algo de lo que hoy sucede en el mundo si esto se ignora? ¿Los medios que ponen los cristianos activistas, con su mejor voluntad, son los más eficaces para neutralizar a este gran Leviatán diabólico?
Juan Pablo II insiste en que el diablo quiere mantener oculta su acción en el mundo. Las palabras de San Juan «el mundo entero está bajo el Maligno» (1Jn 5,19) «aluden a la presencia de Satanás en la historia de la humanidad, una presencia que se hace más fuerte a medida que el hombre y la sociedad se alejan de Dios. Y el influjo del espíritu maligno puede «ocultarse» de forma más profunda y eficaz: pasar inadvertido corresponde a sus «intereses». La habilidad de Satanás en el mundo es la de inducir a los hombres a negar su existencia en nombre del racionalismo y de cualquier otro sistema de pensamiento que busca todas las escapatorias con tal de no admitir la obra del diablo» (13-8-1986).

4) Hemos de vivir siempre en la esperanza de la Providencia, que nos lleva a la Parusía gloriosa de Jesucristo
La Iglesia quiere que vivamos a la espera de la Parusía. Y por eso nos hace rezar cada día en la Misa: «Mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo».
Están perdidos aquellos que viven «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12). Todos los santos cristianos, por el contrario, han vivido en la tierra como «peregrinos advenedizos» (1Pe 2,11), conscientes de su identidad celestial, es decir, como «ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo» (Flp 3,19-21).
Y esa actitud espiritual la vemos ya viva en los santos del A.T. Simeón era un anciano «justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel» (Lc 2,25), Y también Nicodemo era un hombre de fe, que «esperaba el reino de Dios» (Mc 15,43).

5) Hay esperanzas verdaderas y falsas esperanzas

1.–No tienen verdadera esperanza
–aquéllos que diagnostican como leves los males graves del mundo y de la Iglesia. O están ciegos o es que prefieren ignorar la verdad.
Como les falta la esperanza, niegan la gravedad de los males, pues consideran irremediable el extravío del pueblo. Y así vienen a estimar más conveniente –más optimista, más positivo– pensar y decir «vamos bien».
–aquellos que confían en optimistas «reformas radicales» de esto y lo otro. Se trata de «proyectos humanos» que prometen «renovaciones primaverales», sin promover mayormente, como no sea de pasada, el reconocimiento de los pecados, la conversión y la penitencia que nos libra de ellos, y sobre todo la oración de petición, que es el medio principal para alcanzar bienes de Dios.
Éstos, reconociendo a su modo los males que sufrimos, pretenden vencerlos con nuevas fórmulas doctrinales, morales, litúrgicas y disciplinares, «más avanzadas que las de la Iglesia oficial».
Ellos se consideran a sí mismos como un «acelerador», y ven como un «freno» la tradición católica, los dogmas, la autoridad apostólica. Una y otra vez intentan por medios humanos –métodos y consignas, organizaciones y campañas, una y otra vez cambiadas y renovadas en planes, congresos y reuniones innumerables–, lo que sólo puede conseguirse por la fidelidad a la verdad y a los mandamientos de Dios y de su Iglesia. Sus empeños son vanos. Y por eso vienen a ser des-esperantes. No consiguen nada; o mejor dicho, consiguen acrecentar los males.
–Tampoco es esperanza verdadera la de quienes no esperan «próxima» la victoria de Cristo Rey, como Él la ha anunciado. No tienen paciencia, y prefieren pactar con el mundo, haciéndose sus cómplices, para «guardar su vida» y mantener la Iglesia, aunque sea de muy mala manera. No viven la esperanza de la Parusía inminente del Salvador aquellos políticos cristianos, por ejemplo, que fingen oponerse a los enemigos de Cristo y de la Iglesia, pero que de hecho, ceden ante ellos, y sometiéndose durante muchos decenios a la norma del mal menor, van llevando al pueblo a los mayores males, un pasito detrás de otro, pero siempre por el camino de los enemigos del Reino.
Sin embargo el Señor nos afirma en el Apocalipsis que su venida «ha de suceder pronto» (1,1;2,16; 22,7). «Mira, vengo pronto y traigo mi recompensa conmigo, para pagar a cada uno según su trabajo» (2,12; cf. 3,12; 22,20).
–Quienes carecen de fe en la fuerza de la gracia de Cristo, y no llaman a conversión, porque al carecer de esperanza, no la creen posible. Y así aprueban, al menos con su silencio, lo que sea: el absentismo habitual de la eucaristía, la profanación del matrimonio por la anticoncepción sistemática, el culto al cuerpo y a las riquezas, y tantos males más. Insisto:
Ni piensan siquiera en llamar a conversión, porque estiman irremediables los males del mundo arraigados en el pueblo cristiano. «¿Cómo les vas a pedir que?»…. Al fallarles la esperanza en Dios, y la esperanza en la bondad potencial de los hombres asistidos por su gracia, ellos no piden –es decir, no dan, no transmiten– el don de Dios a los hombres, a los sacerdotes desvirtuados, a los casados anticonceptivos, a los políticos criminales, a los feligreses sencillos, a los cristianos dirigentes.
No llaman a conversión, porque sin fe ni esperanza, negando la soteriología evangélica, ven como irremediables los males del mundo y de la Iglesia. ¡Y son ellos los que tachan de pesimistas y carentes de esperanza a los únicos que, entre tantos desesperados y derrotistas, mantienen la esperanza verdadera y predican la necesidad y la posibilidad de la metanoia en Cristo, por obra del Espíritu Santo!
Jesucristo resucitado, apareciéndose a los apóstoles, les dijo: «Así está escrito: el Mesías padecerá y resucitará de entre los muertos al tercer día. Y en su nombre se predicará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos» (Lc 24,46-47). Eso es evangelizar. Y si no se hace así, no se evangeliza.
–No tienen, en fin, esperanza quienes no ven la historia en cuanto gobernada por la Providencia divina, sino únicamente como el juego puro y duro de las causas segundas entre sí.
Algunos de ellos mantienen en sus pensamientos la verdad de la fe: que «todo lo que Dios creó, en su providencia lo dirige y gobierna». Pero predominan ampliamente sobre sus pensamientos sus pensaciones, que, según idelogías o según les vaya en la vida, pueden ser un voluntarista «vamos bien» o un pesimista «vamos mal», derechos hacia un abismo inevitable.
En esta segunda posibilidad se ven con frecuencia los falsamente indignados, amargados, exacerbados, que inconscientemente a veces, o 1) no creen en el gobierno divino providente de la historia o 2) no están de acuerdo con él, es decir, con la voluntad de Dios providente, hallándola demasiado concesiva y benigna.
Santiago y Juan, rechazados por los samaritanos: «Señor, ¿quieres que pidamos que baje fuego del cielo y los consuma» (Lc 10,54). O Simón Pedro, cuando por primera vez Cristo anuncia su Pasión: «¡Dios te libre, Señor! Esto no te debe suceder» (Mt 16,22). O cuando en el prendimiento de Jesús en Getsemaní «echó mano de su espada y»… Jesús corta su acción: «¿Crees tú que no puedo invocar a mi Padre y me enviaría en seguida más de doce legiones de ángeles?» (Mt 26,51-53).
No han recibido todavía el Espíritu Santo, y no se acomodan fácilmente a la voluntad de Dios expresada en su Providencia. La quisieran más brava y eficaz.

2.–Tienen verdadera esperanza
–los que reconocen los males del mundo y del pueblo descristianizado, los que se atreven a verlos y, más aún, a combatirlos. Porque tienen esperanza en el poder del Salvador, por eso no dicen que el bien es imposible, y que es mejor no proponerlo. Por eso no enseñan con sus palabras o silencios que lo malo es bueno; y tampoco aseguran, con toda afabilidad y simpatía, «vais bien» a los que en realidad «van mal».
–Los que tienen verdadera esperanza predican al pueblo con mucho ánimo el Evangelio de la conversión, para que todos pasen de la mentira a la verdad, de la esclavitud del diablo al servicio de Cristo Salvador; del culto a la criatura al culto del Creador, de la arbitrariedad soberbia a la obediencia de los mandatos divinos y de la disciplina eclesial.
–Los que creen con fe absoluta que la venida de Cristo está «próxima», y que «todos los pueblos vendrán a postrarse en su presencia». Están convencidos de que el «Salvador del mundo» salvará al mundo y a su Iglesia.
¿Está viva de verdad esta esperanza en la mayoría de los cristianos de hoy?… Son muchos los que dan por derrotada a la Iglesia en la historia del mundo. ¿Cuáles son las esperanzas que de verdad tienen los cristianos sobre este mundo tan alejado de Dios, tan poderoso y cautivante, y qué esperanzas tienen sobre aquellas Iglesias que están profundamente mundanizadas?… Lo dan todo por perdido. Sin remedio.
–Tiene esperanza la gloriosa Virgen María, reina de cielos y tierra. Los males del mundo y de la Iglesia no la desesperan, ni la ponen en tensión con el gobierno que la Providencia divina les da. Ella permanece al pie de la Cruz en la paz de Dios.
–Ella entiende que su Hijo está siendo asesinado ignominiosamente. –Una espada de dolor atraviesa su alma (Lc 2,25): nadie en la historia humana ha sufrido tanto como Ella. –Al pie de la Cruz, fundida en ella, no protesta, no se queja de la inmensa «injusticia y arbitrariedad» con que Sanedrín y Roma expulsan del mundo a quien creó el mundo y lo mantiene en el ser. –No juzga a los blasfemos y asesinos que se burlan del Crucificado, sino que con su Hijo ruega a Dios por ellos: –Más aún, con su Hijo los excusa en cierto modo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Y con San Pedro: «Si lo hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Autor de la vida» (1Cor 2,8).
–Ella ve en la cruz la suprema maravilla de la Providencia divina, la epifanía total del amor que Dios nos tiene, la fuente que mana salvación sobreabundante para todos los pueblos de la tierra. Esta fe absolutamente cierta es lo que la mantiene «al pie de la cruz», sin desmayarse, sin tirarse por tierra, sin morirse por el dolor. –Y Ella no procura en los que son de su Hijo un alzamiento de resistencia y rebelión, sino que los llama a la fe, al perdón, a la adoración y a la acción de gracias permanente, siempre y en todo lugar.
Santa María, Madre de Cristo, siempre fiel a la Providencia divina, Reina de la esperanza, de la paz y de la alegría.
3).–El cristiano que tiene verdadera esperanza vive siempre dócil al gobierno de la Providencia divina
* Los males del mundo y de la Iglesia no lo desconciertan, ni encienden en ellos un malhumor exacerbado de celo amargo, ampliamente expresado.
* Lo que digo en nada se opone a la oración de petición, humildemente presentada ante el Padre celestial: «no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42).
* Tampoco niega la necesidad de discernimiento. «Todo tiene su tiempo», y es preciso discernir qué es lo que Dios quiere que hagamos o que evitemos. «Hay tiempo de destrozar y tiempo de edificar… de callar y de hablar… Tiempo de guerra y tiempo de paz» (Ecle 3,1-8).
La Virgen al pie de la Cruz sabe que debe callar, llorar, aceptar y ofrecer, sin combatir para evitar el crimen del Calvario. Es ejemplo perfecto y universal en su espíritu incondicional ante la divina Voluntad providente. Pero no en cuanto a la opción concreta que Dios promueve en ella, pues en otros casos suscitará el Señor hacer la guerra; como en San Fernardo o en San Luis ante los moros, o como en Don Juan de Austria contra los turcos…
La docilidad serena e incondicional ante las disposiciones diversas de la Providencia, como digo, no excluyen ni la oración de petición ni el discernimiento. Ella nos asegura la paz, la confianza y la alegría. Pase lo que pase, según disponga la Providencia, que «todo lo gobierna».
Nunca, pues, deben escandalizarnos ciertas disposiciones de Dios providente, concretamente sobre nuestro tiempo, ni deben desconcertarnos o desanimarnos. «Todo colabora al bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28; etiam peccata, San Agustín). Serán esos males consecuencias de nuestros pecados, purificaciones, castigos, y ocasiones propicias para la mayor santificación de los buenos: «Mi padre, a todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto» (Jn 15,2)… «¡Cuán insondables sus juicios e inescrutables sus caminos!» (Rm 11,33).

6) Las promesas de Cristo
Nuestras esperanzas son exactamente las promesas de Cristo. No se confunden con nuestros deseos y pensaciones. Son felizmente las promesas mismas que Dios nos hace en las Sagradas Escrituras, plenamente en Cristo. Desde el anuncio del arcángel Gabriel a la santísima Virgen María sabemos que a Jesús le será dado «un reino que no tendrá fin» (Lc 1,33).
¿Cómo Cristo no será efectivamente Rey de las naciones si «Él es la imagen de Dios invisible, el primogénito de toda criatura, pues en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra… todo fue creado por Él y para Él, y todo se mantiene en Él» (Col 1,1-16)?
En el A.T. los autores inspirados nos aseguran una y otra vez que «todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor, y bendecirán tu Nombre» (Sal 85,9; cf. Tob 13,13; Sal 85,9; Is 60; Jer 16,19; Dan 7,27; Os 11,10-11; Sof 2,11; Zac 8,22-23; Mt 8,11; 12,21; Lc 13,29; Rm 15,12; etc.). El mismo Cristo nos anuncia y promete que «habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16), y que, finalmente, resonará grandioso entre los pueblos el clamor litúrgico de la Iglesia:
«Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios, soberano de todo; justos y verdaderos tus designios, Rey de las naciones. ¿Quién no te respetará? ¿Quién no dará gloria a tu Nombre, si sólo tú eres santo? Todas las naciones vendrán a postrarse en tu presencia» (Ap 15,3-4).
Siendo ésta la altísima esperanza de nuestra fe, no hemos de consentir los cristianos en sentimientos de pesimismo, derrota, tristeza. No nos asustan las persecuciones del mundo, ni nos fascinan sus halagos. No nos atemorizan los zarpazos de la Bestia, azuzada y potenciada por el Diablo, que «sabe que le queda poco tiempo» (Ap 12,12). Así pues, «mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa» (Heb 10,19).
Cristo Rey ha recibido «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18), y con su providencia dirige y gobierna toda la historia humana. Es el Señor de la historia. Por eso puede animar a sus discípulos diciéndoles: «En el mundo habéis de tener tribulaciones; pero tened confianza: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Y en consecuencia, los cristianos, que somos su Cuerpo, «hemos vencido al mundo». Espantemos lejos de nosotros toda tentación de frustración histórica y de tristeza, cuidándonos mucho de establecer complicidades oscuras con ese mundo de pecado, que gime bajo el poder del Príncipe de este mundo.
7) El cielo
La promesa mayor de Cristo es sin duda el cielo, la perfecta unión con Dios en «las moradas eternas» (Lc 16,9), que no pueden ser descritas, pues «ni ojo vio, ni oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Cor 2,9). Y con el cielo, la victoria eterna sobre la muerte.
El cielo es «la corona perenne de gloria» (1Pe 5,4), que da una felicidad tan inmensa, que no guarda proporción con los sufrimientos de esta vida, pues «nuestras penalidades momentáneas y ligeras nos producen una riqueza eterna, una gloria que las sobrepasa desmesuradamente» (2Cor 4,17; +Rm 8,18).
Como el lenguaje simbólico se atreve con todo, el cielo viene revelado en la predicación de Cristo y de los Apóstoles como un convite de bodas (Mt 22,1-14), anticipado ahora en la sagrada Eucaristía. También es simbolizado el cielo como «la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén»: el Cordero es su luz, y la gloria de Dios lo ilumina todo. Es como una esposa bellísima, adornada para su esposo (Ap 21-22).
Somos «herederos, en esperanza, de la vida eterna» (Tit 3,7): ésta es la expresión preferida por Jesús para hablar del cielo (Mc 9,43.45.47; 10,17.30). Y la vida eterna es Cristo mismo (Jn 11,25; 14,6; 1Jn 5,20: «El que cree en el Hijo tiene la vida eterna» (Jn 3,36). El cielo es estar con Cristo (Jn 14,3¸17,24; Ap 3,20): es «entrar en el gozo de nuestro Señor» (Mt 25,21-23). Por eso «deseo partir y estar con Cristo» (Flp 1,23), es decir, deseo morir, para vivir resucitado con Cristo.
El cielo, máxima promesa de Cristo… La Iglesia vive «aguardando la feliz esperanza y la manifestación esplendorosa del gran Dios y salvador nuestro, Jesucristo» (Tit 2,13; +1 Tim 6,14). «Somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando [Cristo] se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1Jn 3,2). Se cumplirá el salmo: «Contemplad al Señor y quedaréis radiantes» (Sal 33,6).
El concilio de Florencia declaró que los bienaventurados «ven claramente a Dios mismo, Trino y Uno, tal como es. Unos sin embargo con más perfección que otros, conforme a la diversidad de los merecimientos» (1439: Dz 1305; +1582).

* Los Papas sostienen las esperanzas de la Iglesia
Fieles a su vocación, «confortan en la fe a los hermanos» (Lc 22,32). Especialmente asistidos por Cristo, son fieles a la Revelación, a la fe y a la esperanza de la Tradición católica. El Magisterio apostólico mantiene, con muy pocos apoyos de los autores católicos actuales, la esperanza de los fieles. Nuestro Señor y Salvador Jesucristo es el camino que por su Iglesia nos lleva derechamente al cielo: «Nadie llega al Padre sino por mí» (Jn 14,6).
San Pío X, en su primera encíclica (Enc. Supremi Apostolatus Cathedra, 1903), declara que su voluntad más firme es «instaurar todas las cosas en Cristo» (Ef 1,10).
Es cierto que «se amotinan las naciones» contra su Autor, «y que los pueblos planean un fracaso» (Sal 2,1), de modo que casi es común esta voz de los que luchan contra Dios: «apártate de nosotros» (Job 21,14). De aquí viene que esté extinguida totalmente en la mayoría la reverencia hacia el Dios eterno, y que no se haga caso alguno de la Divinidad en la vida pública y privada. Más aún, se procura con todo empeño y esfuerzo que la misma memoria y noción de Dios desaparezca totalmente.
«Quien reflexione sobre estas cosas, será ciertamente necesario que tema que esta perversidad de los ánimos sea un preludio y como comienzo de los males que se han de esperar para el último tiempo; o que el “Hijo de perdición”, de quien habla el Apóstol, no esté ya en este mundo… “levantándose sobre todo lo que se llama Dios… y sentándose en el templo de Dios como si fuese Dios” (2Tes 2,3-4)».
«Sin embargo, ninguno que tenga la mente sana puede dudar del resultado de esta lucha de los mortales contra Dios… El mismo Dios nos lo dice en la Sagrada Escritura… “aplastará la cabeza de sus enemigos” (Sal 67,22), para que todos sepan “que Dios es el Rey del mundo” (46,8), y “aprendan los pueblos que no son más que hombres” (9,21). Todo esto lo creemos y esperamos con fe cierta» .

8) Ya Cristo vence, reina e impera
Cada día confesamos en la liturgia –quizá sin enterarnos de ello– que Cristo «vive y reina por los siglos de los siglos. Amén». No sabemos cuándo ni cómo será la victoria final del Reino de Cristo. Pero siendo nuestro Señor Jesucristo el Rey del universo, el Rey de todas las naciones; teniendo, pues, sobre la historia humana una Providencia omnipotente y misericordiosa, y habiéndosele dado en su ascensión «todo poder en el cielo y en la tierra», ¿podrá algún creyente, sin renunciar a su fe, tener alguna duda sobre la plena victoria final del Reino de Jesucristo sobre el mundo?

* La Providencia divino «todo lo gobierna» en nuestro tiempo; hasta lo mínimo y lo malo
Cristo resucitado «subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre. Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin». En el momento de la Ascensión se nos revela esta gloriosa palabra angélica y evangélica: «este Jesús que os ha sido arrebatado al cielo vendrá de la misma manera que le habéis visto subir al cielo» (Hch 1,11).
El Catecismo de la Iglesia confiesa que Jesucristo, ya desde la Ascensión, «es el Señor del cosmos y de la historia:
«Estamos ya en la última hora» (1Jn 2,18). El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable». Sin embargo, el Reino de Dios, presente ya en la Iglesia, no se ha consumado todavía con el advenimiento del Rey sobre la tierra, y sufre al presente los ataques del Misterio de iniquidad, que está en acción (2Tes 2,7). Pero ciertamente «el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente. Este acontecimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento» (673).
* * *
«Mi Dios y mi rey eres tú, que das la victoria a Jacob… Yo no confío en mi arco, ni mi espada me da la victoria. Tú nos das la victoria sobre el enemigo, y derrotas a nuestros adversarios. Dios ha sido siempre nuestro orgullo, y siempre damos gracias a tu nombre» (Sal 43).