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11.- María: Esposa, Virgen, Madre

Todo lo que hemos visto se encuentra –como todo el misterio cristiano– perfectamente realizado en María: ella ha estado casada con José y ha vivido de manera plena tanto la virginidad como la maternidad.
María se ha desposado con Cristo, la verdadera «ayuda adecuada», uniéndose profundamente a Él y llegando a ser «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch 4,32) con Él. Su unión ha sido tan profunda, que lo ha engendrado en su seno. Se puede afirmar que María es Esposa y Madre de Cristo.
Quizá choque a algunos el título de María Esposa de Cristo. Pero así la llaman algunos Padres de la Iglesia (SAN PEDRO CRISÓLOGO, Sermo 140: PL 52,576 A; SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, Homilia 4: PG 77, 996 B-C). Y así parece sugerirlo san Juan al llamarla «Mujer» en las bodas de Caná (2,4) y al pie de la cruz (19,26), evocando Génesis 3,15: María es la nueva Eva, la Esposa, la Madre de todos los vivientes regenerados por la redención de Cristo.
Sobre esto, cf. I. DE LA POTTERIE, María en el misterio de la alianza, Madrid 1993, 195-251 («Esposa de las bodas mesiánicas»).
Por eso su matrimonio con José es virginal: Cristo Esposo lo llena todo. Y por eso su maternidad es también virginal: no ha concebido de José, sino por la acción directa del Espíritu Santo en ella.
Pero precisamente su virginidad le ha otorgado la máxima fecundidad. No es Madre de Cristo a pesar de ser virgen, sino precisamente por serlo. Si María hubiera concebido de un hombre, habría engendrado un simple hombre; porque ha concebido «del Espíritu Santo», ha dado a luz al Hijo de Dios (Lc 1,34-35); más aún, es Madre del Cristo total, Cabeza y Cuerpo: por tanto, Madre también de la Iglesia y de cada uno de nosotros en ella.
Y este modo de vivir María es también el de la Iglesia. Desposándose con Cristo, uniéndose profundamente a Él, concibe virginalmente (es decir, por la acción del Espíritu Santo) y se convierte en Madre al engendrar a Cristo en las almas. Su fecundidad no depende de los medios naturales o de los recursos pastorales, sino de su virginidad, es decir, del grado de su unión con el Esposo, único capaz de suscitar vida divina (CONCILIO VATICANO II, Lumen Gentium, 63.65).
Y lo mismo vale para cada cristiano y para cada apóstol: la virginidad es condición imprescindible para la fecundidad pastoral.