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La realidad de Cristo Resucitado tiene una de sus manifestaciones culminantes en la Eucaristía (presencia «real» por antonomasia). En ella la presencia de Cristo incluye una dimensión «corporal» («cuerpo, sangre, alma y divinidad») especialmente densa. A ella se pueden aplicar las palabras de Jesús: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo; palpadme…» (Lc 24,39).
La Eucaristía nos ofrece un contacto real, profundo y personal con Cristo. Por eso no se puede vivir la relación esponsal con Cristo sin la Eucaristía. El creyente se siente irresistiblemente atraído, imantado, hacia la Eucaristía (celebración, comunión, presencia permanente): ahí comprueba que Cristo no es «un fantasma» (Lc 24,37), sino Alguien con quien se puede convivir y compartir todo: alegrías y tristezas, proyectos y esperanzas, triunfos y fracasos…
Particularmente la comunión eucarística es un tiempo de especial intimidad con Cristo, donde Él nos asimila hasta lograr que la amada quede «en el Amado transformada» (S. Juan de la Cruz). Tal vez en la Eucaristía pensaba san Pablo al escribir a los corintios: «el cuerpo… es para el Señor, y el Señor para el cuerpo» (1Cor 6,13).
Esto tiene especial relevancia para quienes han recibido la vocación a la virginidad. Intentar vivir la virginidad sin una amplia y profunda relación con la Eucaristía, sería como un casado que intentara vivir su matrimonio lejos de su esposa, sin apenas contacto con ella…
Y lo que decimos de la Eucaristía hay que extenderlo a la contemplación. Solo es posible una vida virginal cuando hay una verdadera vida de contemplación. El hombre no puede vivir de «ideas», sino de la Presencia de una Persona. La profunda experiencia de la presencia permanente del Esposo en el alma –inhabitación– es condición para el celibato: pretender un celibato sin contemplación, sin oración continua, es pretender lo imposible.