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No es nuestra pretensión desarrollar aquí este importante y complejo tema. Pero sí nos parece que lo visto hasta ahora arroja una importante luz sobre este asunto.
Sabemos que sacerdocio y celibato no están «esencialmente» unidos; de hecho, algunas Iglesias y ritos orientales en plena comunión con Roma admiten al sacerdocio a hombres casados. Sin embargo, el celibato sacerdotal en la Iglesia latina no es una mera «ley» humana que se puede –y, según algunos, se debe– cambiar. El Concilio Vaticano II habla de una multiforme conveniencia (multimodam convenientiam) entre sacerdocio y celibato (CONCILIO VATICANO II, Presbyterorum ordinis, 16). Por tanto, si la Iglesia lo mantiene –a pesar de las dificultades–, es porque tiene razones muy poderosas para ello (PABLO VI, Sacerdotalis caelibatus, 14-16).
En efecto, el sacramento del orden configura al presbítero con Cristo; en la totalidad de su persona el sacerdote es asumido por Cristo, hasta el punto de que las palabras «yo te bautizo», «yo te absuelvo», «esto es mi cuerpo»… son simultáneamente de Cristo y del sacerdote, o mejor, de Cristo en él y a través de él. Esta configuración «ontológica» tiende a ser también existencial, de tal manera que toda la persona del presbítero sea sacramento, es decir, signo e instrumento de Cristo…
Se comprende entonces que lo que hemos dicho acerca de la virginidad esponsal conviene sumamente al sacerdocio. El celibato facilita la vivencia de la consagración sacerdotal, y esta a su vez impulsa desde dentro al celibato: ambas realidades se influyen y enriquecen mutuamente, contribuyendo a convertir al ministro ordenado en «una sola cosa» con Cristo Sacerdote.
En efecto, por el celibato el sacerdote hace suyos –«desposa»– más fácilmente los deseos y las intenciones, los amores y los proyectos de Cristo Buen Pastor (JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis, 22-23). Cristo y su ministro llegan a ser de ese modo «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch 4,32).