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Cristo Esposo –lo hemos dicho– es para todos, y también la relación esponsal con Él lo es. Pero hay dos modos fundamentales de vivirla: la virginidad o celibato y el matrimonio.
Consideramos los dos términos, virginidad y celibato, como sinónimos y equivalentes. Sin embargo, parece que el primero conviene más a los que son vírgenes también en el plano físico, mientras que el celibato podría ser vivido incluso por quienes en la vida pasada dejaron de serlo. Aplicamos el término «virgen» tanto al varón como a la mujer, igual que en 1Cor 7,25.
Examinemos el primero de ellos.
Ante todo, constatamos que en el AT la presentación de la virginidad es totalmente negativa, como se deduce de los siguientes textos:
a) Génesis 2,18: además de revelarnos –como hemos visto– una verdad fundamental del ser humano (que hemos sido creados para ser desposados), apunta también a esta valoración negativa de la virginidad. Adán se experimenta no solamente en soledad, sino en cierto sentido incompleto: de ahí su jubilosa alegría cuando Yahveh Dios crea a la mujer que le complementa y se la entrega como esposa (Gen 2,21-25).
b) Jueces 11,29-40: Jefté ha prometido al Señor ofrecerle en sacrificio la primera persona que encuentre si se le concede la victoria contra los ammonitas. Cuando regresa victorioso, es su propia hija la que se presenta. Lo curioso del relato es que a la joven le parece bien que la sacrifiquen: su único dolor es que va a morir virgen, es decir, sin realizarse plenamente, incompleta, infecunda; por eso pide dos meses para «llorar su virginidad» (v. 37).
c) Jeremías 16,2ss: como en el caso de otros profetas (por ejemplo, Oseas, desposando a una prostituta), Jeremías transmite un mensaje con su propia vida; Yahveh le dice: «No tomes mujer ni tengas hijos ni hijas». El celibato de Jeremías es totalmente negativo: sirve para expresar la esterilidad de un pueblo que ha abandonado a su Dios y camina hacia el desastre y la destrucción.
d) Amós 5,1-2: «la nación es comparada a una virgen arrebatada por la muerte en plena juventud sin haber podido realizar su vocación de mujer: el matrimonio y la maternidad» (Nota de la Biblia de Jerusalén).También en este caso la noción de virginidad es negativa.
Sin embargo, la perspectiva cambia totalmente en el NT: lo que Gen 2,18 llamaba «no bueno», san Pablo lo llama «bueno» (1Cor 7,1.8.26): «es bueno para el hombre abstenerse de mujer» (v. 1); más aún, se pone a sí mismo como modelo de este nuevo estilo de vida («digo a los no casados y a las viudas: es bueno para ellos si permanecen como yo»: v. 8); hablando a los novios, les dice que quien se casa obra «bien», pero el que no se casa obra «mejor» (1Cor 7,36-38); finalmente, dirigiéndose a las viudas, les reconoce que pueden volver a casarse «en el Señor», pero afirma que será «más feliz» la que permanece así (1Cor 7,39-40).
Podemos –y debemos– preguntarnos: ¿qué ha ocurrido para que lo que era «no bueno» se convierta en «bueno»? Llama la atención la insistencia: 4 veces el adjetivo «bueno», 1 el adverbio «bien», además del doble comparativo «mejor» y «más feliz». ¿Acaso san Pablo se atreve a corregir y a rectificar al mismísimo Creador?
El contraste es más llamativo cuando comprobamos que el adjetivo «bueno» (kalon en griego) que utiliza san Pablo es el mismo que los LXX –la Biblia cristiana por excelencia– utiliza en Gen 2,18 al traducir el original hebreo.
Para encontrar una respuesta satisfactoria, hemos de ir en la dirección del texto del Génesis. Sigue siendo verdad la afirmación: «No es bueno que el hombre esté solo». Por tanto, no puede anular la dimensión de esponsalidad inscrita en lo más profundo de su ser: si la niega, si la virginidad es renuncia, entonces el hombre –varón o mujer– queda incompleto, y por tanto insatisfecho, permanece estéril…
Con otras palabras: solo si existe una «ayuda adecuada», puede el hombre colmar su dimensión esponsal, y entonces la virginidad tiene sentido y valor. Nítidamente sentencia San Juan Pablo II:
«No se puede comprender rectamente la virginidad, la consagración de la mujer en la virginidad, sin recurrir al amor esponsal; en efecto, en tal amor la persona se convierte en don para el otro. Por otra parte, de modo análogo ha de entenderse la consagración del hombre en el celibato sacerdotal o en el estado religioso» (JUAN PABLO II, Carta apost. Mulieris dignitatem, 20).
Busquemos, por tanto, en esa dirección, buceando en los textos del NT:
a) 1Corintios 7,32-35 es indudablemente la carta magna de la virginidad cristiana. En ella san Pablo pone en estrecho paralelismo al casado y al célibe: el célibe pertenece a Cristo como la mujer al marido. El paralelismo sugiere que Cristo es para el virgen lo que el marido es para su esposa. Cristo Esposo completa al célibe en toda su dimensión esponsal (afecto, comprensión, cercanía, apoyo...)
Para este texto, cf. L. LEGRAND, La doctrina bíblica de la virginidad, Estella 1967; R. CANTALAMESSA, Virginidad, Valencia 2003.
Hay que notar que en este texto san Pablo aplica esta dimensión esponsal tanto al hombre virgen como a la mujer virgen; en efecto, habla tanto del «casado» y «el célibe» como de «la casada» y «la virgen».
Cf. M. IGLESIAS, Nuevo Testamento, Madrid 2003, 680 (nota a 1Cor 7,25): «tal como está en el texto griego, puede aplicarse a las personas vírgenes de ambos sexos», como se explicitará de hecho en 7,32-34.
Veamos más en detalle algunas de las riquezas de este texto:
a.1- La virginidad es ante todo un carisma (1Cor 7,7), es decir, un don recibido de Dios para la edificación de la Iglesia (cf. 1Cor 12,7).
a.2- El virgen se preocupa de las cosas del Señor (v.32.34). El verbo merimnao significa aquí «cuidar con solicitud»: de manera semejante a como la casada se dedica con solicitud a atender las cosas de su marido (en el texto «las cosas del mundo»), el virgen o célibe se dedica a «las cosas del Señor». La idea no puede ser más bella: el célibe se dedica a las cosas del Señor (apostolado, etc.) con el mismo amor fino y delicado, detallista y solícito, con que una buena esposa atiende los asuntos de su marido.
a.3- El célibe se preocupa de «agradar al Señor» (v. 32). Por tanto, no solo atiende las cosas del Señor, sino que establece una relación personal: busca agradarle. Es decir, se ocupa de las cosas del Señor, pero no de cualquier manera, sino buscando agradarle. Con otras palabras: mientras se dedica a los asuntos del Señor está con la mirada, el corazón y el pensamiento puestos en el Señor preguntándose y preguntándole qué y cómo le agrada. Por lo demás, el verbo areskein puede tener un sentido muy fuerte; sin excluir el aspecto afectivo, significa la disposición a complacer, casi a servir (1Cor 10,33; Gal 1,10); agradar a Cristo significa estar totalmente dedicado a Él, compartiendo sus ideas y deseos y adoptando su punto de vista en todo.
Por todo ello, el célibe no niega su dimensión esponsal, sino que la vive de otra manera, incluso más plena y perfecta que el casado. También el virgen y la virgen pueden exclamar con gozo esponsal en referencia a Cristo: «Mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado» (Ct 2,16;6,3). Por el celibato el hombre y la mujer vírgenes se entregan total y exclusivamente a Cristo, que a su vez se les da como Esposo.
a.4- En relación con la dimensión esponsal aparece también el aspecto de consagración. Ya hemos visto cómo el virgen se dedica al Señor y a sus cosas; le está consagrado. Pero san Pablo lo dice expresamente: la virgen se preocupa de «ser santa en el cuerpo y en el espíritu» (1Cor 7,34). El adjetivo hagia no indica ante todo una cualidad moral, sino religiosa y teológica. El virgen queda consagrado en la totalidad de su persona (no sería propiamente virgen quien lo es solo en su cuerpo o solo en su espíritu). Es apartado de la esfera natural (matrimonio, familia, etc.) para ser introducido en la esfera de lo divino, para vivir en la pertenencia total y exclusiva a Cristo Esposo y dedicado a sus cosas y a sus intereses.
En cuanto consagración (=sacrificio) la virginidad supone cruz y muerte (pues renuncia incluso a afectos naturalmente buenos y legítimos), pero conlleva sobre todo la elevación del nivel natural a la esfera sagrada y divina. En este sentido, la virginidad no es negación del cuerpo, de la afectividad, etc., sino su consagración. El virgen es introducido en la vida nueva del Reino, en el Paraíso, vive ya una vida resucitada. Así, bajo la acción del Espíritu (cf. Hb 9,14) y participando del sacrificio de Cristo, la virginidad es una liturgia continua por la que el virgen es hecho santo y sagrado, es inmolado y exaltado, y participa ya en este mundo de las delicias de la intimidad divina (cf. Sal 73,25-28).
a.5- Libertad interior. Condición y a la vez consecuencia de esta dedicación al Señor es el estar «libre de preocupaciones» (1Cor 7,32). Mientras que el casado ha de estar ocupado en muchas cosas y ello le produce dispersión y agitación, hasta el punto de estar «dividido» interiormente (v. 34), el ideal que propone Pablo a los célibes es verlos libres de preocupaciones y «sin división» interior (v.35), sin distracciones innecesarias (cf. Lc 10,38-42, donde se usa el mismo verbo contraponiendo la actitud de Marta, preocupada con «muchas cosas», a la de María, que «ha elegido la parte mejor», ya que en realidad «solo una cosa es necesaria»). De este modo, al célibe le resulta fácil el «trato asiduo con el Señor» (v. 35): toda su dimensión afectiva y personal queda polarizada en torno al Esposo Cristo con un corazón indiviso.
Ahora bien, no se trata de una despreocupación egoísta, sino que viene de la caridad y a ella conduce: está en función de ese trato asiduo con el Señor, del deseo de agradarle, de la consagración a Él en cuerpo y alma, de la dedicación a sus cosas (lo cual supera en peso la carga de una familia: ya sabemos lo que esto supone en la experiencia de Pablo: trabajos, fatigas, persecuciones, la preocupación por todas las Iglesias: 2Cor 11,23-29 ; «de nuevo sufro dolores de parto»: Gal 4,19; «vivimos si permanecéis firmes en el Señor»: 1Tes 3,8; etc).
a.6- Situándose en lo definitivo, la virginidad tiene también un sentido profético, pues toma en cuenta que «el tiempo es corto» y que «la apariencia de este mundo se termina», invitando a que «los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran» (1Cor 7,29-31).
Por tanto, este texto muestra claramente que san Pablo entiende la virginidad en sentido esponsal, es decir, en función de Cristo. En otros pasajes Pablo nos hará ver cómo vive su virginidad/celibato también como paternidad fecunda (1Cor 4,14-16; Flm 10; Gal 4,19).
b) Pero la virginidad cristiana no es un invento de san Pablo: la enseñanza de Jesús también contiene indicaciones preciosas. Además del hecho de haber vivido virginalmente Él mismo –lo cual es ya en sí mismo altamente significativo– (PABLO VI, Enc. Sacerdotalis caelibatus, 21), encontramos al menos estos textos:
*Mt 19,10-12: ante la perplejidad de los discípulos por su enseñanza sobre el matrimonio, Jesús habla de los «eunucos por el Reino de los cielos». De manera parecida a como le tachaban de «comilón» y «borracho», tal vez la gente murmuraba de Jesús al verle sin casarse a pesar de haber llegadoa su edad adulta. Él usa la palabra «eunuco» dándole un sentido nuevo y diferente: «por el Reino» quiere decir «por Jesús», pues Él mismo es el Reino (cf. Lc 17,21: «el Reino de Dios está en medio de vosotros»). Pero este nuevo estilo de vida solo es posible para aquellos «a quienes es concedido». Evidentemente por Dios: la virginidad por el Reino es un don de lo alto.
En el texto original encontramos lo que en exégesis se llama «pasivo teológico». Una de las formas con que los judíos contemporáneos de Jesús evitaban nombrar a Dios (el nombre divino era considerado demasiado sagrado para estar en labios del hombre) era recurrir a la voz pasiva. Por eso, decir «les sea concedido» equivale a «Dios les conceda». Este uso es muy frecuente en el NT: decir «serán consolados» significa «Dios los consolará», «serán saciados» es afirmar «Dios los saciará» (Mt 5,5-6), etc).
*Lc 20,34-36: cuando los saduceos le tienden una trampa para ridiculizar la fe en la resurrección, Jesús afirma que el matrimonio es una realidad de este mundo, mientras que en el mundo futuro ni los varones ni las mujeres se casarán; en la resurrección Cristo «será todo para todos» (cf. 1Cor 15,28): por tanto, la virginidad anticipa ya en este mundo la vida celestial de resucitados, en la que cada uno verá cara a cara a Cristo y se unirá directamente a Él sin mediación de ningún tipo.
Estos textos, unidos a los que vimos anteriormente en que Cristo se presenta como el Esposo, nos muestran que la virginidad es una novedad cristiana (PABLO VI, Enc. Sacerdotalis caelibatus, 19-24; JUAN PABLO II, Carta apost. Mulieris dignitatem, 20). Nada tiene que ver con el desprecio del cuerpo o de la sexualidad (ni tampoco con el celibato que se encuentra en otras religiones o espiritualidades). Al irrumpir en este mundo el Esposo –aquel que es la perfecta «ayuda adecuada»–, el corazón de los varones y de las mujeres puede ser captado de tal manera que solo vivan de Cristo y para Cristo.
En efecto, con Cristo han iniciado los tiempos definitivos («ha llegado el Reino»: Mt 4,17; Mc 1,15; «ha llegado el Esposo»: Mt 25,6), y la virginidad testimonia esta realidad nueva. Por eso no es renuncia, ni vacío, ni esterilidad, sino plenitud afectiva y al mismo tiempo fecunda.
Esta enseñanza neotestamentaria –suficientemente clara a nuestro juicio, pero en cierto modo todavía germinal– ha sido ampliamente desarrollada en los primeros siglos del cristianismo. En efecto, la literatura patrística sobre el tema es abundante y explicitísima: comienza en el s. II y se desarrolla sobre todo en los ss. IV-VI.
Sobre esto se puede consultar la obra ya clásica F. de B. VIZMANOS, Las vírgenes cristianas de la Iglesia. Estudio histórico y antología patrística, Madrid 2009; cf. J. A. HERMOSILLA GARCÍA, La virginidad en los escritos de los santos padres, Lurín (Perú)-Humocaro Alto (Venezuela), 2017.
Los Padres de la Iglesia destacan la virginidad como testimonio vivísimo y elocuente de la novedad traída por Cristo.
Y toda esta riqueza doctrinal se encuentra recogida en el Magisterio y está presente en la Liturgia de la Iglesia.
Además del texto ya mencionado de Juan Pablo II en Carta apost. Mulieris dignitatem, ver CONCILIO VATICANO II, Perfectae caritatis, 12. Antes del Concilio, PIO XII, Enc. Sacra virginitas. Cf. JUAN PABLO II, Exh. Apost. Vita consecrata, 3a, 15, 34b; Hombre y mujer…, 407-466; La vida consagrada, un camino de amor a la vida. Catequesis de Juan Pablo II, Lima 1997).
Lo que la Iglesia expresa en su oración responde a lo que cree (lex orandi, lex credendi).
Así lo encontramos en el Común de vírgenes tanto del Misal Romano («ven, esposa de Cristo»: antífona de entrada), como del Leccionario (Ct 8,6-7; Os 2,14-20; Ap 19,5-9; 21,1-5; Sal 44; etc.) y de la Liturgia de las Horas («adoremos al Cordero, al Esposo acompañado por el cortejo de vírgenes»: ant. Invit.; «quiero ser solamente tuya, oh Cristo Esposo»: ant. II Visp.; «glorifiquemos a Cristo, Esposo y corona de las vírgenes»: preces laudes).
También se encuentra resaltado en algunas memorias, por ejemplo santa Inés (21 enero): «mi Señor Jesucristo ha puesto en mi dedo el anillo nupcial y ha colocado sobre mi cabeza la corona de esposa» (ant. Laudes); «estoy desposada con Aquel a quien sirven los ángeles y cuya belleza admiran el sol y la luna» (ant. Laudes); «sería una injuria para mi Esposo esperar a ver si me gusta otro» (Of. Lect.).
Sobre esta base, expliquemos un poco más en detalle lo que significa la virginidad esponsal. Podemos decir que la virginidad expresa y realiza una unión con Cristo que tiene las siguientes características: inmediata, exclusiva, total, explícita.
Una vez más tomamos textualmente la enseñanza del venerable JOSÉ RIVERA. Cf. J. RIVERA –J.M. IRABURU, Síntesis de espiritualidad católica, Pamplona 2008, 354ss; J. RIVERA RAMÍREZ, La urgencia de ser santos. Ejercicios espirituales, Toledo 2011, 255-275).
1.- Inmediata. Cristo es el Esposo para todos. Pero el casado se une a Cristo a través del signo sacramental de su cónyuge. En cambio, el célibe vive una unión con Cristo sin mediación de otras personas: es Cristo quien directamente llena su corazón en el «tú a tú», sin intermediarios. Y desde esa unión con Cristo afronta todo lo demás: relación con otras personas, tareas, etc.
2.- Exclusiva. No es que el célibe necesita a Cristo y «además» a otras personas. La gracia del celibato supone que Cristo –Él solo– basta a quien ha recibido ese don. Por eso es testimonio, porque manifiesta que Cristo sacia y satisface plenamente a la persona. Lleno del amor de Cristo, no «necesita» del amor de otras personas (familia, amigos, etc); cuando va a ellos es para darse, y si recibe afecto, son para él «añadiduras».
3.- Total. Es decir, de toda la persona, en su alma y en su cuerpo, en su inteligencia y en su voluntad, en su afectividad y sensibilidad. Involucra todo su tiempo y toda su actividad. Toda su vida está marcada por esta relación esponsal con Cristo. Toda la persona del célibe está como imantada por Cristo, vive en función de Él, gira entorno a Él. El amor de Cristo totaliza y unifica la vida del célibe.
4.- Explícita. Debe verse con facilidad que la razón de ser y el sentido de esa vida virginal es Cristo, que no hay otras compensaciones sustitutorias. Toda su vida remite espontáneamente a Cristo, de manera que cualquier persona de buena voluntad puede percibirlo. Cristo es su «secreto a voces», el que explica sus opciones de vida, su actividad, sus relaciones personales…
Esta profunda unión con Cristo propia del celibato o la virginidad es un misterio, es un don de Dios, supone una consagración y constituye un testimonio.
a) Misterio. Solo se entiende a la luz de la fe: por tanto, no valen las razones naturales, pues es algo enteramente sobrenatural. Desde fuera solo se ve la soltería. La virginidad solo puede ser vivida desde la fe, es decir, desde la relación con Cristo Esposo; por eso requiere un continuo ejercicio de fe y una vida espiritual intensa.
b) Don de Dios. No se puede vivir el celibato por iniciativa humana. Si Dios no ilumina de manera atrayente solo habría continencia. Únicamente quien experimenta la inmediatez del amor de Cristo o aprende de las circunstancias que el plan de Dios sobre sí es la virginidad, puede recibirla y vivirla con madurez suficiente. Por eso dice Jesús al hablar de lo eunucos por el Reino: «Quien pueda entender, que entienda» (Mt 19,12), es decir, aquel a quien se le ha «concedido» (v.11). Cuando una persona recibe ese don, Jesucristo se compromete a llenar su afectividad, y Él es completamente fiel, no puede fallar.
c) Consagración. La personalidad humana del célibe, en cada uno de sus aspectos (afectividad, fecundidad, etc.), no queda anulada, sino elevada al nivel sobrenatural, divino. Es «sacrificada» en el sentido etimológico de la palabra (= «hecha sagrada»), no en el sentido de costoso o que conlleva sufrimiento (pues quien ha recibido el don y lo vive, experimenta la plenitud humana y el gozo).
d) Testimonio. Como consecuencia de todo lo anterior, la vida del célibe proclama al mundo que Cristo puede bastar al hombre, que la intimidad con Él perfecciona y hace dichoso. Y esto tanto para los que buscan la libertad sexual como fuente de felicidad, como para los casados que sufren las deficiencias del cónyuge: la vida del célibe muestra que Cristo da lo que el compañero humano no sabe, no puede o no quiere dar. Por ello la virginidad juega un papel muy importante en la propagación del cristianismo.