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4.- Nuestra relación esponsal con Cristo

Si Cristo es el Esposo, se revela y se entrega como tal, eso significa que quiere establecer con nosotros una relación propiamente esponsal. Para explicar esto, hemos de tener en cuenta algunas premisas:
a) Una vez que Dios se ha revelado como Trinidad, nuestra relación ya no es con Dios sin más, sino que estamos llamados a entrar en una relación personal con cada una de las Personas divinas tal como son. Respecto de Dios Padre somos hijos, y nuestra relación con Él es filial (Jn 1,12; Gal 4,5; Rom 8,15-16; 1Jn 3,1-2). El Espíritu Santo es como nuestra alma: de manera análoga a como el alma dirige al cuerpo, el Espíritu Santo nos guía y conduce como principio de nuestra vida (Rom 8,14; Gal 5,18.25; cf. Hch 8,29.39). Nuestra relación con Cristo es esponsal: estamos llamados a ser una sola cosa con Él.
b) Es cierto que el título de Esposo no agota todos los aspectos de nuestra relación con Cristo. En efecto, el NT le presenta también como hermano (Hb 2,11-12), amigo (Jn 15,15), Señor (Hch 2,36), Salvador (Jn 4,42), etc. Cada título expresa un aspecto del misterio de Cristo y subraya una dimensión de nuestra relación con Él. Pero el de Esposo es de los más profundos, como veremos.
c) La relación esponsal no es una metáfora. Al hablar de nuestra filiación divina, san Juan enfatiza que no solo nos «llamamos» hijos de Dios, sino que realmente lo «somos» (1Jn 3,1). De manera semejante podemos afirmar el realismo de nuestra unión esponsal con Cristo. No son los padres humanos los verdaderos padres, aplicando metafóricamente a Dios la noción de paternidad, sino al revés: Dios es el verdadero Padre, de quien procede toda otra paternidad (cf. Ef 3,14-15).
Igualmente, no tomamos el matrimonio humano como comparación para referirnos a Cristo como Esposo (y a la Iglesia o a nosotros como esposa), sino al contrario: la realidad es Cristo (Col 2,17) y su desposorio con la Iglesia, mientras que el matrimonio humano es signo-sacramento, remite a esa realidad fundamental, de la que recibe su riqueza y su valor (Ef 5,25-33), como también veremos.
d) Cristo es Esposo para todos los cristianos, no solo para las religiosas o consagradas. Si bien la relación esponsal con Cristo se vive de manera diferente según los distintos estados o vocaciones –como tendremos ocasión de matizar–, Cristo permanece como Esposo para todos.
e) Una de las razones por las que no se habla mucho de Cristo Esposo es tal vez por el temor a generar malentendidos o interpretaciones aberrantes. Quizá por esa razón el mismo san Pablo afirma que «el que se une a Cristo se hace un solo espíritu con Él» (1Cor 6,17), cuando la lógica del razonamiento según las frases anteriores parece que pediría «se hace un solo cuerpo con Él». En un mundo hipersexualizado como el actual, hablar de desposorio lleva a pensar en la dimensión sexual-genital, pero la realidad esponsal es algo mucho más amplio, rico y profundo.
f) Por eso mismo hemos de decir que Cristo es Esposo no solo para las mujeres, sino también para los varones (JUAN PABLO II, Carta apost. Mulieris dignitatem, 20). En efecto, en la nueva realidad instaurada por Cristo «ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer» (Gal 3,28). Para todos Cristo es la «ayuda adecuada».
Teniendo en cuenta todo esto, podemos afirmar que la relación esponsal con Cristo consiste sobre todo en una unión profunda con Él, que hace de los dos –Cristo y el cristiano– una sola cosa, «un solo espíritu» según la afirmación de 1Cor 6,17.
Conviene notar que cuando Gen 2,24 afirma que el varón y la mujer «se hacen una sola carne», la palabra «carne» no se refiere solo a la unión corporal, sino a la persona en su totalidad: marido y mujer llegan a constituir una unidad tan profunda que son como una sola persona, sin dejar de ser dos. De manera análoga, el cristiano y Cristo son uno solo sin dejar de ser dos.
No es casual, en efecto, que los místicos acudan con frecuencia al lenguaje nupcial-matrimonial para expresar lo inefable: la unión del hombre con Cristo, que supera completamente cualquier otra unión entre personas humanas, incluida la matrimonial.
Cf. por ejemplo SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, 12,7; 22,3; SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas VI, 4.2.9.13; J. SANZ MONTES, «Illum totaliter diligas» (3 EpAg 15). La simbología esponsal como clave hermenéutica del carisma de Santa Clara de Asís (tesis doctoral), Roma 2000; F. FROST, Van y la relación esponsal con Jesús, Versailles 2017).
Sin usar lenguaje esponsal, encontramos en la Escritura otras expresiones que nos hablan de esta unión íntima y profunda del hombre con Cristo: «Vivo, pero no yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). Jesús mismo nos habla de permanecer en Él y Él a su vez en nosotros, como el sarmiento unido a la vid posee la savia y la vida misma de ella (Jn 15,5). Verdaderamente, Cristo y el hombre se funden en uno solo.
Es claro que no se trata de anulación o desaparición del hombre (panteísmo). Pero los místicos usan unas expresiones muy audaces (cf. por ejemplo SAN JUAN MARÍA VIANNEY: «Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya nadie puede separar», De sus catequesis). En efecto, «el amor de Cristo excede todo conocimiento» (Ef 3,19), supera ilimitadamente todo lo que podemos pensar o concebir (cf. 1Cor 2,9; Ef 3,20).
Tomando la frase ya citada del Cantar, podemos decir que esta unión esponsal conlleva una mutua pertenencia: «Mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado» (Ct 2,16; 6,3). En efecto, Cristo se entrega de tal manera que todo lo suyo es nuestro: su vida, su gracia, su santidad, sus méritos, sus virtudes… Como fruto de esa donación libre, poseemos realmente a Cristo.
Pero la donación es mutua. El cristiano desposado con Cristo ya no se pertenece a sí mismo (cf. 1Cor 7,4). Todas sus facultades, su cuerpo, su tiempo… son del Amado. Ya no es propietario, su vida es de Cristo (1Cor 6,19-20). Vive y muere para el Esposo, que es al mismo tiempo su Señor (Rom 14,7-9).
Como consecuencia, el cristiano es ante todo un enamorado. Vive fascinado por la belleza del Esposo (cf. Ct 5,10-16), que es «el más hermoso de los hijos de Adán» (Sal 45,3-9). Solo tiene ojos para Él, y no se deja deslumbrar por falsas bellezas. Vive pendiente de la voz del Amado (Ct 2,8), que se goza y se complace en él (Ct 4,1-15; 7,1-14), que le llama a salir de sí y a ir a Él (Ct 2,10.13), que le invita a abrir la puerta del corazón para acogerle de una manera cada vez más profunda y total (Ct 5,2).
Como enamorado de Cristo, el cristiano le busca constantemente y con pasión (Ct 3,1-4; Sal 27,8; 63,2; 42,2-3; Jn 20,13-15) y «se pega» a Él (Sal 63,8-9; Sir 2,3); no se cansa de contemplarle (Sal 63,3). En la intimidad con Él halla su descanso (Sal 16,9; 62,2.6; Mt 11,28-30).
En esta «ayuda adecuada» que es Cristo, el cristiano encuentra su plenitud. La unión con Cristo «sacia» el alma (Sal 63,6) y produce alegría en el corazón, «hartura de goces», «delicias para siempre» (Sal 16,9.11). Por eso llega a exclamar: «Estando contigo no hallo gusto ya en la tierra» (Sal 72,25), «Tú eres mi bien, nada hay fuera de ti» (Sal 16,2).
Cuanto más crece en intimidad con el Esposo, más se afianza en Él: «Estoy siempre contigo» (Sal 73,23). Solo desea «morar en la casa del Señor todos los días de mi vida, gustar de la dulzura del Señor» (Sal 27,4), pues «mi bien es estar junto a Dios» (Sal 73,28). La presencia del Esposo proporciona seguridad (Sal 16,8.9; 27,1-6). Cristo llega a ser el todo para el creyente en el presente y en el futuro: «El Señor es la parte de mi herencia… mi suerte está en tu mano» (Sal 16,5-6).
El creyente sabe que todo pecado tiene la gravedad de la traición y de la infidelidad: es adulterio y prostitución, según la terminología de los profetas, que sigue usándose en el NT (St 4,4). Cristo merece ser amado «con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas» (Lc 10,27 par): no hacerlo así es fallar al amor esponsal, y no vivir totalmente para el Señor es profanar la propia persona, que es de Él y para Él (Col 1,16).
Sin embargo, Cristo Esposo es fiel y misericordioso (Hb 3,2; 4,15). Nos ha desposado en fidelidad y compasión (Os 221-22). Por eso, incluso «si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo» (2Tim 2,13); es capaz de compadecerse de la esposa infiel (Os 2,25) y lavarla (Sal 51,9), seduciéndola con su amor (Os 2,16) para desposarla de un modo nuevo (Os 2,18) y restablecer con ella la alianza rota por el pecado (Ez 16,60-63).
De este modo, el cristiano aprende a vivir cada vez más para Cristo, que de tantas y tan sublimes maneras le manifiesta su amor. Con el alma literalmente «seducida» por Cristo (Os 2,16), que le ha «robado el corazón» (cf. Ct 4,9), es capaz de hacer locuras por Él, las locuras que vemos tantas veces en las vidas de los santos y que son propias del corazón enamorado.
Y es solo ahí, en la unión profunda con Cristo Esposo, donde el cristiano se experimenta ilimitada y divinamente fecundo: «el que permanece en Mí y Yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de Mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).
La sistematización que sigue está tomada del venerable JOSÉ RIVERA RAMÍREZ (1925-1991), a quien debemos las ideas clave contenidas en este trabajo. Se puede encontrar más desarrollada en su predicación, especialmente –pero no solo– en los Ejercicios Espirituales dirigidos a sacerdotes y religiosas. Es posible descargar sus audios gratuitamente en www.jose-rivera.org
Esta unión con Cristo Esposo podemos sistematizarla en los siguientes aspectos
1.- en el nivel intelectual. Como verdadero hombre, Cristo nos conoce con su entendimiento humano (Jn 2,25; 1,48; 4,17-19.29; etc). Satisface plenamente la tendencia y la necesidad de ser comprendidos, pues me comprende perfectamente (infinitamente mejor que nadie, incluido yo mismo). Por nuestra parte hay un deseo también de conocerle: ahora bien, Él tiene una capacidad ilimitada de darse a conocer. Piensa contantemente en mí, como ningún ser humano puede hacerlo y provoca en mí el deseo de pensar en Él. Podemos compartir el pensamiento, pues me va enseñando a pensar como Él, a ver las cosas como Él las ve.
2.- en el nivel de la voluntad. Siempre quiere bien con su voluntad humana, pues no hay en ella nada torcido ni pecaminoso. Me quiere del todo, con toda su voluntad humana. Se complace en mí, me perfecciona, me perdona. Me atrae hacia sí mismo, que es el Bien absoluto (cuanto más me apegue a Él, mejor, pues en esto consiste la salvación). Puedo querer lo que quiere Él (unión de voluntad), que es siempre lo mejor para mí. En Jesucristo lo encuentro todo.
3.- en el nivel de la sensibilidad. Como verdadero hombre, Cristo tiene sentimientos humanos, totalmente rectos y ordenados: se complace en lo bueno, le disgusta lo malo… En el contacto con Él sana nuestros sentimientos desordenados. Y nos hace compartir los suyos (Fil 2,5), sus gustos…
4.- como unión eterna. Mientras toda unión entre personas humanas tiene muchas limitaciones (la distancia, las imperfecciones, la finitud…), la unión con Cristo no las tiene: podemos estar siempre con Él (Mt 28,20). Y nuestra unión con Él no solo no termina con la muerte, sino que es precisamente entonces cuando se hace más plena, ya sin limitaciones de ningún tipo por nuestra parte.
5.- como unión fecunda.Siendo Cristo la Vida misma (Jn 1,4; 14,6), la unión con Él no puede no ser fecunda. El que se hace una sola cosa con Cristo, da fruto abundante precisamente en virtud de esa unión (Jn 15,5): se trata de una fecundidad sobrenatural, divina, eterna.