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Salmo 86 (87). Madre de todos los pueblos

Es un canto a Jerusalén como ciudad santa, morada de Dios (vv.2-3) y madre de todos los pueblos (vv.4-7); incluso los enemigos históricos de Israel (Egipto, Babilonia, filisteos) se convierten y entran a formar parte del pueblo santo mediante una especie de nuevo nacimiento (vv.5-6).
Es claro que esta universalidad nunca se ha realizado en la Jerusalén terrena. Anunciada también por los profetas (Is 2,2-3; 60,3ss; Zac 2,15), esta maternidad universal se realiza en la Iglesia. Ella es la nueva y verdadera Sión. Este salmo, visto a la luz de la revelación del N.T., es un precioso canto a la Iglesia, que engendra como hijos a los pueblos paganos e incluso a los mismos enemigos; es una impresionante visión de la fecundidad maternal de la Iglesia.
En efecto, la Iglesia es nuestra madre (cfr. Gal 4,26). En ella confluyen los hijos innumerables «de toda nación, raza, pueblo y lengua» (Ap 7,9). Lo que ha comenzado a realizarse en la Jerusalén física el día de Pentecostés (Hch 2,5-11.44-47; 4,32-35), se extiende después en el tiempo y en el espacio en la Iglesia de Cristo. En ella caen todas las barreras y todos somos hermanados (Col 3,11; Gal 3,27-28; 1Cor 12,13); ya hay extranjeros ni forasteros e incluso los enemigos se convierten en hermanos (Ef 2,11-22).
Al tiempo que nos gozamos en esta belleza (cfr. Ap 21,1-27), el salmo hace que nos cuestionemos si vivimos en nuestro corazón esta universalidad, si sentimos a todos como hermanos y si añoramos a los pueblos que aún no han entrado de hecho en la Iglesia.