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El salmista experimenta una fuerte desazón por la situación trágica del pueblo; es una verdadera «angustia» (v.3) que le quita el sueño (dos veces «de noche»: vv. 3.7) y pone a prueba su fe: ¿acaso Dios ha abandonado a su pueblo? Ante esta situación, para alentar su fe y su esperanza, recuerda y medita las maravillas obradas por Dios en el pasado (vv.12-21). Sin embargo, esto no parece aportarle un consuelo total al orante, que se remite a la santidad y grandeza de Dios (v.14), siempre misteriosas: cuando actuaba en el pasado no quedaba rastro de sus huellas (v.20).
Como en otros salmos, se percibe la implicación personal del orante en la situación del pueblo: ¿me dejan indiferente los problemas de la Iglesia y del mundo?; ¿los pongo en la presencia de Dios mediante la súplica y la intercesión?
Como en otros casos similares, el salmista hace memoria de las maravillas obradas por Dios en la historia de Israel, en particular la liberación de la esclavitud de Egipto (vv.15ss). Nosotros, miembros de la nueva Alianza, somos invitados a «hacer memoria» de Jesucristo resucitado de entre los muertos (2Tim 2,8); en efecto, es en la resurrección de su Hijo donde Dios ha manifestado y desplegado máximamente «la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la energía de su fuerza poderosa» (Ef 1, 19-21).
En todo caso, el salmo no da soluciones fáciles. Ante la trágica situación del pueblo y la aparente no intervención de Dios, el salmista entra «en la noche» y nos remite al misterio de Dios, absolutamente incontrolable para nosotros: «¡Qué inescrutables sus designios e inalcanzables sus caminos! Pues, ¿quién conoció la mente del Señor, o quién llegó a ser su consejero?» (Rom 11,33-34).