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Salmo 66 (67). Que todos los pueblos te alaben

Partiendo de la acción de gracias por el don de la cosecha («la tierra ha dado su fruto»), signo de la bendición de Dios (v.7), el salmo contempla el gobierno universal y justo del Señor (v.5), y se abre a un universalismo insospechado: el deseo de que esa bendición llegue a todos, de modo que todos los pueblos conozcan los caminos de Dios y experimenten su salvación (v.3) y todos alaben al Señor (vv.4.6).
En Cristo culminan las bendiciones de Dios (Ef 1,3). Él es el «Bendito» que viene en nombre del Señor (Mc 11,9). En Él y desde Él sube también la perfecta alabanza, bendición y glorificación al Padre. En Cristo se cumple igualmente el fuerte universalismo del salmo («las naciones de la tierra», «el mundo», «todos los pueblos», «los confines del orbe»): en Él se realiza la bendición de todos los pueblos prometida a Abraham (Gen 12,3; Gal 3,8).
En el «Principio y fundamento» de sus Ejercicios Espirituales san Ignacio afirma que el hombre ha sido creado para «alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor» (EE, 23). Esto lo han entendido y vivido todos los santos. Quien de veras conoce a Dios y al hombre desde Dios experimenta en su corazón este ardor que con tanta intensidad expresan las palabras del salmo: «Oh Dios, que todos los pueblos te alaben».
En efecto, «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2, 3-4). Esta es la misión de la Iglesia, y en ella de cada bautizado: «conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación». El celo abrasador de los grandes santos no debe ser una excepción, sino más bien la norma: sólo un «nuevo ardor» de los creyentes hará posible una «nueva evangelización».