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Salmo 48 (49). Nadie puede dar a Dios un rescate

Con el problema de fondo de la prosperidad de los malvados, el salmista reflexiona sobre la suerte de pobres y ricos, opresores y oprimidos, a la luz de su desenlace final: la muerte. En efecto, ni las riquezas (v.7), ni la sabiduría (v.11), ni la fama (v.12) libran al hombre de ese destino inexorable (la muerte, la tumba, el Abismo) que comparte con los animales (vv.13.21). En cambio, el orante, desde su experiencia de Dios, tiene la certeza de que será sacado por Él del Abismo y lo llevará consigo (v. 16).
Jesús ha insistido en la inconsistencia de las riquezas. Intentar apoyar en ellas la propia vida es una necedad, pues la muerte desbarata todo (Lc 12,13-21). De nada serviría ganar el mundo entero si se malogra la propia vida (Mt 16,26).
«Nadie puede salvarse ni dar a Dios un rescate», afirma rotundamente el salmista. Ni la sabiduría, ni la fama, ni las riquezas… San Pablo irá más lejos: tampoco las buenas obras (Gal 2,16). Toda pretensión de autojustificación, todo empeño por salvarse uno a sí mismo, está condenado inevitablemente al fracaso.
El precio por el rescate de la propia vida es demasiado elevado para el hombre (v.9).Ha sido preciso que Dios mismo «pagara» ese rescate: Cristo en persona es nuestro rescate (1Cor 1,30). Él ha venido precisamente para dar su vida en rescate por la multitud (Mt 20,28). El pecado nos ha conducido a la esclavitud y al abismo inexorable de la muerte (Rom 6,23); 1Cor 15,56), del cual no podemos escapar por nosotros mismos. Hemos sido rescatados, no con oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo (1Pe 1,18-19). Gracias a Él estamos libres del abismo del pecado y de la muerte y podemos exclamar gozosamente, dando pleno sentido a las palabras del salmista: «a mí Dios me salva, me arranca de las garras del abismo» (v.16).