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Este canto de Sión es una preciosa expresión de fe y confianza en el Dios que habita en medio de su pueblo en el templo de Jerusalén (vv.2-4). Desde ahí protege al pueblo y defiende a sus fieles frente a los ataques de los enemigos (vv. 5-8). Esta nueva victoria convierte al pueblo en testigo viviente de la intervención de Dios (vv.9-12) y renueva su confianza en la presencia protectora del Señor (vv.13-15).
Este salmo nos invita a una mirada contemplativa del misterio de la Iglesia que resplandece de belleza (Ef 5,27). Sin embargo, su secreto y su fuerza residen en la presencia de Cristo en ella: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos» (Mt 28,20). Los poderes del mundo se alían contra ella, pero se desvanecen ante la sola presencia de Cristo que ha prometido: «las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella» (Mt 16,18). «Dios la ha fundado para siempre» (v.9): la Iglesia terrestre alcanzará su plenitud y consumación en la Iglesia celestial (Ap 21,1ss. 9-27).
La Iglesia es invitada a no mirarse a sí misma, sino a Aquel en quien reside su seguridad: «entre sus palacios Dios descuella como un alcázar» (v.4). La persecución es una constante en su caminar histórico, pues las fuerzas del mal siempre intentan prevalecer (v.5). Pero si la Iglesia permanece fiel y aferrada a su Señor, cada dificultad se convierte en una nueva experiencia de la presencia y el poder de Cristo: «lo que habíamos oído lo hemos visto» (v.9). Y esta experiencia la lleva a entender más la misericordia de Dios (v.10), a alabarle (v.11) y a gozarse en Él (v.12). Más aún, esta renovada experiencia es lo que está llamada a transmitir a las generaciones venideras («este es Dios, nuestro Dios») y lo que le hace mirar con esperanza el futuro: «Él nos guiará por siempre jamás» (vv.14-15).