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Salmo 37 (38). Mis culpas sobrepasan mi cabeza

Es la súplica de un enfermo que, además, se reconoce culpable (vv.4-5.19). A la enfermedad (vv.4.6-9-11) se unen otros males: el abandono de los amigos (v.12) y el acoso de los enemigos (vv. 13.20-21). Pero en medio de todo este sufrimiento emerge como una roca inexpugnable la confianza en Dios, a quien el orante suplica intensamente (vv.10.16-17.22-23).
Es fácil contemplar en este salmo el sufrimiento físico de Cristo («no hay parte ilesa en mi carne»), el abandono de los discípulos más cercanos durante la pasión (Mt 26,56), la actitud distante de todos sus conocidos (Lc 23,29), el silencio que mantiene Jesús ante los acusadores (vv.14-15; Mt 26,63; Mc 14,61), y –en medio de todo ello– su confianza inalterable en el Padre («en ti, Señor, espero, y tú me escucharás, Señor Dios mío»: v.16).
Pero, ¿qué decir de la confesión del propio pecado? Pues Jesús es al Santo, el totalmente inocente (Hb 7,26). Sin embargo, ya en el AT encontramos el misterio del inocente que sufre: es el caso de Job, por ejemplo. Más allá va el cuarto cántico del Siervo, de quien se afirma que «Yahveh cargó sobre él la culpa de todos nosotros» (Is 53,6) mientras él permanecía en silencio (v.7), y que «llevó el pecado de muchos» (Is 53, 12) siendo totalmente inocente. San Pablo llegará a afirmar que «a Aquel que no conoció pecado Dios le hizo pecado por nosotros» (2Cor 5,21) y que Cristo nos rescató de la maldición «haciéndose él mismo maldición por nosotros» (Gal 3,13).
Cargando con los pecados de los hombres como propios, Jesús ha podido rezar las palabras de este salmo en primera persona: «Mis culpas sobrepasan mi cabeza, son un peso superior a mis fuerzas» (v.5), «yo confieso mi culpa, me aflige mi pecado» (v.19). Así el salmo nos adentra en el misterio de Cristo que se hace solidario de la humanidad pecadora, que acoge en su corazón las consecuencias del pecado de los hombres y lo redime «desde dentro».
Este es el tercero de los salmos penitenciales. Precisamente desde la expiación y redención de Cristo podemos sinceramente reconocer nuestros pecados, como condición indispensable para que sean perdonados (1Jn 1,8-9), y abrirnos con confianza («Señor mío», «Dios mío») al Dios que acoge, salva y consuela.