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Se trata de una oración de extraordinaria intensidad. Cuatro veces se repite la exclamación «¿hasta cuándo?». No se detallan mucho las circunstancias de la situación del salmista (preocupado, apenado, con la impresión de que Dios le olvida y el enemigo triunfa), que estalla en una ardiente súplica («atiende y respóndeme») y desemboca en un acto de plena confianza que anticipa el gozo de la salvación y la alabanza por el bien recibido.
También el Hijo de Dios hecho hombre ha querido experimentar la oscuridad (Mc 15,34) y ha orado «con poderoso clamor y lágrimas» (Hb 5,7-8) y con turbación (Jn 12,27). Como nadie, Él ha experimentado el auxilio del Padre, que no ha permitido que triunfe su enemigo (Jn 12,31-32). Si bien estaba en los planes del Padre que su Hijo «duerma en la muerte» y aparentemente el adversario salga victorioso, lo cierto es que la confianza de Jesús no ha quedado defraudada, y ahora –resucitado– glorifica eternamente al Padre («cantaré al Señor por el bien que me ha hecho»).
Si bien es cierto que «no sabemos pedir como conviene» (Rom 8,26) y que hay que evitar que nuestras impaciencias carnales se adueñen de nuestra oración, no es menos cierto que este y otros salmos atestiguan una «santa impaciencia», una súplica apasionada y ardiente con carácter de urgencia. Y también están inspirados por el Espíritu Santo: eso significa que no siempre nos mueve a una oración serena y pacífica, sino que también nos comunica los santos ardores del corazón de Cristo («he venido a arrojar fuego en la tierra y ¡ojalá estuviera ya ardiendo!»: Lc 12,49; «venga tu Reino»: Mt 6,10). Impaciencia que no deja de ir unida a la confianza total y absoluta («yo confío en tu misericordia»).