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Salmo 8. La dignidad del hombre

Alabanza llena de admiración ante la grandeza y la majestad de Dios, que ha creado el universo y ha otorgado al hombre el señorío sobre la creación. Ante las maravillas del cielo, la luna y las estrellas, el hombre se siente pequeño y confundido por el hecho de que Dios le haya concedido semejante dignidad. Todo lleva a levantar la mirada a Dios; así comienza y termina el salmo: «¡qué admirable es tu nombre!» (vv.2.10).
Las palabras de Pilatos («he aquí el hombre»: Jn 19,5) resultan proféticas. Jesús es «el verdadero hombre», realiza perfectamente la imagen y semejanza querida en el principio por Dios (Gen 1,26), pues en su humanidad es «icono del Dios invisible» (Col 1,15). Incluso cuando, ultrajado y humillado, no tiene ni apariencia humana (cfr. Is 52,14) realiza y manifiesta la máxima dignidad al entregar su vida por amor. Por su resurrección ha sido constituido Señor (Fil 2,10-11) y «todo ha sido sometido bajo sus pies» (v.7, citado en 1Cor 15,27; cfr. Mt 28,18). Vemos así a Jesús «coronado de la gloria y honor» anunciados por el salmo (vv.5-7, citados en Hb 2,5-9): un hombre verdadero elevado a la máxima dignidad posible, más aún, inimaginable para el salmista.
«¡Reconoce, cristiano, tu dignidad!» (S. León Magno). Si el salmista era capaz de maravillarse de la dignidad otorgada al hombre, ¡cuánto más nosotros, conocedores de la plenitud de la Revelación! En efecto. No sólo hemos sido constituidos señores de la creación (v.7; Gen 1,28-30), sino que somos hijos de Dios y coherederos de Cristo (Rom 8,14-17), templos del Espíritu Santo (1Cor 6,19); más aún, somos «partícipes de la naturaleza divina» (2Pe 1,4): la unión con Cristo nos diviniza, nos «confiere dignidad eterna» y «nos hace a nosotros eternos» (prefacio III de Navidad). Verdaderamente, «¿qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (v.5).
El salmo comienza y termina en la admiración: esta debería ser la actitud que abarcase toda nuestra vida y nunca nos abandonase.