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Es significativo que el salterio comience con una bienaventuranza («dichoso»): Dios sólo busca hacer feliz al hombre. Pero es igualmente relevante que inicie con la doctrina de los dos caminos: el hombre puede errar en su búsqueda de la felicidad. El salmo contrapone el camino del hombre que se adhiere a la voluntad de Dios (vv.1-2), camino que es fuente de fecundidad y acaba bien (v.3), al camino del impío que se sitúa de espaldas a Dios y sólo conduce a la esterilidad y al fracaso (vv.4-6).
Los tres primeros versículos son un retrato de Cristo. Él ha bajado del cielo para hacer la voluntad del Padre (Jn 6,38); a ella se ha adherido totalmente, hasta el punto de que ha constituido su «alimento» cotidiano (Jn 4,34). De este modo ha sido ese árbol plantado junto a la corriente de agua –enraizado en el Padre– que ha dado fruto abundante y cuanto ha emprendido ha tenido buen fin (vida eterna y abundante: cfr. Jn 10,10).
El salmo nos invita a tomar postura (cfr. Mt 7, 13-14), porque sólo hay dos maneras de plantear la vida: construirla sobre Dios o sobre nosotros mismos (Jer 17,5-8), vivir según su Palabra o escucharla sin practicarla (Mt 7,24-27). Sólo el primero de los dos caminos es fuente de dicha (aunque sea estrecho y angosto), sólo él hace fecunda nuestra vida, sólo él acaba bien. Plantear nuestra vida de espaldas a Dios ya su voluntad (aunque parezca camino ancho y espacioso) es optar por una vida inconsistente y estéril («paja que arrebata el viento») que «acaba mal» («lleva a la perdición»).
Por lo demás, conviene resaltar que no se trata sólo de una práctica externa, sino de «gozarse», «complacerse» en la Ley de Dios –en cuanto expresión de su santa y amorosa voluntad– y de «meditarla día y noche», para asimilarla e interiorizarla, hasta que la propia voluntad se configure a la de Dios (cfr. Sal 19,8-15 y 119).