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Si el salterio iniciaba proclamando «dichoso» al hombre que vive según la voluntad de Dios (1,1ss), termina con una invitación universal a la alabanza: «todo ser que alienta alabe al Señor». Doce veces resuena en estos pocos versículos el mandato «alabad», y una vez más la exhortación «alaben». Tanto en el templo de Jerusalén como en el templo de la creación (v.1), Dios debe ser alabado por la grandeza que posee en sí mismo y por las maravillas que realiza (v.2). La enumeración de los instrumentos musicales (vv.3-5) convierte este salmo en una grandiosa sinfonía que comienza y termina con la misma palabra: «¡Aleluya!» (= alabad a Yahveh).
Que el salterio culmine con esta gran doxología, indica cuál es el fin de la existencia humana: «el hombre ha sido creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor» (san Ignacio). «Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1Cor 11,31). El hombre no es fin en sí mismo. Así lo proclama la liturgia cristiana en el centro de la celebración eucarística: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti Dios Padre Omnipotente todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos» (doxología final de la plegaria eucarística).
Más aún, si esta es la última palabra del salterio, nos está orientando más allá de la historia humana, nos remite a la liturgia celestial. La creación y la redención desembocan en el Aleluya eterno de los redimidos, en el canto triunfal que entonaremos por toda la eternidad en honor de Dios y del Cordero (Ap 19,1-10).