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Salmo 131 (132). Una morada para el Señor

En referencia a la profecía de Natán (2Sam 7), el salmo celebra la doble elección de la dinastía de David y del templo de Jerusalén. Tanto el rey («mi ungido»: v.17) como el templo («morada» y «estrado de sus pies»: v.7; «mansión» elegida por el Señor: vv.13-14) son los principales signos e instrumentos de la presencia y protección de Dios para con su pueblo. El salmo se puede dividir en dos partes: súplica (vv.1-10) y promesa divina (vv.11-18).
Cristo es el verdadero Ungido (vv.10 y 17), el Mesías en quien se cumple la promesa del salmo. Ungido por el Espíritu Santo (Lc 4,18s), pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo (Hch 10,38). Es al mismo tiempo hijo y Señor de David (Mc 12, 35-37).
La humanidad de Cristo es también la verdadera «mansión» que Dios elige para siempre (vv.13-14), en la que habita la gloria de Dios (Jn 1,14). En ella Dios nos bendice (v.15). Esta morada es al mismo tiempo la Iglesia, Cuerpo de Cristo, en la que los pobres son «saciados» del «pan» eucarístico (.15); en ella se hace presente el Señor con todo su poder (v.8) para ser adorado (v.7); en ella los sacerdotes son revestidos de santidad (vv.9 y 16) y todo el pueblo sacerdotal aclama (v.16).
Más aún, no sólo la comunidad (1Cor 3,16), sino cada creyente en particular es santuario en el que Dios debe ser glorificado (1Cor 6,19-20). En este sentido, se pueden leer los vv. 3-5 como elocuente y ardiente expresión del celo apostólico: el verdadero apóstol no descansa «hasta que encuentre un lugar para el Señor», no sosiega hasta hacer de cada persona un templo para Dios. Desde la certeza de que Dios «ha elegido» a cada hombre y «ha deseado vivir» en él, el auténtico celo urge e impulsa (2Cor 5, 14), incluso hasta «quitar el sueño», para que cada corazón sea de hecho «una morada» para el Creador, un lugar transformado en «alabanza de su gloria» (Ef 1,12) para siempre.
Paradójicamente, la promesa es incondicional (vv.13-14) y condicionada (v.12). El mismo Jesús que dice: «Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28,20), afirma también: «Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt 5,20).