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Salmo 121 (122). ¡Vamos a la casa del Señor!

Es uno de los cantos de peregrinación. En él se aúnan el gozo por la cercanía de la ciudad santa (vv.1-2), la contemplación admirativa de Jerusalén hacia la que confluyen las tribus «a celebrar el nombre del Señor» (vv.3-5) y el deseo de la plenitud de las bendiciones («todo bien» y «la paz», que es la síntesis de lo mejor: vv.6-9).
El gozo de caminar hacia Jerusalén y de acercarse a ella desemboca en la contemplación –teñida de alegría– de la ciudad santa, de su estabilidad y armonía, de su belleza y santidad, de su unidad; de esta contemplación brota el deseo de una plenitud aún mayor («todo bien»). Confluyen así, admirablemente, posesión actual y tensión escatológica.
Jerusalén es la Iglesia, hacia la cual todos confluyen para «celebrar el Nombre del Señor», especialmente el domingo. En ella los cristianos encuentran la paz, la seguridad, la fraternidad. En la celebración eucarística del día del Señor los creyentes exultan de gozo, pues en ella encuentran «los tribunales de justicia», es decir, la redención y santificación; más aún, en ella encuentran y reciben a Cristo mismo, que contiene en sí «todo bien».
Pero a la vez el salmo es esencialmente escatológico. Muchos santos han muerto con estas palabras en sus labios: «¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la Casa del Señor!». Lo recibido en este mundo es todavía insatisfactorio y nos abre al deseo de la plenitud total, perfecta y definitiva, cuando «Dios lo será todo en todos» (1Cor 15,28). Sólo entonces serán plenos el gozo, la paz, la seguridad, la fraternidad… sin mezcla de mal alguno, y disfrutaremos de «todo bien».