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Un impresionante canto a la Ley como expresión de la voluntad amorosa de Dios y como compromiso decidido del hombre con el Dios de la Alianza. Consta de 22 estrofas, tantas como las letras del alfabeto hebreo; cada una de ellas consta de 8 versos (7+1: indica la perfección consumada), cada uno de los cuales comienza con la misma letra. La palabra Ley aparece en cada verso en alguno de sus 8 sinónimos. Todo el vocabulario humano medita el precioso don de la Ley, lo valora y lo agradece, y pide a Dios la gracia para cumplirla, a lo cual se compromete reiteradamente.
No se trata de legalismo externo (15 veces aparece la palabra corazón). Todo el salmo –que a veces puede parecer monótono– es un acto de amor, porque «en esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos» (1Jn 5, 3). De este modo, la vida entera queda iluminada y guiada por la voluntad de Dios, que hace al hombre «dichoso» (palabra con la que inicia el salmo).
Cristo no ha venido a abolir la Ley, sino a darle plenitud (Mt 5,17). Esta plenitud es el don del Espíritu Santo, que desde dentro nos transforma y nos capacita para cumplir la voluntad de Dios (Jer 31,31-34; Ez 36,25-27; Rom 8,2-4; 2Cor 3,6). Por eso puede afirmar rotundamente el Catecismo de la Iglesia Católica: «La Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante la fe en Cristo» (nº 1966).
Un buen resumen de las actitudes que suscita este salmo lo encontramos en la oración de oblación y rendimiento de san Ignacio: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis; a Vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro. Disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta». Entrega total, interior y exterior. No sólo hacer, sino amar la voluntad de Dios.
O también la del beato Carlos de Foucauld: «Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras; sea lo que sea, te doy las gracias. Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Padre. Te confío mi alma, te la doy con todo el amor de que soy capaz». Entrega gozosa y libre. Aceptación obediente de la voluntad de Dios expresada en su Palabra, en las normas de la Iglesia, en los acontecimientos, en las inspiraciones interiores… Querer todo y solo lo que Dios quiere.
La Liturgia de las Horas presenta un fragmento de este largo salmo cada día en la hora intermedia: en mitad de la jornada y de las tareas nos afianza en el camino de la voluntad de Dios o nos hace rectificar si de ella nos habíamos apartado.