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Cierra el Hallel pascual y es una solemne liturgia de acción de gracias en que el rey –como representante del pueblo– agradece una importante victoria ganada en nombre del Señor. Todo el pueblo aclama y participa en una procesión festiva, llena de gozo y de confianza.
La Tradición cristiana ha leído en este salmo la resurrección de Cristo: es el salmo pascual por excelencia. Acosado y rechazado por los hombres, Jesús ha confiado en el Padre (vv.5-12), que le ha escuchado y sostenido (vv.13-14). No habiendo sido entregado definitivamente a la muerte (v.18), entra en la gloria del Padre (v.19); de este modo, Él mismo es constituido Puerta (Jn 10,7.9), por la que entran los que participan de su victoria (v.20). Glorificado, agradece al Padre (v.21) y cuenta sus hazañas (v.17). Rechazado por los jefes del pueblo, Dios mismo le ha constituido piedra angular (v.22, citado en Mc 12,10-11 y par.; Hch 4,11; 1Pe 2,7).
La resurrección de Cristo es el gran milagro (v.23), que inaugura el nuevo Día de la redención instaurado por Dios y del que deriva para nosotros la alegría y el gozo (v.24). Toda esta obra es motivo de gratitud (vv.1-4.28-29) y de confianza (v.25) al recibir al Bendito que viene en nombre del Señor (v.26, citado en Mt 21,9 y par.
La resurrección de Cristo es también nuestra victoria (cfr. Prefacio de la Ascensión). Con las palabras de este salmo celebramos la victoria de Cristo en sí misma y en nosotros, ya que Él ha vencido en nosotros el poder del pecado y de la muerte. En Él somos «super-vencedores» (Rom 8,37). Cada cristiano está llamado no sólo a recibir la salvación, sino a experimentar en primera persona que Cristo mismo «es mi fuerza y mi energía, es mi salvación» (v. 14). La resurrección de Cristo es el «milagro patente» (v.23) que despliega su poder salvador a través del tiempo y del espacio para todos los que quieren dejarse alcanzar por ella (Fil 3,10-12). Por ello inunda nuestras almas de gozo y gratitud.
Cada domingo es la pascua semanal, «el día que hizo el Señor» (v.24). Viviéndolo intensamente, nos transforma desde dentro, haciéndonos vivir en la luz, en espera del Día del triunfo definitivo y eterno (1Tes 5,4-6).