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Es el salmo más breve del salterio y a la vez uno de los más universalistas («todas las naciones», «todos los pueblos»). Como apoyo para invitar a la alabanza aparecen lo dos grandes atributos divinos, propios del Dios de la Alianza (misericordia y fidelidad), de los cuales se destaca su carácter eterno («por siempre») e inamovible («firme», «fuerte»).
El v.1 es citado en Rom 15,11. Este anhelo ardiente de universalismo se realizará en Cristo y en la Iglesia: Mt 28,18-20; Mc 16,15; Hch 9,15; 22,15; 26,17-18; 2,5-12.17; 13,46-49… En los albores de la Iglesia Pablo fue el gran abanderado en este empeño por llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra (cfr. Hch 1,8), poniendo particular ahínco en anunciar el nombre de Cristo donde aún no era conocido (Rom 15,20-21). Y a lo largo de su historia este anhelo ha ardido en el corazón de miles de misioneros y santos.
Sin embargo, después de 2000 años, «la misión de Cristo redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse» (Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris missio 1); más aún, «el número de los que no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente» (RMi 3). En la Iglesia primitiva costó abrirse a la universalidad (cfr. Hch 10-11). ¿Y nosotros? Esta universalidad forma parte esencial de nuestra vocación cristiana. «No podemos permanecer tranquilos si pensamos en los millones de hermanos y hermanas nuestros, redimidos también por la sangre de Cristo, que viven sin conocer el amor de Dios. Para el creyente, en singular, lo mismo que para toda la Iglesia, la causa misionera debe ser la primera, porque concierne al destino eterno de los hombres y responde al designio misterioso y misericordioso de Dios» (RMi 86).
El salmo forma parte del Hallel pascual. Hemos pasado de las tinieblas a la luz y lo proclamamos gozosos (cfr. 1Pe 2,9-10). La evangelización conduce a la glorificación de Dios («alabad al Señor», «aclamadlo»).