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Catequesis 121-125

121. Continencia periódica responsable (5-IX-84/9-IX-84)

1. Hemos hablado anteriormente de la regulación honesta de la fertilidad según la doctrina contenida en la Encíclica «Humanæ vitæ» (n. 19) y en la Exhortación «Familiaris consortio». La cualificación del «natural», que se atribuye a la regulación moralmente recta de la fertilidad (siguiendo los ritmos naturales, cf. Humanæ vitæ, 16), se explica con el hecho de que el relativo modo de comportarse corresponde a la verdad de la persona y, consiguientemente, a su dignidad: una dignidad que por naturaleza afecta al hombre en cuanto ser racional y libre. El hombre, como ser racional y libre, puede y debe releer con perspicacia el ritmo biológico que pertenece al orden natural. Puede y debe adecuarse a él para ejercer esa «paternidad-maternidad» responsable que, de acuerdo con el designio del Creador, está inscrita en el orden natural de la fecundidad humana. El concepto de la regulación moralmente recta de la fertilidad no es sino la relectura del «lenguaje del cuerpo» en la verdad. Los mismos «ritmos naturales inminentes en las funciones generadoras» pertenecen a la verdad objetiva del lenguaje que las personas interesadas deberían releer en su contenido objetivo pleno. Hay que tener presente que el «cuerpo habla» no sólo con toda la expresión externa de la masculinidad y femineidad, sino también con las estructuras internas del organismo, de la reactividad somática y psicosomática. Todo ello debe tener el lugar que le corresponde en el lenguaje con que dialogan los cónyuges en cuanto personas llamadas a la comunión en la «unión del cuerpo».

2. Todos los esfuerzos tendentes al conocimiento cada vez más preciso de los «ritmos naturales» que se manifiestan en relación con la procreación humana, todos los esfuerzos también de los consultorios familiares y, en fin, de los mismos cónyuges interesados, no miran a «biologizar» el lenguaje del cuerpo (a «biologizar la ética», como algunos opinan erróneamente), sino exclusivamente a garantizar la verdad integral a ese «lenguaje del cuerpo» con el que los cónyuges deben expresarse con madurez frente a las exigencias de la paternidad y maternidad responsables.

La Encíclica «Humanæ vitæ» subraya en varias ocasiones que la «paternidad responsable» está vinculada a un esfuerzo y tesón continuos, y que se lleva a efecto al precio de una ascesis concreta (cf. Humanæ vitæ, 21). Estas y otras expresiones semejantes hacen ver que en el caso de la «paternidad responsable», o sea, de la regulación de la fertilidad moralmente recta, se trata de lo que es el bien verdadero de las personas humanas y de lo que corresponde a la verdadera dignidad de la persona.

3. El recurso a los «periodos infecundos» en la convivencia conyugal puede ser fuente de abusos si los cónyuges tratan así de eludir sin razones justificadas la procreación, rebajándose a un nivel inferior al que es moralmente justo, de los nacimientos en su familia. Es preciso que se establezca este nivel justo teniendo en cuenta no sólo el bien de la propia familia y estado de salud y posibilidades de los mismos cónyuges, sino también el bien de la sociedad a que pertenecen, de la Iglesia y hasta de la humanidad entera.

La Encíclica «Humanæ vitæ» presenta la «paternidad responsable» como expresión de un alto valor ético. De ningún modo va enderezada unilateralmente a la limitación y, menos aún, a la exclusión de la prole: supone también la disponibilidad a acoger una prole más numerosa. Sobre todo, según la Encíclica «Humanæ vitæ», la «paternidad responsable» realiza «una vinculación más profunda con el orden moral objetivo establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia» (Humanæ vitæ, 10).

4. La verdad de la paternidad-maternidad responsable y su realización va unida a la madurez moral de la persona, y es aquí donde muy frecuentemente se manifiesta la divergencia entre aquello a que la Encíclica atribuye explícitamente el primado y aquello a lo que se da a este primado en la mentalidad corriente.

En la Encíclica se pone en primer plano la dimensión ética del problema subrayando el papel de la virtud de la templanza rectamente entendida. En el ámbito de esta dimensión hay también un «método» adecuado para actuar según él. En el modo corriente de pensar acontece con frecuencia que el «método», desvinculado de la dimensión ética que le es propia, se pone en acto de modo meramente funcional y hasta utilitario. Separando el «método natural» de la dimensión ética, se deja de percibir la diferencia existente entre éste y otros «métodos» (medios artificiales) y se llega a hablar de él como si se tratase sólo de una forma diversa de anticoncepción.

5. Desde el punto de vista de la auténtica doctrina expresada en la Encíclica «Humanæ vitæ», es importante, por consiguiente, presentar correctamente el método a que alude dicho documento (cf. Humanæ vitæ, 16); es importante sobre todo profundizar en la dimensión ética, en cuyo ámbito por ser «natural» asume el significado de método honesto «moralmente recto». Y, por ello, en el marco de este análisis nos convendrá dedicar la atención principalmente a lo que afirma la Encíclica sobre el tema del dominio de sí mismo y sobre la continencia. Sin una interpretación penetrante de este tema no llegaremos al núcleo de la verdad moral ni tan poco al núcleo de la verdad antropológica del problema. Ya se ha hecho notar anteriormente que las raíces de este problema se hunden en la teología del cuerpo: es ésta (cuando pasa a ser, como debe, pedagogía del cuerpo) la que constituye en realidad el «método» moralmente honesto de la regulación de la natalidad entendido en su sentido más profundo y más pleno.

6. Expresando a continuación los carácteres de los valores específicamente morales de la regulación «natural» de la natalidad (es decir, honesta, o sea moralmente recta), el autor de la «Humanæ vitæ» se expresa así: «Esta disciplina... aporta a la vida familiar frutos de serenidad y de paz, y facilita la solución de otros problemas: favorece la atención hacia el otro cónyuge; ayuda a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y enraiza más su sentido de responsabilidad. Los padres adquieren así la capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a los hijos; los niños y los jóvenes crecen en la justa estima de los valores humanos y en el desarrollo sereno y armónico de sus facultades espirituales y sensibles» (Humanæ vitæ, 21).

7. Las frases citadas completan el cuadro de lo que la Encíclica «Humanæ vitæ» entiende por «práctica honesta de la regulación de la natalidad» (Humanæ vitæ, 21). Esta es, como se ve, no sólo un «modo de comportarse» en un campo determinado, sino una actitud que se funda en la madurez moral integral de las personas, y al mismo tiempo la completa.

122. Vida espiritual de los esposos (3-X-84/7-X-84)

1. Refiriéndonos a la doctrina contenida en la Encíclica «Humanæ vitæ», trataremos de delinear ulteriormente la vida espiritual de los esposos.

Estas son las grandes palabras de la Encíclica: «La Iglesia, al mismo tiempo que enseña las exigencias imprescriptibles de la ley divina, anuncia la salvación y abre con los sacramentos los caminos de la gracia, la cual hace del hombre una nueva criatura, capaz de corresponder en el amor y en la verdadera libertad al designio de su Creador y Salvador y de encontrar suave el yugo de Cristo.

«Los esposos cristianos, pues, dóciles a su voz, deben recordar que su vocación cristiana, iniciada en el bautismo, se ha especificado y fortalecido ulteriormente con el sacramento del matrimonio. Por lo mismo, los cónyuges son corroborados y como consagrados para cumplir fielmente los propios deberes, para realizar su vocación hasta la perfección y par dar testimonio propio de ellos delante del mundo. A ellos ha confiado el Señor la misión de hacer visible ante los hombres la santidad y la suavidad de la ley que une el amor mutuo de los esposos con su cooperación al amor de Dios, autor de la vida humana» (Humanæ vitæ, 25).

2. Al mostrar el mal moral del acto anticonceptivo, y delineando, al mismo tiempo, un cuadro posiblemente integral de la práctica «honesta» de la regulación de la fertilidad, o sea, de la paternidad y maternidad responsables, la Encíclica «Humanæ vitæ» crea las premisas que permiten trazar las grandes líneas de la espiritualidad cristiana, de la vocación y de la vida conyugal e, igualmente, de la de los padres y de la familia.

Más aún, puede decirse que la Encíclica presupone toda la tradición de esta espiritualidad, que hunde sus raíces en las fuentes bíblicas, ya analizadas anteriormente, brindando la ocasión de reflexionar de nuevo sobre ellas y hacer una síntesis adecuada.

Conviene recordar aquí lo que se ha dicho sobre la relación orgánica entre la teología del cuerpo y la pedagogía del cuerpo. Esta «teología-pedagogía», en efecto, constituye ya de por sí el núcleo esencial de la espiritualidad conyugal. Y esto lo indican también las frases de la Encíclica que hemos citado.

3. Ciertamente, reelería e interpretaría de forma errónea la Encíclica «Humanæ vitæ» el que viese en ella tan sólo la reducción de la «paternidad y maternidad responsables» a los solos «ritmos biológicos de fecundidad». El autor de la Encíclica desaprueba enérgicamente y contradice toda forma de interpretación reductiva (y en este sentido «parcial»), y vuelve a proponer con insistencia la comprensión integral. La paternidad-maternidad responsable, entendida integralmente, no es más que un importante elemento de toda la espiritualidad conyugal y familiar, es decir, de esa vocación de la que habla el texto citado de la «Humanæ vitæ», cuando afirma que los cónyuges deben realizar «su vocación hasta la perfección» (Humanæ vitæ, 25). El sacramento del matrimonio los corrobora y como consagra para conseguirla (cf. Humanæ vitæ, 25).

A la luz de la doctrina, expresada en la Encíclica, conviene que nos demos mayor cuenta de esa «fuerza corroborante» que está unida a la «consagración sui generis» del sacramento del matrimonio.

Puesto que el análisis de la problemática ética del documento de Pablo VI estaba centrado sobre todo en la exactitud de la respectiva norma, el esbozo de la espiritualidad conyugal que allí se encuentra, intenta poner de relieve precisamente estas «fuerzas» que hacen posible el auténtico testimonio cristiano de la vida conyugal.

4. «No es nuestra intención ocultar las dificultades, a veces graves, inherentes a la vida de los cónyuges cristianos: para ellos, como para todos, la puerta es estrecha y angosta la senda que lleva a la vida (cf. Mt 7, 14). Pero la esperanza de esta vida debe iluminar su camino mientras se esfuerzan animosamente por vivir con prudencia, justicia y piedad en el tiempo presente, conscientes de que la forma de este mundo es pasajera» (Humanæ vitæ, 25).

En la Encíclica, la visión de la vida conyugal está, en cada pasaje, marcada por realismo cristiano, y esto es precisamente lo que más ayuda a conseguir esas «fuerzas» que permiten formar la espiritualidad de los cónyuges y de los padres en el espíritu de una auténtica pedagogía del corazón y del cuerpo.

La misma conciencia «de la vida futura» abre, por decirlo así, un amplio horizonte de esas fuerzas que deben guiarlos por la senda angosta (cf. Humanæ vitæ, 25) y conducirlos por la puerta estrecha (cf. Humanæ vitæ, 25) de la vocación evangélica.

La Encíclica dice: «Afronten, pues, los esposos los necesarios esfuerzos, apoyados por la fe y por la esperanza, que no engaña, porque el amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones junto con el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Humanæ vitæ, 25).

5. He aquí la fuerza» esencial y fundamental: el amor injertado en el corazón («difundido en los corazones») por el Espíritu Santo. Luego la Encíclica indica cómo los cónyuges deben implorar esta «fuerza» esencial y toda otra «ayuda divina» con la oración; cómo deben obtener la gracia y el amor de la fuente siempre viva de la Eucaristía; cómo deben superar «con humilde perseverancia» las propias faltas y los propios pecados en el sacramento de la penitencia.

Estos son los medios -infalibles e indispensables- para formar la espiritualidad cristiana de la vida conyugal y familiar. Con ellos esa esencial y espiritualmente creativa «fuerza» de amor llega a los corazones humanos y, al mismo tiempo, a los cuerpos humanos en su subjetiva masculinidad y feminidad. Efectivamente, este amor permite construir toda la convivencia de los esposos según «la verdad del signo», por medio de la cual se construye el matrimonio en su dignidad sacramental, como pone de relieve el punto central de la Encíclica (cf. Humanæ vitæ, 21).

123. Amor conyugal a imagen del amor divino (10-X-84/14-X-84)

1. Continuamos delineando la espiritualidad conyugal a la luz de la Encíclica «Humanæ vitæ».

Según la doctrina contenida en ella, en conformidad con las fuentes bíblicas y con toda la Tradición, el amor es -desde el punto de vista subjetivo- «fuerza», es decir, capacidad del espíritu humano, de carácter «teológico» (o mejor, «teologal»). Esta es, pues, la fuerza que se le da al hombre para participar en el amor con que Dios mismo ama en el misterio de la creación y de la redención. Es el amor que «se complace en la verdad» (1 Cor 13, 6), esto es, en el cual se expresa la alegría espiritual (el «frui» agustiniano) de todo valor auténtico: gozo semejante al gozo del mismo Creador, que al principio vio que «era muy bueno» (Gén 1, 31).

Si las fuerzas de la concupiscencia intentan separar el «lenguaje» del cuerpo de la verdad, es decir, tratan de falsificarlo, en cambio, la fuerza del amor lo corrobora siempre de nuevo en esa verdad, a fin de que el misterio de la redención del cuerpo pueda fructifican en ella.

2. El mismo amor, que hace posible y hace ciertamente que el diálogo conyugal se realice según la verdad plena de la vida de los esposos, es, a la vez, fuerza, o sea, capacidad de carácter moral, orientada activamente hacia la plenitud del bien y, por esto mismo, hacia todo verdadero bien. Por lo cual, su tarea consiste en salvaguardar la unidad indivisible de los «dos significados del acto conyugal, de los que trata la Encíclica (Humanæ vitæ, 12), es decir, en proteger tanto el valor de la verdadera unión de los esposos (esto es, de la comunión personal), como el de la paternidad y maternidad responsables (en su forma madura y digna del hombre).

3. Según el lenguaje tradicional, el amor, como «fuerza» superior, coordina las acciones de la persona, del marido y de la mujer, en el ámbito de los fines del matrimonio. Aunque ni la Constitución conciliar, ni la Encíclica, al afrontar el tema, empleen el lenguaje acostumbrado en otro tiempo, sin embargo, tratan de aquello a lo que se refieren las expresiones tradicionales.

El amor, como fuerza superior que el hombre y la mujer reciben de Dios, juntamente con la particular «consagración» del sacramento del matrimonio, comporta una coordinación correcta de los fines, según los cuales -en la enseñanza tradicional de la Iglesia- se constituye el orden moral (o mejor, «teologal y moral») de la vida de los esposos.

La doctrina de la Constitución «Gaudium et spes», igual que la de la Encíclica «Humanæ vitæ», clarifican el mismo orden moral con referencia al amor, entendido como fuerza superior que confiere adecuado contenido y valor a los actos conyugales según la verdad de los dos significados, el unitivo y el procreador, respetando su indivisibilidad.

Con este renovado planteamiento, la enseñanza tradicional sobre los fines del matrimonio (y sobre su jerarquía) queda confirmada y a la vez se profundiza desde el punto de vista de la vida interior de los esposos, o sea, de la espiritualidad conyugal y familiar.

4. La función del amor, que es «derramado en los corazones» (Rom 5, 5) de los esposos como fundamental fuerza espiritual de su pacto conyugal, consiste -como se ha dicho- en proteger tanto el valor de la verdadera comunión de los cónyuges, como el de la paternidad-maternidad verdaderamente responsable. La fuerza del amor -auténtica en el sentido teológico y ético- se manifiesta en que el amor une correctamente «los dos significados del acto conyugal», excluyendo no sólo en la teoría, sino sobre todo en la práctica, la «contradicción» que podría darse en este campo. Esta «contradicción» es el motivo más frecuente de objeción a la Encíclica «Humanæ vitæ» y a la enseñanza de la Iglesia. Es necesario un análisis bien profundo, y no sólo teológico, sino también antropológico (hemos tratado de hacerlo en toda la presente reflexión), para demostrar que en este caso no hay que hablar de «contradicción», sino sólo de «dificultad». Ahora bien, la Encíclica misma subraya esta «dificultad» en varios pasajes.

Y ésta se deriva del hecho de que la fuerza del amor está injertada en el hombre insiado por la concupiscencia: en los sujetos humanos el amor choca con la triple concupiscencia (cf. 1 Jn 2, 16), en particular con la concupiscencia de la carne, que deforma la verdad del «lenguaje del cuerpo». Y, por esto, tampoco el amor está en disposición de realizarse en la verdad del «lenguaje del cuerpo», si no es mediante el dominio de la concupiscencia.

5. Si el elemento clave de la espiritualidad de los esposos y de los padres -esa «fuerza» esencial que los cónyuges deben sacar continuamente de la «consagración» sacramental- es el amor, este amor, como se deduce del texto de la Encíclica (cf. Humanæ vitæ, 20), está por su naturaleza unido con la castidad que se manifiesta como dominio de sí, o sea, como continencia: en particular, como continencia periódica. En el lenguaje bíblico, parece aludir a esto el autor de la Carta a los Efesios, cuando en su texto «clásico» exhorta a los esposos a estar «sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21).

Puede decirse que la Encíclica «Humanæ vitæ» es precisamente el desarrollo de esta verdad bíblica sobre la espiritualidad cristiana conyugal y familiar. Sin embargo, para hacerlo aún más claro, es preciso un análisis más profundo de la virtud de la continencia y de su particular significado para la verdad del mutuo «lenguaje del cuerpo» en la convivencia conyugal e (indirectamente) en la amplia esfera de las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer.

Emprenderemos este análisis en las sucesivas reflexiones.

124. La virtud de la continencia (24-X-84/28-X-84)

1. Conforme a lo que había anunciado, emprendemos hoy el análisis de la virtud de la continencia.

La «continencia», que forma parte de la virtud más general de la templanza, consiste en la capacidad de dominar, controlar y orientar los impulsos de carácter sexual (concupiscencia de la carne) y sus consecuencias, en la subjetividad psicosomática del hombre. Esta capacidad, en cuanto a disposición constante de la voluntad, merece ser llamada virtud.

Sabemos por los análisis precedentes que la concupiscencia de la carne, y el relativo «deseo» de carácter sexual que suscita, se manifiesta con un específico impulso de la esfera de la reactivación somática y, además, con una excitación psicoemotiva del impulso sexual.

El sujeto personal, para llegar a adueñarse de tal impulso y excitación, debe esforzarse con una; progresiva educación en el autocontrol de la voluntad, de los sentimientos, de las emociones, que tiene que desarrollarse a partir los gestos más sencillos, en los cuales resulta relativamente fácil llevar a cabo la decisión interior. Esto supone, como es obvio, la percepción clara de los valores expresados en la norma y en la consiguiente maduración de sólidas convicciones que, si van acompañadas por la perspectiva disposición de la voluntad, dan origen a la correspondiente virtud. Esta es precisamente la virtud de la continencia (dominio de sí), que se manifiesta como condición fundamental tanto para que el lenguaje recíproco del cuerpo permanezca en la verdad, como para que los esposos «estén sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo», según palabras bíblicas (Ef 5, 21). Esta «sumisión recíproca» significa la solicitud común por la verdad del «lenguaje del cuerpo»; en cambio, la sumisión «en el temor de Cristo» indica el don del temor de Dios (don del Espíritu Santo) que acompaña a la virtud de la continencia.

2. Esto es muy importante para una comprensión adecuada de la virtud de la continencia y, en particular, de la llamada «continencia periódica», de la que trata la Encíclica «Humanæ vitæ». La convicción de que la virtud de la continencia «se opone» a la concupiscencia de la carne es justa, pero no es completa del todo. No es completa, especialmente si tenemos en cuenta el hecho de que esta virtud no aparece y no actúa de forma abstracta y, por lo tanto, aisladamente, sino siempre en conexión con las otras (nexus virtum), en conexión, pues, con la prudencia, justicia, fortaleza y sobre todo con la caridad.

A la luz de estas consideraciones, es fácil entender que la continencia no se limita a oponer resistencia a la concupiscencia de la carne, sino que mediante esta resistencia, se abre igualmente a los valores más profundos y más maduros, que son inherentes al significado nupcial del cuerpo en su feminidad y masculinidad así como la auténtica libertad del don en la relación recíproca de las personas. La concupiscencia misma de la carne, en cuanto busca ante todo el goce carnal y sensual, vuelve al hombre, en cierto sentido, ciego e insensible a los valores más profundos que nacen del amor y que al mismo tiempo constituyen el amor en la verdad interior que le es propia.

3. De este modo se manifiesta también el carácter esencial de la castidad conyugal en su vínculo orgánico con la «fuerza» del amor que es derramado en los corazones de los esposos juntamente con la «consagración» del sacramento del matrimonio. Además, se hace evidente que la invitación dirigida a los cónyuges a fin de que estén «sometidos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21), parece abrir el espacio interior en que ambos se hacen cada vez más sensibles a los valores más profundos y más maduros, que están en conexión con el significado nupcial del cuerpo y con la verdadera libertad del don.

Si la castidad conyugal (y la castidad en general) se manifiesta, en primer lugar, como capacidad de resistir a la concupiscencia de la carne, luego gradualmente se revela como capacidad singular de percibir, amar y realizar esos significados del «lenguaje del cuerpo», que permanecen totalmente desconocidos para la concupiscencia misma y que progresivamente enriquecen el diálogo nupcial de los cónyuges, purificándolo y, a la vez, simplificándolo.

Por esto, la ascesis de la continencia, de la que habla la Encíclica (Humanæ vitæ, 21) no comporta el empobrecimiento de las «manifestaciones afectivas», sin que más bien las hace más intensas espiritualmente, y, por lo mismo, comporta su enriquecimiento.

4. Al analizar de este modo la continencia, en la dinámica propia de esta virtud (antropológica, ética y teológica), nos damos cuenta de que desaparece la aparente «contradicción» que se objeta frecuentemente a la Encíclica «Humanæ vitæ» y a la doctrina de la Iglesia sobre la moral conyugal. Es decir, existiría «contradicción» (según los que plantean tal objeción) entre los dos significados del acto conyugal, el significado unitivo y el procreador (cf. Humanæ vitæ), de tal modo que si no fuera lícito disociarlos, los cónyuges se verían privados del derecho a la unión conyugal, cuando no pudieran responsablemente permitirse procrear.

La Encíclica «Humanæ vitæ» da respuesta a esta aparente «contradicción», si se la estudia profundamente. El Papa Pablo VI, en efecto, confirma que no existe tal «contradicción», sino sólo una «dificultad» vinculada a toda la situación interior del «hombre de la concupiscencia». En cambio, precisamente por razón de esta «dificultad», se asigna al compromiso interior y ascético de los esposos el verdadero orden de la convivencia conyugal, mirando al cual son «corroborados y como consagrados» (Humanæ vitæ, 25) por el sacramento del matrimonio.

El orden de la convivencia conyugal significa, además, la armonía subjetiva entre la paternidad (responsable) y la comunión personal, armonía creada por la castidad conyugal. De hecho, con ella maduran los frutos interiores de la continencia. Por medio de esta maduración interior el mismo acto conyugal adquiere la importancia y dignidad que le son propias en su significado potencialmente procreador; simultáneamente adquieren un adecuado significado todas las «manifestaciones afectivas» (Humanæ vitæ, 21), que sirven para expresar la comunión personal de los esposos proporcionalmente con la riqueza subjetiva de la feminidad y masculinidad.

6. Conforme a la experiencia y a la tradición, la Encíclica pone de relieve que el acto conyugal es también una «manifestación de afecto» (Humanæ vitæ, 16), pero una «manifestación de afecto» especial, porque, al mismo tiempo tiene un significado potencialmente procreador. En consecuencia, está orientado a expresar la unión personal, pero no sólo esa. La Encíclica, a la vez, aunque de modo indirecto, indica múltiples «manifestaciones de afecto», eficaces exclusivamente para expresar la unión personal de los cónyuges.

La finalidad de la castidad conyugal, y, más precisamente aún, la de la continencia, no está sólo en proteger la importancia y la dignidad del acto conyugal en relación con su significado potencialmente procreador, sino también en tutelar la importancia y la dignidad propias del acto conyugal en cuanto que es expresivo de la unión interpersonal, descubriendo en la conciencia y en la experiencia de los esposos todas las otras posibles «manifestaciones de afecto», que expresan su profunda comunión.

Efectivamente, se trata de no causar daño a la comunión de los cónyuges en el caso en que, por justas razones, deban abstenerse del acto conyugal. Y, todavía más, de que esta comunión, construida continuamente, día tras día, mediante conformes «manifestaciones afectivas», constituya, por decirlo así, un amplio terreno, en el que, con las condiciones oportunas, madura la decisión de un acto conyugal moralmente recto.

125. La continencia matrimonial (31-X-84/4-XI-84)

1. Continuamos el análisis de la continencia, a la luz de la enseñanza contenida en la Encíclica «Humanæ vitæ».

Frecuentemente se piensa que la continencia provoca tensiones interiores, de las que el hombre debe liberarse. A la luz de los análisis realizados, la continencia, integralmente entendida, es más bien el único camino para liberar al hombre de tales tensiones. La continencia no significa más que el esfuerzo espiritual que tiende a expresar el «lenguaje del cuerpo» no sólo en la verdad, sino también en la auténtica riqueza de las «manifestaciones de afecto».

2. ¿Es posible este esfuerzo? Con otras palabras (y bajo otro aspecto) vuelve aquí el interrogante acerca de la «posibilidad de practicar la norma moral», recordada y confirmada por la «Humanæ vitæ». Se trata de uno de los interrogantes más esenciales (y actualmente también uno de los más urgentes) en el ámbito de a espiritualidad conyugal.

La Iglesia está plenamente convencida de la verdad del principio que afirma la paternidad y maternidad responsables -en el sentido explicado en catequesis anteriores-, y esto no sólo por motivos «demográficos», sino por razones más esenciales. Llamamos responsable a la paternidad y maternidad que corresponde a la dignidad personal de los esposos como padres, a la verdad de su persona y del acto conyugal. De aquí se deriva la íntima y directa relación que une esta dimensión con toda la espiritualidad conyugal.

El Papa Pablo VI, en la «Humanæ vitæ», ha expresado lo que, por otra parte, habían afirmado muchos autorizados moralistas y científicos incluso no católicos (1), que precisamente en este campo, tan profundo y esencialemente humano y personal, hay que hacer referencia ante todo al hombre como persona, al sujeto que decide de sí mismo, y no a los «medios» que lo hacen «objeto» (de manipulación) y lo «despersonalizan». Se trata, pues, aquí de un significado auténticamente «humanístico» del desarrollo y del progreso de la civilización humana.

3. ¿Es posible este esfuerzo? Toda la problemática de la Encíclica «Humanæ vitæ» no se reduce simplemente a la dimensión biológica de la fertilidad humana (a la cuestión de los «ritmos naturales de fecundidad»), sino que se remonta a la subjetividad misma del hombre, a ese «yo» personal, por el cual uno es hombre o mujer.

Ya durante los debates en el Concilio Vaticano II, relacionados con el capítulo de la «Gaudium et spes» sobre la «dignidad del matrimonio y de la familia y su valoración», se hablaba de la necesidad de un análisis profundo de las reacciones (y también de las emociones) vinculadas con la influencia recíproca de la masculinidad y femineidad en el sujeto humano (2). Este problema pertenece no tanto a la biología como a la psicología: de la biología y psicología pasa luego a la esfera de la espiritualidad conyugal y familiar. Efectivamente, aquí este problema está en relación íntima con el modo de entender la virtud de la continencia, o sea, del dominio de sí y, en particular, de la continencia periódica.

4. Un análisis atento de la psicología humana (que es, a la vez, un auto-análisis subjetivo y luego se convierte en análisis de un «objeto» accesible a la ciencia humana), permite llegar a algunas afirmaciones esenciales. De hecho, en las relaciones interpersonales donde se manifiesta el influjo recíproco de la masculinidad y feminidad, se libera en el sujeto sico-emotivo, en el «yo» humano, junto a una reacción que se puede calificar como «excitación», otra reacción que se puede calificar como «emoción». Aunque estos dos géneros de reacciones aparecen unidos, es posible distinguirlos experimentalmente y «diferenciarlos» respecto al contenido o a su «objeto» (3).

La diferencia objetiva entre uno y otro género de reacciones consiste en el hecho de que la excitación es ante todo «corpórea» y en este sentido, «sexual»; en cambio, la emoción -aun cuando suscitada por la reacción recíproca de la masculinidad y femineidad- se refiere sobre todo a la otra persona entendida en su «totalidad». Se puede decir que ésta es una «emoción causada por la persona», en relación con su masculinidad o feminidad.

5. Lo que aquí afirmamos referente a la psicología de las reacciones recíprocas de la masculinidad y feminidad, ayuda a comprender la función de la virtud de la continencia, de la que hemos hablado antes. Esta no es sólo -ni siquiera principalmente- la capacidad de «abstenerse», esto es, el dominio de las múltiples reacciones que se entrelazan en el recíproco influjo de la masculinidad y feminidad: esta función podría definirse como «negativa». Pero existe también otra función (que podemos llamar «positiva») del dominio de sí: y es la capacidad de dirigir las respectivas reacciones, ya sea en su contenido, ya en su carácter.

Se ha dicho ya que en el campo de las reacciones recíprocas de la masculinidad y feminidad, la «excitación» y la «emoción» aparecen, no sólo como dos experiencias distintas y diferentes del «yo» humano, sino que muy frecuentemente aparecen unidas en el ámbito de la misma experiencia como dos elementos diversos de ella. Depende de varias circunstancias de naturaleza interior y exterior la proporción recíproca en la que aparecen estos dos elementos en una experiencia determinada. A veces prevalece netamente uno de ellos, otras, más bien, hay equilibro entre ellos.

6. La continencia, como capacidad de dirigir la «excitación» y la «emoción» en la esfera del influjo recíproco de la masculinidad y feminidad, tiene la función esencial de mantener el equilibrio entre la comunión con la que los esposos desean expresar recíprocamente sólo su unión íntima y aquella con la que (al menos implícitamente) acogen la paternidad responsable. De hecho, la «excitación» y la «emoción» pueden prejuzgar, por parte del sujeto, la orientación y el carácter del recíproco «lenguaje del cuerpo».

La excitación trata ante todo de expresarse en la forma del placer sensual y corpóreo, o sea, tiende al acto conyugal que (dependientemente de los «ritmos naturales de fecundidad») comporta la posibilidad de procreación. En cambio, la emoción probada por otro ser humano como persona, aun cuando en su contenido emotivo está condicionada por la feminidad o masculinidad del «otro», no tiende de por sí al acto conyugal, sino que se limita a otras «manifestaciones de afecto», en las cuales se expresa el significado nupcial del cuerpo, y que, sin embargo, no implican sí significado (potencialmente) procreador.

Es fácil comprender las consecuencias que de esto se derivan respecto al problema de la paternidad y maternidad responsables. Son consecuencias de naturaleza moral.

(1) Cf., por ejemplo, las declaraciones de «Bund fur evangelisch katholische Wiedervereinigung» (L’Osservatore Romano, 19 de septiembre, 1968, pág. 3); del Dr. F. King, anglicano (L’Osservatore Romano, 5 de octubre, 1968, pág. 3); y también del musulman Sr. Mohammed Chérif Zeghoudu (en el mismo número). Particularmente significativa la carta escrita el 28 de noviembre, 1968, al cardenal Cicognani por K. Barth, en la cual elogiaba la gran valentía de Pablo VI.

(2) Cf. Intervenciones del cardenal Leo Jozef Suenens en la 138 Congregación General del 29 de septiembre de 1965: Acta Synodalia S. Concilli Oecumenici Vaticani ll, vol. 4, párrafo 3, pág. 30.

(3) Al respecto se podría recordar lo que dice Santo Tomás en un fino análisis del amor con relación al «concupiscible» y a la voluntad (cf. S. Th I-llae, q. 26, art. 2).