fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

Catequesis 114-120

114. La doctrina de la encíclica «Humanæ vitæ» (1-VII-84/15-VII-84)

1. Las reflexiones que hasta ahora hemos expuesto acerca del amor humano en el plano divino, quedarían, de algún modo, incompletas si no tratásemos de ver su aplicación concreta en el ámbito de la moral conyugal y familiar. Deseamos dar este nuevo paso, que nos llevará a concluir nuestro ya largo camino, bajo la guía de una importante declaración del Magisterio reciente: la Encíclica «Humanæ vitæ», que publicó el Papa Pablo VI, en julio de 1968. Vamos a releer este significativo documento a la luz de los resultados a que hemos llegado, examinando el designio inicial de Dios y las palabras de Cristo, que nos remiten a él.

2. «La Iglesia... enseña que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida...» (Humanæ vitæ, 11). «Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador» (Humanæ vitæ 12).

3. Las consideraciones que voy a hacer se referirán especialmente al pasaje de la Encíclica «Humanæ vitæ», que trata de los «dos significados del acto conyugal» y de su «inseparable conexión». No intento hacer un comentario a toda la Encíclica, sino más bien explicarla y profundizar en dicho pasaje. Desde el punto de vista de la doctrina moral contenida en el documento citado, este pasaje tiene un significado central. Al mismo tiempo es un párrafo que se relaciona estrechamente con nuestras anteriores reflexiones sobre el matrimonio en su dimensión de signo (sacramental).

Puesto que, según he dicho, se trata de un pasaje central de la Encíclica, resulta obvio que esté inserto muy profundamente en toda su estructura: su análisis, en consecuencia, debe orientarse hacia las diversas componentes de esa estructura, aunque la intención no sea comentar todo el texto.

4. En las reflexiones acerca del signo sacramental, se ha dicho ya varias veces que está basado sobre «el lenguaje del cuerpo» releído en la verdad. Se trata de una verdad afirmada por primera vez al principio del matrimonio, cuando los nuevos esposos, prometiéndose mutuamente «ser fieles siempre... y amarse y respetarse durante todos los días de su vida», se convierten en ministros del matrimonio como sacramento de la Iglesia.

Se trata, por tanto, de una verdad que por decirlo así, se afirma siempre de nuevo. En efecto, el hombre y la mujer, viviendo en el matrimonio «hasta la muerte», reproponen siempre, en cierto sentido, ese signo que ellos pusieron -a través de la liturgia del sacramento- el día de su matrimonio.

Las palabras antes citadas de la Encíclica del Papa Pablo VI se refieren a ese momento de la vida común de los cónyuges, en el cual, al unirse mediante el acto conyugal, ambos vienen a ser, según la expresión bíblica, «una sola carne» (Jn 2, 24). Precisamente en ese momento tan rico de significado también particularmente importante que se relea el «lenguaje del cuerpo» en la verdad. Esa lectura se convierte en condición indispensable para actuar en la verdad, o sea, para comportarse en conformidad con el valor y la norma moral.

5. La Encíclica no sólo recuerda esta norma, sino que intenta también darle su fundamento adecuado. Para aclarar más a fondo esa «inseparable conexión que Dios ha querido... entre los dos significados del acto conyugal», Pablo VI continúa así en la frase siguiente: «...el acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer» (Humanæ vitæ, 12).

Podemos observar cómo en la frase precedente el texto recién citado trata, sobre todo, del «significado» y en la frase sucesiva, de la «íntima estructura» (es decir, de la naturaleza) de la relación conyugal. Definiendo esta «íntima estructura», el texto hace referencia a las «leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer».

El paso de la frase, que expresa la norma moral, a la frase que la explica y motiva, es particularmente significativo. La Encíclica nos induce a buscar el fundamento de la norma, que determina la moralidad de las acciones del hombre y de la mujer en el acto conyugal, en la naturaleza de este mismo acto y, todavía más profundamente, en la naturaleza de los sujetos mismos que actúan.

6. De este modo, la «íntima estructura» (o sea, la naturaleza) del acto conyugal constituye la base necesaria para una adecuada lectura y descubrimiento de los significados, que deben ser transferidos a la conciencias y a las decisiones de las personas agentes, y también la base necesaria para establecer la adecuada relación entre estos significados, es decir, su inseparabilidad. Dado que, «el acto conyugal...» -a un mismo tiempo- «une profundamente a los esposos», y, a la vez, «los hace aptos para la generación de nuevas vidas»; y por tanto una cosa como otra se realizan «por su íntima estructura»: de todo se deriva en consecuencia que la persona humana (con la necesidad propia de la razón, la necesidad lógica) «debe» leer al mismo tiempo los «dos significados del acto conyugal» y también la «inseparable conexión... entre los dos significados del acto conyugal».

No se trata, pues, aquí de ninguna otra cosa sino de leer en la verdad el «lenguaje del cuerpo», como repetidas veces hemos dicho en los precedentes análisis bíblicos. La norma moral, enseñada constantemente por la Iglesia en este ámbito, y recordada y reafirmada por Pablo VI en su Encíclica, brota de la lectura del «lenguaje del cuerpo» en la verdad.

Se trata aquí de la verdad, primero en su dimensión ontológica («estructura íntima») y luego -en consecuencia- de la dimensión subjetiva y psicológica («significado»). El texto de la Encíclica subraya que, en el caso en cuestión, se trata de una norma de la ley natural.

115. El acto conyugal abierto a la vida (18-VII-84/22-VII-84)

1. En la Encíclica Humanæ vitæ leemos: «Al exigir que los hombres observen las normas de la ley natural, interpretada por su constante doctrina, la Iglesia enseña que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (Humanæ vitæ, 11).

Contemporáneamente el mismo texto considera e incluso pone de relieve la dimensión subjetiva y psicológica, al hablar del «significado», y exactamente, de los «dos significados del acto conyugal».

El significado surge en la conciencia con la relectura de la verdad (ontológica) del objeto. Mediante esta relectura, la verdad (ontológica) entra, por así decirlo, en la dimensión cognoscitiva: subjetiva y psicológica.

La «Humanæ vitæ» parece dirigir particularmente nuestra atención hacia esta última dimensión. Esto se confirma por lo demás, indirectamente, también con la frase siguiente: «Nos pensamos que los hombres, en particular los de nuestro tiempo, se encuentran en grado de comprender el carácter profundamente razonable y humano de este principio fundamental» (Humanæ vitæ, 12).

2. Este «carácter razonable» hace referencia no sólo a la verdad en la dimensión ontológica, o sea, a lo que corresponde a la estructura real del acto conyugal. Se refiere también a la misma verdad en su dimensión objetiva y psicológica, es decir, a la recta comprensión de la íntima estructura del acto conyugal, o sea, a la adecuada relectura de los significados que corresponden a tal estructura y de su inseparable conexión, en orden a una conducta moralmente recta. En esto consiste precisamente la norma moral y la correspondiente regulación de los actos humanos en la esfera de la sexualidad. En este sentido, decimos que la norma moral se identifica con la relectura, en la verdad, del «lenguaje del cuerpo».

3. La Encíclica «Humanæ vitæ» contiene por tanto, la norma moral y su motivación, o al menos, una profundización de lo que constituye la motivación de la norma. Por otra parte, dado que en la norma se expresa de manera vinculante el valor moral, se sigue de ello que los actos conformes a la norma son moralmente rectos; y en cambio, los actos contrarios, son intrínsecamente ¡lícitos. El autor de la Encíclica subraya que tal norma pertenece a la «ley natural», es decir, que está en conformidad con la razón como tal. La Iglesia enseña esta norma, aunque no esté expresada formalmente (es decir, literalmente) en la Sagrada Escritura; y lo hace con la convicción de que la interpretación de los preceptos de la ley natural pertenecen a la competencia del Magisterio.

Podemos, sin embargo, decir más. Aunque la norma moral, formulada así en la Encíclica «Humanæ vitæ», no se halla literalmente en la Sagrada Escritura, sin embargo, por el hecho de estar contenida en la Tradición y -como escribe el Papa Pablo VI- haber sido «otras muchas veces expuesta por el Magisterio» Humanæ vitæ, 12) a los fieles, resulta que esta norma corresponde al conjunto de la doctrina revelada contenida en las fuentes bíblicas (cf. Humanæ vitæ, 4).

4. Se trata aquí no sólo del conjunto de la doctrina moral contenida en la Sagrada Escritura, de su premisas esenciales y del carácter general de su contenido, sino también de ese conjunto más amplio, al que hemos dedicado anteriormente numerosos análisis, al tratar de la «teología del cuerpo».

Propiamente, desde el fondo de este amplio conjunto, resulta evidente que la citada norma moral pertenece no sólo a la ley moral natural, sino también al orden moral revelado por Dios: también desde este punto de vista ello no podría ser de otro modo, sino únicamente tal cual lo ha transmitido la tradición y el magisterio y, en nuestros días, la Encíclica «Humanæ vitæ», como documento contemporáneo de este magisterio.

Pablo VI escribe: «Nos pensamos que los hombres, en particular los de nuestro tiempo, se encuentran en grado de comprender el carácter profundamente razonable y humano de este principio fundamental». (Humanæ vitæ, 12). Podemos añadir: ellos pueden comprender, también, su profunda conformidad con todo lo que transmite la Tradición, derivada de las fuentes bíblicas. Las bases de esta conformidad deben buscarse particularmente en la antropología bíblica. Por otra parte, es sabido el significado que la antropología tiene para la ética, o sea, para la doctrina moral. Parece, pues, que es del todo razonable buscar precisamente en la «teología del cuerpo» el fundamento de la verdad de las normas que se refieren a la problemática tan fundamental del hombre en cuanto «cuerpo»: «los dos serán una misma carne» (Gén 2, 24).

5. La norma de la Encíclica «Humanæ vitæ» afecta a todos los hombres, en cuanto que es una norma de la ley natural y se basa en la conformidad con la razón humana (cuando ésta, se entiende, busca la verdad). Con mayor razón ella concierne a todos los fieles, miembros de la Iglesia, puesto que el carácter razonable de esta norma encuentra indirectamente confirmación y sólido sostén en el conjunto de la «teología del cuerpo». Desde este punto de vista hemos hablado, en anteriores análisis, del «ethos» de la redención del cuerpo.

La norma de la ley natural, basada en este «ethos», encuentra no solamente una nueva expresión, sino también un fundamento más pleno antropológico y ético, bien sea en la palabra del Evangelio, bien sea en la acción purificante y fortificante del Espíritu Santo.

Hay, pues, razones suficientes para que los creyentes y, en particular, los teólogos relean y comprendan cada vez más profundamente la doctrina moral de la Encíclica en este contexto integral.

Las reflexiones, que desde hace tiempo venimos haciendo, constituyen precisamente un intento de una relectura así.

116. «Humanæ vitæ» y «Gaudium et spes» (25-VII-84/29-VII-84)

1. Reanudamos las reflexiones que tienden a colegar la Encíclica «Humanæ vitæ» con el conjunto de la teología del cuerpo.

Esta Encíclica no se limita a recordar la norma moral que concierne a la convivencia conyugal, reafirmándola ante las nuevas circunstancias. Pablo VI, al pronunciarse con el magisterio auténtico mediante la Encíclica (1968), ha tenido delante de sus ojos la autorizada enunciación del Concilio Vaticano II, contenida en la Constitución Gaudium et spes (1965).

La Encíclica, no sólo se halla en la línea de la enseñanza conciliar, sino que constituye también el desarrollo y la complementación de los problemas allí incluidos, de un modo especial con referencia al problema de la «armonía del amor humano con el respeto a la vida». Sobre este punto, leemos en la «Gaudium et spes» las siguientes palabras: «La Iglesia recuerda que no puede haber contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del fomento genuino del amor conyugal» (GS 51).

2. La Constitución Pastoral del Vaticano II excluye toda «verdadera contradicción» en el orden normativo, lo cual, por su parte, confirma Pablo VI, procurando a la vez proyectar luz sobre aquella «no-contradicción» y, de ese modo, motivar la respectiva norma moral, demostrando la conformidad de la misma con la razón.

Sin embargo, la «Humanæ vitæ» habla no tanto de la «no contradicción» en el orden normativo, cuanto de la «inseparable conexión» entre la transmisión de la vida y el auténtico amor conyugal desde el punto de vista de los «dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreativo» (Humanæ vitæ, 12), de los cuales ya hemos tratado.

3. Nos podríamos detener largamente sobre el análisis de la norma misma; pero el carácter de uno y otro documento lleva, sobre todo, a reflexiones, al menos indirectamente, pastorales. En efecto, la «Gaudium et spes» es una Constitución Pastoral, y la Encíclica de Pablo VI -con todo su valor doctrinal- intenta tener la misma orientación. Quiere ser, efectivamente, respuesta a los interrogantes del hombre contemporáneo. Son, éstos, interrogantes de carácter demográfico y, en consecuencia, de carácter socio-económico y político, relacionados con el crecimiento de la población en el globo terrestre. Son interrogantes que surgen en el campo de las ciencias particulares, y del mismo estilo son los interrogantes de los moralistas contemporáneos (teólogos-moralistas). Son antes que nada los interrogantes de los cónyuges, que se encuentra ya en el centro de la atención de la Constitución conciliar y que la Encíclica toma de nueva con toda la precisión que es de desear. Precisamente leemos en ella: «Consideradas las condiciones de la vida actual y dado el significado que las relaciones conyugales tienen en orden a la armonía entre los esposos y su mutua fidelidad, ¿no sería indicado revisar las normas éticas hasta ahora vigentes, sobre todo si se considera que las mismas no pueden observarse sin sacrificios, algunas veces heroicos?» (Humanæ vitæ, 3).

4. En la antedicha formulación es evidente la solicitud con la que el autor de la Encíclica procura afrontar los interrogativos del hombre contemporáneo en todo su alcance. El relieve de estos interrogativos supone una respuesta proporcionalmente ponderada y profunda. Pues si, por una parte, es justo esperarse una profunda exposición de la norma, por otra parte, nos es licito esperar que una importancia no menor se conceda a los temas pastorales, ya que conciernen más directamente a la vida de los hombres concretos, de aquellos, precisamente, que se plantean las preguntas mencionadas al principio.

Pablo VI ha tenido siempre delante de si a estos hombres. Expresión de ello es, entre otros, el siguiente pasaje de la «Humanæ vitæ»: «La doctrina de la Iglesia en materia de regulación de la natalidad, promulgadora de la ley divina, aparecerá fácilmente a los ojos de muchos difícil e, incluso, imposible en la práctica. Y en verdad que, como todas las grandes y beneficiosas realidades, exige un serio empeño y muchos esfuerzos de orden familiar, individual y social. Más aún, no sería posible actuaría sin la ayuda de Dios, que sostiene y fortalece la buena voluntad de los hombres. Pero a todo aquel que reflexione seriamente, no puede menos que aparecer que tales esfuerzos ennoblecen al hombre y benefician la comunidad humana» (Humanæ vitæ, 20).

5. A esa altura no se habla más de la no-contradicción normativa, sino sobre todo de la «posibilidad de la observancia de la ley divina», es decir, de un tema, al menos indirectamente, pastoral. El hecho de que la ley tenga que ser de «posible» puesta en práctica, pertenece directamente a la misma naturaleza de la ley y está, por tanto, contenido en el cuadro de la «no-contradictoriedad normativa». Sin embargo, la «posibilidad», entendida como actualidad de la norma, pertenece también a la esfera práctica y pastoral. Mi predecesor habla en el texto citado, precisamente, de este punto de vista.

6. Se puede añadir una consideración: de hecho que toda la retrovisión bíblica, denominada «teología del cuerpo», nos ofrezca también, aunque indirectamente, la confirmación de la verdad de la norma moral, contenida en la «Humanæ vitæ», nos predispone a considerar, más a fondo, los aspectos prácticos y pastorales del problema en su conjunto. Los principios y presupuestos generales de la «teología del cuerpo». ¿No estaban, quizás, sacados todos ellos de las respuestas que Cristo dio a las preguntas de sus concretos interlocutores? Y los textos de Pablo -como, por ejemplo, los de la Carta a los Corintios-, ¿no son, acaso, un pequeño manual en orden a los problemas de la vida moral de los primeros seguidores de Cristo? Y en estos textos encontramos ciertamente, esa «norma de comprensión» que parece tan indispensable frente a los problemas de que trata la «Humanæ vitæ», y que está presente en esta Encíclica.

Si alguien cree que el Concilio y la Encíclica no tienen bastante en cuenta las dificultades presentes en la vida concreta, es porque no comprende las preocupaciones pastorales que hubo en el origen de tales documentos. Preocupación pastoral significa búsqueda del verdadero bien del hombre, promoción de los valores impresos por Dios en la propia persona; es decir, significa la puesta en acto de «aquella regla de comprensión» que intenta siempre el descubrimiento cada vez más claro del designio de Dios sobre el amor humano, con la certeza de que el único y verdadero bien de la persona humana consiste en la realización de este designio divino.

Se podría decir que, precisamente, en nombre de la mencionada «norma de comprensión», el Concilio ha planteado la cuestión de la «armonía del amor humano con el respeto a la vida» (GS 51), y la Encíclica «Humanæ vitæ», no sólo ha recordado luego las normas morales que obligan en este ámbito, sino que se ocupa además, ampliamente, del problema de la «posibilidad de la observancia de la ley divina» .

Estas reflexiones actuales sobre el carácter del documento «Humanæ vitæ» nos preparan para tratar a continuación el tema de la «paternidad responsable».

117. Paternidad y maternidad responsables (1-VIII-84/5-VIII-84)

1. Hemos elegido para hoy el tema de la «paternidad y maternidad responsables», a la luz de la Constitución «Gaudium et spes» y de la Encíclica «Humanæ vitæ».

La Constitución conciliar, al afrontar el tema, se limita a recordar las premisas fundamentales; el documento pontificio, en cambio, va más allá, dando a estas premisas unos contenidos más concretos.

El texto conciliar dice así: «...Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen integro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal» (GS 51).

Y el Concilio añade: «Fundados en estos principios, no es lícito a los hijos de la Iglesia ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina reprueba sobre la regulación de la natalidad» (GS 51).

2. Antes del pasaje citado (cf. GS 50), el Concilio enseña que los cónyuges «con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y, con dócil reverencia hacia Dios» (GS 50). Lo cual quiere decir que: «De común acuerdo y común esfuerzo, se tomarán un juicio recto, atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado de vida, tanto materiales como espirituales; y, finalmente, teniendo en cuenta al bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia» (GS 50).

Al llegar a este punto siguen palabras particularmente importantes para determinar, con mayor precisión, el carácter moral de la «paternidad y maternidad responsables». Leemos: «Este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente» (GS 50).

Y continuando: «En su modo de obrar, Ios esposos cristianos serán conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esa ley a la luz del Evangelio. Dicha ley divina muestra el pleno sentido del amor conyugal, lo protege e impulsa a la perfección genuinamente humana del mismo» (GS 50).

3. La Constitución conciliar, limitándose a recordar las premisas esenciales para una «paternidad y maternidad responsables», las pone de relieve de manera totalmente unívoca, precisando los elementos constitutivos de semejante paternidad y maternidad, es decir: el juicio maduro de la conciencia personal en su relación con la ley divina, auténticamente interpretada por el Magisterio de la Iglesia.

4. La Encíclica «Humanæ vitæ», basándose en las mismas premisas, avanza algo más, ofreciendo indicaciones concretas. Ello se ve, sobre todo, en el modo de definir la «paternidad responsable» (Humanæ vitæ, 10). Pablo VI trata de precisar este concepto, encareciendo los diversos aspectos y excluyendo, de antemano, su reducción a uno de los aspectos «parciales», como hacen quienes hablan, exclusivamente, del control de la natalidad. En efecto, desde el principio, Pablo VI se ve guiado, en su argumentación, por una concepción integral del hombre (cf. Humanæ vitæ, 7) y del amor conyugal (cf. Humanæ vitæ, 8, 9).

5. Se puede hablar de responsabilidad en el ejercicio de la función paterna y materna, bajo distintos aspectos. Así, escribe él: «En relación a los procesos biológicos, paternidad responsable significa conocimiento y respeto de sus funciones; la inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológicas que forman parte de la persona humana» (Humanæ vitæ, 10). Cuando se trata, luego, de la dimensión psicológica de «las tendencias del instinto y de las pasiones, la paternidad responsable comporta el dominio necesario que sobre aquellas han de ejercer la razón y la voluntad» (Humanæ vitæ, 10).

Se sigue de ello que en la concepción de la «paternidad responsable» está contenida la disposición no solamente a evitar «un nuevo nacimiento», sino también a hacer crecer la familia según los criterios de la prudencia.

Bajo esta luz, desde la cual es necesario examinar y decidir la cuestión de la «paternidad responsable», queda siempre como central «el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia» (Humanæ vitæ, 10) .

6. Los esposos, dentro de este ámbito, cumplen «plenamente sus deberes para con Dios, para consigo mismos, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores» (Humanæ vitæ, 10). No se puede, por tanto, hablar aquí de «proceder según el propio antojo». Al contrario, los cónyuges deben «conformar su conducta a la intención creadora de Dios» (Humanæ vitæ, 10).

Partiendo de este principio, la Encíclica fundamenta su argumentación sobre «la estructura íntima del acto conyugal» y sobre «la inseparable conexión entre los dos significados del acto conyugal» (cf. Humanæ vitæ, 12); todo lo cual ha sido ya tratado anteriormente. El relativo principio de la moral conyugal resulta ser, por lo tanto, la fidelidad al plan divino, manifestando en la «estructura íntima del acto conyugal» y en «el inseparable nexo entre los dos significados del acto conyugal».

118. La regulación de la natalidad (8-VIII-84/12-VIII-84)

1. Hemos dicho anteriormente que el principio de la moral conyugal, que la iglesia enseña (Concilio Vaticano II, Pablo VI), es el criterio de la fidelidad al plan divino.

De acuerdo con este principio, la Encíclica «Humanæ vitæ» distingue rigurosamente entre lo que constituye el modo moralmente ilícito de la regulación de los nacimientos o, con mayor precisión, de la regulación de la fertilidad, y el moralmente recto.

En primer lugar, es moralmente ilícita «la interrupción directa del proceso generador ya iniciado» («aborto») (Humanæ vitæ, 14), la «esterilización directa» y «toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación» (Humanæ vitæ, 14), por tanto todos los medios contraceptivos. Es por el contrario moralmente lícito, «el recurso a los períodos infecundos» (Humanæ vitæ, 16): «Por consiguiente, si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inminentes a las funciones generadoras para usar el matrimonio sólo en los periodos infecundos y así regular la natalidad sin ofender los principios morales...» (Humanæ vitæ, 16).

2. La Encíclica subraya de modo particular que «entre ambos casos existe una diferencia esencial» (Humanæ vitæ, 16), esto es, una diferencia de naturaleza ética: «En el primero, los cónyuges se sirven legítimamente de una disposición natural; en el segundo, impiden el desarrollo de los procesos naturales» (Humanæ vitæ, 16).

De ello se derivan dos acciones con calificación ética diversa, más aún, incluso opuestas: la regulación natural de la fertilidad es moralmente recta, la contracepción no es moralmente recta. Esta diferencia esencial entre las dos acciones (modos de actuar) concierne a su intrínseca calificación ética, si bien mi predecesor Pablo VI afirma que «tanto en uno como en otro caso, los cónyuges están de acuerdo en la voluntad positiva de evitar la prole por razones plausibles», e incluso escribe: «buscando la seguridad de que no se seguirá» (Humanæ vitæ, 16). En estas palabras el documento admite que, si bien también los que hacen uso de las prácticas anticonceptivas puedan estar inspirados por «razones plausibles», sin embargo ello no cambia la calificación moral que se funda en la estructura misma del acto conyugal como tal.

3. Se podría observar, en este punto, que los cónyuges que recurren a la regulación natural de la fertilidad podrían carecer de las razones válidas de que se ha hablado anteriormente; pero esto constituye un problema ético aparte, dado que se trata del sentido moral de la «paternidad y maternidad responsables».

Suponiendo que las razones para decidir no procrear sean moralmente rectas, queda el problema moral del modo de actuar en tal caso, y esto se expresa en un acto que -según la doctrina de la Iglesia transmitida en la Encíclica- posee su intrínseca calificación moral positiva o negativa. La primera, positiva, corresponde a la «natural» regulación de la fertilidad; la segunda, negativa, corresponde a la «contracepción artificial».

4. Toda la argumentación precedente se resume en la exposición de la doctrina contenida en la «Humanæ vitæ», advirtiendo en ella el carácter normativo y al mismo tiempo pastoral. En la dimensión normativa se trata de precisar y aclarar los principios morales del actuar; en la dimensión pastoral se trata sobre todo de ilustrar la posibilidad de actuar según estos principios («posibilidad de la observancia de la ley divina», Humanæ vitæ, 20).

Debemos detenernos en la interpretación del contenido en la Encíclica. A tal fin es necesario ver ese contenido, ese conjunto normativo-pastoral a la luz de la teología del cuerpo, tal como emerge del análisis de los textos bíblicos.

5. La teología del cuerpo no es tanto una teoría, cuanto más bien una específica, evangélica, cristiana pedagogía del cuerpo. Esto se deriva del carácter de la Biblia, y sobre todo del Evangelio que, como mensaje salvífico, revela lo que es verdadero bien del hombre, a fin de modelar -a medida de este bien- la vida en la tierra, en la perspectiva de la esperanza del mundo futuro.

La Encíclica «Humanæ vitæ», siguiendo esta línea, responde a la cuestión sobre el verdadero bien del hombre como persona, en cuanto varón y mujer; sobre lo que corresponde a la dignidad del hombre y de la mujer, cuando se trata del importante problema de la transmisión de la vida en la convivencia conyugal.

A este problema dedicaremos ulteriores reflexiones.

119. La transmisión de la vida (22-VIII-84/26-VIII-84)

1. ¿Cuál es la esencia de la doctrina de la Iglesia acerca de la transmisión de la vida en la comunidad conyugal, de esa doctrina que nos ha recordado la Constitución pastoral del Concilio «Gaudium et spes» y la Encíclica «Humanæ vitæ» del Papa Pablo VI?

El problema está en mantener la relación adecuada entre lo que se define «dominio... de las fuerzas de la naturaleza» (Humanæ vitæ, 2) y el «dominio de sí» (Humanæ vitæ, 21), indispensable a la persona humana. El hombre contemporáneo manifiesta la tendencia a transferir los métodos propios del primer ámbito a los de segundo. «El hombre ha llevado a cabo progresos estupendos en el dominio y en la organización racional de las fuerzas de la naturaleza -leemos en la Encíclica-, de modo que tiende a extender ese dominio a su mismo ser global: al cuerpo, a la vida psíquica, a la vida social y hasta las leyes que regulan la transmisión de la vida» (Humanæ vitæ, 2).

Esta extensión de la esfera de los medios de «dominio... de las fuerzas de la naturaleza» amenaza a la persona humana, para la cual el método del «dominio de sí» es y sigue siendo específico. Efectivamente, el dominio de sí corresponde a la constitución fundamental de la persona: es precisamente un método «natural». En cambio, la transferencia de los «medios artificiales» rompe la dimensión constitutiva de la persona, priva al hombre de la subjetividad que le es propia y hace de él un objeto de manipulación.

2. El cuerpo humano no es sólo el campo de reacciones de carácter sexual, sino que es, al mismo tiempo, el medio de expresión del hombre integral, de la persona, que se revela a sí misma a través del «lenguaje del cuerpo». Este «lenguaje» tiene un importante significado interpersonal, especialmente cuando se trata de las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer. Además, nuestros análisis precedentes muestran que en este caso el «lenguaje del cuerpo» debe expresar, a un nivel determinado, la verdad del sacramento. Efectivamente, al participar del eterno plan de amor («Sacramentum absconditum in Deo»), el «lenguaje del cuerpo» se convierte en un «profetismo del cuerpo».

Se puede decir que la Encíclica «Humanæ vitæ» lleva a las últimas consecuencias, no sólo lógicas y morales, sino también prácticas y pastorales, esta verdad sobre el cuerpo humano en su masculinidad y feminidad .

3. La unidad de los dos aspectos del problema -de la dimensión sacramental (o sea, teológica) y de la personalística- corresponde a la global «revelación del cuerpo». De aquí se deriva también la conexión de la visión estrictamente teológica con la ética, que nace de la «ley natural».

En efecto, el sujeto de la ley natural es el hombre no sólo en el aspecto «natural» de su existencia, sino también en la verdad integral de su subjetividad personal. El señor manifiesta, en la Revelación, como hombre y mujer, en su plena vocación temporal y escatológica. Es llamado por Dios para ser testigo e intérprete del eterno designio del amor, convirtiéndose en ministro del sacramento que, «desde el principio», se constituye en el signo de la «unión de la carne».

4. Como ministros de un sacramento que se realiza por medio del consentimiento y se perfecciona por la unión conyugal, el hombre y la mujer están llamados a expresar ese misterioso «lenguaje» de sus cuerpos en toda la verdad que les es propia. Por medio de los gestos y de las reacciones, por medio de todo el dinamismo, recíprocamente condicionado, de la tensión y del gozo -cuya fuente directa es el cuerpo en su masculinidad y feminidad, el cuerpo en su acción e interacción- a través de todo esto «habla» el hombre, la persona.

El hombre y la mujer con el «lenguaje del cuerpo» desarrollan ese diálogo que -según el Génesis 2, 24-25- comenzó el día de la creación. Y precisamente a nivel de este «lenguaje del cuerpo» -que es algo más que la sola reactividad sexual y que, como auténtico lenguaje de las personas, está sometido a las exigencias de la verdad, es decir a normas morales objetivas-, el hombre y la mujer se expresan recíprocamente a sí mismos del modo más pleno y más profundo, en cuanto les es posible por la misma dimensión somática de la masculinidad y femineidad: el hombre y la mujer se expresan a sí mismos en la medida de toda la verdad de su persona.

5. El hombre es persona precisamente porque es dueño de sí y se domina a sí mismo. Efectivamente, en cuanto que es dueño de sí mismo puede «donarse» al otro. Y ésta es una dimensión -dimensión de la libertad del don que se convierte en esencial y decisiva para ese «lenguaje del cuerpo», en el que el hombre y la mujer se expresan recíprocamente en la unión conyugal. Dado que esta comunión es comunión de personas, el «lenguaje del cuerpo» debe juzgarse según el criterio de la verdad. Precisamente la Encíclica «Humanæ vitæ» presenta este criterio, como confirman los pasajes antes citados.

6. Según el criterio de esta verdad, que debe expresarse con el «lenguaje del cuerpo», el acto conyugal «significa» no sólo el amor, sino también la fecundidad potencial, y por esto no puede ser privado de su pleno y adecuado significado mediante intervenciones artificiales. En el acto conyugal no es lícito separar artificialmente el significado unitivo del significado procreador, porque uno y otro pertenecen a la verdad íntima del acto conyugal: uno se realiza justamente con el otro y, en cierto sentido, el uno a través de otro. Así enseña la Encíclica (cf. Humanæ vitæ, 12). Por lo tanto en este caso el acto conyugal, privado de su verdad interior, al ser privado artificialmente de su capacidad procreadora, deja también de ser acto de amor.

7. Puede decirse que en el caso de una separación artificial de estos dos significados, en el acto conyugal se realiza una real unión corpórea, pero no corresponde a la verdad interior ni a la dignidad de la comunión personal: communio personarum. Efectivamente esta comunión exige que el «lenguaje del cuerpo» se exprese recíprocamente en la verdad integral de su significado. Si falta esta verdad, no se puede hablar ni de la verdad el dominio de sí, ni de la verdad del don recíproco y de la recíproca aceptación de sí por parte de la persona. Esta violación del orden interior de la comunión conyugal, que hunde sus raíces en el orden mismo de la persona, constituye el mal esencial del acto anticonceptivo.

8. Tal interpretación de la doctrina moral, expuesta en la Encíclica «Humanæ vitæ», se sitúa sobre el amplio trasfondo de las reflexiones relacionadas con la teología del cuerpo. Resultan especialmente válidas para esta interpretación las reflexiones sobre el «signo» en conexión con el matrimonio, entendido como sacramento. Y la esencia de la violación que perturba el orden interior del acto conyugal no puede entenderse de modo teológicamente adecuado, sin las reflexiones sobre el tema de la «concupiscencia de la carne».

120. La anticoncepción y la continencia periódica (29-VIII-84/2-IX-84)

1. La Encíclica «Humanæ vitæ», demostrando el mal moral de la anticoncepción, al mismo tiempo, aprueba plenamente la regulación natural de la natalidad y, en este sentido, aprueba la paternidad y maternidad responsables. Hay que excluir aquí que pueda ser calificada de «responsable», desde el punto de vista ético, la procreación en la que se recurre a la anticoncepción para realizar la regulación de la natalidad. El verdadero concepto de «paternidad y maternidad responsables», por el contrario, está unido a la regulación de la natalidad honesta desde el punto de vista ético.

2. Leemos a este propósito: «Una práctica honesta de la regulación de la natalidad exige sobre todo a los esposos adquirir y poseer sólidas convicciones sobre los verdaderos valores de la vida y de la familia, y también una tendencia a procurarse un perfecto dominio de sí mismos. El dominio del instinto, mediante la razón y la voluntad libre, impone, sin ningún género de duda, una ascética, para que las manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el orden recto y particularmente para observar la continencia periódica. Esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramente su personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales...» (Humanæ vitæ, 21).

3. La Encíclica ilustra luego las consecuencia de este comportamiento no sólo para los mismos esposos, sino también para toda la familia, entendida como comunidad de personas. Habrá que volver a tomar en consideración este tema. La Encíclica subraya que la regulación de la natalidad éticamente honesta exige de los cónyuges ante todo un determinado comportamiento familiar y procreador: esto es, exige a los esposos «adquirir y poseer sólidas convicciones sobre los verdaderos valores de la vida y de la familia» (Humanæ vitæ, 21). Partiendo de esta premisa, ha sido necesario proceder a una consideración global de la cuestión, como hizo el Sínodo de los Obispos del año 1980 («De muneribus familiæ christianæ»). Luego, la doctrina relativa a este problema particular de la moral conyugal y familiar, de que trata la Encíclica «Humanæ vitæ», ha encontrado su justo puesto y la óptica oportuna en el contexto total de la Exhortación Apostólica «Familiaris consortio». La teología del cuerpo, sobre todo como pedagogía del cuerpo, hunde sus raíces, en cierto sentido, en la teología de la familia y, a la vez, lleva a ella. Esta pedagogía del cuerpo, cuya clave es hoy la Encíclica «Humanæ vitæ», sólo se explica en el contexto pleno de una visión correcta de los valores de la vida y de la familia.

4. En el texto antes citado el Papa Pablo VI se remite a la castidad conyugal, al escribir que la observancia de la continencia periódica es la forma de dominio de sí, donde se manifiesta «la pureza de los esposos» (Humanæ vitæ, 21).

Al emprender ahora un análisis más profundos de este problema, hay que tener presente toda la doctrina sobre la pureza, entendida como vida del espíritu (cf. Gál 5, 25), que ya hemos considerado anteriormente, a fin de comprender así las respectivas indicaciones de la Encíclica sobre el tema de la «continencia periódica». Efectivamente, esa doctrina sigue siendo la verdadera razón, a partir de la cual la enseñanza de Pablo VI define la regulación de la natalidad y la paternidad y maternidad responsables como éticamente honestas.

Aunque la «periodicidad» de la continencia se aplique en este caso a los llamados «ritmos naturales» (Humanæ vitæ, 16), sin embargo, la continencia misma es una determinada y permanente actitud moral, es virtud, y por esto, todo el modo de comportarse, guiado por ella, adquiere carácter virtuoso. La Encíclica subraya bastante claramente que aquí no se trata sólo de una determinada «técnica», sino de la ética en el sentido estricto de la palabra como moralidad de un comportamiento.

Por tanto, la Encíclica pone de relieve oportunamente, por un lado, la necesidad de respetar en tal comportamiento el orden establecido por el Creador, y, por otro, la necesidad de la motivación inmediata de carácter ético.

5. Respecto al primer aspecto leemos: «Usufructuar (...) el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso generador significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan establecido por el Creador» (Humanæ vitæ, 13). «La vida humana es sagrada» -como recordó nuestro predecesor de s. m. Juan XXIII en la Encíclica «Mater et Magistra»-, «desde su comienzo compromete directamente la acción creadora de Dios» (AAS 53, 1961; cf. Humanæ vitæ, 13). En cuanto a la motivación inmediata, la Encíclica «Humanæ vitæ» exige que «para espaciar los nacimientos existan serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges o de circunstancias exteriores...» (Humanæ vitæ, 16).

6. En el caso de una regulación moralmente recta de la natalidad que se realiza mediante la continencia periódica, se trata claramente de practicar la castidad conyugal, es decir, de una determinada actitud ética. En el lenguaje bíblico diríamos que se trata de vivir el espíritu (cf. Gál 5, 25).

La regulación moralmente recta se denomina también «regulación natural de la natalidad», lo que puede explicarse como conformidad con la «ley natural». Por «ley natural» entendemos aquí el «orden de la naturaleza» en el campo de la procreación, en cuanto es comprendido por la recta razón: este orden es la expresión del plan del Creador sobre el hombre. Y esto precisamente es lo que la Encíclica, juntamente con toda la Tradición de la doctrina y de la práctica cristiana, subraya de modo especial: el carácter virtuoso de la actitud que se manifiesta con la regulación «natural» de la natalidad, está determinado no tanto por la fidelidad a una impersonal «ley natural», cuanto al Creador-persona, fuente y Señor del orden que se manifiesta en esta ley.

Desde este punto de vista, la reducción a la sola regularidad biológica, separada del «orden de la naturaleza», esto es, del «plan del Creador», deforma el auténtico pensamiento de la Encíclica «Humanæ vitæ» (cf. Humanæ vitæ, 14).

El documento presupone ciertamente esa regularidad biológica, más aún, exhorta a las personas competentes a estudiarla y aplicarla de un modo aún más profundo, pero entiende siempre esta regularidad como la expresión del «orden de la naturaleza» esto es, del plan providencial del Creador, en cuya fiel ejecución consiste el verdadero bien de la persona humana.