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Catequesis 91-95

91. El esposo y la esposa en el misterio de Cristo y de la Iglesia (25-VIII-82/29-VIII-82)

1. En las precedentes reflexiones sobre el capítulo 5 de la Carta a los Efesios (21-33) hemos llamado especialmente la atención sobre la analogía de la relación que existe entre Cristo y la Iglesia, y de la que existe entre el esposo y la esposa, esto es, entre el marido y la mujer, unidos por el vínculo matrimonial. Antes de disponernos al análisis de los pasajes siguientes del texto en cuestión, debemos tomar conciencia del hecho de que en el ámbito de la fundamental analogía paulina: Cristo e Iglesia, por una parte, hombre y mujer, como esposos, por otra, hay también una analogía suplementaria: esto es, la analogía de la Cabeza y del Cuerpo. Precisamente esta analogía ccnfiere un significado principalmente eclesiológico al enunciado que analizamos: la Iglesia, como tal, está formada por Cristo; está constituida por El en su parte esencial, como el cuerpo por la cabeza. La unión del cuerpo con la cabeza es sobre todo de naturaleza orgánica, es, sencillamente, la unión somática del organismo humano. Sobre esta unión orgánica se funda, de modo directo la unión biológica, en cuanto se puede decir que «el cuerpo vive de la cabeza» (si bien del mismo modo, aunque de otra manera, la cabeza vive del cuerpo). Y además, si se trata del hombre, sobre esta unión orgánica se funda también la unión psíquica, entendida en su integridad y, en definitiva, la unidad integral de la persona humana.

2. Como ya he dicho (al menos en el pasaje analizado), el autor de la Carta a los Efesios ha introducido la analogía suplementaria de la cabeza y del cuerpo en el ámbito de la analogía del matrimonio. Parece incluso que haya concebido la primera analogía: «cabeza, cuerpo», de manera más central desde el punto de vista de la verdad sobre Cristo y sobre la Iglesia, que él proclama. Sin embargo, hay que afirmar del mismo modo que no la ha puesto al lado o fuera de la analogía del matrimonio como vínculo nupcial. Más aún, al contrario. En todo el texto de la Carta a los Efesios (5, 22-33), y especialmente en la primera parte, de la que nos estamos ocupando (5, 22-23), el autor habla como si en el matrimonio también el marido fuera «cabeza de la mujer», y la mujer «cuerpo del marido», cual si los dos cónyuges formaran una unión orgánica. Esto puede hallar su fundamento en el texto del Génesis donde se habla de «una sola carne» (Gén 2, 24), o sea, en el mismo texto al que se referirá el autor de la Carta a los Efesios después en el marco de su gran analogía. No obstante, en el texto del libro del Génesis se pone claramente de relieve que se trata del hombre y de la mujer como de dos distintos sujetos personales, que deciden conscientemente su unión conyugal, definida por el arcaico texto con los términos: «una sola carne». Y también en la Carta a los Efesios queda igualmente claro. El autor se sirve de una doble analogía: cabeza-cuerpo, marido-mujer, a fin de ilustrar con claridad la naturaleza de la unión entre Cristo y la Iglesia. En cierto sentido, especialmente en este primer pasaje del texto a los Efesios 5, 22-23, la dimensión eclesiológica parece decisiva y predominante.

3. «Las casadas estén sujetas a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia y salvador de su cuerpo. Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos en todo. Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella...» (Ef 5, 22-25).

Esta analogía suplementaria «cabeza-cuerpo» hace que en el ámbito de todo el pasaje de la Carta a los Efesios 5, 22-33, nos encontremos con dos sujetos distintos, los cuales, en virtud de una especial relación recíproca, vienen a ser, en cierto sentido un solo sujeto: la cabeza constituye juntamente con el cuerpo un sujeto (en el sentido físico y metafísico), un organismo, una persona humana, un ser. No cabe duda de que Cristo es un sujeto diverso de la Iglesia, sin embargo, en virtud de una relación especial, se une con ella, como en una unión orgánica de cabeza y cuerpo: la Iglesia es así fuertemente, así esencialmente ella misma en virtud de la unión con Cristo (místico). ¿Se puede decir lo mismo de los esposos, del hombre y de la mujer, unidos por un vínculo matrimonial? Si el autor de la Carta a los Efesios ve la analogía de la unión de la cabeza con el cuerpo también en el matrimonio, esta analogía, en cierto sentido, parece referirse al matrimonio, teniendo en cuenta la unión que Cristo constituye con la Iglesia y la Iglesia con Cristo. La analogía, pues, se refiere sobre todo al matrimonio mismo como a la unión en virtud de la cual «serán dos una sola carne» (Ef 5, 31; cf. Gén 2, 24).

4. Sin embargo, esta analogía no oscurece la individualidad de los sujetos: la del marido y la de la mujer, es decir, la esencial bi-subjetividad que está en la base de la imagen de «un solo cuerpo», más aún, la esencial bi-subjetividad del marido y de la mujer en el matrimonio, que hace de ellos, en cierto sentido, «un solo Cuerpo», pasa, en el ámbito de todo el texto que estamos examinando (Ef 5, 22-33), a la imagen de la Iglesia-Cuerpo, unido con Cristo como Cabeza. Esto se ve especialmente en la continuación de este texto, donde el autor describe la relación de Cristo con la Iglesia precisamente mediante la imagen de la relación del marido con la mujer. En esta descripción la Iglesia-Cuerpo de Cristo aparece claramente como el sujeto segundo de la unión conyugal, al cual el sujeto primero, Cristo, manifiesta el amor con que la ha amado, entregándose «a sí mismo por ella». Ese amor es imagen y, sobre todo, modelo del amor que el marido debe manifestar a la mujer en el matrimonio cuando ambos están sometidos uno al otro «en el temor de Cristo».

5. Efectivamente, leemos: «Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola, mediante el lavado del agua, con la palabra, a fin de presentársela así gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e inmaculada. Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, y nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne» (Ef 5, 25-31).

6. Es fácil descubrir que en esta parte del texto de la Carta a los Efesios 5, 22-33 «prevalece» claramente la bi-subjetividad: se pone de relieve tanto en la relación Cristo-Iglesia como en la relación marido-mujer. Esto no quiere decir que desaparezca la imagen de un sujeto único: la imagen de «un solo cuerpo». Esta se conserva incluso en el pasaje de nuestro texto, y en cierto sentido está allí todavía mejor explicada. Lo veremos con mayor claridad al analizar detalladamente el pasaje antes citado. Así, pues, el autor de la Carta a los Efesios habla del amor de Cristo a la Iglesia, explicando el modo en que se expresa ese amor, y presentando, a la vez, tanto ese amor como sus expresiones cual modelo que debe seguir el marido con relación a la propia mujer. El amor de Cristo a la Iglesia tiene como finalidad esencialmente su santificación: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella... para santificarla» (Ef 5, 25-26). En el principio de esta santificación está el bautismo fruto primero y esencial de la entrega de si que Cristo ha hecho por la Iglesia. En este texto el bautismo no es llamado por su propio nombre, sino definido como purificación «mediante el lavado del agua, con la palabra» (Ef 5-26). Este lavado, con la potencia que se deriva de la donación redentora de sí, que Cristo ha hecho por la Iglesia, realiza la purificación fundamental mediante la cual el amor de El a la Iglesia adquiere un carácter nupcial a los ojos del autor de la Carta.

7. Es sabido que en el sacramento del bautismo participa un sujeto individual en la Iglesia. Sin embargo, el autor de la Carta, a través de ese sujeto individual del bautismo ve a toda la Iglesia. El amor nupcial de Cristo se refiere a ella, a la Iglesia, siempre que una persona individual recibe en ella la purificación fundamental por medio del bautismo. El que recibe el bautismo, en virtud del amor redentor de Cristo, se hace, al mismo tiempo, participe de su amor nupcial a la Iglesia. «El lavado del agua, con la palabra» en nuestro texto es la expresión del amor nupcial en el sentido de que prepara a la esposa (Iglesia) para el esposo, hace a la Iglesia esposa de Cristo, diría «in actu primo». Algunos estudiosos de la Biblia observan aquí que, en el texto que hemos citado, el «lavado del agua» evoca la ablución ritual que precedía a los desposorios, y que constituía un importante rito religioso incluso entre los griegos.

8. Como sacramento del bautismo el «lavado del agua con la palabra» (Ef 5, 26) convierte a la Iglesia en esposa no sólo «in actu primo», sino también en la perspectiva más lejana, o sea, en la perspectiva escatológica. Esta se abre ante nosotros cuando, en la Carta a los Efesios, leemos que «el lavado del agua» sirve, por parte del esposo, «a fin de presentársela así gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e inmaculada» (Ef 5, 27). La expresión «presentársela» parece indicar el momento del desposorio, cuando la esposa es llevada al esposo, vestida ya con el traje nupcial, y adornada para la boda. El texto citado pone de relieve que el mismo Cristo-Esposo se preocupa de adornar a la Esposa-Iglesia, procura que esté hermosa con la belleza de la gracia, hermosa gracias al don de la salvación en su plenitud, concedido ya desde el sacramento del bautismo. Pero el bautismo es sólo el comienzo, del que deberá surgir la figura de la Iglesia gloriosa (como leemos en el texto), cual fruto definitivo del amor redentor y nupcial, solamente en la última venida de Cristo (parusía).

Vemos con cuánta profundidad el autor de la Carta a los Efesios escruta la realidad sacramental, al proclamar su gran analogía: tanto la unión de Cristo con la Iglesia, como la unión nupcial del hombre y de la mujer en el matrimonio quedan iluminados de este modo por una especial luz sobrenatural.

92. El amor de Cristo a la Iglesia, modelo del amor conyugal (1-IX-82/5-IX-82)

1. El autor de la Carta a los Efesios, al proclamar la analogía entre el vínculo nupcial que une a Cristo y a la Iglesia, y el que une al marido y la mujer en el matrimonio, escribe así. «Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola, mediante el lavado del agua, con la palabra, a fin de presentársela así gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e intachable» (Ef 5, 25-27).

2. Es significativo que la imagen de la Iglesia gloriosa se presente, en el texto citado, como una esposa toda ella hermosa en su cuerpo. Ciertamente, se trata de una metáfora; pero resulta muy elocuente y testimonia cuán profundamente incide la importancia del cuerpo en la analogía del amor nupcial. La Iglesia «gloriosa» es la que no tiene «mancha ni arruga». «Mancha» puede entenderse como signo de fealdad, «arruga» como signo de envejecimiento y senilidad. En el sentido metafórico, tanto una como otra expresión indican los defectos morales, el pecado. Se puede añadir que en San Pablo el «hombre viejo» significa el hombre del pecado (cf. Rom 6, 6). Cristo, pues, con su amor redentor y nupcial hace ciertamente que la Iglesia no sólo venga a estar sin pecado, sino que se conserve «eternamente joven».

3. Como puede verse, el ámbito de la metáfora es muy amplio. Las expresiones que se refieren directa e inmediatamente al cuerpo humano, caracterizándolo en las relaciones recíprocas entre el esposo y la esposa, entre el marido y la mujer, indican, al mismo tiempo, atributos y cualidades de orden moral, espiritual y sobrenatural. Esto es esencial para tal analogía. Por tanto, el autor de la Carta puede definir el estado «glorioso» de la Iglesia en relación con el estado del cuerpo de la esposa, libre de señales de fealdad o envejecimiento («o cosa semejante»), sencillamente como santidad y ausencia del pecado: Así es la Iglesia «santa e intachable». Resulta obvio, pues de qué belleza de la esposa se trata, en que sentido la Iglesia es Cuerpo de Cristo y en qué sentido ese Cuerpo-Esposa acoge el don del Esposo que «amó a la Iglesia y se entregó por ella». No obstante, es significativo que San Pablo explique toda esta realidad que por esencia es espiritual y sobrenatural, por medio de la semejanza del cuerpo y del amor, en virtud de los cuales los esposos, marido y mujer, se hacen «una sola carne».

4. En todo el pasaje del texto citado esta bien claramente conservado el principio de la bi-subjetividad: Cristo-Iglesia, Esposo-Esposa (marido-mujer). El autor presenta el amor de Cristo a la Iglesia -ese amor que hace de la Iglesia el Cuerpo de Cristo, del que El es la Cabeza- como modelo del amor de los esposos y como modelo de las bodas del esposo y la esposa. El amor obliga al esposo-marido a ser solícito del bien de la esposa-mujer, le compromete a desear su belleza y, al mismo tiempo, a sentir esta belleza física. El esposo se fija con atención en su esposa como con la creadora, amorosa inquietud de encontrar todo lo que de bueno y de bello hay en ella y desea para ella. El bien que quien ama crea, con su amor, en la persona amada, es como una verificación del mismo amor y su medida. Al entregarse a sí mismo de la manera más desinteresada, el que ama no lo hace al margen de esta medida y de esta verificación.

5. Cuando el autor de la Carta a los Efesios -en los siguientes versículos del texto (5, 28-29) piensa exclusivamente en los esposos mismos, la analogía de la relación de Cristo con la Iglesia resuena aún más profundamente y le impulsa a expresarse así: «Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo» (Ef 5, 28). Aquí retorna, pues, el tema de «una sola carne», que en dicha frase y en las frases siguientes no sólo se reitera, sino que también se esclarece. Si los maridos deben amar a sus mujeres como al propio cuerpo, esto significa que esa uni-subjetividad se funda sobre la base de la bi-subjetividad y no tiene carácter real, sino intencional: el cuerpo de la mujer no es el cuerpo propio del marido, pero debe amarlo como a su propio cuerpo. Se trata, pues, de la unidad, no en el sentido ontológico, sino moral: de la unidad por amor.

6. «El que ama a su mujer, a sí mismo se ama» (Ef 5, 28). Esta frase confirma aún más ese carácter de unidad. En cierto sentido el amor hace del «yo» del otro el propio «yo»: el «yo» de la mujer, diría, se convierte por amor en el «yo» del marido. El cuerpo es la expresión de ese «yo» y el fundamento de su identidad. La unión del marido y de la mujer en el amor se expresa también a través del cuerpo. Se expresa en la relación recíproca, aunque el autor de la Carta a los Efesios lo indique sobre todo por parte del marido. Este es el resultado de la estructura de la imagen total. Aunque los cónyuges deben estar «sometidos unos a los otros en el temor de Cristo» (esto ya se puso de relieve en el primer versículo del texto citado: (Ef 5, 22-23), sin embargo, a continuación el marido es sobre todo, el que ama y la mujer, en cambio, la que es amada. Se podría incluso arriesgar la idea de que la «sumisión» de la mujer al marido, entendida en el contexto de todo el pasaje (5, 22-23) de la Carta a los Efesios, significaba, sobre todo, «experimentar el amor». Tanto más cuanto que esta «sumisión» se refiere a la imagen de la sumisión de la Iglesia a Cristo, que consiste ciertamente en experimentar su amor. La Iglesia, como esposa, al ser objeto del amor redentor de Cristo Esposo, se convierte en su cuerpo. La mujer, al ser objeto del amor nupcial del marido, se convierte en «una sola carne» con él en cierto sentido, en su «propia» carne. El autor repetirá esta idea una vez más en la última frase del pasaje que estamos analizando: «Por lo demás, ame cada uno a su mujer, y ámela como a sí mismo» (Ef 5, 33).

7. Esta es la unidad moral, condicionada y constituida por el amor. El amor no solo une a dos sujetos, sino que les permite compenetrarse mutuamente, perteneciendo espiritualmente el uno al otro, hasta tal punto que el autor de la Carta puede afirmar: «El que ama a su mujer, a sí mismo se ama» (Ef 5, 28). El «yo» se hace, en cierto sentido, el «tú», y el «tú» el «yo» (se entiende en sentido moral). Y por esto la continuación del texto que estamos analizando, dice así: «Nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, por que somos miembros de su cuerpo» (Ef 5, 29-30). La frase que inicialmente se refiere aún a las relaciones de los cónyuges, en la fase sucesiva retorna explícitamente a la relación Cristo Iglesia, y así, a la luz de esa relación, nos induce a definir el sentido de toda la frase. El autor, después de haber explicado el carácter de la relación del marido con la propia mujer, formando «una sola carne», quiere reforzar aún más su afirmación precedente «El que ama a su mujer, a sí mismo se aman» y, en cierto sentido, sostenerla con la negación y la exclusión de la posibilidad opuesta («nadie aborrece jamás su propia carne», Ef 5, 29). En la unión por amor, el cuerpo «del otro» se convierte en «propio», en el sentido de que se tiene solicitud del bien del cuerpo del otro como del propio. Dichas palabras, al caracterizar el amor «carnal» que debe unir a los esposos, expresan, puede decirse, el contenido más general y, a la vez, el más esencial. Parece que hablan de este amor, sobre todo, con el leaguaje del «ágape».

8. La expresión, según la cual, el hombre «alimenta y abriga» la propia carne -es decir, el marido «alimenta y abriga» la carne de la mujer como la suya propia- parece indicar más bien la solicitud de los padres, la relación tutelar, mejor que la ternura conyugal. Se debe buscar la motivación de este carácter en el hecho de que el autor pasa aquí indistintamente de la relación que une a los esposos a la relación entre Cristo y la Iglesia. Las expresiones que se refieren al cuidado del cuerpo, y ante todo a su nutrición, a su alimentación, sugieren a muchos estudiosos de la Sagrada Escritura una referencia a la Eucaristía, con la que Cristo, en su amor nupcial, «alimenta» a la Iglesia. Si estas expresiones, aunque en tono menor, indican el carácter específico del amor conyugal, especialmente del amor en virtud del cual los cónyuges se hacen «una sola carne», al mismo tiempo, ayudan a comprender, al menos de modo general, la dignidad del cuerpo y el imperativo moral de tener cuidado por su bien: de ese bien que corresponde a su dignidad. El parangón con la Iglesia como Cuerpo de Cristo, Cuerpo de su amor redentor y, a la vez, nupcial, debe dejar en la conciencia de los destinatarios de la Carta a los Efesios (5, 22-23) un sentido profundo del «sacrum» del cuerpo humano en general, y especialmente en el matrimonio, como «lugar» donde este sentido del «sacrum» determina de manera particularmente profunda las relaciones recíprocas de las personas y, sobre todo, las del hombre con la mujer, en cuanto mujer y madre de sus hijos.

93. La sacramentalidad del matrimonio (8-IX-82/12-IX-82)

1. El autor de la Carta a los Efesios escribe: «Nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo» (Ef 5, 29-30). Después de este versículo, el autor juzga oportuno citar el que en toda la Biblia puede ser considerado el texto fundamental sobre el matrimonio, texto contenido en el Génesis, capítulo 2, 24: «Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne» (Ef 5, 31: Gén 2, 24). Se puede deducir del contexto inmediato de la Carta a los Efesios que la cita del libro del Génesis (Gén 2, 24) es aquí necesaria no tanto para recordar la unidad de los esposos, definida «desde el principio» en la obra de la creación, cuanto para presentar el misterio de Cristo con la Iglesia, de donde el autor deduce la verdad sobre la unidad de los cónyuges. Este es el punto más importante de todo el texto, en cierto sentido, su clave angular. El autor de la Carta a los Efesios encierra en estas palabras todo lo que ha dicho anteriormente, al trazar la analogía y presentar la semejanza entre la unidad de los esposos y la unidad de Cristo con la Iglesia. Al citar las palabras del libro del Génesis (Gén 2-24) el autor pone de relieve que las bases de esta analogía se buscan en la línea que, dentro del plan salvífico de Dios, une el matrimonio, como la más antigua revelación (y «manifestación») de ese plan en el mundo creado, con la revelación y «manifestación» definitiva, esto es, la revelación de que «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5, 25), dando a su amor redentor un carácter y sentido nupcial.

2. Así, pues, esta analogía que impregna el texto de la Carta a los Efesios (5, 22-23) tiene su base última en el plan salvífico de Dios. Esto quedará aún más claro y evidente cuando situemos el pasaje del texto, que hemos analizado, en el contexto general de la Carta a los Efesios. Entonces se comprenderá más fácilmente la razón por la que el autor, después de haber citado las palabras del libro del Génesis (2, 24), escribe: «Gran misterio este, pero entendido de Cristo y de la Iglesia» (Ef 5, 32).

En el contexto global de la Carta a los Efesios y ademán en el contexto más amplio de las palabras de la Sagrada Escritura, que revelan el plan salvífico de Dios «desde el principio», es necesario admitir que el término «mysterion» significa aquí el misterio antes oculto en la mente divina y después revelado en la historia del hombre. Efectivamente, se trata de un misterio «grande», dada su importancia: ese misterio, como plan salvífico de Dios con relación a la humanidad, es, en cierto sentido, el tema central de toda revelación, su realidad central. Es lo que Dios, como Creador y Padre desea transmitir sobre todo a los hombres en su Palabra.

3. Se trataba de transmitir no sólo la «buena noticia» sobre la salvación, sino de comenzar, al mismo tiempo, la obra de la salvación, como fruto de la gracia que santifica al hombre para la vida eterna en la unión con Dios. Precisamente en el camino de esta revelación-realización, San Pablo pone de relieve la continuidad entre la más antigua Alianza, que Dios estableció al constituir el matrimonio ya en la obra de la creación, y la Alianza definitiva en la que Cristo, después de haber amado a la Iglesia y haberse entregado por ella, se une a la misma de modo nupcial, esto es, como corresponde a la imagen de los esposos. Esta continuidad de la iniciativa salvífica de Dios constituye la base esencial de la gran analogía contenida en la Carta a los Efesios. La continuidad de la iniciativa salvífica de Dios significa la continuidad e incluso la identidad del misterio, del «gran misterio», en las diversas fases de su revelación -por lo tanto, en cierto sentido, de su «manifestación»- y, a la vez, de su realización; en la fase «más antigua» desde el punto de vista de la historia del hombre y de la salvación, y en la fase «de la plenitud de los tiempos» (Gál 4, 4).

4. ¿Se puede entender ese «gran misterio» como «sacramento»? ¿Acaso el autor de la Carta a los Efesios habla en el texto que hemos citado, del sacramento del matrimonio? Si no habla de él directamente y en sentido estricto -en este punto hay que estar de acuerdo con la opinión bastante difundida de los escrituristas y teólogos-, sin embargo, parece que en este texto habla de las bases de la sacramentalidad de toda la vida cristiana, y en particular, de las bases de la sacramentalidad del matrimonio. Habla, pues, de la sacramentalidad de toda la existencia cristiana en la Iglesia, y especialmente del matrimonio de modo indirecto pero del modo más fundamental posible.

5. «Sacramento» no es sinónimo de «misterio» (1). Efectivamente, el misterio permanece «oculto» -escondido en Dios mismo-, de manera que, incluso después de su proclamación (o sea, revelación), no cesa de llamarse «misterio», y se predica también como misterio. El sacramento presupone la revelación del misterio y presupone también su aceptación mediante la fe, por parte del hombre. Sin embargo, es, a la vez, algo más que la proclamación del misterio y la aceptación de él mediante la fe. El sacramento consiste en «manifestar» ese misterio en un signo que sirve no sólo para proclamar el misterio, sino también para realizarlo en el hombre. El sacramento es signo visible y eficaz de la gracia. Mediante él, se realiza en el hombre el misterio escondido desde la eternidad en Dios, del que habla la Carta a los Efesios (cf. Ef 1, 9) al comienzo; misterio de la llamada a la santidad, por parte de Dios, del hombre en Cristo, y misterio de su predestinación a convertirse en hijo adoptivo. Se realiza de modo misterioso, bajo el velo de un signo: no obstante, el signo es siempre un «hacer sensible» ese misterio sobrenatural que actúa en el hombre bajo su velo.

6. Al considerar el pasaje de la Carta a los Efesios que hemos analizado, y en particular las palabras; «Gran misterio éste, pero entendido de Cristo y de la Iglesia», hay que constatar que el autor de la Carta escribe no sólo del gran misterio escondido en Dios, sino también -y sobre todo- del misterio que se realiza por el hecho de que Cristo, que con acto de amor redentor amó a la Iglesia y se entregó por ella, con el mismo acto se ha unido a la Iglesia de modo nupcial, como se unen recíprocamente marido y mujer en el matrimonio instituido por el Creador. Parece que las palabras de la Carta a los Efesios motivan suficientemente lo que leemos al comienzo mismo de la Constitución «Lumen gentium»:... «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el genero humano» (Lumen gentium, 1).

Este texto del Vaticano II no dice: «La Iglesia es sacramento», sino «es como un sacramento», indicando así que de la sacramentalidad de la Iglesia hay que hablar de modo analógico y no idéntico respecto a lo que entendemos cuando nos referimos a los siete sacramentos que administra la Iglesia por institución de Cristo. Si existen las bases para hablar de la Iglesia como de un sacramento, la mayor parte de estas bases están indicadas precisamente en la Carta a los Efesios.

7. Se puede decir que esta sacramentalidad de la Iglesia está constituida por todos los sacramentos, mediante los cuales ella realiza su misión santificadora. Además se puede decir que la sacramentalidad de la Iglesia es fuente de los sacramentos, y en particular del Bautismo y de la Eucaristía, como se deduce del pasaje, ya analizado de la Carta a los Efesios (cf. Ef 5, 25-33). Finalmente hay que decir que la sacramentalidad de la Iglesia permanece en una relación particular con el matrimonio: el sacramento más antiguo.

(1) El «sacramento», concepto central para nuestras reflexiones, ha recorrido un largo camino durante los siglos. La historia semántica del término «sacramento» hay que comenzarla desde el término griego «mysterion», que, a decir verdad, en el libro de Judit significa todavía los planes militares del rey («consejo secreto», cf. Jdt 2, 2), pero ya en el libro de la Sabiduría (2, 22) y en la profecía de Daniel (2, 27) significa los planes creadores de Dios y el fin que El asigna al mundo y que sólo se revelan a los confesores fieles.

En este sentido «mysterion», sólo aparece una vez en los Evangelios: «a vosotros os ha sido dado conocer el misterio del reino de Dios» (Mc 4, 11 y par.). En las grandes Cartas de San Pablo ese término se encuentra siete veces, culminando en la revelación del misterio tenido secreto en los tiempos eternos, pero manifestado ahora...» (Rom 16, 25-26).

En las Cartas posteriores tiene lugar la identificación del «mysterion» con el Evangelio (cf. Ef 6, 19) e incluso con el mismo Jesucristo (cf. Col 2, 2; 4. 3; Ef 3, 4), lo que constituye un cambio en la inteligencia del término; «mysterion» no es ya sólo el plan eterno de Dios, sino la realización en la tierra de ese plan, revelado en Jesucristo.

Por esto, en el período patrístico comienzan a llamarse «mysterion» incluso los acontecimientos históricos en los que se manfiesta la voluntad divina de salvar al hombre. Ya en el siglo II, en los escritos de San Ignacio de Antioquía, de San Justino y Melitón, los misterios de la vida de Jesús, las profecías y las figurar simbólicas del Antiguo Testamento se definen con el término «mysterion».

En el siglo III comienzan a aparecer las versiones más antiguas en latín de la Sagrada Escritura, donde el término griego se traduce o por el término «mysterion», o por el término «sacramentum» (por ejemplo: Sab 2, 22; Ef 5, 32), quizá por apartarse explícitamente de los ritos mistéricos paganos y de la neoplatónica mistagogía gnóstica.

Sin embargo, originariamente el «sacramentum» significaba el juramento militar que prestaban los legionarios romanos. Puesto que en él se podía distinguir el aspecto de «inciación a una nueva forma de vida», «el compromiso sin reservas», «el servicio fiel hasta el peligro de muerte». Tertuliano pone de relieve estas dimensiones en el sacramento cristiano del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía. En el siglo III se aplica, pues, el término «sacramentum», tanto al misterio del plan salvífico de Dios en Cristo (cf. por ejemplo Ef 5, 32), como a su realización concreta por el medio de las siete fuentes de gracia, llamadas hoy «sacramentos de la Iglesia».

San Agustín, sirviéndose de varios significados de ese término, llamó sacramentos a los ritos religiosos tanto de la Antigua como de la Nueva Alianza, a los símbolos y figuras bíblicas, así como también a la religión cristiana revelada. Todos estos sacramentos, según San Agustín, pertenecen al gran sacramento: al misterio de Cristo, y de la Iglesia. San Agustín influyó sobre la precisación ulterior del término «sacramento», subrayando que los sacramentos son signos sagrados; que tienen en sí semejanza con lo que significan y que confieren lo que significan. Contribuyó, pues, con sus análisis a elaborar una concisa definición escolástica del sacramento: «signum efficax gratiae».

San Isidoro de Sevilla (siglo VII) subrayó después otro aspecto: la naturaleza misteriosa del sacramento que, bajo los velos de las especies materiales, oculta la noción del Espíritu Santo en el alma del hombre.

Las Summas Teológicas de los siglos XII y XIII formularon ya las definiciones sistemáticas de los sacramentos, pero tiene un significado particular la definición de Santo Tomás: «Non omne signum rei sacrae est sacramentum, sed solum ea quae significant perfectionem sanctitatis humanae» (3.ª qu. 60, a. 2).

Desde entonces se entendió como «sacramento» exclusivamente cada una de las siete fuentes de la gracia y los estudios de los teólogos apuntaron sobre la profundización de la esencia y de la acción de los siete sacramentos, elaborando, de manera sistemática, las líneas principales contenidas en la tradicón escolástica.

Sólo en el último siglo se ha prestado atención a los aspectos del sacramento, desatendidos en el curso de los siglos, por ejemplo a su dimensión eclesial y al encuentro personal con Cristo, que han encontrado expresión en la Constitución sobre la Liturgia (núm. 59). Sin embargo, el Vaticano II torna, sobre todo, al significado originario del «sacramentumm-misterium», denominando a la Iglesia «sacramento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo género humano» (Lumen gentium, 1).

Aquí entendemos el sacramento -de acuerdo con su significado originario- como realización del eterno plan divino referente a la salvación de la humanidad.

94. El amor de Dios al pueblo elegido, signo del amor conyugal (15-IX-82/19-IX-82)

1. Nos encontramos ante el texto de la Carta a los Efesios 5, 22-33, que ya, desde hace algún tiempo, estamos analizando debido a su importancia para el problema del matrimonio y del sacramento. En el conjunto de su contenido, comenzando por el capítulo primero, la Carta trata, sobre todo, del misterio «escondido desde los siglos en Dios» como don destinado eternamente al hombre. «Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en El nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante El, y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia. Por esto nos hizo gratos en su amado» (Ef 1, 3-6).

2. Hasta ahora se habla del misterio escondido «desde los siglos» (Ef 3, 9) en Dios.

Las frases siguientes introducen al lector en la fase de la realización de ese misterio en la historia del hombre: el don, destinado a él «desde los siglos» en Cristo, se hace parte real del hombre en el mismo Cristo: «en quien tenemos la redención por virtud de su sangre, la remisión de los pecados, según las riquezas de su gracia que superabundantemente derramó sobre nosotros en perfecta sabiduría y prudencia. Por éstas nos dio a conocer el misterio de su voluntad, conforme a su beneplácito, que se propuso realizar en Cristo en la plenitud de los tiempos, recapitulando todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra, en El» (Ef 1, 7-10).

3. Así el eterno misterio ha pasado del estado de «ocultamiento en Dios», a la fase de revelación y realización. Cristo, en quien la humanidad ha sido «desde los siglos» elegida y bendecida «con toda bendición espiritual», del Padre: Cristo, destinado, según el «designio» eterno de Dios, para que en El, como en la Cabeza, «fueran recapituladas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra», en la perspectiva escatológica revela el misterio eterno y lo realiza entre los hombres. Por esto, el autor de la Carta a los Efesios, en la continuación de la misma Carta, exhorta a aquellos a quienes ha llegado esta revelación, y a todos los que la han acogido en la fe, a modelar su vida en el espíritu de la verdad conocida. De modo particular exhorta a lo mismo a los esposos cristianos, maridos y mujeres.

4. En la máxima parte del contexto la Carta se convierte en instrucción, o sea, parénesis. El autor parece hablar, sobre todo, de dos aspectos morales de la vocación de los cristianos, haciendo, sin embargo, referencia continua al misterio que ya actúa en ellos gracias a la redención de Cristo, y obra con eficacia sobre todo en virtud del bautismo. Efectivamente, escribe: «En El también vosotros, que escucháis la palabra de la verdad, el Evangelio de nuestra salud, en el que habéis creído, fuisteis sellados con el sello del Espíritu Santo prometido» (Ef 1, 13). Así, pues, los aspectos morales de la vocación cristiana permanecen vinculados no sólo con la revelación del eterno misterio divino en Cristo y con su aceptación en la fe, sino también con el orden sacramental que, aun cuando no aparezca en primer plano en toda la Carta, sin embargo, parece estar presente en ella de manera discreta. Por lo demás, no puede ser de otro modo, ya que el Apóstol escribe a los cristianos que, mediante el bautismo, se harían miembros de la comunidad eclesial. Desde este punto de vista, el pasaje de la Carta a los Efesios cap. 5, 22-23, analizado hasta ahora, parece tener una importancia particular. Efectivamente, arroja una luz especial sobre la relación esencial del misterio con el sacramento, y especialmente sobre la sacramentalidad del matrimonio.

5. En el centro del misterio está Cristo. En El -precisamente en El-, la humanidad ha sido eternamente bendecida «con toda bendición espiritual». En El -en Cristo-, la humanidad ha sido elegida «antes de la creación del mundo», elegida «en la caridad» y predestinada a la adopción de hijos. Cuando después, con la «plenitud de los tiempos», este misterio eterno se realiza en el tiempo, se realiza también en El y por El; en Cristo y por Cristo. Por medio de Cristo se revela el misterio del amor divino. Por El y en El queda realizado: en El «tenemos la redención por la virtud de su sangre, la remisión de los pecados...» (Ef 1, 7). De este modo los hombres que aceptan mediante la fe el don que se les ofrece en Cristo, se hacen realmente partícipes del misterio eterno, aunque actúe en ellos bajo los velos de la fe. Esta donación sobrenatural de los frutos de la redención hecha por Cristo adquiere, según la Carta a los Efesios 5, 22-33, el carácter de una entrega nupcial de Cristo mismo a la Iglesia, a semejanza de la relación nupcial entre el marido y la mujer. Por lo tanto, no sólo los frutos de la redención son don, sino sobre todo lo es Cristo: El se entrega a Sí mismo a la Iglesia, como a su Esposa.

6. Debemos preguntarnos si en este punto tal analogía nos permite penetrar más profundamente y con mayor precisión en el contenido esencial del misterio. Debemos hacernos esta pregunta, tanto más cuanto que ese pasaje «clásico» de la Carta a los Efesios (5, 22-23) no aparece en abstracto y aislado, sino que forma una continuidad, en cierto sentido, una continuación de los enunciados del Antiguo Testamento, que presentaban el amor de Dios-Yahvé al pueblo-Israel, elegido por El, según la misma analogía. Se trata en primer lugar de los textos de los Profetas que en sus discursos han introducido la semejanza del amor nupcial para caracterizar de modo particular el amor que Yahvé nutre por Israel, el amor que, por parte del pueblo elegido, no encuentra comprensión y correspondencia; más aún, halla infidelidad y traición. La manifestación de infidelidad y traición fue ante todo la idolatría, culto a los dioses extranjeros.

7. A decir verdad, en la mayoría de los casos se trataba de poner de relieve de manera dramática precisamente esa traición y esa infidelidad, llamadas «adulterio» de Israel; sin embargo en la base de todos estos enunciados de los Profetas está la convicción explícita de que el amor de Yahvé al pueblo elegido puede y debe ser comparado con el amor que une al esposo con la esposa, al amor que debe unir a los cónyuges. Convendría citar aquí numerosos pasajes de los textos de Isaías, Oseas, Ezequiel (algunos de ellos ya se han citado anteriormente, al analizar el concepto de «adulterio» teniendo como base las palabras que pronunció Cristo en el sermón de la montaña). No se puede olvidar que al patrimonio del Antiguo Testamento pertenece también el «Cantar de los Cantares», donde la imagen del amor nupcial está delineada -es verdad- sin la analogía típica de los textos proféticos, que presentaban en ese amor la imagen del amor de Yahvé a Israel, pero también sin ese elemento negativo que en los otros textos constituye el motivo de «adulterio», o sea, de infidelidad. Así, pues, la analogía del esposo y de la esposa, que ha permitido al autor de la Carta a los Efesios definir la relación de Cristo con la Iglesia, posee una rica tradición en los libros de la Antigua Alianza. Analizando esta analogía en el «clásico» texto de la Carta a los Efesios, no podemos menos de remitirnos a esa tradición.

8. Para iluminar esta tradición nos limitaremos de momento a citar un pasaje del texto de Isaías. Dice el Profeta: «Nada temas, que no serás confundida; no te avergüences, que no serás afrentada. Te olvidarás de la vergüenza de la juventud y perderás el recuerdo del oprobio de tu viudez. Porque tu marido es tu Hacedor, que se llama Yahvé Sebaot, y tu redentor es el Santo de Israel, que es el Dios del mundo todo. Si, Yahvé te llamó como a mujer abandonada y desolada. La esposa de la juventud, ¿podrá ser repudiada?, dice tu Dios. Por una hora, por un momento te abandoné, pero en mi gran amor vuelvo a llamarte. /.../. No se apartará mas de ti mi misericordia, y mi alianza de paz será inquebrantable, dice Yahvé, que te ama» (Is 54, 4-7. 10).

En el próximo capítulo comenzaremos el análisis del citado texto de Isaías.

95. El amor de Dios a su pueblo y el amor nupcial en los profetas (22-IX-82/26-IX-82)

1. La Carta a los Efesios, mediante la comparación de la relación entre Cristo y la Iglesia con la relación nupcial de los esposos hace referencia a la tradición de los Profetas del Antiguo Testamento. Para ilustrarlo, citamos el siguiente texto de Isaías: «Nada temas, que no serás confundida no te avergüences, que no serás afrentada. Te olvidarás de la vergüenza de la juventud y perderás el recuerdo del oprobio de tu viudez. Porque tu marido es tu Hacedor, que se llama Yahvé Sebaot, y tu Redentor es el Santo de Israel, que es el Dios del mundo todo. Si, Yahvé te llamó como a mujer abandonada y desolada. La esposa de la juventud, ¿podrá ser repudiada?, dice tu Dios. Por una hora, por un momento te abandoné, pero en mi gran amor vuelvo a llamarte. Desencadenando mi ira, oculté de ti mi rostro; un momento me alejé de ti; pero en mi eterna misericordia me apiadé de ti, dice Yahvé, tu redentor. Será como al tiempo de Noe, en que juré que nunca más el diluvio se echaría sobre la tierra. Así juro yo ahora no volver a enojarme contra ti, no volver a reñirte. Que se muevan los montes, que tiemblen los collados, no se apartará más de ti mi misericordia, y mi alianza de paz será inquebrantable, dice Yahvé, que te ama» (Is 54, 4-10).

2. El texto de Isaías no contiene en este caso los reproches hechos a Israel como a esposa infiel, que resuenan con tanta fuerza en los otros textos, especialmente de Oseas o Ezequiel. Gracias a esto, resulta mas transparente el contenido esencial de la analogía bíblica; el amor de Dios-Yahvé a Israel-pueblo elegido se expresa como el amor del hombre-esposo a la mujer elegida para ser su mujer a través del pacto conyugal. De este modo Isaías explica los acontecimientos que constituyen el curso de la historia de Israel, remontándose al misterio escondido casi en el corazón mismo Dios. En cierto sentido, nos lleva en la misma dirección, en que nos llevará, después de muchos siglos, el autor de la Carta a los Efesios, que -basándose en la redención realizada ya en Cristo- descubrirá mucho más plenamente la profundidad del mismo misterio.

3. El texto del Profeta tiene todo el colorido de la tradición y de la mentalidad de los hombres del Antiguo Testamento. El Profeta, hablando en nombre de Dios y como con sus palabras, se dirige a Israel como esposo a la esposa que ha elegido. Estas palabras desbordan de un auténtico ardor de amor y, a la vez, pone de relieve todo el carácter específico, tanto de la situación como de la mentalidad propias de esa época. Subrayan que la opción por parte del hombre quita a la esposa el «deshonor» que, según la opinión de la sociedad, parecía vinculado al estado núbil, ya sea el originario (la virginidad), ya sea el secundario (la viudez), ya sea, en fin, el derivado del repudio de la mujer no amada (cf. Dt 24, 1) o eventualmente de la mujer infiel. Sin embargo, el texto citado no hace mención de la infidelidad; en cambio, revela el motivo de «amor misericordioso» (1), indicando con esto no solo la índole social del matrimonio en la Antigua Alianza, sino también el carácter mismo del don, que es el amor de Dios a Israel-esposa: don que proviene totalmente de la iniciativa de Dios. En otras palabras: indicando la dimensión de la gracia, que desde el principio se contiene en ese amor. Esta es quizá la más fuerte «declaración de Amor» por parte de Dios, unida con el solemne juramento de fidelidad para siempre.

4. La analogía del amor que une a los esposos queda fuertemente puesta de relieve en este pasaje. Dice Isaías: «...tu marido es tu Hacedor, que se llama Yahvé Sebaot, y tu Redentor es el Santo de Israel, que es el Dios del mundo todo» (Is 54, 5). Así, pues, en ese texto el mismo Dios, con toda la majestad de Creador y Señor de la creación, es llamado explícitamente «esposo» habla de su gran «afecto», que no se alejará de Israel-esposa, sino que constituirá un fundamento estable de la «alianza de paz» con él. Así el motivo del amor nupcial y del matrimonio se vincula con el motivo de la «alianza». Además, el «Señor de los ejércitos» se llama a sí mismo no solo «creador», sino también «redentor». El texto tiene un contenido teológico de riqueza extraordinaria.

5. Confrontando el texto de Isaías con la Carta a los Efesios y constatando la continuidad respecto a la analogía del amor nupcial y del matrimonio, debemos poner de relieve, al mismo tiempo, cierta diversidad de óptica teológica. El autor de la Carta ya en el primer capítulo habla del misterio del amor y de la elección con que «Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo» abraza a los hombres en su Hijo, sobre todo como de un misterio «escondido en la mente de Dios». Este es el misterio del amor paterno, misterio de la elección a la santidad («para que fuésemos santos e inmaculados ante El»: Ef 1, 4) y de la adopción de hijos en Cristo («y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo»: 1, 5). En este contexto, la deducción de la analogía sobre el matrimonio, que hemos encontrado en Isaías («tu esposo es tu Creador, que se llama Yahvé Sebaot»: Is 54, 5), parece ser un detalle que forma parte de la perspectiva teológica. La primera dimensión del amor y de la elección, como misterio escondido desde los siglos en Dios, es una dimensión paterna y no «conyugal». Según la Carta a los Efesios, la primera nota característica de ese misterio está unida con la paternidad misma de Dios, puesta especialmente de relieve por los Profetas (cf. Os 11, 1-4; Is 63, 8-9; 64, 7; Mal 1, 6).

6. La analogía del amor nupcial y del matrimonio aparece solamente cuando el «Creador» y el Santo Israel, del texto de Isaías, se manifiesta como «Redentor». Isaías dice: «Tu marido es tu Hacedor, que se llama Yahvé Sebaot, y tu Redentor es el Santo de Israel» (Is 54, 5). Ya en este texto es posible, en cierto sentido, leer el paralelismo entre el «esposo» y el «Redentor». Pasando a la Carta a los Efesios, debemos observar que este pensamiento está allí precisamente desarrollando en la plenitud. La figura del Redentor (2) se delinea ya en el capítulo primero como propia de Aquel que es el «Hijo amado» del Padre (Ef 1, 6), amado desde la eternidad: de Aquel, en el cual todos hemos sido amados por el Padre, «desde los siglos». Es el Hijo de la misma naturaleza que el Padre, «en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados según las riquezas de su gracia» (Ef 1, 7). El mismo Hijo, como Cristo (o sea, como Mesías), «amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5, 25).

Esta espléndida formulación de la Carta a los Efesios resume en sí y, a la vez, pone de relieve los elementos del Cántico de Sión (cf. por ejemplo, Is 42, 1; 53, 8-12; 54, 8).

Y de esta manera la donación de sí mismo por la Iglesia equivale al cumplimiento de la obra de la redención. De este modo el «creador Señor de los ejércitos» del texto de Isaías se convierte en el «Santo de Israel», del «nuevo Israel», como Redentor. En la Carta a los Efesios la perspectiva teológica del texto profético se conserva y, al mismo tiempo, se profundiza y se transforma. Entran en ella nuevos momentos revelados: el momento trinitario, cristológico (3) y finalmente escatológico.

7. Así, pues, San Pablo, al escribir la Carta al Pueblo de Dios de la Nueva Alianza y precisamente a la Iglesia de Efeso, no repetirá más: «Tu marido es tu Hacedor», sino que mostrará de qué modo el «Redentor», que es el Hijo primogénito y desde los siglos «amado del Padre», revela simultáneamente su amor salvífico que consiste en la entrega de sí mismo por la Iglesia como amor nupcial con el que desposa a la Iglesia y la hace su propio Cuerpo. Así la analogía de los textos proféticos del Antiguo Testamento, (sobre todo, en el caso del libro de Isaías), se conserva en la Carta a los Efesios y, a la vez, queda evidentemente transformada. A la analogía corresponde el misterio que, a través de ella, se expresa y, en cierto sentido, se explica. En el texto de Isaías este misterio apenas está delineado, como «semioculto»; en cambio, en la Carta a los Efesios está plenamente desvelado (se entiende que sin dejar de ser misterio). En la Carta a los Efesios es explícitamente distinta la dimensión eterna del misterio en cuanto escondido en Dios («Padre de nuestro Señor Jesucristo») y la dimensión de su realización histórica, según su dimensión cristológica y, a la vez, eclesiológica. La analogía del matrimonio se refiere sobre todo a la segunda dimensión. También en los Profetas (en Isaías) la analogía del matrimonio se refería directamente a una dimensión histórica: estaba vinculada con la historia del Pueblo elegido de la Antigua Alianza, con la historia de Israel; en cambio, la dimensión cristológica y eclesiológica en la realización veterotestamentaria del misterio, se hallaba sólo como en embrión: sólo fue preanunciada.

No obstante, es claro que el texto de Isaías nos ayuda a comprender mejor la Carta a los Efesios y la gran analogía del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia.

(1) En el texto hebreo tenemos las palabras hesedrahamim, que aparecen juntas más de una vez.

(2) Aunque en los libros bíblicos más antiguos el «redentor» (en hebreo: go’el) significase a la persona obligada por vínculos de sangre a vengar al pariente asesinado (cf. por ejemplo. Núm 35, 19), a dar ayuda al pariente desventurado (cf. por ejemplo, Rt 4, 6) y especialmente a rescatarlo de la esclavitud (cf. por ejemplo, Lev 25, 48), con el paso del tiempo esta analogía se aplicó a Yavé («El que ha redimido a Israel de la casa de la servidumbre, de la mano del Faraón, rey de Egipto»: Dt 7, 8).

Particularmente en el Déutero-Isaías el acento se traslada por la acción de rescate a la persona del Redentor, que personalmente salva a Israel, casi sólo por su misma presencia, «no por dinero ni por dones» (Is 45, 13).

Por esto el pasaje del «Redentor» de la profecía de Isaías 54 a la Carta a los Efesios tiene la misma motivación de aplicación, en dicha Carta, que los textos del Cántico sobre el Siervo de Yavé (cf. Is 53, 10-12, Ef 5, 23, 25-26).

(3) En el lugar de la relación «Dios-Israel». Pablo introduce la relación «Cristo-Iglesia», aplicando a Cristo todo lo que en el Antiguo Testamento se refiere a Yavé (Adonai-Kyrios). Cristo es Dios, pero Pablo le aplica también todo lo que se refiere al Siervo de Yavé en los cuatro Cánticos (Is 42; 49; 50; 52-53), interpretados en sentido mesiánico durante el período intertestamentario.

El motivo de la «Cabeza» y del «Cuerpo» no es derivación bíblica, sino probablemente helenística (¿estoica?). En la Carta a los Efesios este tema se ha utilizado en el contexto del matrimonio (mientras que en la primera Carta a los Corintios el tema del «Cuerpo» sirve para demostrar el orden que reina en la sociedad.

Desde el punto de vista bíblico la introducción de este motivo es una novedad absoluta.