fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

Catequesis 81-85

81. El celibato, don de Dios (5-V-82/9-V-82)

1. Al responder a las preguntas de los fariseos sobre el matrimonio y su indisolubilidad, Cristo se refirió al «principio», es decir a su institución originaria por parte del Creador. Puesto que sus interlocutores se remitieron a la ley de Moisés, que preveía la posibilidad del llamado «libero de repudio», El contestó: «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así» (Mt 19, 8).

Después de la conversación con los fariseos, los discípulos de Cristo se dirigieron a El con las siguientes palabras: «Si tal es la condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse. El les contestó: No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismo se han hecho tales por amor del reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda» (Mt 19, 10-12).

2. Las palabras de Cristo aluden, sin duda, a una consciente y voluntaria renuncia al matrimonio. Esta renuncia sólo es posible si supone una conciencia auténtica del valor que constituye la disposición nupcial de la masculinidad y feminidad del matrimonio. Para que el hombre pueda ser plenamente consciente de lo que elige (la continencia por el reino), debe ser también plenamente consciente de aquello a lo que renuncia (aquí se trata precisamente de la conciencia del valor en sentido «ideal»; no obstante, esta conciencia es totalmente «realística»). Cristo, de este modo, exige ciertamente una opción madura. Lo comprueba, sin duda alguna, la forma en que se expresa la llamada a la continencia por el reino de los cielos.

3. Pero no basta una renuncia plenamente consciente a dicho valor. A la luz de las palabras de Cristo, como también a la luz de toda la auténtica tradición cristiana, es posible deducir que esta renuncia es a la vez una particular forma de afirmación de ese valor en virtud del cual la persona no casada se abstiene coherentemente, siguiendo el consejo evangélico. Esto puede parecer una paradoja. Sin embargo, es sabido que la paradoja acompaña a numerosos enunciados del Evangelio, y frecuentemente a los más elocuentes y profundos. Al aceptar este significado de la llamada a la continencia «por el reino de los cielos», sacamos una conclusión correcta, sosteniendo que la realización de esta llamada sirve también -y de modo particular- para la confirmación del significado nupcial del cuerpo humano en su masculinidad y feminidad. La renuncia al matrimonio por el reino de Dios pone de relieve, al mismo tiempo, ese significado en toda su verdad interior y en toda su belleza personal. Se puede decir que esta renuncia, por parte de cada una de las personas, hombres y mujeres, es, en cierto sentido, indispensable, a fin de que el mismo significado nupcial del cuerpo sea más fácilmente reconocido en todo el ethos de la vida humana y sobre todo el ethos de la vida conyugal y familiar.

4. Así, pues, aunque la continencia «por el reino de los cielos» (la virginidad, el celibato) oriente la vida de las personas que la eligen libremente al margen del camino común de la vida conyugal y familiar, sin embargo, no queda sin significado para esta vida: por su estilo, su valor y su autenticidad evangélica. No olvidemos que la única clave para comprender la sacramentalidad del matrimonio es el amor nupcial de Cristo hacia la Iglesia (cfr. Ef 5, 22-23): de Cristo, Hijo de la Virgen, el cual era El mismo virgen, eso es «eunuco por el reino de los cielos», en el sentido más perfecto del término. Nos convendrá volver sobre este tema más tarde.

5. Al final de estas reflexiones queda todavía un problema concreto: ¿De qué modo en el hombre, a quien «le ha sido dada» la llamada a la continencia por el reino, se forma esta llamada basándose e la conciencia del significado nupcial del cuerpo en su masculinidad y feminidad, y más aún, como fruto de esta conciencia? ¿De qué modo se forma o, mejor, se «transforma»? Esta pregunta es igualmente importante, tanto desde el punto de vista de la teología del cuerpo, como desde el punto de vista del desarrollo de la personalidad humana, que es de carácter personalístico y carismático a la vez. Si quisiéramos responder a esta pregunta de modo exhaustivo -en la dimensión de todos los aspectos y de todos los problemas concretos que encierra- habría que hacer un estudio expreso sobre la relación entre el matrimonio y la virginidad y entre el matrimonio y el celibato. Pero esto excedería los límites de las presentes consideraciones.

6. Permaneciendo en el ámbito de las palabras de Cristo según Mateo (19, 11-12), es preciso concluir nuestras reflexiones, afirmando lo siguiente. Primero: Si la continencia «por el reino de los cielos» significa indudablemente una renuncia, esta renuncia es al mismo tiempo una afirmación: la que se deriva del descubrimiento del «don», esto es, el descubrimiento, a la vez, de una perspectiva de la realización personal de sí mismo «a través de un don sincero de sí» (Gaudium et spes, 24); este descubrimiento está, pues, en una profunda armonía interior con el sentido del significado nupcial del cuerpo, vinculado «desde el principio» a la masculinidad o feminidad del hombre como sujeto personal. Segundo: Aunque la continencia «por el reino de los cielos» se identifique con la renuncia al matrimonio -el cual en la vida de un hombre y de una mujer da origen a la familia-, no se puede en modo alguno ver en ella una negación del valor esencial del matrimonio; más bien, por el contrario, la continencia sirve directamente a poner de relieve lo que en la vocación conyugal es perenne y más profundamente personal, lo que en las dimensiones de la temporalidad (y a la vez en la perspectiva del «otro mundo») corresponde a la dignidad del don personal, vinculado con el significado nupcial del cuerpo en su masculinidad y feminidad.

7. De este modo, la llamada de Cristo a la continencia «por el reino de los cielos», justamente asociada a la evocación de la resurrección futura (cfr. Mt 21, 24-30; Mc 12, 18-27; Lc 20, 27-40), tiene un significado capital no sólo para el ethos y la espiritualidad cristiana, sino también para la antropología y para toda la teología del cuerpo, que descubrimos en sus bases. Recordemos que Cristo, al refirirse a la resurrección del cuerpo en el «otro mundo», dijo, según la versión de los tres Evangélicos sinópticos. «Cuando resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio...» (Mc 12, 25). Estas palabras, que ya hemos analizado antes, forman parte del conjunto de nuestras consideraciones sobre la teología del cuerpo y contribuyen a su elaboración.

82. Doctrina paulina sobre virginidad y matrimonio (23-VI-82/27-VI-82)

1. Después de haber analizado las palabras de Cristo, referidas en el Evangelio según Mateo (Mt 19, 11-12), conviene pasar a la interpretación paulina del tema: virginidad y matrimonio.

El enunciado de Cristo sobre la continencia por el reino de los cielos es conciso y fundamental. En la enseñanza de Pablo, como nos convenceremos dentro de poco, podemos individuar un relato paralelo de las palabras del Maestro; sin embargo, el significado de su enunciación (1Cor 7) en su con junto debe ser valorado de modo diverso. La grandeza de la enseñanza de Pablo consiste en el hecho de que él, al presentar la verdad proclamada por Cristo en toda su autenticidad e identidad, le da un timbre propio, en cierto sentido su propia interpretación «personal» pero que brota sobre todo de las experiencias de su actividad apostólico-misionera, y tal vez incluso de la necesidad de responder a las preguntas concretas de los hombres, a los cuales iba dirigida dicha actividad. Y así encontramos en Pablo la cuestión de la relación recíproca entre el matrimonio y el celibato o la virginidad, como tema que atormentaba los espíritus de la primera generación de los confesores de Cristo, la generación de los discípulos de los Apóstoles, de las primeras comunidades cristianas. Esto ocurría en los convertidos del helenismo, por lo tanto del paganismo, más que en los convertidos del judaísmo; y esto puede explicar el hecho de que el tema se halle precisamente en una carta dirigida a la comunidad de Corinto, en la primera.

2. El tono de todo el enunciado es sin duda magisterial; sin embargo, tanto el tono como el lenguaje es también pastoral. Pablo enseña la doctrina transmitida por el Maestro a los Apóstoles y, al mismo tiempo, entabla como un continuo coloquio con los destinatarios de su Carta sobre este tema. Habla como un clásico maestro de moral, afrontando y resolviendo problemas de conciencia; por eso, a los moralistas les gusta dirigirse con preferencia a las aclaraciones y a las deliberaciones de esta primera Carta a los Corintios (capítulo 7) Hay que recordar, no obstante, que la base última de tales deliberaciones debe buscarse en la vida y en la enseñanza de Cristo mismo.

3. El Apóstol subraya, con gran claridad, que la virginidad, o sea, la continencia voluntaria, deriva exclusivamente de un consejo y no de un mandamiento: «Acerca de las vírgenes no tengo precepto del Señor; pero puedo daros consejo» Pablo da este consejo «como quien ha obtenido del Señor la gracia de ser fiel» (1Cor 7, 25). Como se ve por las palabras citadas, el Apóstol distingue, lo mismo que el Evangelio (cf. Mt 19, 11-12), entre consejo y mandamiento. El, sobre la base de la regla «doctrinal» de la comprensión de la enseñanza proclamada, quiere aconsejar, desea dar consejos personales a los hombres que se dirigen a él. Así, pues, en la primera Carta a los Corintios (cap. 7), el «consejo» tiene claramente dos significados diversos. El autor afirma que la virginidad es un consejo y no un mandamiento, y da consejos al mismo tiempo tanto a las personas casadas como a quienes han de tomar una decisión al respecto y, en fin, a los que se hallan en estado de viudez. La problemática es sustancialmente igual a la que encontramos en el enunciado de Cristo transmitido por San Mateo (19. 2-12), primero sobre el matrimonio y su indisolubilidad, y luego sobre la continencia voluntaria por el reino de los cielos. Sin embargo, el estilo de esta problemática es completamente suyo, es de Pablo.

4. «Si alguno estima indecoroso para su hija doncella dejar pasar la flor de la edad y que debe casarla, haga lo que quiera; no peca, que la case. Pero el que, firme en su corazón, no necesitado sino libre y de voluntad, determina guardar virgen a su hija, hace mejor. Quien, pues, casa a su hija doncella hace bien, y quien no la casa hace mejor» (1Cor 7, 36-38).

5. La persona que le había pedido consejo pudo ser un joven que se encontraba ante la decisión de casarse, o quizá un recién casado que, ante corrientes ascéticas existentes en Corinto, reflexionaba sobre la línea a seguir en su matrimonio; pudo ser también un padre o el tutor de una muchacha que le había planteado el problema del matrimonio de ésta. En este caso, se trataría directamente de la decisión que deriva de sus derechos tutelares. Pues Pablo escribe en unos tiempos en que decisiones de esta índole pertenecían más a los padres o tutores que a los mismos jóvenes. Por tanto, al responder a la pregunta planteada de este modo, Pablo trata de explicar con suma precisión que la decisión sobre la continencia o sea, sobre la vida en virginidad, debe ser voluntaria y que sólo una continencia así es mejor que el matrimonio. Las expresiones «hace bien» y «hace mejor» son completamente unívocas en este contexto.

6. Ahora bien, el Apóstol enseña que la virginidad, es decir, la continencia voluntaria, el que una joven se abstenga del matrimonio, deriva exclusivamente de un consejo y es «mejor» que el matrimonio si se dan las oportunas condiciones. En cambio, con ello no tiene que ver en modo alguno la cuestión del pecado: «¿Estás ligado a mujer? No busques la separación. ¿Estás libre de mujer? No busques mujer. Si te casares, no pecas; y si la doncella se casa, no peca» (1Cor 7, 27-28). A base sólo de estas palabras, no podemos ciertamente formular juicio alguno sobre lo que pensaba y enseñaba el Apóstol acerca del matrimonio. Este tema quedará explicado en parte en el contexto de la Carta a los Corintios (cap. 7) y con más plenitud en la Carta a los Efesios (5, 21-33). En nuestro caso, se trata probablemente de la respuesta a la pregunta sobre si el matrimonio es pecado; y podría pensarse incluso que esta pregunta refleje el influjo de corrientes dualistas pregnósticas que se transformaron más tarde en encratismo y maniqueísmo. Pablo responde que de ninguna manera entra en juego aquí la cuestión del pecado. No se trata del discesnimiento entre «bien»- y «mal», sino solamente entre «bien» y «mejor». A continuación pasa a motivar por qué quien elige el matrimonio «hace bien» y quien elige la virginidad, o sea, la continencia voluntaria, «hace mejor».

De la argumentación paulina nos ocuparemos en nuestra próxima reflexión.

83. Enseñanza paulina sobre la excelencia de la virginidad (30-VI-82/4-VII-82)

1. San Pablo, explicando en el capítulo VII de su primera Carta a los Corintios la cuestión del matrimonio y la virginidad (es decir, la continencia por el reino de Dios), trata de motivar la causa por la que quien elige el matrimonio hace «bien» y quien decide, en cambio una vida de continencia, o sea la virginidad, hace «mejor». Así escribe: «Dígoos, pues, hermanos que el tiempo es corto. Sólo queda que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran...»; y también «los que compran, como si no poseyesen, y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen, porque pasa la apariencia de este mundo. Yo os querría libres de cuidados...» (1Cor 7, 29. 30-32).

2. La últimas palabras del texto citado demuestran que en la argumentación Pablo se refiere a su propia experiencia, y de este modo la argumentación se hace más personal. No sólo formula el principio y trata de motivarlo en cuanto tal, sino que lo enlaza con reflexiones y convicciones personales nacidas de la práctica del consejo evangélico del celibato. Cada una de las expresiones y alocuciones son prueba de su fuerza de persuasión. El Apóstol no sólo escribe a sus Corintios: «Quisiera que todos los hombres fuesen como yo» (1Cor 7, 28). Por lo demás, esta convicción personal la había expresado ya en las primeras palabras del capítulo VII de dicha Carta, refiriendo, si bien para modificarla, esta opinión de los Corintios: «Comenzando a tratar de lo que me habéis escrito, bueno es al hombre no tocar mujer...» (1Cor 7, 1).

3. Nos podemos preguntar: ¿Qué «tribulaciones de la carne» tenía Pablo en el pensamiento? Cristo hablaba sólo de los sufrimientos (o «aflicciones») que padece la mujer cuando ha de dar «a luz al hijo», subrayando a la vez la alegría (cf. Jn 16, 21) con que se regocija en compensación de estos sufrimientos, después del nacimiento del hijo: la alegría de la maternidad. En cambio, Pablo escribe sobre las «tribulaciones del cuerpo» que esperan a los casados. ¿Acaso será ésta la expresión de una aversión personal del Apóstol hacia el matrimonio? En esta observación realista hay que ver una advertencia justificada a quienes -como a veces los jóvenes- piensan que la unión y convivencia conyugal han de proporcionarles sólo felicidad y gozo. La experiencia de la vida demuestra que no rara vez los cónyuges quedan desilusionados respecto de lo que principalmente se esperaban. El gozo de la unión lleva consigo también las «tribulaciones de la carne», sobre las que escribe el Apóstol en la Carta a los Corintios. Con frecuencia son «tribulaciones» de naturaleza moral. Si él quiere decir con esto que el verdadero amor conyugal -aquel precisamente por el que «el hombre... se adherirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gén 2, 24)- es al mismo tiempo un amor difícil, ciertamente se mantiene dentro del terreno de la verdad evangélica y no hay razón alguna para descubrir que caracterizaría más tarde al maniqueísmo.

4. Cristo en sus palabras sobre la continencia por el reino de Dios, de ningún modo se propone encauzar a los oyentes hacia el celibato o la virginidad cuando les señala las «tribulaciones» del matrimonio. Más bien se advierte que procura poner de relieve algunos aspectos humanamente penosos de la opción por la continencia: tanto razones sociales como razones de naturaleza subjetiva inducen a Cristo a decir que se hace «eunuco» el hombre que toma tal decisión, es decir, el hombre que abraza voluntariamente la continencia. Pero precisamente gracias a esto resalta con suma claridad todo el significado subjetivo, la grandeza y exepcionalidad de una tal decisión: el significado de una respuesta madura a un don especial del Espíritu.

5. No entiende de otro modo el consejo de la continencia San Pablo en la Carta a los Corintios, pero lo expresa de modo diferente. Escribe así: «Dígoos, pues, hermanos, que el tiempo es corto...» (1Cor 7, 29), y un poco más adelante: «Pasa la apariencia de este mundo...» (7, 31). Esta constatación sobre la caducidad de la existencia humana y el carácter accidental de cuanto ha sido creado, deben llevar a que «los que tienen mujer vivan como si no la tuvieren» (1Cor 7, 29; cf. 7, 31), y a preparar el terreno al mismo tiempo a la enseñanza sobre la continencia. Pues en el centro de su razonamiento pone Pablo la frase-clave que puede relacionarse con lo enunciado por Cristo, que es único en su género, sobre el tema de la continencia por el reino de Dios (cf. Mt 19, 12).

6. Mientras Cristo pone de relieve la magnitud de la renuncia inseparable de tal decisión, Pablo muestra sobre todo cómo hay que entender el «reino de Dios» en la vida de un hombre que ha renunciado al matrimonio por el reino. Y mientras el triple paralelismo de lo enunciado por Cristo alcanza su punto culminante en el verbo que indica la grandeza de la renuncia asumida voluntariamente («hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos», Mt 19, 12), Pablo define la situación con una sola palabra: «no casado» (ágamos); en cambio, más adelante incluye «reino de los cielos» en una síntesis espléndida cuando dice: «El célibe se cuida de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor» (1Cor 7, 32).

Cada palabra de este párrafo merece un análisis especial.

7. En el Evangelio de Lucas, discípulo de Pablo, el contexto del verbo «preocuparse de» o «buscar» indica que de verdad es menester buscar sólo el reino de Dios (cf. Lc 10, 41). Y el mismo Pablo habla directamente de su «preocupación por todas las Iglesias» (2Cor 11, 28), de la búsqueda de Cristo mediante la solicitud por los problemas de los hermanos, por los miembros del Cuerpo de Cristo (cf. Flp 2, 20-21; 1Cor 12, 25). De este contexto emerge todo el amplio campo de la «preocupación» a la que el hombre no casado puede dedicar enteramente su pensamiento, fatigas y corazón. Ya que el hombre puede «preocuparse» sólo de aquello que lleva en el corazón.

8. En la enunciación de Pablo, quien no está casado se preocupa de las cosas del Señor (ta tou kyriou). Con esta expresión concisa Pablo abarca la realidad objetiva completa del reino de Dios. «Del Señor es la tierra y cuanto la llena», dirá él mismo un poco más adelante en esta Carta (1Cor 10, 26; cf. Sal 23 [24], 1).

¡El objeto del interés del cristiano es el mundo entero! Pero Pablo con el nombre «Señor» califica en primer lugar a Jesucristo (cf., por ejemplo, Flp 2, 11) y, por tanto, «cosas del Señor» quiere decir ante todo el reino de Cristo, su Cuerpo que es la Iglesia (cf. Col 1, 18) y cuanto contribuye al crecimiento de ésta. De todo ello se preocupa el hombre no casado y, por ello, siendo Pablo «Apóstol de Jesucristo» (1Cor 1, 1) y ministro del Evangelio (cf. Col 1, 23), escribe a los Corintios: «Quisiera yo que todos los hombres fueran como yo» (1Cor 7, 7).

9. Sin embargo, el celo apostólico y la actividad más eficaz, tampoco agotan el contenido de la motivación paulina de la continencia. Incluso podría decirse que su raíz y fuente se encuentran en la segunda parte del párrafo que muestra la realidad subjetiva del reino de Dios. «El que no está casado se preocupa... de agradar al Señor». Esta constatación abarca todo el campo de la relación personal del hombre con Dios. «Agradar a Dios» -esta expresión se encuentra en libros antiguos de la Biblia (cf., por ejemplo, Dt 13, 19)- es sinónimo de vida en gracia de Dios, o sea, de quien se comporta según su voluntad para serle agradable. En uno de los últimos libros de la Sagrada Escritura, esta expresión llega a ser una síntesis teológica de la santidad. San Juan sólo una vez la aplica a Cristo: «Yo hago siempre lo que es de su agrado [del Padre]» (Jn 8, 29). San Pablo hace notar en la Carta a los Romanos que Cristo «no buscó agradarse a Sí mismo» (Rom 15, 3).

En estas dos constataciones está encerrado todo el contenido de «agradar a Dios», entendido en el Nuevo Testamento como seguir las huellas de Cristo.

10. Podría parecer que se sobreponen las dos partes de la expresión paulina pues, en efecto, preocuparse de lo «que toca al Señor», de las «cosas del Señor», debe «agradar al Señor». Por otra parte, quien complace a Dios no puede encerrarse en sí mismo, sino abrirse al mundo, a cuanto hay que llevar de nuevo a Cristo. Evidentemente éstos son dos aspectos de la misma realidad de Dios y de su reino. Pero Pablo tenía que distinguirlos para hacer ver más clara la naturaleza y posibilidad de la continencia «por el reino de los cielos».

Habremos de volver de nuevo sobre el tema.

84. El cuidado de «agradar al Señor» (7-VII-82/11-VII-82)

1. En el encuentro del capítulo anterior tratamos de ahondar en la argumentación que emplea San Pablo en la primera Carta a los Corintios para convencer a sus destinatarios de que quien elige el matrimonio hace «bien», y el que elige la virginidad (es decir, la continencia según el espíritu del consejo evangélico) hace «mejor» (1Cor 7, 32). Prosiguiendo hoy esta meditación, recordemos que según San Pablo «el celibe se cuida... de cómo agradar al Señor» (1Cor 7, 32).

«Agradar al Señor» tiene por trasfondo el amor. Este trasfondo se ve claro a través de una ulterior confrontación: quien no está casado se cuida de agradar a Dios, mientras que el hombre casado debe procurar también contentar a la mujer. En cierto sentido aparece aquí el carácter nupcial de la «continencia por el reino de Dios». El hombre procura agradar siempre a la persona amada El «agradar a Dios» no carece por tanto de este carácter que distingue la relación interpersonal entre los esposos. Por una parte, es un esfuerzo del hombre que tiende a Dios y procura complacerle, o sea, expresar prácticamente el amor; por otra, a esta aspiración corresponde el agrado de Dios, que acoge los esfuerzos del hombre y corona su obra dándole una gracia nueva: de hecho desde el principio esta aspiración ha sido don de Dios. «Cuidarse de agradar a Dios» es, pues, una aportación del hombre al diálogo continuo de salvación entablado por Dios, evidentemente todo cristiano que vive de fe toma parte en este diálogo.

2. Pero Pablo observa que el hombre ligado con vínculo matrimonial «está dividido» (1Cor 7, 34) a causa de sus deberes familiares (cf. 1Cor 7, 34). Por con siguiente, de esta constatación parece desprenderse que la persona no casada debería caracterizarse por una integración interior una unificación, que le permitan dedicarse enteramente al servicio del reino de Dios en todas sus dimensiones. Esta actitud presupone la abstención del matrimonio exclusivamente «por el reino de Dios», y una vida dedicada sólo a este fin. Y, sin embargo, también puede entrar furtivamente «la división» en la vida de una persona no casada, que al verse privada de la vida matrimonial por una parte y, por otra, de una meta clara por la que renunciar a esta, podría encontrarse ante un cierto vacío.

5. El Apóstol parece conocer bien todo esto y se apresura a puntualizar que no quiere «tender un lazo» a quien aconseja no casarse, sino que lo hace para encaminarlo a lo que es digno y lo mantiene unido al Señor sin distracciones (cf. 1Cor 7, 35). Estas palabras traen a la memoria lo que dijo Cristo a los Apóstoles en la última Cena, según el Evangelio de Lucas: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas (literalmente «en las tentaciones»); y yo dispongo del reino en favor vuestro, como mi Padre ha dispuesto de él en favor mío» (Lc 22, 28-29). El no casado «estando unido al Señor» puede tener certeza de que sus dificultades serán comprendidas: «No es nuestro Pontífice tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, antes fue tentado en todo a semejanza nuestra, fuera del pecado» (Heb 4, 15). Esto permite a la persona no casada englobar sus eventuales problemas personales en la gran corriente de los sufrimientos de Cristo y de su Cuerpo, que es la Iglesia, en vez de sumergirse exclusivamente en ellos.

4. El Apóstol enseña como se puede estar unido al Señor: esto se llega alcanzar aspirando a permanecer con El de continuo, a gozar de su presencia (eupáredron), sin dejarse distraer por las cosas que no son esenciales (aperispástos) (cf. 1Cor 7, 35).

Pablo puntualiza este pensamiento con mayor claridad todavía cuando habla de la situación de la mujer casada y de la que ha optado por la virginidad o ya no tiene marido. Mientras la mujer casada debe cuidarse de «cómo agradar a su marido», la que no está casada «sólo tiene que preocuparse de las cosas del Señor, de ser santa en cuerpo y en espíritu» (1Cor 7, 34).

5. Para captar adecuadamente toda la profundidad del pensamiento de Pablo hay que hacer notar que la «santidad» es un estado más bien que una acción, según la concepción bíblica; y tiene ante todo carácter ontológico y luego también moral. Especialmente en el Antiguo Testamento es una «separación» de lo que no está sujeto a la influencia de Dios, lo que es «profanum» a fin de pertenecer exclusivamente a Dios. La «santidad en el cuerpo y en el espíritu» significa también, por tanto, la sacralidad de la virginidad o celibato aceptados por el «reino de Dios». Y, al mismo tiempo, lo que está ofrecido a Dios debe distinguirse por la pureza moral y, por tanto, presupone un comportamiento «sin mancha ni arruga», «santo e inmaculado» según el modelo virginal de la Iglesia que está ante Cristo (Ef 5, 27).

El Apóstol, en este capítulo de la Carta a los Corintios, trata de los problemas del matrimonio y del celibato o virginidad de modo sumamente humano y realista, teniendo en cuenta la mentalidad de sus destinatarios. En una cierta medida la argumentación de Pablo es ad hominem. El mundo nuevo, el nuevo orden de valores que anuncia, en el ambiente de sus destinatarios de Corinto va a encontrarse con otro «mundo» otra jerarquía de valores distinta de aquella a la que llegaron por primera vez las palabras pronunciadas por Cristo.

6. Si con su doctrina sobre el matrimonio y la continencia Pablo hace referencia también a la caducidad del mundo y de la vida humana en el, lo hace sin duda aplicándolo a un ambiente que en cierta manera estaba orientado de modo programático al «uso del mundo». Bajo este punto de vista es muy significativo su llamamiento a los que «disfrutan del mundo» para que lo hagan «como si no disfrutaran plenamente» (1Cor 7, 3í). Del contexto inmediato se desprende que incluso el matrimonio estaba concebido en este ambiente como una manera de «disfrutar del mundo», al contrario de cómo había sido en toda la tradición israelita (no obstante algunas descentralizaciones que señaló Jesús en la conversación con los fariseos y también en el sermón de la montaña). No hay duda de que todo explica el estilo de la respuesta de Pablo. El Apóstol se daba perfecta cuenta de que al estimular a la abstención del matrimonio, al mismo tiempo debía exponer un modo de entender el matrimonio que estuviera conforme con toda la jerarquía evangélica de valores. Y había de hacerlo con realismo máximo, es decir, teniendo ante los ojos el ambiente a que se dirigía y las ideas y modos de valorar las cosas que dominaban en él.

7. Ante hombres que vivían en un ambiente donde el matrimonio sobre todo era considerado uno de los modos de «usar del mundo», Pablo se pronuncia con palabras significativas sobre la virginidad y el celibato (como ya hemos visto) y también sobre el mismo matrimonio: «A los no casados y a las viudas les digo que les es mejor permanecer como yo. Pero si no pueden guardar continencia, cásense, que mejor es casarse que abrasarse» (1Cor 7, 8-8). Igual idea casi había expresado ya Pablo anteriormente: «Comenzando a tratar de lo que me habéis escrito, bueno es al hombre no tocar mujer; mas por evitar la fornicación, tenga cada uno su mujer, y cada una tenga su marido» (1Cor 7, 1-2).

8. ¿Acaso en la primera Carta a los Corintios considera el Apóstol el matrimonio exclusivamente desde el punto de vista de un «remedium concupiscentiæ», como se solía decir en el lenguaje teológico tradicional? Las citas hechas podrían dar la impresión de atestiguarlo. En proximidad inmediata a las formulaciones precedentes, leamos una frase que nos lleva a enfocar de manera diferente el conjunto de enseñanzas de San Pablo contenidas en el capítulo 7 de la primera Carta a los Corintios: «Quisiera yo que todos los hombres fuesen como yo (repite su argumento preferido en favor de la abstención del matrimonio); pero cada uno tiene de Dios su propia gracia: éste, una; aquél, otra» (1Cor 7, 7). Por lo tanto, incluso los que optan por el matrimonio y viven en el, reciben de Dios un «don», «su don», es decir, la gracia propia de esta opción, de este modo de vivir, de dicho estado. El don que reciben las personas que viven en el matrimonio es distinto del que reciben las personas que viven en virginidad y han elegido la continencia por el reino de Dios no obstante, es verdadero «don de Dios», don «propio», destinado a personas concretas, y «específico», o sea, adecuado a su vocación de vida.

9. Así, pues, se puede decir que mientras en la caracterización del matrimonio en su parte «humana» (o más aún quizá, en la situación local que dominaba en Corinto», el Apóstol pone muy de relieve la motivación que tenía en cuenta la concupiscencia de la carne; y a la vez con no menor fuerza persuasiva, destaca su carácter sacramental y «carismático». Con la misma claridad con que ve la situación del hombre respecto de la concupiscencia de la carne, ve también la situación de la gracia de cada hombre, en quien vive en el matrimonio e igualmente en el que ha elegido voluntariamente la continencia, teniendo presente que «pasa la apariencia de ese mundo».

85. La abstinencia en el matrimonio (14-VII-82/18-VII-82)

1. En mis anteriores reflexiones, analizando el capítulo 7 de la primera Carta a los Corintios, he tratado de captar y comprender las enseñanzas y los consejos que San Pablo da a los destinatarios de su Carta, sobre las cuestiones referentes al matrimonio y a la continencia voluntaria (o sea, la abstención del matrimonio ). Afirmando que quien elige el matrimonio «hace bien», pero el que escoge la virginidad «hace mejor», el Apóstol se refiere a la caducidad del mundo, o sea, a todo lo que es temporal.

Es fácil intuir que el motivo de la caducidad y fugacidad de lo temporal tiene, en este caso, más fuerza que la referencia a la realidad del «otro mundo». El Apóstol encuentra cierta dificultad para exponer su pensamiento; sin embargo, es claro que en la base de la interpretación paulina del tema «matrimonio-virginidad» está no sólo la metafísica misma del ser accidental (y por consiguiente pasajero), sino sobre todo la teología de una gran esperanza de la que Pablo fue entusiasta defensor. El destino eterno del hombre no es el «mundo», sino el reino de Dios. El hombre no debe apegarse demasiado a los bienes del mundo perecedero.

2. También el matrimonio está ligado a la «escena de este mundo» que pasa; y en esto nos encontramos, en cierto sentido, muy cerca de la perspectiva abierta por Cristo en su enunciación sobre la resurrección futura (cf. Mt 22, 23-32; Mc 12, 18-27; Lc 20, 27-40). Por eso el cristiano, según las enseñanzas de Pablo, debe vivir el matrimonio desde el punto de vista de su vocación definitiva. Y, mientras el matrimonio esta ligado a la escena de este mundo que pasa y por lo tanto impone, en un cierto sentido la necesidad de «encerrarse» en esta caducidad; la abstención del matrimonio, en cambio, está libre -se puede decir- de esa necesidad. Precisamente por esto el Apóstol afirma que «hace mejor» quien elige la continencia. Y aunque su argumentación sigue por este camino, sin embargo aparece claramente en primer plano (como hemos constatado ya) sobre todo el problema de «agradar al Señor» y «preocuparse de las cosas del Señor».

3. Se puede admitir que las mismas razones valen para lo que el Apóstol aconseja a las mujeres que se han quedado viudas: «La mujer está ligada por todo el tiempo de vida a su marido; mas una vez que se duerme el marido, queda libre para casarse con quien quiera, pero en el Señor. Más feliz será si permanece así, conforme a mi consejo, pues también creo tener yo el espíritu de Dios» (1Cor 7 39-40).

Así pues permanezca en la viudez en lugar de contraer un nuevo matrimonio.

4. En lo que descubrimos con una lectura atenta de la Carta a los Corintios (especialmente del cap. 7) aparece todo el realismo de la teología paulina sobre el cuerpo. El Apóstol en la Carta afirma que «vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros» (1Cor 6, 19), pero al mismo tiempo es plenamente consciente de la debilidad y de la pecabilidad a las que el hombre está sujeto, precisamente a causa de la concupiscencia de la carne.

Sin embargo, esta conciencia no ofusca en él de modo alguno la realidad del don de Dios, del que participan tanto los que se abstienen del matrimonio, como los que toman mujer o marido. En el capítulo 7 de la primera Carta a los Corintios encontramos un claro estímulo a la abstención del matrimonio, la convicción de que «hace mejor» quien opta por ella; sin embargo, no encontramos ningún fundamento para considerar a los casados personas «carnales» y a los que, por motivos religiosos, han elegido la continencia «espirituales». Efectivamente, en uno y en otro modo de vida -hoy diríamos, en una y en otra vocación-, actúa ese «don» que cada uno recibe de Dios, es decir, la gracia la cual hace que el cuerpo se convierta en «templo del Espíritu Santo» y que permanezca tal, así en la virginidad (en la continencia), como también en el matrimonio, si el hombre se mantiene fiel al propio don y, en conformidad con su estado, o sea, con la propia vocación, no «deshonra» este «templo del Espíritu Santo», que es su cuerpo.

5. En las enseñanzas de Pablo, contenidas sobre todo en el capítulo 7 de la primera Carta a los Corintios, no encontramos ninguna premisa para lo que más tarde se llamará «maniqueísmo». El Apóstol es plenamente consciente de que -aunque la continencia por el reino de los cielos sea siempre digna de recomendación- la gracia, es decir, «el don propio de Dios» ayuda también a los esposos en esa convivencia, en la cual (según las palabras del Gén 2, 24) ellos se unen tan estrechamente que forman «una sola carne». Así, pues, esta convivencia carnal está sometida a la potencia del «don propio de Dios» que cada uno recibe. El Apóstol escribe sobre esto con el mismo realismo que caracteriza toda su argumentación en el capítulo 7 de esta Carta: «El marido otorgue lo que es debido a la mujer, e igualmente la mujer al marido. La mujer no es dueña de su propio cuerpo, es el marido, e igualmente el marido no es dueño de su propio cuerpo: es la mujer»

6. Se puede decir que estas enunciaciones son un comentario claro, por parte del Nuevo Testamento, a las palabras del libro del Génesis (Gén 2, 24) que acabo de recordar. Sin embargo, los términos usados aquí, en particular las expresiones «lo que es debido» y «no es dueña (dueño)» no se pueden explicar prescindiendo de la justa dimensión de la alianza matrimonial, como traté de aclarar cuando analice los textos del libro del Génesis; procuraré hacerlo más ampliamente aún cuando hable de la sacramentalidad del matrimonio según la Carta a los Efesios (cf. Ef 5, 22-23). En su momento, será necesario volver sobre estas expresiones significativas que del vocabulario de San Pablo han pasado a toda la teología del matrimonio.

7. Por ahora, sigamos fijando la atención en las otras frases del mismo párrafo del capítulo 7 de la primera Carta a los Corintios, en el que el Apóstol dirige a los esposos las siguientes palabras: «No os defraudéis uno al otro, a no ser de común acuerdo por algún tiempo, para daros a la oración, y de nuevo volved a lo mismo a fin de que no os tiene Satanás de incontinencia. Esto os lo digo condescendiendo, no mandando» (1Cor 7, 5-6). Es un texto muy significativo, al que habrá que referirse de nuevo en el contexto de las meditaciones sobre otros temas.

En toda su argumentación sobre el matrimonio y la continencia, el Apóstol hace, como Cristo, una clara distinción entre el mandamiento y el consejo evangélico: por eso, es muy significativo el hecho de que siente la necesidad de referirse también a la «condescendencia» como a una regla suplementaria, y esto precisamente sobre todo con referencia a los esposos y a su recíproca convivencia. San Pablo dice claramente que tanto la convivencia conyugal como la voluntaria y periódica abstención de los esposos, debe ser fruto de ese «don de Dios» que es «propio» de ellos, y que, cooperando conscientemente con él, los mismos cónyuges pueden mantener y reforzar ese recíproco vínculo personal y al mismo tiempo esa dignidad que el hecho de ser «templo del Espíritu Santo, que está en vosotros» (cf. 1Cor 6, 19), confiere a su cuerpo.

8. Parece que la regla paulina de «condescendencia» indica la necesidad de tomar en consideración todo lo que, de alguna manera, corresponde al carácter subjetivo tan diferenciado del hombre y de la mujer. Todo lo que en este aspecto subjetivo es de naturaleza no sólo espiritual sino también sico-somatica, toda la riqueza subjetiva del hombre -la cual entre su naturaleza corporal, se expresa en la sensibilidad específica tanto del hombre como de la mujer-, todo esto debe permanecer bajo la influencia del don que cada uno recibe de Dios don que es propio de cada uno.

Como se ve, en el capítulo 7 de la primera Carta a los Corintios, San Pablo interpreta las enseñanzas de Cristo sobre la continencia por el reino de los cielos en esa forma, tan pastoral, que le es característica, acentos naturalmente muy personales. El interpreta las enseñanzas sobre la continencia, sobre la virginidad, en línea paralela a la doctrina sobre el matrimonio, conservando el realismo propio de un pastor y, al mismo tiempo, los parámetros que encontramos en el Evangelio, en las palabras del mismo Cristo.

9. En la enunciación paulina se encuentra esa fundamental estructura-cuadro de la doctrina revelada sobre el hombre que esta destinado, también con su cuerpo, a la «vida futura». Esta estructura-cuadro constituye la base de todas las enseñanzas evangélicas sobre la continencia por el reino de Dios (cf. Mt 19, 12); pero al mismo tiempo en ella se basa también el cumplimiento definitivo (escatológico) de la doctrina evangélica sobre el matrimonio (cf. Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 36). Estas dos dimensiones, de la vocación humana no se oponen entre sí, sino que se complementan. Ambas dan respuesta plena a uno de los interrogantes fundamentales del hombre: el interrogante sobre el significado del «ser cuerpo», es decir, sobre el significado de la masculinidad y feminidad, de ser «en el cuerpo» un hombre o una mujer.

10. Lo que generalmente llamamos teología del cuerpo aparece como algo verdaderamente fundamental y constitutivo para toda la hermenáutica antropológica y al mismo tiempo igualmente para la ética y para la teología del ethos humano. En cada uno de estos sectores, hay que tener muy presentes las palabras de Cristo, en las que El se remite al «principio» (cf. Mt 19, 4) o al «corazón» como lugar interior y contemporáneamente «histórico» cf. Mt 5, 28) del encuentro con la concupiscencia de la carne; pero hay que tener también bien presentes las palabras con las que Cristo se ha referido a la resurrección, para injertar en el mismo inquieto corazón del hombre las primeras semillas de la respuesta al interrogante sobre el significado de ser carne en la perspectiva del «otro mundo».